Diario de Abraham Van Helsing
29 de septiembre, continuación.
Tenía el mismo aspecto que la última vez que lo vi, veintidós años antes: pequeño y nervudo, aunque fuerte de hombros y de columna recta con una túnica de lana negra sin adornos. Bajo una capucha de lana negra reminiscente de la que llevaría un sacerdote ortodoxo, su pelo caía en gruesos mechones casi hasta su cintura. Al igual que su larga barba y bigote, era de un blanco resplandeciente, que hacía que la brillante y suave piel de su rostro pareciera aún más rosa por el contraste. Pero no era un sacerdote, ni siquiera era cristiano: su rostro era el de un místico hebreo, el de un águila, con una nariz prominente y ganchuda y unos ojos de gruesos párpados. Un judío, sí, de sangre judía, pero lejos de ser ortodoxo en sus creencias. No sabía decir si ni siquiera creía en Dios, pues durante mi educación como cazador de vampiros, siempre lo explicaba todo de manera pragmática. Quizá él, como su estudiante, no creía en fórmulas religiosas o en nombres o títulos particulares, sino en aquello que perduraba, aquello que trascendía la religión y la ciencia y que afectaba a todos los hombres de manera tan profunda que no podían negarlo: el amor, la compasión, la bondad.
Su pelo y porte eran los de un anciano; sus movimientos y formas los de un robusto joven. A mi pregunta, se puso en cuclillas para quedar a mi nivel y así hablarme a los ojos, y cruzó de manera casual los brazos sobre sus piernas.
—Abraham, Abraham —dijo a la par que sonreía mostrando unas encías muy rosas y unos dientes rectos y blancos que incluso un joven envidiaría.
No había ironía o reproche en su sonrisa, solo la alegría espléndida e hilarante de un lunático, un imbécil, un mago.
—Si no vine, fue porque no me necesitabas. Ahora, aquí estoy —y extendió los brazos (sorprendentemente sin que sus piernas temblaran lo más mínimo).
El «aquí» había cambiado de manera radical en el instante de su aparición. Miré a mi alrededor para ver que mi mentor y yo estábamos envueltos en una radiación suave que iluminaba la noche. Fuera de su circunferencia, John, Arthur, Quincey, se sentaban sobre el suelo, quietos como estatuas, con los ojos abiertos pero sin ver, sin parpadear, el pecho no se les movía. Estaban sanos y salvos, lo supe de manera instintiva, a pesar incluso de que no pude evitar mirar en busca de Vlad y Lucy, la vampira.
La noche era dulce y tranquila, libre por completo de la mancha de índigo. Ambos monstruos habían desaparecido, y Arminius se sentaba a salvo en la frontera de una realidad diferente. Aquello llenó mi corazón de esperanza. Pues aunque Arminius me había enseñado muchas cosas (cómo protegerme del vampiro, cómo debilitar a Vlad y cómo ganar yo poder para derrotarlo), nunca lo había visto en presencia de un vampiro y por lo tanto no sabía el poder de sus habilidades más allá de lo que él mismo me había contado.
Era evidente que era poderoso al haberme salvado y haber hecho que Vlad y Lucy desaparecieran. Y por primera vez en muchos días terribles, comencé a pensar que Vlad podía ser derrotado después de todo. Me vio que observaba a mis tres compañeros y dijo:
—Tus amigos están bien, pero no pueden vernos. Y si quieres, no recordarán nada.
Tenía demasiada curiosidad, estaba demasiado estimulado como para contestar, de modo que le pregunté:
—¿Qué le ha ocurrido a Vlad? He hecho lo que me dijiste, he destruido vampiro tras vampiro durante veintidós años, para debilitarlo. Y si, se debilitaba, pero ahora ha recuperado su fuerza y aún más. Me habría matado. A mí, cuya muerte también causaría la suya de acuerdo con el pacto. ¿Qué le ha ocurrido a él… y al pacto?
