A la mañana siguiente Yuki me dijo que quería ir a ver a su madre. Como ella solamente sabía su número de teléfono, llamé a Ame y, tras cruzar unas palabras, le pregunté la dirección. Vivía en una casita alquilada cerca de Makaha. Me dijo que desde Honolulu se tardaba media hora en tren. Le dije que probablemente iríamos en coche y que llegaríamos pasada la una. Luego me acerqué a un local de alquiler de coches cercano, donde elegí un Mitsubishi Lancer. El trayecto en coche resultó agradable. Conduje a ciento veinte por la autopista que bordeaba la costa, mientras escuchábamos la radio a todo volumen con las ventanillas abiertas de par en par. La luz, la brisa marina y el aroma a flores lo inundaban todo.
De pronto me entró la duda de si su madre vivía sola, así que se lo pregunté.
—Seguro que no —contestó Yuki torciendo los labios—. Ella nunca pasaría tanto tiempo en el extranjero sola. Es muy poco apañada. Necesita que alguien esté pendiente de ella. Te apuesto lo que quieras a que vive con un novio. Y seguro que es joven y guapo. Igual que papá. ¿No ves que él también tiene uno? Ese novio gay con la piel tan tersa. Es tan limpio. Seguro que se baña tres veces y se cambia de ropa interior dos veces al día.
—¿Gay? —me sorprendí.
—¿No te fijaste?
—Pues no.
—Pareces tonto. Sólo hay que verlo para darse cuenta —dijo Yuki—. No sé cuáles son los gustos de papá, pero ese chico es gay. Completamente. Al doscientos por cien.
Cuando Roxy Music empezó a sonar, Yuki subió el volumen.
—A mamá siempre le han gustado los poetas. Su novio será un poeta o un aspirante a poeta. Le encanta que le lean poesía en voz alta mientras ella revela fotos o hace cualquier otra cosa. Tiene unos gustos un poco raros. Le vale cualquiera con tal de que sea poeta. Es como una obsesión. Ojalá papá también se hubiera hecho poeta. Aunque él no podría escribir poesía ni queriendo…
Menuda familia, pensé una vez más. Muy peculiar: el escritor dinámico, la fotógrafa prodigio, la chavala médium, el aprendiz homosexual y el novio poeta. Madre mía… ¿Qué papel desempeñaba yo en esta familia psicodélica? Imaginé que sería el de acompañante chistoso que cuida de la niña un poco trastocada. Recordé la agradable sonrisa que Viernes me había dedicado tras reunirnos en Tokio. ¿No sería una señal de solidaridad? Como diciendo: «Bienvenido al club». Pero es sólo algo temporal, ¿vale?, les dije para mis adentros. Un pequeño respiro. Luego volveré a quitar nieve y ya no tendré tiempo para jugar con vosotros, ¿eh? De verdad, es algo pasajero. Como un episodio aparte, sin apenas relación con el argumento principal. Terminará enseguida. Luego os las apañáis vosotros solitos. Yo también me las apañaré como pueda. A mí no me gustan las cosas tan complicadas.
Tal y como me había indicado Ame, justo antes de llegar a Makaha tomé un desvío a la derecha y seguí en dirección opuesta al mar. A ambos lados se alzaban casas de construcción tan precaria que si, en ese momento se hubiera desencadenado un huracán, les habría arrancado el tejado. Poco después, tal como me había dicho Ame, avistamos el portalón de entrada a una urbanización. Un portero de rasgos hindúes apostado en una garita nos preguntó adónde íbamos. Yo le di el número de la casa de Ame. Tras llamar por teléfono, asintió dirigiéndose a mí. «Adelante, pasen», dijo.
Al entrar, un área de césped bien cuidada se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Varios jardineros que se desplazaban en una especie de buggy de golf arreglaban el césped y los árboles. Pájaros de pico amarillo brincaban como insectos sobre el césped. Le pregunté a un jardinero por la dirección de la madre de Yuki. Por allí, me dijo el hombre señalando hacia una piscina, una arboleda y más césped. La carretera de asfalto negro trazaba una gran curva que rodeaba la parte trasera de la piscina. Le di las gracias y, sin más, arranqué hacia allí. Bajamos una cuesta y, al subir otra, nos encontramos con la casita de la madre de Yuki. Era una vivienda moderna de estilo tropical. Un poco más allá de la entrada había una terraza en cuyo tejado se mecía un frin[22]. Alrededor crecían árboles frutales cuyo nombre yo desconocía cargados de frutos también desconocidos.
Tras aparcar, Yuki y yo subimos los cinco peldaños de las escaleras y llamamos al timbre. De vez en cuando, movido por una brisa aletargada, el frin emitía un pequeño tintineo que se mezclaba armoniosamente con la música de Vivaldi que se oía a través de las ventanas abiertas. A los quince segundos la puerta se abrió con calma y apareció un hombre, a todas luces estadounidense, de piel bronceada, no demasiado alto, al que le faltaba el brazo izquierdo desde el hombro. Era de constitución robusta y lucía un bigote que le confería un aire de persona circunspecta. Vestía una vieja camisa hawaiana, pantalones cortos de correr y chancletas. Parecía tener mi edad. No era atractivo, pero sí de facciones agradables. Para ser poeta parecía un tipo demasiado duro, pero seguro que en el mundo también hay poetas que son tipos duros.
El hombre me miró, miró a Yuki, volvió a mirarme, inclinó un poco el mentón y sonrió. «¡Hello!», dijo con voz serena. Acto seguido repitió el saludo en japonés: «Konnichiwa». Nos tendió la mano y nos la estrechó. «Adelante», añadió en perfecto japonés.
Tras conducirnos a una amplia sala de estar, nos invitó a sentarnos en un amplio sofá y trajo de la cocina una bandeja con dos vasos de cerveza Primo y un vaso de Coca-Cola. Él y yo bebimos cerveza; Yuki ni tocó su vaso. Luego él se levantó, se acercó al equipo de música, bajó un poco el volumen de Vivaldi y volvió a sentarse. La sala, de grandes ventanas, ventilador en el techo y decorada con artesanía de los Mares del Sur, era digna de una novela de Somerset Maugham.
—Ame está en el cuarto de revelado. Vendrá en diez minutos —dijo—. Yo me llamo Dick. Dick North. Vivo aquí con ella.
—Encantado —dije yo.
Yuki se quedó callada y miró por la ventana. Entre los árboles frutales centelleaba el intenso azul del mar. Una sola nube con la forma del cráneo de un homínido flotaba en el horizonte. Estaba tercamente inmóvil, y no parecía que fuera a moverse. Era muy blanca, de perfil muy definido. De vez en cuando una bandada de pájaros pasaba gorjeando por delante de la nube. Cuando Vivaldi se terminó, Dick North levantó la aguja del tocadiscos y, valiéndose de su único brazo, sacó el disco del plato, lo guardó en su funda y lo devolvió a la estantería.
—¿Dónde aprendió japonés? —le dije, pues no sabía de qué hablar.
Dick North asintió, movió una ceja, cerró los ojos y luego sonrió.
—Viví mucho tiempo en Japón —dijo lentamente—. Pasé allí diez años. Fui por primera vez durante la guerra… de Vietnam, me gustó y al terminar el conflicto me matriculé en la Universidad Sofía de Tokio. Ahora escribo poesía.
Ahí está, me dije. No era demasiado joven, tampoco guapo, pero sí poeta.
