Diario de Abraham Van Helsing
1 de octubre.
Volví ayer por la tarde de Ámsterdam y me encontré con que los Harker, Arthur y Quincey están en el manicomio. No tiene sentido seguir con la mascarada de que estoy en un hotel, de modo que declaré que también me trasladaba (pero cuando duerma, Jonathan y los otros tendrán difícil encontrarme). Parece ser que todos se han enamorado de la señora Mina (incluso yo, lo confieso). Ha adoptado el papel de señora de la casa, trayéndonos tazas de té y procurando que estemos cómodos. Por supuesto, es culpa nuestra, pues hemos vivido tanto tiempo de solteros que tal comportamiento es irresistiblemente atractivo. Hace que la sombría casa de John, que se llena a veces de los gruñidos y gritos de angustia mental de sus pacientes, parezca una casa alegre… y que nosotros seamos la familia que en ella vive.
En cuanto a Ámsterdam: la pobre de mamá no estaba lúcida, y era apenas capaz de incorporarse para comer. La mayor parte del tiempo está tumbada con los ojos cerrados, y según frau Koehler, apenas conversa. Pero está siendo muy bien cuidada. Cuando llegué estaba recién bañada, las llagas estaban limpias y le había aplicado ungüento. La buena frau ha hecho lo imposible por prevenir que se extiendan, le di las gracias con total sinceridad por sus maravillosos cuidados; le di las gracias como si nunca más fuese a verla, y creo que ella de algún modo lo sintió así pues sus ojos se llenaron de lágrimas. Era evidente que había llegado a amar a mamá, y creo que le apenará tremendamente el día que muera su paciente.
Cuando me marchaba, frau Koehler me mostró el correo acumulado, incluyendo un paquete que había llegado aquel mismo día desde Budapest de un tal «A. Vámbèry». No podía imaginar lo que contenía, de modo que lo llevé a mi despacho y lo abrí en privado.
Los contenidos estaban envueltos en varias capas de seda negra; esto me intrigó y me preocupó, pues sabía que solo un ocultista educado se tomaría tantas molestias para prevenir que una carga mágica se escapara del contenido. ¿Podía ser un truco de Vlad para exponerme a algún conjuro nocivo? Decidí que no, pues a pesar de las capas de protección, sentí una fuerte sensación de que los contenidos tenían el objetivo de ayudar, no de causar daño.
Y allí estaban: en el instante en el que desdoblé la última capa de seda una erupción de poder llenó la sala con tal blancura radiante y pura que me puse en pie y respiré profundamente, sintiendo como sí aquel simple acto me purificara los pulmones, el cuerpo y el alma.
Decidí que la «A» correspondía a Arminius y aunque no había aparecido personalmente, de nuevo me había proporcionado ayuda. Dentro había veinte pequeños crucifijos de plata, y un número igual de hostias consagradas envueltas en un grueso tejido acolchado. El pesado dolor de ver a madre tan incapacitada desapareció y levemente, y de hecho, mientras tomaba en la mano una de las cruces y notaba el poder extenderse como un cosquilleo por el brazo, sentí una honesta alegría. Arminius debía de haber cargado personalmente cada uno, pues supe que serían lo bastante poderosos para proteger a mis amigos, y para mantener a raya a Empalador.
Las traje conmigo a Inglaterra, y llegué a Londres con mucha más confianza de la que había tenido en meses. En el coche de camino a Purfleet, le di a John tres de los talismanes: uno para que siempre lo llevara consigo, otro para ponerlo sobre la ventana de su dormitorio, y otro para ponerlo sobre la ventana de la celda de Renfield. Fue un gran alivio poder dar protección a mis amigos.
Aquella tarde, los seis nos reunimos en el despacho de John y conté todo lo que deseaban saber sobre el vampiro, teniendo en mente que la lealtad de Jonathan era cuestionable. Sin embargo, cada vez estoy más seguro de que no está bajo el control de Vlad, pues nos confió el resultado de su «investigación». Había localizado las cincuenta cajas de tierra de las que hablaba en su diario aquí mismo en Purfleet, y en la propiedad de justo al lado, ¡Carfax!