—¡Ah! —dijo, y fue en parte un suspiro—. El pacto…
En lugar de mirarme, bajó los ojos hacia el suelo, sus labios se torcieron hacia arriba formando un extraño cuarto creciente, y comenzó a escribir con el dedo extrañas leyendas en un charco de barro.
—Para contestar a tu pregunta, Abraham, primero tengo que contarte una historia.
—¿Una historia?
—La historia de un manuscrito, un manuscrito muy especial que algunos afirman que escribió el propio Lucifer. Fue robado del Scholomance, la escuela del diablo para las artes mánticas, por uno de los sholomonari, los alquimistas que allí estudiaban. Eso cuenta la leyenda. Su propósito está reflejado en su título: Para aquel que se convertirá en devorador de almas.
Temblé de repente sobrecogido por la terrible imagen de un sueño: una gran oscuridad que me circundaba, me devoraba. Agarrándome los brazos pregunté:
—¿Pero no es ese el ámbito del diablo? ¿Consumir almas?
Alzó los ojos aún sonriendo levemente, sus ojos no estaban ensombrecidos por la oscuridad de la que hablaba.
—Lo es, si ese es el nombre que le quieres dar a tal entidad. Y para contestar a tu siguiente pregunta; sí, el manuscrito da instrucciones de cómo ser como él.
—Pero es una locura, ¿por qué querría compartir su poder?
Entonces, su leve sonrisa se agrando.
—¿Quién sabe? Con el tiempo, todas las cosas se aclaran —hizo una pausa—. En algún momento después del robo, el manuscrito fue adquirido por una de las inmortales más malvadas y ávidas de poder: la condesa Elisabeth de Bathory. Ha pasado por muchas manos, en parte porque el manuscrito no puede ser protegido ni con la magia más poderosa…
Lo interrumpí:
—¿Por qué no?
Con paciencia respondió:
—Porque la verdad no puede ser ocultada, Abraham. Sin comprender este punto, la condesa intentó ocultarlo con un conjuro, que, debido a su nueva fortaleza, asumió sería suficiente. Y porque había destruido a su anterior dueño, nadie sabía que ella lo tenía, y nadie intentó quitárselo. Pero cuando fue al castillo de Drácula, Vlad lo descubrió y se lo robó rápidamente.
»Con respecto a por qué es cada vez más poderoso, ahora que está en su posesión, necesito explicar cómo es el manuscrito. Es una especie de acertijo, consistente en seis líneas o pistas. La primera línea aparece una vez que el manuscrito entra en posesión de alguien. Las demás líneas aparecen solo después de que el propietario ha entendido la primera y ha seguido su orden; y a cada paso, el poder del propietario y sus habilidades crecen.
»He investigado un poco y he descubierto la primera línea: En la tierra más allá del bosque, comienza la búsqueda del bien. Son seis las líneas; dos las llaves.
—¿Llaves? —pregunté.
—Aún es un misterio. Elisabeth solo resolvió la primera línea, y aunque Vlad ha avanzado más, aún tiene que descubrir la primera llave. Ningún inmortal lo ha conseguido… excepto, por supuesto, el Señor Oscuro.
Con miedo en el corazón, pregunté:
—¿Cuántas líneas ha resuelto Vlad? ¿Sabes lo que dicen?
Así era. Pareció mirar más allá de donde me encontraba, y la sombra de la sonrisa desapareció por completo, y se quedó solemne por primera vez desde que nos conocimos.
—La segunda: No te demores. Cruza las aguas profundas hasta la gran isla en el noroeste. Inmediatamente, hizo planes para partir hacia Inglaterra, momento en el que apareció la tercera línea: Al este de la metrópolis hay un cruce de caminos.
—Al este de Londres —murmuré, recordando las miles de localidades—. Un cruce… ¿se trata de la intersección de dos calles u otra cosa? Y, ¿al este, pero cuánto? ¿Justo a las afueras de la ciudad, o en Purfleet, o Dartford, o Grays… o incluso en Southend-on-Sea o Sheerness?
