Diario de Abraham Van Helsing

3 de octubre, por la noche.

Para continuar con la aventura de hoy, desayunamos a las seis y media esta mañana, ya que acordamos que necesitábamos alimentarnos bien para los eventos del día. Así que fuimos al comedor y comimos bollos, salchichas y té. Aunque todos nos sentíamos exhaustos y maltrechos, nos esforzamos por parecer alegres. Mina estaba tan brillante y sonriente como nunca, y Arthur y Quincey bromearon con ella hasta hacerla reír. Bebí café, como buen holandés, y sonreí todo lo que pude mientras bebía de la taza, observándolos. Jonathan era el que evidentemente peor lo llevaba. De vez en cuando, al girarse para contemplar a su encantadora mujer, sus ojos se llenaban de lágrimas y apartaba la vista rápidamente, para que ella no viera su preocupación y perdiera el buen ánimo.

En medio de todo aquello, mientras todos estaban distraídos con conversaciones agudas, sonó el timbre de la puerta. Un instante más tarde, el ama de llaves se puso a mi lado y dijo en voz baja:

—¿Doctor Van Helsing? Hay una dama en la puerta que desea hablar con usted.

Aquel simple anuncio me dejó, y a John que estaba a mi lado, petrificado. Compartimos unas miradas sombrías. ¿Quién podía saber que yo estaba aquí? Rocé el talismán que tenía en el bolsillo con los dedos y me levanté, preguntándome si era algún truco de Vlad… ¿O quizá se había propuesto frau Koehler anunciar ella misma la muerte de mamá, en lugar de enviar un telegrama?

Me marché y John me siguió en silencio. Los otros charlaban y Mina se reía con falsa alegría con algo que Quincey había dicho.

Cuando llegué al vestíbulo, sin embargo, John se había puesto delante de mí junto al ama de llaves, quien lo tranquilizó:

—Esperan afuera, doctor. Sé que me ha pedido que no deje a nadie entrar en la casa sin su aprobación…

Se apartó mientras John abría la puerta tan solo una rendija. Desde donde me encontraba, no podía ver más allá de él, pero su perfil era claramente visible; el movimiento de sus ojos revelaba que había una persona en el porche, y otra un poco más lejos. Aparentemente, no las conocía, pues preguntó con seriedad:

—Soy el doctor Seward. ¿Puedo ayudarles?

Primero oí la voz distante y extrañamente familiar de una dama con un acento vagamente eslavo, pero con un dominio excelente del inglés.

—Espero que pueda, doctor; pero primero, permítame decirle que es un gran placer conocerlo. He oído hablar de usted por… vías indirectas.

John alzó la cabeza con sorpresa confusa, y sus ojos se entrecerraron de esa forma tan peculiar que indica inseguridad sobre si fiarse de lo que ven.

La dama continuó con una voz que ahora era terriblemente familiar, pero que de algún modo estaba cambiada para que no pudiera reconocerla.

—Deseo hablar con Abraham Van Helsing, y tan pronto como sea posible. Dígale que tengo información que puede ayudarle en su… búsqueda.

Al oír aquello, aparté a John incapaz de resistirlo más.

—Yo soy Abraham Van Helsing.

En el umbral había una mujer no hermosa, aunque atractiva de cierta manera y pálida, con una barbilla y nariz fuertes y afiladas, y los pómulos altos y esculpidos. Su pelo negro con mechones plateados estaba estirado formando una gruesa coleta en la base del cuello, sin intentar ser atractiva o ir a la moda. Llevaba puesto un vestido totalmente negro, contra el que se apoyaba un perro blanco alto y delgado, y llevaba un velo que se había retirado para hablar. Debajo de unas cejas gruesas del color del carbón, sus ojos eran sombríos, apagados y cuando me vio, se iluminaron un poco, pero no sonrió.

A unos metros detrás de ella había un hombre también de luto. Mi visión periférica notó su presencia, pero no podía apartar mis ojos del rostro de la mujer, pues la conocía, pero a la vez no.

Su aura no era poderosa, simplemente adecuada; lo más curioso de todo era que, aunque se acercaba al índigo del vampiro (no era negra sino de un azul muy oscuro), estaba moteada de oro lo cual marcaba cierto avance espiritual. Solo pude pensar en un cielo azul oscuro lleno de estrellas. Si John la había visto, tenía razones para estar confuso.