La verdad es a veces demasiado extraña como para ser creída; pero cuando supe de la proximidad de Vlad, me alegré más que nunca de tener los talismanes de Arminius conmigo. Sin explicar su origen o hablar de su especial poder, le di dos pequeños crucifijos a Arthur y a Quincey, ordenándoles que los colgaran sobre las ventanas de sus dormitorios y que el otro lo llevaran consigo. Intenté hacer lo mismo con los Harker (uno para la ventana y el otro para cada uno de ellos) pero ambos se opusieron, revelando que ya llevaban cruces en el cuello. Aún así, conseguí presionar para que colocaran uno en la ventana, y noté con interés que Harker esperó a que su mujer lo recogiera. (¿Era influencia del vampiro o mera casualidad?). Aquello me dejó muy tranquilo pues sabía que estarían protegidos, sobre todo ahora que sabíamos que Drácula estaba tan cerca.
Al final de nuestra reunión, se decidió que nos levantaríamos de madrugada y que iríamos de inmediato a Carfax a inspeccionar los ataúdes mientras Drácula estaba, así esperábamos, aún merodeando en mitad de la noche. Sin embargo, todos los hombres coincidieron con respecto a la señora Mina: tras la reciente muerte de Lucy, ninguno podría soportar verla en peligro, de modo que fue presionada para que se quedara en la casa, donde estaría a salvo sin duda, pues las puertas delantera y trasera y cada ventana de cada habitación ocupada estarían selladas con un talismán. Así que antes de discutir nuestro plan de ataque, le pedimos que nos dejara, aduciendo que estábamos protegiéndola y cuanto menos supiera más segura estaría. Acordó hacerlo de mala gana, sobre todo porque su marido se mostró bastante categórico, aunque yo no las tenía todas conmigo. No deseaba verla en peligro, pero también sentía perder una de nuestras mejores mentes; francamente, de todos nosotros, la señora Mina está hecha de la aleación más fuerte.
Y, como John había dicho en su furioso dolor, ¿de qué le había servido a la pobre señorita Lucy no saber nada?
No obstante, Mina nos abandonó antes de que expusiéramos nuestro plan con respecto a Carfax. Una vez que se marchó, acordamos que partiríamos a las cuatro de la mañana. Cuando nuestra tertulia se dispersó, tuve una conversación privada con John, ya que había notado en él un nerviosismo especial a mitad de la reunión cuando John reveló la información sobre Carfax.
Dejamos a los demás y nos recluimos en mi celda, donde podíamos estar seguros sin ser vistos u oídos.
En el instante en que entré y cerré la puerta, John, que había entrado antes que yo, exclamó:
—¡Carfax! ¿No lo ve, profesor? ¡Es el cruce!
—¿Qué? —Me acerqué a él con el ceño fruncido por la curiosidad.
—Quatre faces —dijo y como seguía mirándolo sin entender, añadió—. Ya, supongo que no habla francés. Quatre faces, la expresión que en francés antiguo significaba «cruce». ¡De ahí viene el nombre «Carfax»!
Nos quedamos mirándonos el uno al otro pues la revelación me sobrecogió; la sonrisa que gradualmente se extendió en mi rostro tuvo reflejo en el de John.
—El cruce —susurré—, donde yace enterrado el tesoro. ¡La primera llave!
Dijimos las tres últimas palabras a coro y reímos encantados, aunque levemente, y no por mucho tiempo, pues Drácula había estado residiendo allí algún tiempo. ¿Y si ya la había encontrado?
John y yo acordamos buscar de inmediato signos de si esto había ocurrido, y en caso de que no fuese así, buscaríamos entonces lugares donde pudiese estar enterrada la primera llave. Nos fuimos a la cama temprano, pues estaba bastante cansado (no había dormido bien en dos días, pues había estado en un barco, en un tren, o en un carruaje).