—También traduzco al inglés haiku, tanka y otros géneros de poesía japonesa —añadió.
—Debe de ser muy difícil.
—Lo es —respondió.
Sonrió y luego me ofreció otra cerveza. Acepté y volvió con otro par de latas. Usando su único brazo tiró de la anilla con una elegancia asombrosa y, tras servirse la cerveza en el vaso, le dio un buen trago. Después dejó el vaso sobre la mesa, movió la cabeza varias veces hacia los lados y observó el póster de Warhol que había en la pared.
—Por extraño que parezca —dijo—, no hay ningún otro poeta manco en el mundo. Hay pintores mancos, incluso pianistas mancos. Y lanzadores de béisbol mancos. ¿Por qué no hay más poetas mancos? No hay ninguna relación entre escribir poesía y tener uno o tres brazos…
Tenía razón.
—Si oye hablar de algún poeta manco, hágamelo saber —me pidió.
Asentí. Lo cierto es que no sabía mucho de poesía. Ni siquiera recordaba nombres de poetas con dos brazos.
—Hay algún surfista manco —prosiguió él—. Se ayudan con los pies. Son muy buenos. Yo también hago un poco de surf.
Yuki se levantó, caminó de un lado a otro de la sala y curioseó los discos que había en la estantería, pero ninguno pareció merecer su aprobación, porque frunció el gesto con cara de «¡qué patético!». Reinaba tal silencio que yo casi me dormía. En el exterior, resonaba de vez en cuando el rrrrnnnn de una máquina cortacésped, alguien llamaba a voces a otro, el frin tintineaba, los pájaros trinaban; sin embargo, el silencio acababa absorbiendo todos los ruidos. Era como si miles de invisibles hombres-silencio rodearan la casa y, con sus aspiradoras invisibles e insonoras, absorbieran todos los sonidos; en cuanto se oía el menor ruidito, todos se lanzaban a por él.
—¡Qué sitio más tranquilo! —dije.
Dick North asintió, se observó la palma de su única mano y volvió a asentir.
—Sí lo es. La tranquilidad es fundamental para quien se dedica a trabajos como el de Ame o el mío. No aguanto el hustle and bustle. ¿Cómo se dice? ¡Ah, sí! El bullicio de la ciudad. Las aglomeraciones. No lo soporto. Honolulu es muy ruidosa, ¿no creéis?
Aunque no me parecía tan ruidosa, me dio pereza llevarle la contraria y me mostré de acuerdo. Yuki miraba el paisaje por la ventana con su cara de «¡qué idiota!».
—Preferiría vivir en Kauai. Es tranquilo, no hay mucha gente. En cambio, detesto Oahu. Está lleno de turistas, hay demasiado tráfico, mucha delincuencia. Pero vivimos aquí por el trabajo de Ame. Dos o tres veces por semana tiene que ir a Honolulu a por material. Además, en Oahu no estás tan aislado. Últimamente ella está fotografiando personas. La vida cotidiana de la gente. Pescadores, jardineros, agricultores, cocineros, peones camineros, pescaderos… Un poco de todo. Es una excelente fotógrafa. Sus obras encierran genio en estado puro.
Volví a asentir, pese a que nunca había prestado demasiada atención a las fotografías de Ame. Yuki resopló por la nariz.
El poeta me preguntó a qué me dedicaba. Cuando le contesté que era redactor freelance, se mostró interesado por mi trabajo. Debió de pensar que nuestra relación como colegas del mismo ámbito profesional era la misma que la de dos primos. Me preguntó qué clase de cosas escribía. Le contesté que escribía todo tipo de cosas, lo que me pedían.
—Es como quitar nieve —concluí.
—Quitar nieve —repitió él y se quedó pensativo.
Quizá no lo había comprendido bien. Dudé si explicárselo mejor, pero en ese momento entró Ame.
La fotógrafa vestía una camisa vaquera de manga corta y pantalones cortos blancos y gastados. Sin maquillar, y muy despeinada, daba la impresión de que acabara de levantarse. Con todo, era una mujer atractiva y desprendía esa elegante arrogancia que tanto me había impresionado la primera vez que la vi, en el Dolphin Hotel. Cuando ella entraba en una habitación, atraía la atención de todos los presentes. Al instante, sin necesidad de explicaciones y sin pretensión alguna de lucimiento por su parte.
Sin decir nada, fue directa hacia Yuki, le removió el cabello hasta despeinarla y luego frotó la nariz contra la sien de la niña. A Yuki no pareció hacerle mucha gracia, pero tampoco se resistió. Sólo agitó dos o tres veces la cabeza hasta que el cabello volvió a quedar más o menos como antes y luego observó impasible el florero colocado en la estantería. Esa impasibilidad, sin embargo, no tenía nada que ver con la apatía que mostraba al encontrarse con su padre. Ahora, una especie de desgarbado temblor emocional recorrió a la pequeña. Parecía haber un entendimiento tácito entre ambas.
Ame y Yuki. Lluvia y nieve. Era ridículo, pensé. Como había dicho Makimura, parecía el parte meteorológico. Si hubieran tenido otra hija, ¿qué nombre le habrían puesto?
Madre e hija no se dijeron ni una sola palabra. Ni un «¿qué tal?», ni un «¿cómo va todo?». La madre tan sólo despeinó a su hija y pegó la nariz a su sien. Luego Ame se sentó a mi lado, se sacó del bolsillo de la camisa una cajetilla de Salem y encendió un cigarrillo con un fósforo. El poeta fue a buscar un cenicero y lo depositó sobre la mesa con elegante gesto. Igual que si hubiera introducido un buen tropo en el verso adecuado. Ame tiró allí el fósforo, expulsó una bocanada de humo y se sorbió los mocos.
—Lo siento. No podía dejar el trabajo a medias —se disculpó Ame—. Cuando empiezo algo, tengo que terminarlo.
El poeta le trajo una cerveza. Con su única mano volvió a tirar diestramente de la anilla y le sirvió la bebida. Ella, tras observar cómo descendía la espuma, se tomó la mitad de un trago.
—Entonces, ¿hasta cuándo os quedáis en Hawai? —quiso saber.
—No lo sé —respondí—. Aún no lo he decidido. Quizá regrese en una semana. Ha dado la casualidad de que estaba de vacaciones, pero dentro de unos días tendré que volver a Japón y retomar el trabajo…
—Deberías quedarte todo el tiempo que puedas. Se está muy bien.
—Sí, estar se está bien —le dije. Cielo santo, esa mujer no escuchaba nada de lo que le decían.
—¿Habéis comido? —me preguntó.
—Un sándwich por el camino —contesté.
—¿Nosotros qué tenemos para almorzar? —le preguntó entonces al poeta.
—Hace una hora, si no recuerdo mal, nos hemos comido los espaguetis que preparé —le explicó con calma el poeta—. Eran las doce, así que podría decirse que eso era el almuerzo.
—¿Ah, sí? —dijo Ame sin darle mayor importancia.
—Sí —aseguró el poeta. Se volvió hacia mí, sonriente—: Cuando se sumerge en su trabajo, se olvida de todo. No recuerda si ha comido ni dónde está. Su mente se queda completamente en blanco. Tiene una capacidad de concentración asombrosa.
Pensé que, más que concentración, lo suyo entraba en el terreno del trastorno mental, pero por supuesto no dije nada. Me quedé callado, sonriendo cortésmente.