—Bram —dijo con amabilidad—, que naciste siendo mi sobrino, Stefan George Tsepesh, soy yo, Zsuzsanna Tsepesh. He venido a pedirte perdón y a ofrecerte mi ayuda.

Durante unos segundos no pude hablar, solo mirarla con los labios separados por la sorpresa. Pues aquella dama era Zsuzsanna, la destructora de mi pequeño Jan, tormento de mi pobre Gerda… pero Zsuzsanna sin traza alguna del encanto vampírico, Zsuzsanna sin hacer esfuerzos por hipnotizarnos. Dudé en el umbral. Su sinceridad parecía genuina, pero invitarla a pasar a la casa podría significar el desastre para todos… especialmente si había robado el manuscrito.

—Sí, necesitas ser perdonada —dije con aspereza—. Pero no estoy seguro de que pueda concedértelo. Gracias a ti, mi pequeño hijo está muerto, y mi mujer irremediablemente loca.

El recuerdo provocó odio en mi interior y un deseo de ser cruel llevé el talismán de mi bolsillo y lo coloqué al nivel del pecho.

Sus ojos se entrecerraron por el dolor, y se quedó rígida, pero no se movió para huir o para golpearme, sino que se quedó inmóvil.

No sabía qué pensar de todo aquello, pues cuanto más la miraba, más dolor e ira sentía. Solo deseaba cerrar la puerta y olvidar su rostro tan rápido como pudiese. Me dispuse a hacerlo, pero antes de cerrar, el hombre que había detrás de ella gritó:

—¡Bram! ¡Espera!

Arkady subió las escaleras y se puso a su lado. Una sola lágrima iluminada por el sol recorrió la mejilla de Zsuzsanna mientras Arkady la rodeaba con el brazo.

—Hijo mío —dijo con dulzura—, nos tienes en considerable desventaja con tus armas —añadió haciendo un gesto hacia la cruz que tenía en la mano—. Nunca te pondría en peligro, y ahora te pregunto: ¿oirás lo que tenga que decir?

Como respuesta, miré a John que miraba a los dos profundamente perplejo. Después se giró hacia mí y me preguntó:

—¿Es él realmente tu padre?

—Así es —contesté.

Arkady sonrió a su nieto, diciendo:

—Y tú eres John. Te vi anoche en Carfax; tu padre me indicó quién eras. Me llamo Arkady pero, por favor, llámame como desees.

El color huyó del rostro de John y se quedó sin expresión. Lo extraño de todo aquello, junto a los terribles acontecimientos de la noche anterior, lo tenían totalmente perdido. Había llegado a ver al vampiro como nuestro más mortal enemigo, y ahora estábamos sopesando si dejar pasar a dos de ellos a la casa. De nuevo me miró con recelo y al ver mi afirmación, abrió la puerta y dijo:

—Por favor, pasad.

‡ ‡ ‡

No pudieron por supuesto, cruzar el umbral hasta que John quitó el crucifijo que colgaba, sobre él. (El perro, quizá podría haberlo hecho, pero se quedó pegado al costado de Zsuzsanna y no la abandonó en ningún momento). Una vez que pasaron, John reemplazó inmediatamente el talismán. Esto les causó intranquilidad, pero nos aseguraron que lo que tenían que decir era tan importante como para soportar una incomodidad temporal.

Los conduje al despacho de John para que los otros no escucharan y les pedí que se sentaran. Así lo hicieron, y tras una mirada tranquilizadora de Arkady, Zsuzsanna dijo con voz temblorosa:

—En primer lugar, por favor, has de saber que me arrepiento honestamente de todo el daño que te he causado a ti, a tu mujer, y a tu primogénito. ¿Me perdonarás?

Asentí solemnemente pues tenía demasiado dolor como para contestar. De hecho, el simple gesto suponía un acto de voluntad terriblemente complicado, pues mis sentimientos eran de odio y furia. Pero me los tragué (una pastilla ya de por sí bastante amarga) y vi que sus facciones expresaban alivio.