Dormí profundamente pero me desperté intensamente alerta alrededor de las tres; me vestí y fui hasta el despacho de John. Él también se levantó temprano y me esperaba allí. A las cuatro menos cuarto, Quincey y Arthur se nos unieron, y esperamos a Harker.
Antes de que llegara, el ayudante entró, a toda prisa para decirle a John que Renfield suplicaba verlo. Fruncí el ceño, pensando que eran signos evidentes de que Drácula estaba interfiriendo en nuestros planes. John vio mi gesto y comenzó a decirle al joven que Renfield tendría que esperar. Pero el ayudante insistió:
—Está más desesperado de lo que nunca lo he visto, señor, y si no viene usted, tendrá uno de sus violentos ataques.
Ante su insistencia, John, Quincey, Arthur y yo fuimos a ver al interno. Para sorpresa de todos, el señor Renfield, no solo parecía cuerdo, sino elegante. Nos informó de manera persuasiva de que había recuperado el sentido común y nos rogó que lo dejáramos marchar. Honestamente a todos nos parecía que estaba cuerdo, y que hablaba con total sinceridad, pero John, que ha tratado con lunáticos, decidió observarlo por un periodo mayor. Yo, por supuesto, no confiaba en él, y atribuía su desesperación a la influencia de Drácula… y al hecho de que el talismán más poderoso hacía su efecto. ¿Por qué habíamos de liberarlo cuando podían usarlo en nuestra contra?
Nos estábamos marchando cuando la recién asumida compostura del señor Renfield lo abandonó por completo y comenzó a suplicar de manera penosa que lo liberáramos.
A las cinco en punto estábamos en la puerta de la vieja propiedad Carfax, cada uno con una pequeña lámpara eléctrica en el pecho, y uno de los crucifijos de Arminius (excepto Harker que llevaba el suyo propio). Y todos nosotros (excepto Harker en quien nos costaba confiar) llevábamos en los bolsillos trozos de las hostias sagradas de Arminius para hacer que los ataúdes fuesen inhabitables para nuestro enemigo. (Así, aunque Drácula conociese los pensamientos de Harker, no estaría advertido de nuestras intenciones reales). Además, Arthur llevaba un silbato de plata alrededor del cuello para pedir asistencia canina si era necesaria, pues ninguno dudábamos de que el viejo edificio estaba atestado de ratas.
John usó su destreza quirúrgica y una vieja llave maestra para entrar por la puerta principal. Entramos a toda prisa y pronto descubrimos una mesa en el pasillo en la que había un aro con llaves. Se las di a Jonathan y, como estaba suficientemente familiarizado con la casa como para encontrar el camino, le pedí que nos condujera a la capilla. En mi vida nunca había visto tanto polvo acumulado. De hecho, el suelo estaba enterrado bajo una alfombra de polvo y suciedad de varios centímetros de grosor. No podía decirse si caminábamos sobre tierra, piedra o madera. A pesar de nuestro deseo de ser tan silenciosos como fuera posible, por si el Empalador había abandonado su cacería demasiado pronto, tanto Arthur como John explotaron con ataques de tos debido a las nubes de polvo que levantábamos con nuestras pisadas. Las paredes también estaban cubiertas de una película gris y estaban surcadas por antiguas y gruesas telarañas, muchas de las cuales colgaban bajas y se balanceaban lánguidamente a nuestro paso, rotas por el peso del polvo acumulado.
Estaba seguro de que el Empalador había salido, pues su aura se había vuelto últimamente tan intensa y grande que la habría percibido nada más entrar. Esta noción se vio reforzada cuando entramos a la capilla por la puerta arqueada de madera. Tras algunos intentos fallidos, Jonathan encontró la llave correcta y abrió la puerta.
De la capilla emanó el vil hedor característico de las guaridas de los vampiros. Después de tantos años, me había hecho inmune a él y avancé sin dudar, pero los otros no estaban preparados y se quedaron estupefactos. No obstante, se esforzaron por seguirme.