Ame fijó su mirada perdida en su vaso de cerveza y luego, como si hubiera recapacitado, lo cogió y le dio un trago.
—Pues yo me he quedado con hambre. Como hoy no hemos desayunado… —comentó.
—Siento tener que llevarte otra vez la contraria, pero, para ser exactos, esta mañana, a las siete y media, has desayunado una tostada grande, un pomelo y un yogur —le recordó Dick—. Y dijiste que estaba todo muy bueno. Y que un buen desayuno es uno de los grandes placeres de esta vida.
—¿Ah, sí? —volvió a decir Ame, y se rascó la nariz. Luego se quedó pensando con la mirada perdida.
Parecía una escena sacada de una película de Hitchcock. Uno ya no sabía qué era real y qué no, quién estaba loco y quién cuerdo.
—Sea como sea, me muero de hambre —dijo Ame—. No importa que ya haya comido, ¿verdad?
—Claro que no —dijo riéndose el poeta—. Es tu estómago, no el mío. Si te apetece comer, come lo que quieras. Tener apetito es bueno. Siempre te pasa lo mismo: cada vez que el trabajo te sale bien, te entra hambre. ¿Te preparo un sándwich?
—Gracias. ¿Y podrías traerme otra cerveza?
—Certainly —dijo él, y desapareció dentro de la cocina.
—¿Ya has almorzado? —me preguntó Ame.
—He comido un sándwich hace un rato, de camino hacia aquí —le repetí.
—¿Y tú, Yuki?
—No quiero nada —fue su respuesta.
—Conocí a Dick en Tokio. —Ame cruzó las piernas y me miró, pese a que parecía dirigirse a Yuki—. Luego me habló de Katmandú. Me aconsejó que fuera allí, estaba seguro de que encontraría fuentes de inspiración para mis fotos. Y, efectivamente, Katmandú me encantó. Dick perdió el brazo en Vietnam. Por una mina. Las llaman Bouncing Betty. Cuando las pisas, saltan y estallan en el aire. ¡Bum! El soldado que caminaba a su lado pisó una y Dick perdió un brazo. Es poeta. Habla muy bien el japonés, ¿verdad? Pasamos una temporada en Katmandú y luego nos vinimos a Hawai. Cuando llevas un tiempo en Katmandú te entran ganas de ir a un lugar cálido. Fue Dick quien buscó la casa. Es de un amigo suyo. El baño de los invitados lo utilizo como cuarto de revelado. Es muy bonita, ¿no crees?
Dicho esto, suspiró hondo, como si ya hubiera dicho lo que tenía que decir, y se desperezó. El silencio vespertino se espesó. Fuera, partículas de luz, diminutas como motas de polvo, brillaban y se desplazaban lentamente en todas direcciones. La nube blanca con forma de cráneo de homínido seguía inmóvil, tan terca como siempre. El Salem que Ame había dejado en el cenicero humeaba. Apenas lo había tocado.
¿Cómo se las arreglará Dick North para preparar el sándwich?, me pregunté. ¿Cómo hará para cortar el pan? El cuchillo lo coge con la derecha, eso está claro. Entonces, ¿cómo sujeta el pan? ¿Utilizará los pies u otra parte del cuerpo? No lo sabía. ¿O será que el pan se corta solo cada vez que consigue una buena rima? Con todo, ¿cómo no usa un brazo ortopédico?
Cuando, poco después, el poeta apareció con unos sándwiches de jamón y pepino suculentos y artísticamente dispuestos en un plato, cortados en rectángulos y con una aceituna encima, me quedé boquiabierto. Después abrió una cerveza y se la sirvió.
—Gracias, Dick —dijo Ame. Y me explicó—: Es un excelente cocinero.
—Si se celebrara un concurso de cocina para poetas mancos, quedaría el primero —me dijo guiñándome un ojo.
Ame me animó a que probara uno. Estaba delicioso y, en cierta manera, había algo poético en su elaboración: buenos ingredientes, frescura, refinamiento. Lo alabé. Pero seguía siendo un misterio cómo había logrado cortar el pan. Quería preguntárselo, pero, por supuesto, tuve que morderme la lengua.
Mientras Ame comía los sándwiches, Dick North, diligente, fue a la cocina a preparar café. También estaba delicioso.
Ame se dirigió a mí.
—Dime, ¿no tenéis problemas cuando Yuki y tú estáis juntos?
No comprendí de qué hablaba, y se lo dije.
—Me refiero a la música. El rock. ¿No te molesta?
—Pues no, no me molesta —le dije.
—A mí me entra dolor de cabeza cada vez que la pone. No aguanto ni treinta segundos. Me supera. Me gusta estar con Yuki, pero no soporto esa música —me dijo, y se presionó la sien con el dedo índice—. Yo sólo escucho cierta música: barroca, ciertos tipos de jazz, algo de folk. Música que me hace sentir en paz. Ésa me gusta. Me gusta la poesía. La armonía, la tranquilidad…
Sacó otro cigarrillo, lo encendió, le dio una calada y lo dejó en el cenicero. Imaginé que se olvidaría de él, y eso fue lo que pasó. Me sorprendió que nunca hubiera provocado un incendio. Ahora comprendía lo que Makimura quiso decir cuando me explicó que vivir con ella había desgastado su vida y su talento. Ame era de esas personas que no daban, que no ofrecían. Todo lo contrario: necesitaba ir tomando algo de cada persona que la rodeaba. Sin embargo la gente no podía evitar ser generosa con ella. Y es que su talento tenía una poderosa capacidad de absorción. Y ella se creía con derecho a comportarse así. Armonía y tranquilidad: todo el mundo debía esforzarse para que ella las alcanzara.
«Pero ¿qué más me da a mí todo esto?», me entraron ganas de gritar. «Yo estoy de vacaciones. En cuanto se terminen, volveré a mi trabajo de quitanieves. Esta situación extravagante se acabará de un modo natural. Además, yo no tengo nada que ofrecer a su fulgurante talento. Y aunque lo tuviera, lo emplearía en mí mismo. Una simple turbulencia del destino me ha empujado hasta aquí, este lugar absurdo.» Si hubiera sido posible, me habría gustado decirlo a voces, aunque nadie me habría prestado atención. En aquella familia, yo era un figurante.
La nube seguía sobre el horizonte. Tuve la impresión de que, si pasara en barca por debajo de ella, con una vara podría alcanzarla. La gigantesca calavera de un gigantesco homínido se había desprendido de una falla en la Historia y había caído sobre el cielo de Honolulu. Seguramente somos congéneres, le dije a la nube.
Cuando Ame terminó los sándwiches, se acercó a Yuki, metió los dedos entre su cabello y volvió a despeinárselo, esta vez lentamente. Yuki observaba, impávida, la taza de café sobre la mesa.
—Tienes un pelo estupendo —le dijo Ame—. ¡Quién lo tuviera! Siempre brillante y liso. El mío enseguida se enreda. No tiene arreglo. ¿Verdad que sí, princesa? —Y volvió a apoyar la punta de la nariz contra la sien de Yuki.
Dick North recogió las latas vacías de cerveza y el plato. Luego puso música de cámara de Mozart. Me ofreció otra cerveza, pero rehusé.
—Escuchad, me gustaría tener una charla con Yuki a solas —dijo Ame con una voz acre—. Una conversación entre madre e hija. Así que, Dick, ¿por qué no lo llevas a ver la costa? Será sólo una hora.
