Diario de Zsuzsanna Dracul

13 de agosto.

Escribo esto en el barco, de vuelta a Londres tras mi breve visita a Ámsterdam. (Los transportes públicos holandeses son tan limpios). Fue idea de Elisabeth que fuera. Las dos hemos estado peleadas por un tiempo; he sentido que perdía mi fuerza, a pesar del hecho de que he tenido una buena ración de sangre «azul», Elisabeth también parece más pálida y débil, y está tan irritable que he comenzado a evitarla. Me asusta. Me preocupa que Vlad nos haya lanzado algún tipo de conjuro. Londres está aún lleno de maravillas, pero comienzo a perder interés en lo que antes adoraba. ¿Cuántos nuevos vestidos puedo tener? Tengo un armario lleno. Son todos hermosos y me encanta llevarlos, pero mi deseo está saciado, y me impaciento…

Sin duda, Vlad ya ha llegado a la costa inglesa, pero aún no ha aparecido en ninguna de sus propiedades: Carfax, Mile End, Bermondsey, Picadilly. Las visitamos cada día, con la esperanza, de encontrarlo, y cada día nuestras esperanzas son aplastadas.

Hace algunas tardes, Elisabeth se acercó a mí sonriendo por primera vez en días con cierto aire de decisión en su rostro.

—Vlad se ha retrasado —dijo—, y las dos estamos cada vez más ansiosas con la espera. Pero ¿por qué ha de ser así? Dices que sabes dónde vive Van Helsing. ¿Por qué no lo sorprendemos durante el día y lo traemos aquí? Si Vlad se entera de que tenemos a Van Helsing, se verá forzado a tratar con nosotras.

—¿Por qué no lo matamos sencillamente? —contesté, pues estaba deseando hacerlo para vengar la muerte del pequeño Jan.

Chasqueó la lengua con desaprobación.

—Pero ¿acaso es eso divertido, Zsuzsanna? Si Van Helsing muere, Vlad simplemente se convertirá en polvo. No, debemos usar a Van Helsing para atraerlo a nosotras. Por una vez, deseo ser testigo de la muerte de los dos, e infringirles tanto daño como te han hecho a ti.

—Muy bien —asentí, aunque en secreto estaba decidida a matarlo de cualquier forma—. ¿Cuándo partimos?

—Las dos no, cariño. Ve tú, solo tú conoces a Van Helsing y su casa. Yo conozco a Vlad, de modo que lo esperaré aquí. Alguien debe vigilar sus casas todos los días.

La idea de dejarla sola me corroía. Gracias a Dunya, sabía que era capaz de serme infiel, aún más inquietante era pensar en la cámara de tortura que había bajo la casa. ¿Se debía su irritación a las ganas que tenía de probarla? Me había jurado que no lo haría, que simplemente «coleccionaba» aquellos espantosos artefactos por diversión; y sin duda, llegaría el momento de verlos en acción.

Aun así, no confiaba en ella.

En cualquier caso, la lógica ganó. En un día, me encontré en la puerta de Van Helsing. No me disfracé, simplemente llevaba un sombrero y un velo, de modo que si miraba para ver quién era, no me reconocería de inmediato. Lo único que necesitaba es que abriese un poco la puerta, nada más, y fácilmente le daría un golpe mortal.

Llamé, y un minuto más tarde, la puerta se abrió. La mujer que abrió tenía el pelo plateado y la mandíbula cuadrada. «¿Mary?», casi pregunté, pero no podía ser ella. Aquella mujer era demasiado gorda y alta. Por un instante, reinó la confusión. ¿Había ido a la casa equivocada? ¿O se habían mudado los Van Helsing?

No, aquella era la casa, y la placa de metal en la puerta rezaba: «A. Van Helsing, Dr.», seguido de una frase en holandés que no pude descifrar.

—Busco al doctor Van Helsing —dije en inglés.

La mujer frunció el ceño y agitó la cabeza. Entonces traduje la frase al francés sin éxito; pero al hacerlo en alemán, sonrió.

—¡Ah! —dijo con acento nativo y con placer evidente por oír su lengua materna—, su alemán es excelente. Pero me temo que el doctor no da citas en este momento. —Señaló la placa de metal sobre el timbre y después se rio—. Pero claro, ¡usted no habla holandés!