Dentro había una patética ruina de lo que otrora había sido un lugar enorme de devoción familiar de techos altos: quedaban unos cuantos maderos podridos de los antiguos bancos y del altar y, en la asquerosa pared, bajo un velo de telarañas, vimos una silueta que indicaba la ausencia de una enorme cruz. Quizá había sido un lugar hermoso. Había dos grandes ventanas arqueadas, quizá con vidrieras, pero que hacía mucho que habían sido cubiertas, como todo, por una gruesa capa de polvo.
La sala exhalaba una fuerte sensación de melancolía, corrupción, transitoriedad. Era de por sí, suficientemente desalentadora, pero aún más lo era el comprender, tras contar en silencio, que los ataúdes de madera colocados en perfectas hileras no eran cincuenta en número, sino veintinueve.
¡Faltaban veintiuno! Fui hasta John y le susurré que le dijera de inmediato a Quincey y a Arthur que no sellaran las cajas con las hostias. Hacerlo solo serviría para alertar al vampiro de nuestro plan y ocultaría de manera aún más astuta los ataúdes restantes. John consiguió decírselo a los dos hombres mientras Harker estaba distraído contando y mirando algún otro lugar donde pudiesen estar ocultas las cajas. Entonces les dije a los demás que rebuscaran entre el polvo y la suciedad algún tipo de pista que pudiese conducirnos hasta el lugar donde se habían colocado los demás ataúdes; por supuesto, John sabía bien que él tenía que buscar pistas del manuscrito o de la primera llave.
Mientras buscábamos, percibí un repentino cambio en la sala; un leve brillo índigo que me inquietó… y a la vez no. En ese mismo instante, Arthur y Jonathan reaccionaron a algo en las sombras.
—He creído ver una cara —dijo Arthur a modo de disculpa.
No dije nada, sino que me agaché para abrir ataúdes y removí el polvo y las telarañas en busca de algún indicio del manuscrito o de la llave. Mientras lo hacía, uno de los hombres se acercó y se puso a mi lado. Parecía que quisiese consultarme algo, o así pensé, cuando con el rabillo del ojo vislumbré un par de botas.
Alcé los ojos y abrí la boca para decir, «¿sí?», pero la pregunta murió en mis labios cuando mis ojos se centraron en un hombre alto vestido de negro, con bigote y el pelo ondulado color negro y plata; un hombre… no, un vampiro, cuya piel brillaba con una blancura madreperla inmortal.
Vlad, pensé, observando al intruso, pero no dije nada. La sorpresa se había llevado mi voz. La decepción me inundó como un mar amargo. De modo que incluso la ayuda de Arminius no había servido para nada. Si sus talismanes no podían siquiera evitar que un vampiro entrara en su guarida, entonces ninguno estábamos a salvo, y la pobre Mina, sola en el manicomio…
Pero al seguir contemplándolo, mi consternación se suavizó. Pues los ojos no eran verdes como los del Empalador, sino castaños, y dulces; y la nariz no era afilada, ni los labios crueles.
De hecho, el rostro no transmitía maldad, ni licenciosa sensualidad, sino gentileza mezclada con triste alegría.
—Dios mío —susurré ajeno a que estaba hablando; como si las palabras se derramaran de mí sin la intervención del cerebro, los dientes, la lengua, los labios—. Dios santo…
Miré a mí alrededor y vi que los otros estaban ocupados en su trabajo, ignorantes del inmortal que se alzaba junto a ellos. El vampiro era invisible, pero yo no. Entonces, se giró y me hizo una señal para que lo siguiera a una esquina. Así lo hice, simulando haber encontrado un lugar nuevo donde buscar.
Una vez que los dos estuvimos fuera de la vista, nos abrazamos.
—Bram. Has hecho que esté orgulloso —me susurró en el oído—. Muy orgulloso…
—Arkady. —Jadeé y me aparté para mirarlo mejor—. Padre… ¿cómo puede ser esto? Hace veinte años te dejé muerto en el castillo de Drácula, con una estaca atravesándote el corazón.