—Muy bien —dijo el poeta, y se levantó del asiento. Yo lo imité. El poeta le dio un beso a Ame en la frente y se puso un gorro de lona blanca y unas Ray-Ban verdes—. Nosotros nos vamos a dar una vuelta. Vosotras charlad con calma. —Y me cogió por el codo—. Vamos. Le llevaré a una playa fabulosa.
Encogiéndose de hombros, Yuki me lanzó una mirada inexpresiva. Ame sacó el tercer Salem de la cajetilla. El poeta manco y yo las dejamos solas y salimos a aquella sofocante luz vespertina.
Me dirigí con el Lancer hacia la costa. Dick me dijo que con un brazo ortopédico podría conducir, pero que prefería no ponérselo.
—No es natural —me explicó—. No conseguiría adaptarme a él. Seguro que es muy útil, pero no me sentiría cómodo. Me parecería que no soy yo. Por eso intento arreglármelas con un solo brazo. Trato de valerme por mí mismo.
—¿Y cómo lo hace con el pan? —me atreví a preguntarle.
—¿Con el pan? —Tardó en comprender de qué le hablaba—. ¡Ah!, quiere saber cómo corto el pan, ¿es eso? Sí, es lógico que me lo pregunte. Es muy sencillo: lo corto con una sola mano. Sujetando el cuchillo de la forma habitual no funciona. Hay un truco: se sujeta el cuchillo mientras con los dedos se hace presión y, a golpecitos, se va cortando.
Me demostró, moviendo la mano, cómo lo hacía, pero yo no me quedé muy convencido. Además, yo había visto aquellos sándwiches, y estaban cortados con más destreza de la que hubiera mostrado cualquier persona con dos manos.
—Pero sí, se puede hacer —me dijo con una sonrisa—. Me las apaño para casi todo con un solo brazo. No puedo aplaudir, claro, pero sí hacer flexiones y ejercicios en la barra fija. Es cuestión de práctica. ¿Qué creía? ¿Cómo pensaba que cortaba el pan?
—Supuse que utilizaría los pies o alguna otra parte del cuerpo.
Soltó una carcajada.
—Interesante —me dijo—. Tengo que escribir un poema sobre eso. El poema del poeta manco que preparaba sándwiches ayudándose de los pies. Sí, daría para un buen poema.
Me pregunté si eso sería cierto o no, y no llegué a ninguna conclusión.
Tras circular un rato por la autopista que bordeaba la costa, aparcamos, compramos seis cervezas frías —que insistió en pagar él—, caminamos hasta una playa un poco apartada, casi vacía, donde nos tumbamos y abrimos un par de latas. Sudábamos tanto que, por más cerveza que uno bebiera, no se emborrachaba.
No era una playa típica de Hawai. En ella crecían árboles feos y raquíticos, la arena era irregular y un tanto áspera. Pero al menos no era turística. En las inmediaciones había aparcadas varias camionetas; en la playa, aquí y allá, se veían algunas familias y, en el mar, una decena de surfistas. La nube craneana no se había movido, y una bandada de gaviotas revoloteaba en círculos, como una lavadora que está centrifugando.
A ratos, charlábamos. Dick North me contó lo mucho que admiraba a Ame. Me dijo que era una artista en el sentido más genuino. Cuando hablaba de Ame, saltaba sin querer del japonés a un inglés parsimonioso. Dijo que en japonés le costaba expresar sus sentimientos.
—Mi noción de la poesía ha cambiado desde que la conozco. Sus fotografías, cómo decirlo…, son poesía al desnudo. Lo que nosotros nos esforzamos por crear escogiendo las palabras y entretejiéndolas, ella lo materializa en un instante mediante fotografías. Embodiement. Capta eso que hay en el aire, en la luz, en los resquicios del tiempo, y embodies el paisaje espiritual que reside en lo más hondo del ser humano. ¿Entiende lo que quiero decir?
Más o menos, le dije.
—Cuando miro sus fotografías, a veces siento miedo. Todo mi ser y mi existencia se ponen en cuestión. Es abrumador. ¿Conoce la palabra dissilient?
Le contesté que no.
—No sé cómo se dice en japonés, pero es algo que revienta y estalla. De pronto, sin previo aviso, el mundo estalla. El tiempo y la luz se vuelven dissilient. En una fracción de segundo. Esa mujer es un genio. Nada que ver conmigo ni con usted. Disculpe, lo he ofendido. A usted todavía no lo conozco.
—Tranquilo. Entiendo lo que quiere decir.
—Un genio es un ser excepcional. Haber encontrado a uno, tenerlo ante tus ojos es un lujo. Pero… —se interrumpió y movió la mano hacia fuera, como si estuviera abriendo los brazos—. Pero también es una experiencia muy dura. En ocasiones se parece a una aguja que se clava en mi ego.
Mientras le escuchaba, sin prestar demasiada atención a lo que me decía, contemplaba la nube. En la playa, las olas, encabritadas, rompían con fuerza en la orilla. Cogí un puñado de arena caliente y la dejé deslizar poco a poco entre mis dedos. Lo repetí una y otra vez. Los surfistas esperaban las olas, se desplazaban sobre su cresta y al acabar volvían a ir mar adentro.
—Pero su talento puede más que todo eso. Su genio me lleva a amarla todavía más intensamente —dijo, y chaqueó los dedos—. Es como si estuviera atrapado en un remolino. ¿Sabe?, yo estoy casado, mi mujer también es japonesa. Y tengo hijos. Quiero a mi mujer. La amo de verdad. Todavía ahora. Pero desde el instante en que conocí a Ame, me sentí irremediablemente atraído por ella. No pude resistirme. Me di cuenta de que algo así, un encuentro como ése, sólo te sucede una vez en la vida. Uno lo sabe. Entonces me dije que, si me iba con ella, quizá algún día me arrepentiría. Pero que, si no me iba con ella, mi vida dejaría de tener sentido. ¿Alguna vez le ha ocurrido algo parecido?
—Nunca, —contesté.
—Es algo extraño —continuó—. Luché para conseguir una vida tranquila y estable. Una mujer, hijos, una pequeña casa y un oficio. Es un trabajo que me da muchas satisfacciones, aunque los ingresos sean más bien modestos. Escribo poesía y traduzco. Pensaba que, a pesar de haber perdido un brazo en la guerra, la vida me había recompensado con creces. Tardé mucho en lograrlo. Tuve que esforzarme. La paz interior: eso no se consigue así como así. Yo la había alcanzado. Pero… —levantó la mano e hizo como si barriera algo invisible— en un abrir y cerrar de ojos, lo perdí todo. Ya no tengo lugar adonde regresar. No puedo volver a mi casa en Japón. En Estados Unidos ya no hay sitio para mí, he pasado demasiado tiempo fuera del país.
Quería decirle algo para consolarlo, pero no se me ocurrió nada. Simplemente cogía arena y la dejaba caer. Dick se levantó, caminó hasta una paupérrima arboleda a unos metros de distancia, orinó y regresó lentamente.
—Vaya. Es como si me hubiera confesado —se rió—. La verdad es que me apetecía contárselo a alguien. ¿Qué le parece?
No sabía qué decirle. Ya no éramos unos niños. Cada cual elige con quién se acuesta, y las consecuencias de nuestras decisiones, sean remolinos, tornados o tormentas de arena, hay que asumirlas. Dick North me había causado buena impresión, en cierto modo. Me inspiraba también respeto por haberse enfrentado a tantas adversidades con un solo brazo. Pero ¿qué responder a esa pregunta?