Sonreí y retiré un poco el velo para mostrarle mi belleza y mis fascinantes ojos.

—No soy una paciente, sino una familiar de visita.

Ella chasqueó la lengua.

—¡Ah, pobrecita! Espero que no hayas venido desde lejos…

—De Viena.

Supe antes de que me lo dijera que el profesor no estaba allí, y se me encogió el corazón al darme cuenta.

—Se ha marchado. —Se detuvo y pareció pensárselo mejor.

Intenté ponerla en trance, pero seguía apartando los ojos. Era una mujer de una voluntad de hierro.

—… Al extranjero.

No oculté mi amarga decepción.

—¿Puedo preguntar adónde?

Apartó los ojos, mintiendo evidentemente.

—A muchos lugares. No tengo un itinerario. —Y entonces, cuando volvió a mirarme, detecté cierta sospecha en su mirada—. ¿Es usted familiar? ¿Cuáles su relación?

—Su cuñada.

Sus ojos se estrecharon.

—He vivido en Ámsterdam durante muchos años, y he conocido al doctor durante algún tiempo. No tiene hermanos.

Suspiré con sincera frustración, decidiendo que si no me dejaba entrar en cuestión de segundos, le rompería el cuello.

—Sé que suena extraño… pero, de hecho, soy la cuñada de su madre. Verá, el hermano de Mary era mucho más joven que ella, y…

El hielo se fundió, dejándola con una expresión más alentadora aunque extrañamente trágica.

—¡Ah, pobre Mary…!

Simulé alarmado interés.

—¿Ha muerto? Bram es horrible escribiendo cartas; nunca me cuenta nada. Le escribí hace unas semanas contándole que venía, pero no contestó…

—¡Pobrecita! Qué horrible que haya tenido que saberlo de este modo. No, la pobre señora Van Helsing (señora Mary, la llamo yo) no está muerta. Pero me temo que le queda poco. Está mortalmente enferma de cáncer.

Me llevé la mano enguantada a la boca y ahogué un grito de horror.

—Entonces, ¿está ella aquí?

—Sí, sí, ¿le gustaría verla?

Mantuve los labios ocultos un poco más, para evitar que viera que se curvaban ligeramente en una sonrisa.

—Muchísimo. Me apena que Bram no esté, pero…

Pero podría averiguar mucho de su madre, que sin duda sabía adónde había ido. Aquella enfermera funcionaba evidentemente con órdenes muy precisas, y probablemente no tenía ni idea de la verdadera vocación de nuestro querido Bram.

De modo que abrió la puerta y me permitió entrar. Me apretó la mano con germánica fuerza, y la agitó vigorosamente mientras se presentaba como frau Koehler.

El sombrío vestíbulo estaba lleno de librerías atestadas en las que a veces los volúmenes se apilaban unos encima de otros. La buena frau me condujo a través de otra sala repleta de libros hasta la escalera, donde dudó.

—Permítame que vaya a decirle a la señora Mary que está usted aquí. —Se quedó pestañeando por un instante hasta que comprendí que esperaba alguna respuesta.

—Dígaselo —me detuve mientras trataba de acordarme del apellido de soltera de mi cuñada—, dígale que la señora Windham ha venido a visitarla.

Frau Koehler asintió, después se alzó las faldas y subió por las quejumbrosas escaleras. La oí moverse por el suelo de madera, después murmuró una pregunta a su paciente.

Pero no detecté respuesta. Mientras esperaba, vi que entre las estanterías de libros había una puerta cerrada y me sentí inexplicablemente atraída hacia ella. Me deslicé por el hueco y me vi en el estudio del buen doctor, rodeada de más libros, en este caso de naturaleza esotérica. Nuestro valiente asesino de vampiros parecía que había estudiado profundamente la magia para poder acometer con mayor éxito su trabajo. También había un gran escritorio de roble con documentos y telegramas en los cajones. Deseé mirarlos para poder obtener alguna prueba de dónde se encontraba Van Helsing, pero oí más crujidos en la parte de arriba, y las pesadas pisadas de la mujer.

Me escurrí de inmediato a través de la puerta y me coloqué en el mismo lugar donde me había dejado cuando apareció con una sonrisa en lo alto de las escaleras.