Se golpeó su pecho, ahora completo, y sonrió.
—Yo tampoco lo entiendo del todo, pero de algún modo fui resucitado… por quién, no lo sé. Quizá, haya sido posible porque nunca fui decapitado. —Su sonrisa se esfumó, me miró fijamente a los ojos—. Hablaría más de ello, pero tenemos poco tiempo antes de que salga el sol, Bram, Hay algo que ha de ser encontrado, y rápido, pues Vlad se hará tan poderoso que nadie, ni siquiera el diablo, será capaz de detenerlo.
—Sí, lo sé… el manuscrito.
Me sorprendió bastante.
—¿Quién te habló de él?
—Arminius.
En su rostro volvió a dibujarse una leve sonrisa.
—Me alegro que aún te esté ayudando. —Y continuó, más serio—. Vlad aún no ha encontrado la primera llave, de eso estoy seguro. Si lo hace, ganará incluso más fuerza de la que ahora posee. Está aquí, en algún lugar. La busco cuando puedo, pero no soy rival para él. Probablemente, ni siquiera lo sea para ti.
Sonreí y agité la cabeza.
—Volveré ahora a ser invisible y me uniré a tu búsqueda. Pero hemos de trabajar rápido, pues no hay mucho tiempo antes de que vuelva.
Se apartó y comenzó a desaparecer, pero antes de que lo hiciera por completo, se detuvo, y con expresión nostálgica preguntó:
—¿Aún vive Mary?
No soy hombre de lágrimas, pero últimamente he vertido muchas. Ante aquella pregunta, mis ojos se empañaron de nuevo.
—Está a salvo, en Ámsterdam.
Ante mi reacción, su expresión fue de preocupación angustiada.
—Pero ¿no está bien?
—Se está muriendo.
—¡Ah! —Gruñó volviendo a ser visible y girándose—. Si no fuese por Vlad, la vería una última vez… —Se recompuso de nuevo y preguntó—. Y tu hijito, Jan, sé que es algo difícil, pero…
—Lo maté —contesté con amargura—. Y sí, Gerda aún está loca.
—Él descansa —dijo Arkady rodeándome con un frío brazo—. Descansa dulcemente y en paz, gracias a ti. Pronto Gerda descansará de su dolor; la hora llegará. Has de creer…
Colocó su rostro contra mi cuello y lloró lágrimas muy frías. Sé que John se hubiese sentido aterrorizado si hubiese visto que un vampiro tenía tal acceso a mis venas; pero con Arkady no tenía miedo. Mi única preocupación era no ceder al dolor; no allí, delante de los demás; no allí, donde había trabajo que hacer.
Pronto se recompuso y dijo con un suspiro:
—Siempre hay dolor con nosotros, los Tsepesh. Siempre dolor… quería haberte evitado el que Vlad puede infligir…
—Al igual que yo quería evitárselo a él —dije señalando a John que se movía en nuestra periferia.
Trabajaba dándonos la espalda, pero aun así, Arkady lo estudió con triste cariño.
—Otro hijo —se maravilló.
No era del todo una pregunta.
—Tu nieto —confirmé.
Me volvió a mirar.
—Entonces tenemos que encontrar un modo de salvarlo, Bram. La destrucción de tu vida y la mía, y de las vidas de aquellos a quienes amamos… Ya basta.
Mientras le devolvía la mirada, adquirió una apariencia tenue y antes de que desapareciera por completo susurré:
—Vuelve conmigo. El manicomio, en el edificio contiguo…
Mientras me recomponía y volvía con los demás, oí que su voz susurraba en mis oídos: «Les he dejado una pequeña distracción…».
Y así era. De repente me encontré hundido hasta los tobillos en polvo y chillonas ratas. De hecho, los ataúdes, el suelo y las paredes estaban cubiertos de aquellas criaturas rastreras. Sus diminutos ojos reflejaban el brillo de nuestras pequeñas lámparas con una fosforescencia espeluznante. Casi de inmediato, Arthur sopló el silbato y pronto tres terriers aparecieron, y a regañadientes (sin duda sentían la presencia de Arkady), los perros atacaron y dieron cuenta de las repugnantes criaturas.