—Para empezar, no soy un artista —le dije—. Así que no entiendo muy bien ese tipo de pasión tan imbricada con el arte. Es algo que supera mi imaginación.
Dick se volvió hacia el mar y en su mirada percibí cierta tristeza. Hizo amago de decir algo, pero al final no abrió la boca.
Yo cerré los ojos. Quizá por culpa de la cerveza, sin querer me quedé dormido.
Cuando desperté, el sol se había desplazado y mi rostro estaba ahora bajo la sombra de los árboles. Debido al calor me notaba la cabeza más ligera. Las agujas del reloj marcaban las dos y media. Sacudí la cabeza a derecha e izquierda y me incorporé. Dick North jugaba con un perro en la orilla. Me sentí fatal y deseé que no se hubiera ofendido. Me había quedado dormido en medio de una conversación sobre algo que a él le importaba mucho.
Pero ¿qué podía responderle?
Volví a coger arena en la mano mientras lo observaba jugar con el chucho. El poeta abrazaba al animal y para ello lo sujetaba por la cabeza. Las olas rompían con estruendo y luego retrocedían con fuerza. El agua, al salpicar, brillaba intensamente. Pensé que me había mostrado demasiado frío con él. No es que no entendiera sus sentimientos. Vivimos en un mundo duro, jodido, ya tengas uno o dos brazos, ya seas poeta o no. Todos cargamos con nuestros problemas. Pero somos adultos. Hemos llegado hasta aquí. Deberíamos evitar hacer preguntas difíciles de contestar a alguien a quien acabamos de conocer. Es una norma de cortesía elemental. Soy demasiado frío, concluí. Entonces hice un gesto de negación con la cabeza, aunque eso no sirvió de nada.
Volvimos a la casa en el Lancer. Cuando Dick llamó al timbre, Yuki abrió la puerta con cara de pocos amigos. Ame fumaba sentada en el sofá con las piernas cruzadas y miraba hacia el infinito como si estuviera en plena meditación zen o algo por el estilo. Dick se le acercó y volvió a besarla en la frente.
—¿Habéis terminado de hablar? —le preguntó.
—Mmm —dijo ella con el cigarrillo en la boca. Era una respuesta afirmativa.
—Nosotros hemos estado tumbados en la playa, contemplando los confines del mundo mientras tomábamos el sol —dijo Dick North.
—Tenemos que irnos —me dijo Yuki en tono indiferente.
Estuve de acuerdo con ella. Quería volver ya al mundo real, ruidoso y turístico de Honolulu.
Ame se levantó del sofá.
—Vuelve otra vez por aquí. Me encantará verte —dijo. Luego se acercó a su hija, le acarició suavemente en la mejilla.
Yo le di las gracias a Dick North por las cervezas y todo lo demás. Él me contestó «De nada» con una gran sonrisa.
Cuando abrí la puerta del Lancer a Yuki para que subiera, Ame me cogió por el codo y me atrajo hacia ella.
—Disculpa, quisiera hablar un momento contigo —dijo.
Caminamos el uno junto al otro hacia un parquecillo cercano. En el centro se alzaba una sencilla estructura de barras para que jugasen los niños. Ame se apoyó en ella, se llevó otro cigarrillo a la boca y, tras lograr prender un fósforo, lo encendió.
—Eres una buena persona —me dijo—. Por eso sé que te puedo pedir un favor: trae a la niña de vez en cuando. No sabes hasta qué punto la quiero. Mientras esté aquí, me gustaría verla a menudo, ¿entiendes? Quiero charlar más con ella y conocernos mejor. Creo que podríamos llegar a ser buenas amigas. Me gustaría que nuestra relación fuera más intensa que la de madre e hija —dijo, y se me quedó mirando con fijeza.
No sabía qué contestarle.
—Ése es un problema suyo y de Yuki —dije por fin.
—Por supuesto —me dijo.
—La traeré siempre que ella quiera venir a verla —seguí—. O si usted, que es su madre, me pide que la traiga. Y poco más puedo añadir. La amistad es algo espontáneo, no necesita que intervengan terceras personas. Usted acaba de decir… —la miré y vi que estaba pensativa— que quiere ser amiga de la niña. Me parece muy bien. Pero, mire, por encima todo, le guste o no, usted es su madre. Y Yuki, a sus trece años, todavía necesita una madre. Alguien que la quiera de manera incondicional, alguien que la abrace en las noches oscuras y difíciles… En fin, compréndame, yo no soy de la familia, sino alguien completamente ajeno, y por lo tanto puedo estar equivocado, pero lo que ella necesita no es una amiga para un rato, sino un mundo que la acepte tal como es. Ésa es mi opinión.
—No lo entiendes —replicó.
—Es verdad. No lo entiendo, pero ella todavía es una niña y se siente herida. Alguien tiene que protegerla. No es tarea fácil, pero alguien tiene que hacerla. Y es usted quien debe asumir esa responsabilidad, ¿me entiende?
Como era de esperar, no me entendió.
—No te estoy pidiendo —dijo— que me la traigas todos los días. Basta con que venga cuando a ella le apetezca. Yo también la telefonearé a menudo. No quiero perderla. Tengo la sensación de que, si seguimos así, ella crecerá y se alejará cada vez más de mí. Lo que deseo es crear un vínculo emocional con ella. Un lazo. Es posible que no haya sido una buena madre. Pero es que tengo un montón de cosas que hacer antes que ejercer de madre. Es inevitable. Yuki también debería comprenderlo. Por eso quiero que nuestro vínculo vaya más allá de la relación entre madre e hija. Querría ser una amiga de su misma sangre, por así decirlo.
Solté un suspiro y negué con la cabeza. Pero no sirvió de nada.
De regreso escuchamos en silencio la música que emitían en la radio. De vez en cuando, yo silbaba bajito. Yuki miraba el paisaje con la cabeza ladeada. Conduje así unos quince minutos, hasta que tuve un presentimiento. Pasó por mi cabeza a toda velocidad sin hacer el menor ruido, como una bala. En el presentimiento, en letra pequeña, estaba escrito: «Será mejor que pares en algún lado».
Eso hice. Detuve el Lancer en un aparcamiento situado junto a una playa y le pregunté a Yuki si se encontraba mal. Si le ocurría algo, si quería tomar un refresco. Pero Yuki permanecía callada. Era un silencio elocuente, sugestivo. Yo, también callado, seguí con la mirada el rumbo que tomaba aquel silencio. Con el tiempo, uno aprende a esperar con paciencia a que esos indicios, todo eso que sólo está sugerido, cobren forma y se hagan realidad. Igual que cuando uno espera a que la pintura se seque.
Dos chicas que llevaban idénticos y minúsculos biquinis negros caminaban bajo las palmeras. Avanzaban lentamente, como dos gatas que hicieran equilibrios sobre una cerca. Iban descalzas. Sus atrevidos biquinis parecían unos pañuelitos anudados; daba la impresión de que, al menor soplo de viento, saldrían volando. Desprendiendo una sensación de irrealidad extrañamente real, como un sueño reprimido, las dos atravesaron muy despacio mi campo de visión, de derecha a izquierda, y desaparecieron.