—Gracias. —Suspiró y se recompuso—. Hay muchas cosas que tengo que contarte antes de que sigas con tus esfuerzos contra Vlad. Lo primero…

—Discúlpame —interrumpí quizá demasiado bruscamente—, pero primero eres tú quien ha de contestar a una pregunta antes de que continuemos. ¿Por qué este repentino cambio de lealtad?, la última vez que te vi juraste que me matarías.

Zsuzsanna se echó a reír: no una risa alegre, sino una risa que hizo que el perro, que estaba a sus pies, mirara a su señora. Se inclinó y le acarició la cabeza con afecto distraído mientras contestaba:

—No ha sido algo tan repentino como podría parecer. Recuerda, Bram, que he pasado cinco décadas con Vlad y, con el paso del tiempo, he llegado a ver que me ha llevado por el mal camino. No es el honorable héroe incomprendido que al principio me hizo creer que era; es una criatura fría, vil, completamente incapaz de cualquier impulso amable o afectuoso. Tal y como era en vida, así es como no muerto. Y he llegado a odiarlo, a él —bajó el rostro—, y a mí misma. Yo también estaba en Carfax: anoche, donde me encontré con Kasha. —Miró a Arkady con afecto—. Vi vuestro encuentro, vi como ambos llorabais por Jan, Gerda, y Mary. —De nuevo inclino la cabeza y pestañeó con rapidez para deshacerse de las lágrimas—. Y supe que yo había sido una fuente de dolor para vosotros cinco.

Le hice un gesto al perro, que se levantó y se acercó tímidamente con la cabeza gacha y moviendo el rabo con inseguridad. Le acaricié la cabeza y las orejas, y miré en sus intuitivos ojos oscuros; era un perro común y mortal, nada más, y eso me impresionó aún más que lo que ella acababa de decir. Los perros son almas nobles que de manera instintiva temen al mal y al vampiro; sin embargo este adoraba a su dueña, y ella a él.

—Muy bien. Es suficiente… por ahora. Continúa.

El perro se asentó cómodamente sobre mis pies, y me vi forzado a seguir acariciándolo o a sufrir repetidos empujones fríos y húmedos. Alzó la cabeza y un brillo picaruelo cruzó sus ojos al ver al perro sobre mis pies.

—Le gustas a Amigo. Él me adora, pero siempre se siente aliviado cuando encuentra a un mortal cálido y bueno.

Entonces la alegría desapareció y su expresión se tornó sombría de nuevo mientras decía:

—Hay otra inmortal involucrada en todo esto; una mujer llamada condesa Elisabeth de Bathory, quien, durante su vida, torturó de forma brutal a más de seiscientas jóvenes hasta la muerte para bañarse en su sangre. ¿Has oído hablar de ella?

—Así es.

—Es un vampiro… y a la vez no, pues no lleva los dientes afilados y prefiere infligir heridas en sus víctimas con instrumentos de tortura antes de beberse y bañarse en su sangre. Siempre ha sido una hechicera más poderosa que Vlad, y más inclinada hacia la ciencia; su pacto con el Señor Oscuro está libre de las trampas supersticiosas que marcan el de Vlad. Se puede mover de día y de noche, duerme cuando le place en una cama, y no teme a los símbolos religiosos, solo a aquellos que están poderosamente cargados como vuestros talismanes. —Señaló mi bolsillo donde había colocado el crucifijo y después respiro profundamente—. Lo sé porque fui su compañera por un tiempo. Y puedo decir sin reservas que, si me dieran una elección entre Vlad y Elisabeth, temería más a Elisabeth.

Pregunté por instinto:

—¿Fue Elisabeth la que le robó a Vlad el manuscrito anoche?

—Así es —intervino Arkady antes de que su hermana pudiese contestar—. Cuando estaba… distraído. Se estaba alimentando y realizando el ritual de sangre con —su expresión fue de suave sorpresa—, alguien de aquí, ¿verdad, Zsuzsa?

Ella asintió, pero estaba demasiado inmersa en su misión como para reaccionar.

—Las habilidades de Elisabeth aumentan rápidamente; pronto será tan fuerte como Vlad, pues cada vez entiende mejor el acertijo. Tenemos mucho que temer si encuentra la primera llave y aparece la quinta línea.