—La señora Mary está despierta y desea verla. —Mientras subía las escaleras, añadió—: No puedo prometerle que entienda quién es usted. Habla poco, y cuando lo hace, está normalmente confusa. No hace mucho que le he puesto una inyección de morfina para el dolor, de modo que no está muy despierta. Sea paciente.

—Lo seré —contesté con cariño aunque en aquel momento no pensaba en Mary, sino en cómo convencer a frau Koehler para que se marchara.

Estaba bastante saciada de la noche anterior, hasta el punto de que la idea de cenar su fornida sangre alemana consiguió que me mareara. De modo que no estaba inclinada a usar la fuerza sobrenatural con aquella señora; un sorbo rápido de Mary, eso era todo lo que podía, y después me marcharía.

Mi actitud caballeresca desapareció de inmediato en cuanto entré en la habitación y fui recibida por el olor a meado y a mierda.

Frau había hecho lo que había podido para minimizarlo: la ventana estaba abierta, una vela titilaba con la brisa, y había una cuña sumergida en una bañera llena de agua jabonosa.

Todo lo que pude hacer fue cubrirme la nariz con el pañuelo; pero frau Koehler pareció no notarlo. Camino hasta la cama, sonrió con genuino afecto, y tomó la delgada y flácida mano de su paciente.

—Mary, está aquí su hermana.

Me adelanté para tomar el lugar de la enfermera alemana, y agarré la fría y huesuda mano de la moribunda. Sus ojos habían estado cerrados, pero al oír la voz de Koehler, se abrieron y me miraron. Estaba preparada para hechizarla para que me viera como una mujer totalmente diferente y así no llorara de miedo o alertara a la enfermera…

¡Oh, Mary!, la última vez que te vi, estabas fuerte y hermosa y joven, con los cabellos dorados y brillantes y la piel suave, y aún tenías al pequeño Bram en el vientre. Entonces te amaba; te amé incluso después de mi cambio, pues fuiste muy buena conmigo mientras vivía. He llegado a comprender que tú, Kasha y papá erais los únicos que de verdad me amasteis… a mí, la tullida, la larguirucha solterona que solo provocaba pena a los hombres.

Ahora has sido golpeada por el cruel destino. He matado a muchos en mi extraña existencia, y a menudo he mirado a los ojos de la propia muerte; pero nunca antes la había visto prolongarse tanto.

Está sería yo, pensé, si no hubiese recibido el don de la inmortalidad. Una vieja fea y moribunda. Alcé los ojos hacia la anciana que había en la cama y no la reconocí. Llevaba el pelo canoso recogido en una larga trenza que le llegaba hasta la cintura; sin embargo, algunos mechones se le habían soltado parcialmente, dándole un aire descuidado, revuelto. Me sobrevino la imagen de un delicado pájaro muriendo de hambre. Su suave piel estaba amarillenta, hundida en los pómulos como en un esqueleto, quebrada en la nariz, y surcada de arrugas, sobre todo bajo los ojos, unos ojos que aún eran tan azules como el mar, aunque llenos de ictericia.

Sus ojos estaban apagados por el dolor y por el sufrimiento, unos ojos que me reconocieron.

Intenté silenciarla antes de que alertara a frau Koehler, ponerla bajo un hechizo de modo que olvidase que me conocía, para que viese a una mujer totalmente diferente. Pero estaba demasiado afectada al verla como para reaccionar inmediatamente, y demasiado distraída mientras la enfermera deslizaba una mecedora junto a mí y me animaba a sentarme.

Me senté, y de nuevo miré a la anciana que en una ocasión había sido Mary, lista para realizar mi sobrenatural trabajo. Pero aquellos ojos azules me miraban sin miedo, sin odio o repulsión, sino con tal afecto honesto y cálido que mis ojos se llenaron de lágrimas de gratitud. No era aquello el amor pasajero que evoca la pasión sexual o la necesidad mutua, o la conveniencia. Era amor genuino.

—¿Mary? —pregunté en un susurro.

Para mi sorpresa, las lágrimas ardieron por mis mejillas. Yo, asesina cien, mil veces, tan cruel que pensaba que nunca conocería de nuevo la compasión sin mácula.