Para entonces se acercaba el alba, y parecía que ya habíamos hecho todo lo posible, nos fuimos aliviados de que nadie hubiese resultado herido, pero bastante preocupados por las cajas que faltaban. Hay que temer cualquier retraso, pero al menos Harker está localizando las demás.
3 de octubre.
El peor día desde que perdimos a la pobre Lucy.
Hasta anoche, todo había ido bien, y me atrevía a tener esperanzas. Me alegra que hayamos permitido que Harker se nos una, pues ha sido una inestimable fuente de información sobre el paradero de las cajas de Vlad. El «conde», parece ser, ha adquirido otras propiedades en el este y sur de Londres; en New Town, donde Whitechapel Road pasa a ser Mile End; y en Jamaica Lane, Bermondsey. También ha comprado una casa en el mismo corazón de la ciudad, en Picadilly. Hoy iremos allí para comprobar si existen escrituras de otras propiedades y llaves para entrar en ellas, quizá, si el destino así lo quiere, encontremos una «llave» muy diferente.
Ayer, Jonathan había completado su búsqueda, y estábamos en posesión de las direcciones necesarias. Arthur y Quincey pasaron el día reuniendo caballos para que pudiésemos movernos con rapidez de un destino a otro. «Mañana», me dije a mí mismo, «el vampiro será nuestro». Estaba lleno de optimismo, pero ¡ay!, en mi estúpido deseo por proteger a Mina de algún daño, y del conocimiento del mal, he pasado poco tiempo con ella, y no vi lo más obvio.
En las horas previas al alba, John vino corriendo a mi celda tan angustiado que salí de inmediato de mi cobijo para ver qué lo asustaba tanto.
—¡Profesor! —gritó sin preocuparle que alguien pudiese escucharlo y supiese mi localización exacta en la casa—. Renfield se muere…
Con el maletín en la mano, corrí para ver si podía ser de ayuda. La puerta de la celda de Renfield estaba abierta de par en par, y el ayudante estaba en cuclillas junto a él con expresión de angustiada impotencia.
Al primer vistazo pude ver que John no había exagerado la situación en lo más mínimo, pues el pobre hombre estaba de lado, con el rostro hacia arriba, y la cabeza y los hombros rodeados por un oscuro halo de sangre en expansión. Al examinarlo comprobé que tenía rota la espalda y el cráneo, y que tenía trozos de hueso incrustados en el cerebro. Moriría pronto si no se hacía nada para aliviar la presión de la sangre que se almacenaba en su cabeza.
De manera instintiva, alcé los ojos de donde estaba arrodillado junto al moribundo, y miré la ventana con barrotes donde recientemente John había colocado una de las cruces de Arminius. Había desaparecido. Con voz seca le dije al ayudante:
—El crucifijo de la ventana, ¿dónde está?
Debió pensar que estaba loco o que no tenía corazón, quizá ambas cosas, al hacer una pregunta tan aparentemente irrelevante mientras el pobre Renfield sufría a mis pies. Con timidez, el corpulento joven se lo pasó a John diciendo:
—Lo quité porque esta tarde se puso frenético, dando saltos, intentando atraparlo. Temí que se hiciese daño, así que entré y lo cogí. Intentó arrebatármelo, y me rogó que se lo diera, pero como era afilado…
—Suficiente —dijo John bastante enfadado.
Supongo que creía que sospechábamos de él, y que estábamos más preocupados por las pertenencias de Seward que por nuestro sufrido paciente, pues se retiró con expresión dolida.
—Haz que se vaya —ordené, y al ver la mirada de escándalo que el ayudante nos dedicó, le expliqué—. Tendremos que hacerle un agujero en el cráneo para aliviar la presión. Si deseas quedarte…
Pero ya estaba fuera cerrando la puerta:
—Es necesario hacer una trepanación —le dije a John mientras sacaba el instrumental del maletín—. No creo que lo salvemos, pero al menos podrá pasar sus últimos instantes consciente y con menos sufrimiento.