Entonces John pareció salir de su estupor para decir:

—Puede que ya la haya encontrado.

—No —dijo Zsuzsanna inclinándose hacia él para después retroceder de inmediato, prueba de que John había seguido mis instrucciones al pie de la letra y llevaba el crucifijo de Arminius con él—. Aún no. Lo sé.

—¿Cómo? —La expresión de mi hijo era la de un científico escéptico, un rasgo que yo había alentado.

—Jonathan Harker —contestó y tanto John como yo nos reclinamos en las sillas—. Cuando estuvo en el castillo de Drácula, le mordí y Elisabeth bebió su sangre, por lo que también está bajo su control. Uno de sus trucos es que puede curar heridas, de modo que no dejé marcas en él. Es agente tanto mío… como suyo. Esto causa cierta dificultad, pues ambas podemos percibir de algún modo nuestros pensamientos. Como ella es más poderosa, solo me atrevo a leer en él tiempos cortos y a horas extrañas. De todo esto os quería avisar. No le digáis a Harker nada que no queráis que sepa Elisabeth.

Hizo una pausa y continuó:

—Me arrepiento de que no se me ocurriese usar a Harker hasta que comencé a sospechar de Elisabeth y la abandoné. —Bajó la mirada, avergonzada—. Fue entonces cuando descubrí que era amable conmigo y simulaba amarme solo para ganarse mi amor; pues los términos de su pacto eran que debía conseguir un amante y mantener ese amor constante durante seis meses… momento en el cual, su víctima se convertiría en propiedad del Señor Oscuro. Creo que yo fui el incentivo para que acudiera al castillo de Drácula.

Sobre todos nosotros se cernió un extraño silencio. John y yo nos sonrojamos y bajamos la mirada. Arkady colocó de nuevo un brazo protector sobre los hombros de su hermana.

Fue John el que habló primero. Ladeó el rostro intrigado y pude ver que había comenzado a confiar en ella (una buena señal, pues he llegado a pensar que pronto llegará a leer mejor a las personas y sus auras que yo).

—Dime… ¿qué hace ahora Harker?

Los músculos de su rostro se relajaron ligeramente y, por un instante, sus oscuros ojos adoptaron una mirada ausente. Se removió en el asiento y dijo con naturalidad.

—Mordisquea una salchicha, aunque está demasiado destrozado como para saborearla. ¿Qué le ha ocurrido a su mujer? —Y al comprender de repente, se llevó una mano enguantada a los labios—. ¡Oh!, lo siento tanto…

De nuevo se produjo un lapsus forzoso en la conversación; esta vez, Zsuzsanna lo rompió levantándose.

—Es todo lo que he venido a contarte; eso, y que debemos tratar de encontrar la primera llave antes de que Elisabeth o Vlad lo hagan. Os daremos información y ayuda en cuanto podamos.

Los demás nos levantamos, como lo harían unos caballeros.

—Ahora he de decirte una última cosa —dije con solemnidad—, ya que no quiero engaños, ni secretos entre nosotros. Estoy dispuesto a destruir a Vlad… y a todos los vampiros. Si me ayudas, Zsuzsanna, hazlo comprendiendo que, si tenemos éxito, no permitiré que ni tu ni mi padre viváis.

Le cogió la mano a Arkady, y entre ellos se produjo una mirada de comprensión.

—Lo sé. Ahora estoy preparada.

Arkady nos miró y dijo:

—Estaremos en Carfax esta mañana… si Elisabeth lo permite.

—Igual que nosotros —dije—. Supuestamente vamos a sellar las cajas de Vlad; pero John y yo vamos a buscar el manuscrito y la llave. Los otros no saben nada de esto. Creímos que así era más seguro, pues sospechábamos que Harker estaba de algún modo… conectado vampíricamente.

Arkady asintió.

—Entonces nos mantendremos ocultos, y no os interrumpiremos excepto si hay una emergencia.