—Eso no puedo decirlo —dijo con cierta amargura—. Pero sí puedo decir que después de que Vlad comprara propiedades alrededor de la ciudad, apareció la cuarta línea: Allí yace enterrado el tesoro, la primera llave.
Cuatro líneas resueltas. Sentí un escalofrío y pregunté:
—Y, ¿lo ha descubierto? Y la quinta y sexta línea…
Agitó la cabeza.
—Pero es cuestión de tiempo. Una vez que obtenga la primera llave, solo tendrá que encontrar la segunda, y colocarlas de tal modo que resuelva el misterio. Y mientras Elisabeth solo conoció la primera línea, sospecho que ha encontrado o encontrará un modo de descubrir todo lo que ha aprendido Vlad. Entonces ella también se unirá a la búsqueda de la primera llave; pues es tan cruel y ambiciosa como él, quizá más. A la primera oportunidad, se hará con el manuscrito.
—¿Por qué no lo ha hecho todavía? —pregunté—. Si lo tuviera, y conociese la primera línea, entonces habría retenido algo de sus nuevos poderes…
—No —ladeó la cabeza y me miró con total comprensión y compasión, como si sintiera mi penosa desesperación tan profundamente como yo—. Cuando se pierde el manuscrito, se pierde el poder, y solo lo recupera el nuevo dueño. Ella no es lo suficientemente fuerte como para derrotarlo directamente; pero si, gracias a la astucia o las malas artes, lo obtiene de nuevo, entonces ella será la poderosa, y él el débil. Créeme, Elisabeth está cerca, esperando su oportunidad, y esto hay que temerlo, pues ella es la más fuerte y malvada de todos los sholomonari.
—Y, ¿qué hay de Zsuzsanna? ¿Sabe del manuscrito?
Su expresión se oscureció le extraña forma.
—Lo sabe. Sabe casi tanto como Vlad, y ella también busca la llave.
—Y si ella, Vlad, o Elisabeth resuelven la sexta línea, y el acertijo de la primera y la segunda llave… —No pude terminar la frase pues el pensamiento era demasiado terrible como para decirlo en voz alta.
Pero lo hizo Arminius.
—… Se convertirá en el Señor Oscuro; omnisciente y omnipresente, tan poderoso que controlará el mal sobre la tierra. Si Vlad lo consigue, no tendrá necesidad de pactos para prolongar su inmortalidad, y por lo tanto, no necesitará tu alma para conseguir vivir durante otra generación. Será como un dios, capaz de hacer lo que le plazca. Pero hasta que resuelva el misterio, podría perder el manuscrito… al igual que Elisabeth lo perdió. Si eso ocurre, dependería de nuevo con toda seguridad del pacto, y de tu existencia, de modo que pueda corromperte antes de que mueras, y que así él pueda vivir.
»Lo que te hizo esta noche, eligiendo matarte, fue un error arrogante. Ya piensa en sí mismo como inmortal e invencible… y eso creo que lo llevará a su derrota.
Por fin se quedó en silencio y me miró con calma mientras yo pensaba en la historia. Sus últimas palabras me dieron esperanza; pero el cuento me había llenado de preocupación. Mi tarea era más dura de lo que había imaginado durante tantos años difíciles cazando y destruyendo a la malvada progenie de Vlad por todo el continente europeo. Pero ahora no solo tenía que matar a un poderoso vampiro, sino a su compañera, Zsuzsanna, para evitar que se convirtieran en dioses. Y no solo a ellos, sino también a la temible condesa de Bathory.
—Arminius —dije—, me has revelado una inquietante historia, mi obligación, parece ser que es más dura de lo que imaginaba. ¿Te quedarás conmigo para ayudarme no solo a mí —hice un gesto hacia los tres hombres sentados fuera de la esfera—, sino también a mis amigos, que asimismo han jurado destruir a Vlad?