—¿Me conoces de verdad? Soy…

—Zsuzsanna —jadeó con una voz temblorosa y aguda que me rompió el corazón mientras la dulzura en sus ojos no flaqueó ni un instante—. Qué hermosa eres…

Posé mi rostro en las manos enguantadas y lloré. Comprendí que flotaba en el pasado y solo recordaba la Zsuzsanna mortal, y había olvidado mi cambio. A pesar de ello, me conmovió su bienvenida. Pero tenía otra razón para permitirme aquel arrebato. Aparte de las emociones, estaba determinada a conseguir mi objetivo: saber de Bram.

Frau Koehler se pasó detrás de mí y me coloco una ancha mano en el hombro.

—Querida… sé lo difícil que debe de ser para usted —murmuró—. ¿Le puedo traer una copa de jerez?

Alce la cabeza y me limpié las lágrimas con el pañuelo.

—Gracias. Pero… ¿podría traerme una taza de té? —Aquello me daría el tiempo necesario.

Al ver lo rápido que accedía la mujer, me alegré de inmediato. Se fue escaleras abajo hacia la cocina, y yo me incliné más cerca de Mary y la cogí de la mano.

—Querida —susurré—, no puedo soportar verte sufrir de este modo. Puedo quitarte el dolor… para siempre.

Me acerqué más y puse mis labios contra los suaves y flácidos pliegues de su cuello. El olor a amoníaco de la orina era abrumador, así como las fuerte sensación de la bondad de Mary, su miedo a morir, su sincero amor por aquellos que se habían marchado antes que ella y aquellos que vendrían detrás. El avance de la muerte se había llevado todo lo demás, hasta solo dejar la esencia de aquella mujer.

Pero algo me retenía. Quizá era que había conocido qué clase de mujer había sido, o el profundo sentimiento de bondad y sufrimiento trágico que emanaba de ella. Sabía que la verdadera Mary preferiría morir antes que abrazar el mal.

De hecho, retiró su mano de la mía y, con desgarradora debilidad, colocó las palmas contra mis hombros e intentó en vano apartarme.

—Por favor, no… he perdido dos hijos y un marido. ¿No es suficiente? —dijo con calma, adormilada, sin rastro de temor.

Me eché hacia atrás.

—Mary… ¿deseas sufrir? ¿Deseas morir?

Me miró directamente a los ojos, pero, a la vez, miraba algo más allá, algo distante y glorioso, y su arrugado rostro adoptó una belleza radiante y cansada.

—Mi sufrimiento no es nada comparado con el tuyo —susurró—. El mío no durará eternamente.

Me eché hacia atrás sobre la silla, golpeada por un dolor agudo como una aguja que atravesase mi enternecido corazón. Intenté protestar: ¿Cómo podía decir que sufría? Yo, que disfrutaba de todo lo bueno que puede ofrecer la vida, yo, que no tengo dolores físicos, yo, que inflijo dolor y muerte a los demás.

Pero no podía negarlo. En un fogonazo, vi mi existencia actual como ella la veía: las ropas más hermosas, el mejor champán, los hombres más apuestos, la hermosa y cruel Elisabeth. La vanidad, el vacío. Siglo tras siglo sin significado.

Me alcé y le tomé las manos mientras se las masajeaba para darles algo de calor. Esta vez me incliné sobre ella y le posé los labios con ternura.

—Que Dios te bendiga, Mary.

—Y que él también te bendiga a ti —suspiró y cerró los ojos.

Oí en la planta baja el traqueteo de la porcelana sobre una bandeja, y unos pasos apagados. Frau Koehler volvía con el té. Me senté en la mecedora y esperé intentado determinar la mejor forma de volver al estudio, cuando la propia Mary me dio la respuesta.

De forma abrupta, emitió un aullido de dolor, con el mismo abandono insoportable de un animal herido. Admito que salté un poco en la silla (y no es fácil sobresaltar a un vampiro). Gritó una y otra vez, y le pregunté qué ocurría, pero parecía no ser consciente de mi presencia. Me sentí enormemente impotente y avergonzada cuando de repente se agarró la manta entre las piernas.

—¡Frau Koehler! —grité mientras la enfermera se apresuraba de forma atronadora por las escaleras.

Apareció con el rostro sonrojado y jadeante, y de inmediato dejó la bandeja de té sobre una cómoda baja y fue hasta la cama a ocuparse de su paciente.