Los dos visitantes se giraron para marcharse. Zsuzsanna al principio dudaba, y creo que deseaba abrazarme, o decir algo más para convencerme de su arrepentimiento honesto. Yo no deseaba que se produjese nada por el estilo, pues el profundo dolor que me había infligido a mí y a mi familia no podía borrarse con una simple confesión. Así que me aparté de ella, y suspiró de mala gana mientras se marchaba. Mientras John colocaba la mano en la puerta para abrírsela, dije:

—¿Por qué?

Los dos hombres me miraron confundidos, sin estar seguros del significado de mi pregunta; pero Zsuzsanna la entendió.

—¿Por qué? —pregunté de nuevo—. Toda la verdad.

Me miró sobre el hombro y en sus labios se dibujó una amarga sonrisa.

—Porque me aburrí, Abraham. En medio siglo de no muerte, he alcanzado las más altas cotas de placer y lo más profundo de la depravación. He conocido riquezas infinitas, belleza ilimitada, un poder perpetuo sobre los hombres. Poseo toda clase de objetos exquisitos de todo el mundo: joyas, ropa, criaturas. Pero la belleza que buscaba no podía enmascarar la fealdad de aquello en lo que me había convertido, como tampoco el hecho de que mi existencia no era más que un cansado intento de repetir placer sobre placer por toda la eternidad. Tampoco pude jamás tener un momento de afecto verdadero. —De nuevo tomó la mano de su hermano y la apretó, sonriéndole con ojos brillantes.

Lo miró y dijo dulcemente:

—Sin muerte o compasión, la vida no tiene significado. De modo que he vuelto con la única persona que de verdad me ama. Por él, lo sacrificaría todo. ¿Qué más me quedaba? ¿Debía convertirme en Vlad o Elisabeth: depredadores aburridos que han basado su continua inmortalidad en juegos con peones mortales? —Me miró con ojos resplandecientes—. Pregúntale a tu padre, Bram. Pregúntale a Kasha cómo jugó Vlad con él lentamente, atrapándolo en una telaraña en la que no podía hacer otra cosa que ser cómplice de los más sangrientos asesinatos. Era la única manera de seguir interesado durante siglos: cada veinte años, otro hijo mayor, otra conquista gradual, obsesionado porque su no muerte dependía de ello.

Su voz sonaba llena de la misma pasión y del fuego que había visto veinte años atrás en la vampira; ahora sabía que en realidad pertenecían a la mujer.

—¡No me convertiré en él! No temeré a la muerte tanto como para no importarme el sufrimiento que inflijo. Ya he provocado el suficiente, y si puedo arreglar algo, lo haré.

‡ ‡ ‡

De este modo ella y Arkady partieron para precedernos en nuestro destino. John y yo volvimos con los otros, y junto con Jonathan, Quince y Arthur (y varias hostias consagradas) marchamos a Carfax. Ya eran las siete y media de la mañana, y aunque la luz del día hacía que la vieja casa pareciese menos lúgubre que por la noche, acentuaba aún más el funesto estado de suciedad. Ciertamente la capilla parecía menos sobrecogedora; unos pálidos rayos de luz se colaban por las ventanas orientales cubiertas de polvo, moteando la pared donde había estado el crucifijo.

De inmediato, saqué la llave inglesa y el destornillador y, con ambos instrumentos en ristre, me puse a destornillar la tapa del primero de los pesados ataúdes. Los otros me ayudaron a levantar la tapa, y a colocar en el interior un trozo de hostia. Así lo hicimos con todos, tratando de igual modo cada ataúd, un trabajo arduo. En un punto le pasé el destornillador a John y le pedí que continuara, ya que me dolía la espalda de tanto doblarla y deseaba estirarme. Era la verdad, aunque tan solo en parte, también quería vagar subrepticiamente en busca de la primera llave.

Sin embargo, antes de comenzar fui hasta la pared y me estiré un poco bajo la luz del sol. El día era frío y la vieja casa parecía una tumba, así que cualquier calor era bienvenido. Mientras estaba allí, con una mano contra la sucia pared para equilibrarme, un fogonazo azul muy oscuro apareció ante mis ojos. Parpadeé, y cuando volví a mirar, allí estaba Zsuzsanna.

Invisible y en silencio, aunque su agitación era excepcional; estaba a punto de retorcerse las manos cuando gritó:

—¡Mira allí! ¡La pared! ¡Se lo ha llevado!