De nuevo, surgió la sonrisa bobalicona bajo sus sabios ojos.
—Te prometo, Abraham, que vendré cuando de nuevo me necesites. Pero no antes. Recuerda: tu tarea es redimir a tu familia de su maldición, y la dificultad del viaje es parte también de esa tarea.
—¿Puedes al menos honrar una petición?
Alzó las cejas, tan finas y traslúcidas que el rosado brillo de su piel de bebé se vio bajo el vello.
Me levanté y sostuve su mirada con la intención de convencerlo de ello.
—¿Mantendrás a la señorita Lucy en su tumba hasta por la mañana? Vlad ya no puede ser retenido por talismanes, y los ha quitado para que no la destruyamos.
No dijo nada; solo me miró con su mirada sabia y maravillosa, después se alzó con un grácil movimiento para ponerse a mi lado. Al mirarlo a los ojos, los bordes de su cuerpo parecieron perfilarse y después fundirse en las sombras mientras la esfera de luz que nos contenía de repente perdió brillo.
Se hizo más pálida, hasta que por fin me quedé mirando la gran puerta de hierro del panteón de los Westenra.
Junto a mí, la vil criatura Lucy siseaba, escupiendo una baba moteada de sangre, en la elipse de luz proyectada por mi linterna. Me senté en el suelo donde la había dejado hacía una eternidad (o quizá unos minutos). Sentí, más que vi, a mis tres amigos detrás en semicírculo; sabía que John era el que se encontraba más cerca, sosteniendo en lo alto su propio crucifijo de plata para mantener a raya a su amada no muerta.
Extrañamente, el repentino deslizamiento temporal no me desorientó; quizá el recuerdo de mi tutelaje bajo Arminius me había preparado, pues era un truco que a menudo había usado en el pasado. Lo tomé como una confirmación silenciosa de que me concedía mi único deseo, y comencé de inmediato a quitar trozos de argamasa mezclada con la hostia de la puerta de la tumba.
Una vez hube extraído una cantidad suficiente, me aparté y la vampira pasó por mi lado sin ser obstaculizada. Mientras los otros se quedaban boquiabiertos, ella se hizo de dos dimensiones y después se contrajo hasta ser una línea delgada como una aguja, como una dama sosteniendo un abanico. Se movió por el aire como un águila, aunque infinitamente más rápido y, en un abrir y cerrar de ojos, había desaparecido a través de una grieta tan gruesa como una hoja de papel y no más ancha que mi pulgar.
Inmediatamente reemplacé la argamasa en la grieta encerrándola dentro. Después me giré hacia mis amigos que estaban igual que ante la presencia del Empalador: Arthur pálido y tembloroso al ver a su dulce Lucy tan envilecida, y Quincey con la boca apretada y tensa, con su gran mano pecosa agarrando el brazo de Arthur como apoyo. Ninguno estaba en absoluto maltrecho, como si el ataque de Vlad nunca hubiera ocurrido, como si mi trabajo en la puerta de la tumba nunca hubiese sido interrumpido, como si Arminius nunca hubiera aparecido.
Tampoco parecía que se hubiese movido un solo pelo de John, y su expresión era sombría y atribulada, en consonancia con la situación. Pero cuando lo miré, penetró en mi mirada de manera tan aguda y significativa, y con una confusión tan evidente, que supe que recordaba al menos algo de lo que había pasado.
Arthur y Quincey claramente no recordaban nada. De modo que asentí a mis compañeros, cogí la lámpara, y caminé hasta el niño que Lucy había dejado caer entre los tejos. Era un golfillo callejero, sus dorados cabellos y fino rostro estaban llenos de suciedad, y su cuello de sangre. Afortunadamente, habíamos encontrado a la señorita Lucy justo cuando comenzaba a beber, de modo que aún le quedaba rubor en su ajado rostro. Había caído por el trance en un sueño profundo sobre la hierba seca, en un lugar frío, siniestro. Lo tomé en brazos y les dije a los otros que me habían seguido:
—Dejémoslo en algún lugar cálido para que lo encuentre la policía. No está demasiado mal, y mañana por la noche se hallará totalmente recuperado.