Bruce Springsteen cantó Hungry Heart. Un buen tema. El mundo todavía no se había echado a perder del todo. «Un buen tema», comentó el locutor. Me mordí las uñas, contemplé el cielo. La nube craneana seguía allí, inmóvil, como obedeciendo los designios del destino. Hawai. Sí, era como estar en los confines del mundo. Una madre quiere ser amiga de su hija. La hija, más que una amiga, necesita una madre. Se produce un desencuentro. No conduce a ninguna parte. La madre tiene un novio, un poeta manco que no tiene adónde regresar. El padre también tiene un novio. Viernes, el aprendiz gay. No, eso no conducía a ninguna parte.
Al cabo de diez minutos, Yuki apoyó la cara en mi hombro y se echó a llorar. Al principio calladamente, luego a lágrima viva. Lloraba con las manos bien colocadas sobre las rodillas y la punta de la nariz apoyada contra mi hombro. Natural, pensé. Yo también habría llorado en su lugar. Es algo natural.
Le pasé el brazo por los hombros y dejé que llorara todo lo que quisiera. Y lloró largo rato. Lloró hasta empaparme la manga de la camisa. Los hombros le temblaban violentamente. Yo la sujetaba en silencio.
Una pareja de policías con gafas de sol y revólveres relucientes atravesó la zona de aparcamiento. Un pastor alemán rondó cerca del coche con la lengua fuera, cansado y jadeando debido al calor, para luego desaparecer. Las hojas de las palmeras se mecían. Una camioneta Ford aparcó a unos metros y de ella bajó un samoano corpulento que se alejó caminando por la playa acompañado de una bella muchacha. En la radio, J. Geils Band tocaba Land of a Thousand Dances.
Poco a poco Yuki empezó a calmarse.
—Nunca más vuelvas a llamarme princesa —me dijo con la cara apoyada contra mi hombro.
—¿Te he llamado así?
—Sí.
—No lo recuerdo.
—Al volver de Tsujid —me dijo—. En cualquier caso, no vuelvas a llamarme así.
—No lo haré. Te lo prometo. Te lo juro por Boy George y Duran Duran. No volveré a llamarte así.
—Mamá siempre me llama así. «Princesa.»
—No lo haré más —repetí.
—Siempre acaba haciéndome daño. No se entera de nada. Pero me quiere. Yo sé que me quiere.
—Es verdad.
—Entonces, ¿qué hago?
—Lo único que puedes hacer. Crecer.
—No quiero crecer.
—No hay más remedio —le dije—. Todo el mundo crece, lo quiera o no. Todos nos hacemos mayores, y así nos enfrentamos a nuestros problemas. Lidiamos con ellos hasta que morimos. Siempre ha sido así y siempre lo será. No eres la única que tiene problemas.
Ella alzó el rostro, surcado por dos regueros de lágrimas, y me miró.
—¿Es que no sabes consolar a la gente?
—Eso pretendía —le dije.
—Pues no lo has conseguido —me dijo. Y apartando mi brazo de sus hombros, sacó un pañuelo de papel del bolso y se sonó.
—Bueno —dije volviendo a la realidad. Encendí el motor del coche y salí del aparcamiento—. Volvemos al hotel, nos damos un chapuzón, te preparo una cena que estará para chuparte los dedos y comemos en son de paz.
Nos pasamos una hora en el agua. Yuki nadaba muy bien. Nos divertimos yendo mar adentro o buceando y tirándonos de las piernas. Luego nos duchamos, fuimos al supermercado y compramos filetes de carne y verduras. Hice los filetes a la plancha con cebolla y salsa de soja y una ensalada. También preparé sopa de miso con tofu y cebolla. Estaba todo muy sabroso. Para acompañarlo, abrí una botella de vino de California, del que Yuki tomó medio vaso.
—Cocinas muy bien —me dijo, sorprendida.
—No es que lo haga bien, es que, simplemente, le pongo cariño y cuidado. Y eso se nota. Es cuestión de actitud. Si uno se esfuerza por conseguir algo, hasta cierto punto lo consigue. Si uno se esfuerza por llevar una vida agradable y feliz, puede lograrlo, en cierta medida.
—Pero ¿no se puede hacer nada más que eso?
—Más que eso, ya es suerte —le dije.
—Tú sí que sabes cómo deprimir a la gente, ¿eh? ¿Y dices que eres un adulto?
Después de lavar los platos, salimos a la calle y dimos una vuelta por la bulliciosa Kalakaua Avenue cuando empezaban a encenderse las primeras luces. Criticamos las excentricidades que vendían en varias tiendas, observamos a los viandantes y fuimos a tomar algo al beach bar del Royal Hawaiian Hotel, que estaba abarrotado. Yo me tomé una piña colada y Yuki, un zumo de frutas. Me figuré que Dick North habría detestado la algarabía nocturna de aquella ciudad. Pero a mí, la verdad, no me resultaba desagradable.
—¿Qué te ha parecido mi madre? —quiso saber Yuki.
—Sinceramente, no puedo juzgar a una persona a la que acabo de conocer —dije—. Necesito tiempo para poder formarme una opinión. Me temo que no soy muy perspicaz para estas cosas.
—Pero estabas enfadado, ¿no?
—¿Tú crees?
—Sí. Se te notaba en la cara.
—Es posible —reconocí, y le di un trago a la piña colada mientras observaba el mar envuelto en sombras—. Puede que estuviera un poco enfadado, sí.
—¿Por qué?
—Porque ninguna de las personas que debería hacerse cargo de ti asume su responsabilidad. De todas formas, es una tontería enfadarse. Ni tengo derecho ni sirve de nada.
Yuki cogió un pretzel de un platillo que había en la mesa y lo mordisqueó.
—Seguro que no saben qué hacer. Creen que deben hacer algo, pero no saben qué.
—Quizá sea eso. Nadie parece saberlo.
—¿Tú lo sabes?
—Creo que deben esperar a que los indicios vayan tomando forma, y entonces podrán actuar en consecuencia.
Yuki, pensativa, se toqueteaba el cuello de la camiseta.
—¿Qué quieres decir?
—Que sólo hay que esperar. Esperar pacientemente a que llegue el momento. Mirar qué rumbo toman las cosas, sin forzar nada. Intentar considerarlo todo con una mirada ecuánime. Si uno hace eso, sabrá qué debe hacer: caerá por su propio peso. Pero tus padres están demasiado ocupados. Tienen demasiado talento y demasiadas cosas que hacer. Están demasiado pendientes de sí mismos para pensar con equidad.
Yuki apoyó la mejilla en la mano. Luego limpió las migajas de pretzel que habían caído sobre el mantel rosa. En la mesa de al lado, un matrimonio de ancianos estadounidenses, él vestido con una camisa hawaiana y ella con un muumuu, bebía un llamativo cóctel tropical en copa grande. Parecían muy felices. En el porche del hotel, una chica, también ataviada con un muumuu, cantaba Song for You acompañándose con un piano eléctrico. Aunque no lo hacía demasiado bien, se reconocía la canción. Aquí y allá, crepitaban las llamas de unas antorchas de gas. Dos o tres personas aplaudieron cuando la canción terminó. Yuki cogió mi piña colada y le dio un trago.
—¡Qué rica!
—Dos votos por que está rica —dije yo—: aprobada la moción.
Yuki me clavó la mirada, desconcertada.
—No te entiendo. Pareces muy normal y serio, pero a veces da la impresión de que vives en otro mundo.
—Se puede ser muy normal y, al mismo tiempo, vivir en otro mundo. Así que no le des demasiada importancia a eso. —Decidí pedir otra piña colada a una camarera muy guapa. La chica se alejó contoneándose, regresó rápidamente con la bebida, lo anotó en la cuenta y se marchó dejando detrás de ella una sonrisa amplia como la del gato de Cheshire.