Señaló y yo seguí la dirección con la mirada. A mi izquierda, ligeramente por encima de mi cabeza, un rayo de pálida luz pintaba la pared en el centro mismo de la cruz desaparecida. El polvo y las telarañas habían sido limpiados para revelar un agujero en la putrefacta madera donde había sido colocada una pequeña caja de madera. La tapa de la caja había sido abierta por completo, de modo que si se estaba perpendicular a la pared, un cuidadoso examen revelaba la tapa sobresaliente.

Alcé la mano de manera casual y palpé el interior con los dedos: vacía, solo madera pulida. Fracasé a la hora de intentar sacar la caja.

—Y, ¿cómo sabes que ha sido Vlad y no Elisabeth? —susurré girándome hacia la pared.

Ella miró a Harker, que, junto con Quincey; estaba alzando la pesada tapa del tercer ataúd para que Arthur pudiese colocar en su interior otro trozo de la sagrada hostia.

—No puede haber sido ella. No sé dónde está, pero aún está frustrada, y ahora enfurecida y amargada. Creo que hizo este mismo descubrimiento esta mañana, lo que significa que Vlad debió de encontrar la llave anoche.

—¿Y leyó la quinta línea? —dije con desánimo.

—No lo sé. Hemos de apresuramos, Arkady ha tratado de seguirlo. ¡He de unirme a él!

Antes de que pudiese decir algo, había desaparecido. Me reuní con los hombres y los ayudé a terminar con la tarea.

Fue un trabajo largo y penoso, y llegó el mediodía antes de que acabáramos. Los otros parecían contentos tras nuestro anterior éxito, y yo luchaba por ocultar mi decepción que solo notó John, Como no podíamos perder tiempo, fuimos casi inmediatamente a la estación y tomamos el tren a Londres.

Localizamos la vieja mansión en el 347 de Picadilly con bastante facilidad, aunque el bullicioso barrio en el que estaba localizada y la brillante luz del día evitaron que irrumpiéramos en la casa como habíamos hecho en Carfax. A Arthur se le ocurrió la excelente idea de simular ser el dueño de la propiedad y contratar un cerrajero para abrir la entrada principal. Lo consiguió fácilmente, simulando tal naturalidad y confianza mientras observaba al hombre realizar su trabajo que un policía que patrullaba no les prestó la menor atención.

Tras algunos comentarios irónicos de Quincey sobre el talento congénito de lord Godalming para el crimen, entramos en la casa. Tras realizar una búsqueda exhaustiva, encontramos los efectos de Drácula sobre la mesa del comedor: un fajo de escrituras (gracias a Dios, solo de las cuatro propiedades) y otro aro lleno de llaves.

Dentro de la misma sala estaban las cajas; pero no nueve, sino ¡solo ocho! No obstante, con ayuda del destornillador y la llave, abrimos cada uno de ellas y las sellamos con la hostia. Después pasamos las herramientas a Arthur y Quincey, junto con el aro de llaves y se marcharon a Bermondsey y Mile End, mientras Harker, Seward, y yo nos quedamos en Picadilly por si el «conde» aparecía.

Y apareció, tras una espera de muchas horas, y justo después de que Quincey y Arthur volvieran informando de que habían sellado con éxito seis cajas en Bermondsey y seis en Mile End, pero que seguía habiendo un ataúd perdido.

Fue justo tras aquella frustrante revelación cuando oímos la llave en la cerradura, seguida de pasos. Aquellos sonidos nos pusieron en alerta, que también me llenaron de una alegría agridulce, puesto que Vlad volvía a tener poderes limitados durante el día. Ahora solo podía moverse en forma humana hasta la puesta de sol. ¡Mejor para nosotros!

A pesar de ello, demostró ser un temible adversario, pues se lanzó a través de la puerta del comedor con gracia y astucia felinas. Harker blandió su gran cuchillo kukri y atacó con los ojos en llamas como los de un ángel vengador. Si hubiese estado unos centímetros más cerca, habría salido victorioso, pues la punta pasó peligrosamente cerca del frío corazón del vampiro. El caso es que la enorme hoja cortó a través del pecho de su abrigo y se derramó una cascada de monedas de oro y de billetes de banco.