De modo que nos marchamos. Arthur y Quincey se dirigían al manicomio con John, yo simulé ir de vuelta al hotel, pues habíamos mantenido la mentira de que me alojaba en otro lugar. Desde allí, volví a Purfleet, y fui hasta mi solitaria celda envuelto en invisibilidad.
Diario del doctor Seward
29 de septiembre, por la mañana.
Resulta enervante tener que seguir escribiendo esto a mano, pues tarda muchísimo y me hace sentir como Neddy Ludd[4]. Había pensado en reservar un cilindro para mis entradas «privadas», pero existe el riesgo de que cometa un error y permita que la persona equivocada escuche la información que no debería oír.
Aun así, he de desahogarme esta mañana, o me volveré tan loco como el pobre Renfield. Demasiadas revelaciones, demasiadas emociones desgarradoras…
Anoche ya de por sí fue suficiente ver a la mujer muerta que había amado convertida en una diablesa babeante. Algo que de por sí es más de lo que cualquiera puede soportar sin volverse loco. Y después ver al propio Vlad, mucho más joven y fuerte de lo que me lo habían descrito, imbuido de una gloria malvada, lanzar a mí amado profesor hacia su muerte…
Era más de lo que podía soportar, más de lo que podía soportar.
Y aun así, lo soporté.
Pero cuando vi que aquella figura angelical lo salvaba un segundo antes de su muerte, me dije a mí mismo: «Ya está, Jack, después de todo este tiempo, por fin te has convertido en un absoluto lunático. Qué cómodo que tu hogar sea un manicomio…».
Escuché que hablaban como viejos amigos que hacía mucho que no se veían, o más bien, como un profesor y su antiguo alumno. Van Helsing hacía mi papel, y el brillante ángel el suyo. Oh, una cosa es leer sobre lo oculto, jugar con auras, discutir teorías de vampiros y otras entidades incorpóreas y cómo tratar con ellas, pero…
Bueno, es algo muy diferente ver a tales seres. Ver que el tiempo se interrumpe, y que después se prescinde de un suceso. En este caso, era como si Vlad nunca hubiera aparecido, y el profesor y yo nunca hubiéramos estado en peligro; peor aún, cuando acabamos en el cementerio, supe por las expresiones y las palabras de Art y Quin que no habían visto los mismos sucesos imposibles. Fue un instante terrorífico, pues me convencí durante un segundo de que realmente me había vuelto loco. Hasta que miré al profesor a los ojos, y vi que él también lo sabía.
De modo que realmente había ocurrido. Afortunadamente, ni Quin ni Art estaban de humor para charlar después de la noche tan aterradoramente dolorosa. Una vez que la doncella los instaló en los aposentos de invitados en la parte privada de la casa, ambos se fueron directamente a sus habitaciones.
Aunque para entonces eran cerca de las tres de la mañana, sabía que sería casi imposible dormir hasta que obtuviese respuesta a algunas preguntas problemáticas. No tenía modo de saber si el profesor había vuelto, pero estaba desesperado; de modo que después de un tiempo, cuando estuve seguro de que Art, Quin, y la doncella estaban acostados, volví al manicomio y fui directamente a la celda del profesor. Llamé con suavidad, diciendo:
—Soy John. He de hablar con usted.
La puerta se abrió lentamente. No vi a nadie dentro a pesar de que la lámpara emitía una luz mortecina. Pero un suave velo azul temblaba en al aire justo al otro lado del umbral. Audazmente, entré y pasé por el brillo cerúleo para encontrar la habitación en el mismo estado, excepto que ahora el profesor se sentaba con las piernas cruzadas sobre el suelo.