—¡Ah! —dijo aliviada—. Simplemente ha llegado de nuevo la hora de la cuña. Voy a ayudarla, señora. Si así desea, puede tomarse la taza de té y sentarse en el piso de abajo, donde el ruido no la molestará.

—¿El ruido?

—Ahora todo es doloroso para ella. Cuando bebe es como si le quemase el fuego. Sobre todo con las yagas sangrantes. Pero la ayudaré a sentirse mejor. Salga, señora.

De modo que así es una muerte prolongada: meados, mierda, y un dolor insoportable, la peor de las indignidades.

Avanzó hacia la cuña enjabonada en el barreño, y me fui antes de ver nada más. Abandonando el té, bajé las escaleras y de nuevo me colé a través de la puerta del estudio del doctor. Con rapidez inmortal, rebusqué en los papeles sobre el escritorio… con pocos resultados, pues casi todos estaban escritos en holandés y eran incomprensibles.

Pero almacenados cerca de un chiribitil había tres telegramas, enviados por A. Van Helsing, Purfleet, Inglaterra, a frau Helga Koehler, Ámsterdam. El primero estaba fechado el 8 de julio, el segundo el 16 de julio, y el tercero el 4 de agosto.

Y todos procedían de Purfleet. Purfleet. ¡Adónde Elisabeth y yo íbamos cada mañana para comprobar si Vlad había llegado!

Me habría sentado en el suelo y me habría reído (¡había venido hasta aquí para saber que el doctor estaba en Londres!) si no hubiese comprendido algo escalofriante: el doctor Van Helsing era mortal, pero aun así suponía un oponente digno de ser tenido en cuenta. Pues había descubierto la nueva situación de Vlad.

¿Cómo podía estar segura de que no había encontrado también la mía?

Los repasé todos pues, gracias a Dios, estaban escritos en alemán, lengua con la que estoy familiarizada. Todos le agradecían a frau Koehler sus informes sobre el estado de su madre, y ofrecían la información de que «la señora Van Helsing, desafortunadamente, sigue igual». El más reciente afirmaba que tendría que quedarse en Purfleet un poco más, pero que debía notificarle de inmediato si juzgaba que Mary se estaba muriendo.

La señora Van Helsing; la frase me llenó de inquietud, aunque no entendí o recordé inmediatamente. ¿Había habido una señora Van Helsing? Había venido a esta casa veinte años atrás, a llevarme conmigo al dulce Jan y a secuestrar al hermano de Bram…

Por supuesto, por supuesto. Había una mujer; una cosita, tímida de grandes ojos. La había mordido, pero no la había matado, pues algo se había interpuesto en mi camino. Tenía uno de esos olvidables nombres holandeses que comenzaban con una «G» ese sonido fuertemente aspirado que se parece a la «ch» hebrea, que se repite dos veces en el nombre «Van Gogh».

Por alguna razón, no se me había ocurrido que aún estuviese viva. Pero al saber que lo estaba (y que estaba en Inglaterra con Van Helsing) me inundó el terror.

¿Y si estaba usando a su mujer para obtener información sobre mí? Pues el vampiro y su víctima están unidos siempre que ambos vivan; de modo que aquella mujer de ojos desorbitados estaba unida a mí, a pesar de que su personalidad fuese tan tímida, tan servil, que durante años la hubiera ignorado de manera absoluta. Yo, que había sido tan idiota como para no pensar en dar la vuelta a la situación y obtener información sobre él.

He corregido mi descuido.

Mientras todo esto ocurría, había escuchado pasos y gritos espantosos en el piso superior, y los murmullos dulces y consoladores de frau Koehler. Los gritos habían cesado, seguidos por el sonido de agua derramada. Salí del estudio, y esperé al pie de la escalera hasta que por fin apareció la enfermera.

No me invitó a subir, sino que bajó y se colocó a mi lado; la frente y el labio superior estaban cubiertos de sudor. Alzó el delantal y se restregó el rostro.

—Creo que ahora va a dormir —dijo en voz baja—. Está muy cansada; ha tenido un día muy difícil. ¿Volverá pronto, señora Windham?

Agité la cabeza, deseando marcharme de aquella triste casa, y preocupada por lo que Mary me había dicho.

—No. Es hora de que me marche. Tengo que cuidar de mi propia familia, y ya me he despedido de ella.