Con presteza y habilidad, el vampiro se agachó bajo el brazo de Jonathan para atrapar las monedas y billetes que pudo y salió huyendo de manera tan rápida que nadie fue capaz de atraparlo.

Harker estaba apesadumbrado por el fracaso, pues había jurado liberar a su amada de la maldición antes de que cayera la noche. Lo consolamos lo mejor que pudimos. Pero secretamente, me sentí animado por el encuentro de aquella tarde: el pelo de Vlad tenía mechones grises, su rostro estaba surcado por las primeras huellas de la edad. Con la llave o sin ella, se está volviendo más débil. Y pronto la obtendremos de él… si Elisabeth no lo alcanza antes.

4 de octubre.

John vino a despertarme antes del alba. Él y los otros hombres se habían turnado durante la noche a la puerta de los Harker; en parte para que Mina se sintiera protegida, y en parte, creo, para, protegerme de Jonathan. En cualquier caso, Jonathan había salido a toda prisa de la habitación para despertar a John, pues Mina había pedido que la hipnotizara de inmediato antes de que saliera el sol.

No perdí tiempo, me puse la bata y seguí a John. Para entonces, tanto Arthur como Quincey (quien, sospecho, estaba demasiado inquieto como para dormir) se habían levantado y todos juntos fuimos hasta la alcoba de los Harker.

La lámpara ardía con fuerza, y Mina se sentaba en su confidente vestida con su camisón, con el largo pelo negro cayéndole en ondas sobre los hombros. Jonathan se sentaba a su lado, cogiéndole la mano con aire solícito. Su comportamiento era alegre y nervioso, pero sus ojos estaban llenos de inquietud. Al verme ella sonrió, pareciéndose por primera vez en varios días a la antigua Mina; pero la sonrisa desapareció casi de inmediato al decir de manera directa y a la vez emocionada:

—Ha de hipnotizarme de inmediato, doctor. No me pregunte cómo, pero sé que tengo conocimiento de cierta información sobre Vlad que podría sernos de ayuda…

Antes de que terminase de hablar, alcé una mano y le ordené que fijara sus ojos en mí; más por el bien de los otros que por Mina.

Moví la mano de una parte a otra, a modo de distracción, pero finalmente fue una simple mirada a sus ojos lo que los cerró y la sumió en un profundo trance.

—¿Dónde estás?

En su suave frente apareció una arruga, y su cabeza se movió lánguidamente de lado a lado como si estuviese negándose.

—No lo sé… Está oscuro, muy oscuro, y tan tranquilo como la muerte…

—¿Qué oyes?

Entonces ladeó la cabeza como si escuchara.

—El golpeteo de las olas… unos pasos por encima y hombres hablando. El crujir de una cadena y el repique de un metal.

Comprendí que se trataba de un barco y compartí una mirada triunfal con mis tres amigos. El miedo hacia Elisabeth quizá, o incluso podemos pensar que también hacia nosotros y nuestra determinación, ahora que estaba más débil… ¡le había hecho huir del país!

Tuve una inspiración. Dejé a Mina en trance sentada en silencio, me giré hacia Jonathan y sin dudar, lo puse en un profundo trance también. Entonces le hice una señal a John para que se adelantase y le tapase los oídos evitando de este modo que Elisabeth tuviese acceso a la información que andábamos buscando. Quincey y Arthur parecieron un poco escandalizados al principio, pero se relajaron al comprender que era necesario; de hecho, ambos le ofrecieron pañuelos a John, que los dobló e introdujo en los oídos de Harker para ahogar mejor las respuestas murmuradas de Mina.

Una vez hecho esto, me giré hacia mi primera paciente y le ordené:

—Cuéntame tus pensamientos.

—Vuelta al principio —entonó—, y al castillo en lo profundo del bosque.

Arthur rebuscó por la habitación, encontró un trozo de papel y se puso a escribir.

—¿Dónde está la llave? —continué.

—¿La primera? Yace fría sobre mi corazón. La segunda, en mi hogar… aunque dónde, no lo sé.

Se quedó en silencio, y no dijo nada más; le hice un gesto para que Quincey alzara la persiana revelando el primer tono rosado del alba.