Se había quitado las gafas y las había colocado sobre su regazo, de modo que sus oscuros ojos azules parecían de algún modo desnudos, y el pelo rojizo y canoso estaba despeinado, como si se hubiese estado pasando los dedos con preocupación. Al verme suspiró, se volvió a poner las gafas, y con voz; cansada pero amable, dijo:
—Hola, John. Sospechaba que vendrías.
No podía evitar mostrarme un poco frío con él, pues como mucho me sentía raro, si no traicionado.
—¿Y también sabe lo que estoy a punto de preguntarle?
Suspiró de nuevo. Mientras el aire salía de los pulmones, toda su alegría, su fuerza, su valor, parecieron también abandonarlo, hasta que comprendí, para mi incomodidad y consternación, que miraba a un hombre frágil, con el corazón roto y con sombras tras sus miopes ojos.
—No lo sospecho, lo sé. Y la respuesta a la pregunta es sí, John.
—Soy tu hijo —dije lleno de incredulidad mientras pensaba: Entonces está equivocado; ha olvidado lo que le gritó a Vlad, y cree que he venido a preguntar sobre otra cosa.
—Eres mi hijo —dijo con calmada convicción, con tal ternura y disculpa sentida, que le creí de inmediato.
Me asaltaron unas emociones conflictivas: duda, rabia, amor, alivio. Parecía estar terroríficamente mal y terroríficamente bien.
Ante mi inquietud, pude ver que se preocupaba.
—¿Sabías que eras adoptado, John?
—Sí —dije con la voz casi rota, para mi vergüenza temblaba al borde de las lágrimas—. Sí, pero no es eso. Quiero saber por qué…
Y en ese instante se me quebró la voz y no pude decir nada más.
—¿Por qué he sido tu amigo y maestro todos estos años y no te lo he contado?
Asentí sin ver, pestañeando por las lágrimas, mientras me hacía un gesto para que me sentara.
Me senté en el frío suelo y empezó a contarme una historia que comenzó mucho tiempo atrás, cuando un príncipe llamado Vlad, que llegó a ser conocido como el Empalador (Tsepesh) o el hijo del Dragón (Drácula), hizo un pacto con el Señor Oscuro. Cada generación que su familia continuara, ofrecería el alma del hijo mayor que sobreviviera a cambio de la inmortalidad. Pero antes de ofrecer el alma, su dueño tenía que ser corrompido voluntariamente. Si el cordero que iba a ser sacrificado moría siendo un hombre honesto y bueno, entonces el propio Vlad perdería su inmortalidad, envejecería y moriría.
—Mi padre, Arkady, era el hijo mayor de su generación; murió incorrupto, pero desesperado. Vlad lo mordió, para atrapar su alma entre el cielo y la tierra. Después Arkady fue destruido… y Vlad se debilitó, y envejeció…, pero por alguna razón, no murió.
Lo miré mientras un rayo revelador me golpeaba; sabía que el profesor solo tenía un hermano, que había muerto mucho tiempo atrás.
—Entonces tú…
—Soy el heredero de Drácula —dijo con amargura—. El hijo mayor que sobrevive de mi generación. Creo que oíste a Arminius hablar del manuscrito.
Asentí, de nuevo estupefacto.
Apartó la mirada.
—Solo por él se atrevió Vlad a amenazarme, John —dijo girándose de repente hacia mí y cogiéndome los brazos con desesperación—. Juro por lo más sagrado que nunca habría venido aquí si hubiese sabido de los nuevos poderes de Vlad. Estaba débil, ajado; yo era mucho más poderoso que él, y creí que mi misión terminaría hace meses. Nunca te habría puesto en tal peligro…
Le mostré mi aceptación agarrándole también los brazos, pero mi mente estaba en otra parte, y luchaba por entender mi propio pasado y mi destino.
—Soy… soy tu hijo mayor; ¿no es así? Tuviste un bebé que murió.