Mientras hablaba, llamaron suavemente a la puerta, vimos a Arthur y Quincey mirando desde de tras de ella John les permitió entrar y no necesitaron otra explicación que el charco de sangre y nuestro paciente terriblemente herido.
Se quedaron en silencio, consternados, mientras ejecutaba la operación penetrando justo encima de la oreja del paciente. Por un instante, tuvimos éxito; tras unos segundos se alivió la presión. Renfield abrió los ojos, y con bastante lucidez pidió que le quitáramos la camisa de fuerza. No había razón para acceder a su petición, pues el movimiento solo incrementaría su dolor y aceleraría su muerte. Aunque le quedaba poco tiempo percibí que deseaba hablar; «confesar sus pecados», de algún modo. Yo deseaba oírlos, ya que la ventana desprotegida significaba un gran peligro para todos nosotros.
Habló racionalmente, incluso con tal bondad que sentí pena por él y las palabras que pronunció me afectaron profundamente. Nuestro Renfield había estado de hecho bajo el poder del vampiro, y había adorado a su «señor y maestro»; pero también le había afectado la señora Mina, que lo había visitado en dos ocasiones por pura bondad, la segunda vez, aquella misma tarde. Estaba demasiado pálida, dijo, «y me enloqueció saber que Él se había llevado su vida».
¡Qué momento tan horrible! Ninguno de nosotros pudo reprimir un escalofrío al escucharlo.
Drácula, oliendo a Mina, había venido unos momentos antes aquella noche, había entrado fácilmente una vez que desapareció el talismán, y aquel hombre (este pobre lunático trastornado) luchó cuerpo a cuerpo contra el vampiro, luchó para proteger a Mina de la única manera que sabía.
Cuando acabó de hablar suspiró y volvió a caer inconsciente. El aire estaba electrizado. Ninguno de nosotros cuatro dijo una palabra. Dejamos al valiente loco tumbado mientras moría y corrimos a nuestros cuartos a recoger nuestros talismanes. En cuestión de segundos todos habíamos llegado a la habitación de los Harker, que estaba cerrada desde dentro.
Todos juntos, nos lanzamos contra la puerta y conseguimos romperla. Caí hacia delante y los otros, que venían por detrás, se detuvieron de inmediato. Al caer había percibido que pasaba a través de una nube de índigo centelleante (fuerte y fría, aunque no tan fuerte como la última vez que vi al vampiro, y tocada en su interior por un rastro de blanco radiante y un tenue brillo dorado).
Entonces no era Vlad no, no era Vlad lo que pasó rozándome, sino algo completamente maligno, y completamente femenino.
Pasó y la puerta se cerró de golpe detrás de mí al marcharse. Mientras me esforzaba por incorporarme (oh, si hubiese estado de pie, me habría derrumbado al instante) vi a Harker roncando sobre la cama junto a la ventana, y en el borde exterior del colchón a su mujer con el rostro presionado contra el pecho desnudo del Empalador, cuyos ojos estaban cerrados en el más profundo de los éxtasis. Ella giró la cabeza, ahogada, revelando a la luz de la luna la boca y las mejillas oscuras, empapadas de sangre vampírica. Aquella visión me golpeó como una hoja afilada: era una tosca versión del ritual de sangre, un intercambio sanguinario que ataba a la víctima más profundamente al depredador. Si él también había bebido de ella, entonces era suya.
Pero en mitad de mi horror, un pensamiento se apoderó de mí: No nos ha oído acercarnos. No nos ha oído. Algo ha cambiado…
Me puse en pie y por fin el vampiro se percató de la presencia de sus enemigos. Con un rápido y poderoso golpe, lanzó a su víctima sobre la cama y saltó hacia nosotros. Para entonces ya había yo alzado el sobre que contenía la sagrada hostia, y sentí una tensión como un rayo que viajaba desde el corazón a los dedos. Incluso sin la infusión de la fuerza de Arminius, nunca en mi vida había estado tan determinado, tan centrado, tan confiado. Creo que podría haberlo hecho huir tan solo con mi fuerza de voluntad.