Inmediatamente me giré hacia Jonathan, John apartó las manos para que pudiera preguntarle al hombre en trance.

—¿Dónde estás?

—Sigo.

—¿A quién sigues? ¿A Van Helsing o a Vlad?

Entonces apartó el rostro testarudamente, como un niño malcriado que se niega a cenar; intenté otra estrategia.

—¿Qué ves? ¿Qué oyes?

Un gesto de maligna exasperación, cruzó su rostro. Con los párpados aún bajos, aunque temblorosos, gruñó con una vez evidentemente femenina y profunda.

—¡Cuidado, Van Helsing! Eres un estúpido bastardo por jugar conmigo. Me aseguraré de que mueras, si no con mis propias manos, entonces con las de otro.

De inmediato, saltó de la silla y corrió a la cama. Sacó el temible puñal kukri de debajo del colchón y corrió hacia mí con él.

Ahora sabía, sin duda, que el talismán de Arminius lo mantendría a raya, pero mi confianza en él no era total. Aunque podía retener a Harker a un brazo de distancia, el cuchillo kukri podía alcanzar mucho más lejos, y este no respetaba talismanes o cargas mágicas. Solo la presencia de John, Arthur, y Quincey me salvó de morir, pues corrieron hacia él desde el fondo y los lados y atraparon el brazo que blandía el cuchillo. Hizo falta que tres hombres fuertes le agarraran la muñeca hasta casi rompérsela para que soltase el arma con un aullido. Seward, que estaba acostumbrado a tratar con ataques de violencia, pronto lo tuvo inmovilizado contra la silla.

De repente, se relajó por completo y se dobló. Lo liberé rápidamente del trance y vi cómo John, lentamente, le aflojaba el agarre.

Jonathan abrió los ojos y parpadeó confundido durante unos segundos. Miró a su mujer hipnotizada con ávido interés y preocupación, como si no hubiese ocurrido nada fuera de lo común.

Aproveché aquel instante para sacar también a Mina de su trance. Estaba alegre y esplendorosa, pero completamente ignorante de lo que había dicho o lo que había sucedido. Dejamos a los Harker y les pedimos que descansaran bien y que no se apresuraran a desayunar. Estaban evidentemente exhaustos y siguieron nuestro consejo agradecidos.

‡ ‡ ‡

Mientras los Harker dormían, nosotros discutimos la situación.

Drácula estaba en un barco anclado en algún lugar del puerto de Londres. Acordamos que esta era una asunción lógica, dado el informe de Mina. Pero ¿dónde estaba atracado?

Había cientos de barcos anclados en el puerto de Londres en un día normal, y a primera vista la tarea parecía imposible. Entonces Arthur sacó el trozo de papel de su bolsillo, nos lo leyó.

—Vuelta al principio, y al castillo en lo profundo del bosque.

—El «castillo en lo profundo del bosque» me suena al castillo de Drácula —dijo John—. Después de todo, ¿no dijo Mina que la segunda llave estaba en su «hogar»?

Los otros dos hombres asintieron y Quincey dijo:

—Tiene que ser. ¿Qué otra cosa puede ser «vuelta al principio» sino «vuelta a la primera línea»? Y la primera línea habla de Transilvania.

De modo que estuvimos de acuerdo: intentaríamos descubrir qué barcos zarparon ayer hacia el mar Negro, la ruta más lógica y el camino por el que el Empalador había venido. La descripción de Mina de los sonidos indicaba un velero; demasiado pequeño como para aparecer en el Times. Afortunadamente, Arthur sabía que en Lloyd’s encontraríamos un listado con todos los barcos que habían zarpado.

Fuimos para allá de inmediato, sin molestar a los Harker, sobre todo porque queríamos evitar cualquier otro encuentro con Jonathan. Allí supimos que el único barco que había zarpado hacia el mar Negro el 3 de octubre era el Czarina Catherine, con rumbo al puerto de Varna.

Había zarpado desde el muelle Doolittle, nuestro siguiente destino, donde supimos por el gerente que un extraño hombre muy pálido y alto había llegado a las cinco en punto de la tarde anterior e insistió en cargar una caja en el bote.

No hay duda, ¡se dirige a casa!