Bajó la vista al suelo y, por primera vez desde que lo conozco, habló con una voz llena de lágrimas.
—Un bebe al que maté —dijo, y su rostro se vio cruzado por un espasmo tan intenso y violento que aparté la mirada—. Mi Jan. Mi pequeño Jan…
Y rompió en sollozos tan descarnados que no pude hacer otra cosa que quedarme mirando mi regazo y ver cómo caían mis propias lágrimas. Tras un tiempo, los dos nos recompusimos, y continuó con voz quebrada:
—Zsuzsanna, la sobrina de Vlad y su compañera, lo mordió, convirtiéndolo en un pequeño monstruo no tuve otra opción que liberarlo.
—De modo que cuando tuviste otro hijo, lo enviaste lejos —dije—, muy lejos, y no le dijiste a nadie quién era.
—Para protegerlo. Pero ya ves, John —extendió los brazos desesperado—, ya ves el resultado de todos mis esfuerzos por librarte del dolor que yo he conocido. Como dicen los budistas, es tu karma que sufras a manos de Vlad; sin que el vampiro supiera de tu existencia, encontró y asesinó a tu amada.
—Pero tu… amigo, Arminius, está aquí para ayudar.
—Sí. —Asintió de manera sombría—. Está aquí para ayudar. Y nos ayudará, creo, a asegurarnos de que libramos a Lucy de la maldición. Pero viene cuando le place, y no puedo predecir cuándo volverá.
—No nos preocupemos más hasta que terminemos el trabajo de mañana. —Me puse en pie y lo ayudé a levantarse.
Pero entonces no sentí por él otra cosa que compasión y gratitud, pues veía la carga tan ominosa que había llevado toda su vida, y que aún lleva; no quería otra cosa en aquel instante que librarlo de ella. Lo rodeé con los brazos y le dije:
—Sabrás, confío, que siempre te he visto como a un padre, y ahora, mi afecto por ti está doblemente justificado. Me doy cuenta de que todo lo que has hecho, lo has hecho por amor.
Estaba demasiado emocionado como para hablar, de modo que me devolvió el abrazo apretándome. Nos despedimos en silencio, con lágrimas en los ojos, y pesares muy profundos en el corazón.
Durante largo tiempo, mientras yacía en la cama, el sueño no me visitó. Y en mitad de mis inquietos giros, un agridulce pensamiento se apoderó de mí: ¡Dios santo! ¡Esa pobre loca es mi madre!
Esta mañana me desperté con la luz del sol sintiéndome un hombre nuevo; más preocupado, sí, pero aún más determinado a librar al mundo del mal que supone mi linaje. Partimos hacia la tumba de Lucy al mediodía, de modo que mi primer esfuerzo está a punto de empezar.
Diario de Abraham Van Helsing
30 de septiembre, de madrugada.
Está hecho, gracias a Dios; la querida señorita Lucy descansa en paz. John tenía razón en permitir que los tres hombres que tanto amaban a la señorita Lucy estuvieran presentes. Arthur dio el golpe que la liberó. Lo hizo con tal resolución y valor (a pesar de la sangre que salía a borbotones y de los chillidos de la vil criatura en el ataúd) que todos nos sentimos orgullosos, y me ha dado esperanzas para la inminente batalla. Puedo ver que les ha hecho bien haberme ayudado, y con toda seguridad que son dignos de ello. Nuestro pequeño y valiente grupo se expande; antes de que John me llevara a la estación, recibió un telegrama de Mina diciendo que llegaría en breve para quedarse en el manicomio, y que su marido la seguiría al día siguiente.
Solo rezo porque Arminius no nos abandone de nuevo.
Escribo esto en el tren. Les dije a los otros que me dirijo a Ámsterdam, y por una vez, así es. A pesar de la ayuda de Arminius, sé que la tarea más peligrosa aún está por llegar; de modo que voy a pasar unas horas junto al lecho de mi madre; por si ella me sobrevive.