Su rostro ancho y cuadrado pareció genuinamente triste.

—Siento que se tenga que marchar tras una visita tan breve, señora. Puedo ver que Mary la ama mucho, como usted a ella.

Me giré antes de que viera mis lágrimas, y me acompañó hasta la entrada principal. Cuando abrió la puerta, me detuve y la encaré, entonces le pasé ligeramente los dedos por la mejilla.

Tal y como había esperado, me miró a los ojos y cayó en trance de manera inmediata.

—No recordarás nada de esto —le dije—. Ni a mí, ni nombre, ni mi apariencia, y si Mary te habla de ello, creerás que está delirando. Aún más importante, mientras yo viva, no mencionarás nada de esto al doctor Van Helsing.

—Claro que no —dijo.

Sonreí rompiendo el trance.

—Gracias, frau Koehler. —La besé en la mejilla como si fuese mi hermana.

—Que Dios la acompañe, señora Windham.

‡ ‡ ‡

Estoy en el barco de vuelta a casa, donde he encontrado un lugar aislado bajo cubierta (es un día hermoso y todo el mundo está en cubierta tomando el sol). Allí, entré en trance y encontré mi conexión con la señora Van Helsing. Los hilos que nos atan son bastante débiles, aunque con práctica se reforzarán. Esto es lo que vi hace un momento:

Una pequeña habitación desnuda de blancas paredes, una ventana con negros barrotes de hierro que estropean las vistas de un jardín de flores más abajo. Sobre la ventana, un pequeño crucifijo dorado.

Detrás de mí, el sonido de una puerta abriéndose; la voz suave y profunda de un hombre diciendo: «Gerda, querida…». Gerda, ¡sí! Ese era su nombre.

La visión gira ciento ochenta grados; ahora me encuentro mirando a un hombre mayor con el pelo dorado y las gruesas cejas surcadas por canas, una sonrisa que enmascara la preocupación de sus ojos azules. No se ha afeitado recientemente, y el sol que se derrama a través de la ventana hace que el vello plateado de su barbilla refulja. Hay en él un aire de pesadez, como si fuera Atlas soportando el peso del mundo sobre sus hombros. A la vez, hay en él cierta aura de bondad, reflejada en sus ojos, y en los sencillos y redondeados rasgos de su rostro.

Hay algo familiar en él, algo inquietante. Lo miro y pienso en mi hermano muerto, aunque no se parecen nada físicamente. Conozco a este hombre, pero por un instante me siento frustrada, pues es casi un cuarto de siglo más viejo que la última vez que nos vimos, y los años y las tragedias lo han envejecido.

Bram, piensa Gerda. Pero la profunda pena que la embarga retiene su lengua y no puede hablar. Y entonces recuerdo. Este anciano bondadoso es mi enemigo, Van Helsing, el asesino de mi pequeño Jan, que aún estaría a mi lado si no hubiese matado a mi hijo adoptivo inmortal.

De modo que Van Helsing está con Gerda… en un manicomio, creo. ¿Cómo si no explicar los barrotes? En ese mismo instante, comienza a hacer preguntas:

—¿Qué ves ahora?

—No estoy segura. Veo agua, mucha agua verde… y desapareciendo detrás de mí, una costa con pequeños mo…

La detengo antes de que pronuncie la palabra «molinos», aunque el daño ya está hecho. Sabrá que he ido a Ámsterdam…, pero maldita sea si sabe cuándo o si he vuelto ya a Londres.

Hace otras preguntas, pero ella sigue en silencio, hasta que se rinde y se va. Cuando salí de la conexión, escribí todo esto de inmediato para no olvidar ningún detalle. Le contaré a Elisabeth que Van Helsing está en Purfleet, cerca de Vlad. Estará muy furiosa por la pérdida de tiempo, de modo que no debo contarle mi terrible error al haber olvidado a Gerda. Nunca me perdonará.

Y si fracasamos, nunca me perdonaré.

Al mismo tiempo, estoy muy preocupada. Siempre que pienso en Mary, es como si mi helado corazón se calentara con una pequeña llama interna, una llama que ella ha avivado; y recuerdo qué es sentir la compasión humana, el amor humano. ¿Mataré a su único hijo?

¡Basta! ¡Basta! Estos pensamientos son muy peligrosos. Tendré mi venganza…