—Entonces, ¿qué se supone que debo hacer yo? —me preguntó Yuki.
—Tu madre quiere verte más —le dije—. Es lo único que me ha dicho. No la conozco y vosotros sois un tanto especiales. Pero, resumiendo, ella quiere que superéis todos los roces que han enturbiado vuestra relación como madre e hija y que seáis buenas amigas.
—¿Amigas? Eso no es tan fácil.
—Totalmente de acuerdo —dije—: dos votos a favor.
Yuki se acodó en la mesa, meditabunda.
—¿Y qué piensas tú de eso?
—No. La pregunta no es qué pienso yo, sino qué piensas tú. Se puede pensar que tu madre le echa algo de morro o que se trata de una postura constructiva que merece considerarse. Puedes elegir entre las dos opciones. No te precipites. Reflexiona sobre eso con calma y llegarás a una conclusión.
Yuki seguía con las mejillas apoyadas en las palmas de la mano. Alguien sentado a la barra soltó una carcajada. La pianista empezó a interpretar Blue Hawaii. «La noche es joven, como nosotros. Ven conmigo, mientras la luna está sobre el mar…»
—Últimamente nos llevamos fatal —dijo Yuki—. Antes de ir a Sapporo fue lo peor. Discutíamos por lo de ir o no a la escuela. Era un horror. Apenas nos hablábamos, yo no quería ni verla. Duró bastante tiempo. Ella no razona. Dice cosas al tuntún y al minuto siguiente ya se ha olvidado. Aunque hable en serio, después no se acuerda. Y a veces, de pronto, le da por intentar hacer de madre. Me pone enferma.
—Pero… —dije. Conjunción adversativa, pero conjunción a fin de cuentas.
—Pero sí, es verdad que tiene algo especial. Como madre es un desastre, y yo lo paso fatal, pero tiene algo que te atrapa. Es muy diferente a papá. No sé. Ahora de repente dice que quiere que seamos amigas, pero ella es… muy fuerte, mucho más que yo, y yo todavía soy una cría. Cualquiera ve eso, ¿verdad? Pues no, ella no se entera. Por eso, aunque quiera que seamos amigas, y aunque se esfuerce, terminará haciéndome daño, como en Sapporo. Cuando veo que ella se acerca a mí, yo también lo intento, con todas mis fuerzas. Pero para entonces mamá ya está mirando a otro lado y tiene la cabeza en otra parte. No era más que un simple capricho —dijo Yuki, y tiró a la arena el pretzel medio mordido—. Me llevó a Sapporo y ya sabes lo que pasó: se olvidó de mí, se largó a Katmandú y no se acordó hasta al cabo de tres días. ¿No te parece muy fuerte? Además, ella no entiende que hace daño. Yo la quiero. Bueno, creo que la quiero. Ojalá seamos amigas. Pero no quiero que pase lo mismo de siempre. No aguanto más.
—Tienes toda la razón —le dije—. Te entiendo perfectamente.
—Pues mamá no. Aunque se lo explique, no me entenderá.
—Yo también tengo esa impresión.
—Por eso me cabreo.
—Es comprensible —le dije—. ¿Sabes?, cuando los adultos nos sentimos así, bebemos.
Yuki se bebió entonces la mitad de mi piña colada. La copa era grande como una pecera. Poco después me miraba a la cara con ojos vidriosos, los brazos acodados en la mesa y las mejillas apoyadas sobre ambas manos.
—Me siento un poco rara —dijo—. Noto como un calorcillo, y me entra sueño.
—Eso está bien —le dije—. ¿No te mareas?
—No. Me siento bien.
—Perfecto. Ha sido un día largo. Todos tenemos derecho a sentirnos bien, tengamos trece o treinta y cuatro años.
Tras pagar la cuenta, cogí a Yuki del brazo y regresamos al hotel bordeando la playa. Al llegar, le abrí la puerta de su habitación.
—Oye —me dijo.
—¿Sí?
—Buenas noches.
Amaneció otro estupendo día hawaiano. Inmediatamente después de desayunar, nos pusimos los bañadores y bajamos a la playa. Yuki me dijo que quería probar a hacer surf, así que alquilé un par de tablas y nos fuimos a la zona del Sheraton. Le enseñé los rudimentos que había aprendido hacía tiempo de un amigo: cómo coger las olas, cómo colocar los pies y esas cosas. Yuki aprendía muy rápido. Tenía flexibilidad y un sexto sentido para cazar el momento oportuno. En media hora ya surfeaba mejor que yo. Estaba disfrutando.
Después de almorzar nos dirigimos a una tienda de surf cerca de Ala Moana y nos compramos dos tablas de segunda mano que no estaban mal. El dependiente las eligió de acuerdo con nuestro peso. «¿Sois hermanos?», me preguntó. Como no me apetecía darle explicaciones, le contesté que sí. Me sentí aliviado de que no pareciésemos padre e hija.
A las dos de la tarde volvimos a ir a la playa y nos tumbamos en la arena a tomar el sol. Nos bañamos, dormimos, pero la mayor parte del tiempo escuchamos la radio, hojeamos libros, observamos a la gente, escuchamos el susurro del viento al agitar las hojas de las palmeras. El sol siguió lentamente su camino. Cuando se puso, volvimos al hotel, nos dimos una ducha y, después de comer una ensalada y espaguetis, fuimos a ver una película de Spielberg. Al salir del cine dimos un paseo y entramos en el distinguido bar de la piscina del hotel Halekulani. Yo pedí otra piña colada y ella un zumo de frutas.
—Oye, ¿puedo beber otro poquito? —me preguntó señalando la piña colada.
—Claro —le contesté, e intercambiamos los vasos. Yuki aspiró por la pajita unos dos centímetros de piña colada.
—¡Qué buena! —dijo—. Sabe un poco diferente a la del bar de ayer.
Llamé al camarero y le pedí otra piña colada. Cuando la trajo, se la di entera a Yuki.
—Puedes bebértela toda —le dije—. Si seguimos saliendo todas las noches, en una semana te convertirás en la estudiante de secundaria japonesa que más sabe de piñas coladas.
Al lado de la piscina una orquesta de baile interpretaba Frenesí. Un clarinetista entrado en años irrumpió hacia la mitad con un largo solo, tan exquisito que me recordó a Artie Shaw. Unas diez parejas de ancianos vestidos de gala bailaban al compás de la música. Las luces instaladas en el fondo de la piscina iluminaban fantasmagóricamente sus rostros. Parecían muy felices. Después de largos años de vida, habían llegado a Hawai. Movían las piernas con elegancia, marcando bien los pasos. Los hombres mantenían la espalda muy recta y el mentón alto; las mujeres trazaban círculos mientras el ruedo de sus largas faldas se agitaba suavemente. Nosotros los contemplábamos. Por alguna razón, verlos me sosegaba. Seguramente por la satisfacción que se leía en sus caras. Cuando tocaron Moonglow, juntaron dulcemente sus mejillas.
—Otra vez me ha entrado sueño —dijo Yuki.
Esa noche, sin embargo, fue capaz de volver caminando por sí misma. Estaba progresando.