Al ver el sobre se encogió (se encogió en abyecta agonía, como si el poder que de él emanaba le quemara la piel) y conseguí recomponerme lo suficiente como para activar mi segunda, visión. Pude ver entonces su aura encogida, empobrecida, tenue.
Todo aquello le golpeó como una revelación, pues una expresión de incredulidad y de furia infernal cruzo su rostro y sus ojos verdes se enrojecieron hasta incendiarse. Estaba confuso. Había estado tan ensimismado por su acción que estaba sorprendido por aquel fallo repentino. ¿Había ocurrido recientemente?
Mientras Jonathan aún roncaba, me interpuse entre los Harker y el monstruo, y avancé tranquilamente con la hostia en alto hasta que Vlad recuperó la cordura y se transformó en una oscura niebla. Pasó por nuestra guardia y desapareció bajo la puerta, ya que la pequeña cruz de plata sobre la ventana emitía una barrera que no podía cruzar.
De inmediato, la señora Mina aspiró con dificultad y dejó escapar un grito que atravesó el mismo velo del cielo.
No se puede expresar con palabras el horror subsiguiente cuando el pobre Harker se despertó y vio la sangre extendida sobre su faz y vestido comprendiendo lo que había pasado. Apenas pudimos evitar que agarrara un cuchillo (esa hoja ancha y curva que en India se conoce como kukri) y persiguiera al vampiro a pie. En cuanto a la valiente Mina, estaba hundida, no porque tuviese miedo, sino porque temía ser utilizada para herir a los que amaba. Vlad, en su arrogancia, la había atormentado de manera cruel diciendo que ahora estaba bajo su control y que llegaría el momento en el que se convertiría en su vampira, en su compañera y ayudante, y que infectaría a los cinco hombres que ahora se aliaban contra él.
La calmé con dulzura, y la animé a que me dijera qué había pasado, mientras John encendía la lámpara. Incluso bajo aquella luz, no pude juzgar si había sido mordida y el rito se había completado, pues se apoyaba contra el pecho de su marido de modo que su larga cabellera oscura caía hacia adelante, ocultando su rostro y cuello.
Cuando estuvo suficientemente recompuesta lo contó todo con una voz valiente que apenas se quebró. El vampiro la había mordido y se había visto forzada a tragar algo de su sangre. El intercambio se completó, y nuestros esfuerzos por proteger a Mina habían sido en vano.
¡Gracias a Dios que Vlad se encuentra más débil! Incluso así, estamos más que nunca obligados a destruirlo, antes de que pueda cumplir la promesa realizada a la pobre Mina.
Y si está más débil (como John y yo discutimos en privado), solo puede significar una cosa: que otro inmortal le ha robado el manuscrito. Pero ¿quién?
Cuando Mina acabó su terrible historia, rompía el alba. Todos acordamos vestirnos y reunimos poco después para hablar de lo que teníamos que hacer.
Primero, por supuesto, John y yo fuimos de nuevo a ver a Renfield quien, por desgracia, ya había muerto. Lunático o no, murió con valor y por el bien de Mina, y por ello, siempre honraré su memoria. Le puse el talismán que había estado en su ventana en la fría mano y recé en silencio por él.
Una vez que todos nos vestimos y nos reunimos, nuestro plan se hizo más claro: iremos a cada uno de los cuatro emplazamientos; Carfax, donde descansan veintinueve cajas; Mile End y Bermondsey, con seis en cada uno; y Picadilly, donde quedan nueve. Las sellaremos con la hostia, y así forzaremos un enfrentamiento. Espero conseguir la victoria, pero incluso si el Empalador sucumbe ante nosotros, entonces tendremos que enfrentarnos a un enemigo mucho más poderoso…