Al llegar a mi habitación cogí una botella de vino y una copa y vi Cometieron dos errores, con Clint Eastwood. Una vez más, Clint Eastwood. Y, una vez más, no sonreía. Me tomé tres copas de vino mientras la veía, pero me entró sueño, así que, dándome por vencido, apagué la televisión, fui al baño y me cepillé los dientes. ¿Había sido un día provechoso? No demasiado. Pero no había estado tan mal. Por la mañana había enseñado a hacer surf a Yuki y por la tarde le había comprado una tabla de surf. Después de cenar, habíamos visto E.T. Luego nos habíamos tomado una piña colada en el bar del Halekulani mientras observábamos a los ancianos bailar con elegancia. Y Yuki se había emborrachado, de modo que la había traído de vuelta al hotel. No, no había estado tan mal. En todo caso, me dije, la jornada se había terminado.
Sin embargo, no era así.
Me metí en la cama en camiseta y calzoncillos, apagué la luz y no habían pasado ni cinco minutos cuando, de pronto, alguien llamó a la puerta. Sorprendido, vi que el reloj marcaba casi las doce. Encendí la luz de la mesilla, me puse los pantalones y me dirigí a la puerta. Entretanto, habían llamado dos veces más. Será Yuki, pensé. Así que abrí sin preguntar quién era. No era Yuki, sino una chica a la que no conocía.
—Hi! —dijo.
—Hi! —contesté yo automáticamente.
Parecía oriunda del Sudeste Asiático: tailandesa, filipina o vietnamita. No soy capaz de distinguir las sutiles diferencias fisonómicas entre unos y otros. En cualquier caso, procedía de esa zona. Era guapa. Baja de estatura, de tez morena y ojos grandes. Llevaba un vestido de algún material liso y brillante, de color rosa. El bolso y los zapatos eran del mismo color. En la muñeca del brazo izquierdo, a modo de pulsera, llevaba un gran lazo también rosa. Toda ella parecía un regalo. ¿Por qué narices llevaba un lazo allí? No lo sabía. Ella apoyó la mano en la puerta y me miró sonriente.
—Me llamo June —se presentó en un inglés con un poco de acento.
—Hola, June —dije yo entonces.
—¿Puedo pasar? —pidió, señalando con el dedo detrás de mí.
—Espera un momento —dije, desconcertado—. ¿No te equivocas de puerta? ¿A quién buscas?
—Mmm… —Sacó un papelito del bolso—. Vamos a ver… Míster.
Era yo. Se lo dije.
—Entonces no me he equivocado.
—Espera un momento —le rogué—. Sí, soy yo. Pero no esperaba a nadie. ¿Qué quieres?
—Antes de nada, ¿me dejas pasar? Hablar así en el pasillo no da muy buena impresión. La gente es muy mal pensada. Pero, tranquilo, que no voy a atracarte ni nada por el estilo.
Pensé que, si seguía haciéndole preguntas en el umbral, Yuki podía despertarse y salir de su habitación a ver qué pasaba. La dejé entrar. Que sea lo que tenga que ser, me dije.
June entró y, sin que yo le dijera nada, se acomodó en el sofá. Le pregunté si quería tomar algo. Lo mismo que tú, me dijo. Fui a la cocina y preparé dos gin tonics. Luego me senté frente a ella. June, con las piernas cruzadas de manera provocativa, se llevó el gin tonic a los labios. Tenía unas piernas preciosas.
—Dime, ¿por qué has venido? —le pregunté.
—Porque me han pedido que venga —dijo, como si fuera obvio.
—¿Quién?
Se encogió de hombros.
—Un caballero al que le caes bien. Me ha pagado. Desde Japón. ¿Entiendes de qué hablo?
Tenía que ser Hiraku Makimura. Y ella era el «regalo» al que se había referido. Por eso llevaba el lazo rosa en la muñeca. Quizá creía que, enviándome a una mujer, Yuki estaría a salvo. Pragmático, muy pragmático. En vez de cabrearme, me sorprendí. ¡Qué mundo! Todos me pagaban prostitutas.
—Ha abonado el servicio completo hasta mañana por la mañana. Así que podemos disfrutar mucho. Verás qué cuerpazo tengo… —dijo mientras se quitaba las sandalias de tacón de una manera muy sensual.
—Mira…, lo siento, pero no puede ser —le dije.
—¿Por qué? ¿Eres marica?
—No, no es eso. Resulta que el caballero que te pagó y yo tenemos ciertas discrepancias. Por lo tanto, no puedo aceptarlo. Es una cuestión de principios.
—Pero si ya me ha pagado… Y yo, bueno, no pienso devolverle el dinero. Además, él no va a saber si te lo has montado conmigo o no. No me voy a tomar la molestia de poner una conferencia con el extranjero para avisarlo, en plan: «Yes sir, hemos follado tres veces». En este asunto no hay principios que valgan.
Solté un suspiro y apuré mi gin tonic.
—Vamos —me dijo—. Ya verás como te gusta…
No sabía qué hacer. Ponerme a darle vueltas o a explicárselo todo era un fastidio. Yo había dado por terminado el día, ya estaba metido en la cama, con la luz apagada y un pie en el país de los sueños. Y de pronto llegaba una desconocida y me ofrecía acostarme con ella. ¡Qué mundo de locos!
—Escucha, ¿por qué no nos tomamos otro gin tonic? —me propuso.
Cuando asentí, ella misma fue a la cocina y preparó otro par de gin tonics. Luego encendió la radio. Puso rock duro. Se comportaba como si estuviera en su casa.
—¡Saik![23] —dijo June en japonés antes de sentarse a mi lado, apoyarse contra mí y probar su gin tonic—. No te comas el coco —me dijo—. Soy una profesional. Sé más que tú de estas cosas. Aquí no hay lugar para los principios ni nada de eso. Tú déjalo en mis manos. Esto no tiene nada que ver con ese señor japonés. Olvídate de él. Esto es una cosa entre tú y yo —dijo, y me acarició suavemente el pecho.
Mi determinación empezó a flaquear. Pensé que tampoco era tan importante si me acostaba con ella o no, y que Hiraku Makimura se quedaría más tranquilo. Sentí que todo sería más fácil si me decidía ya, en lugar de prolongar aquel diálogo de sordos. Se trataba simplemente de sexo. Erección, penetración, eyaculación y fin.
—De acuerdo, vale —le dije.
—¡Así me gusta! —June se bebió de un trago el gin tonic que le quedaba y dejó la copa sobre la mesa.
—Pero hoy estoy muy cansado, así que no me exijas demasiado.
—Te he dicho que lo dejes en mis manos. Yo me ocupo de todo. Tú quédate quietecito. Pero, antes de empezar, sólo voy a pedirte dos cosas.
—¿Qué cosas?
—Que apagues la luz y me quites el lazo.
Apagué la luz y le quité el lazo de la muñeca. Luego nos dirigimos a la cama. Al quedarnos a oscuras, por la ventana divisé una torre de radiodifusión en cuyo extremo más alto parpadeaba una luz roja. No podía apartar la mirada de aquella luz. En la radio seguía sonando rock duro. Parece irreal, pensé. No obstante, era real. Una realidad teñida de un extraño color, pero inconfundiblemente real. Entretanto, June se quitó con gestos rápidos el vestido y luego me desnudó a mí. Era muy diestra, aunque no tanto como Mei, y parecía orgullosa de su pericia. Valiéndose de los dedos, la lengua y lo que fuese consiguió eficientemente que me empalmase para luego, mientras sonaba una canción de los Foreigner, llevarme al orgasmo. La noche era joven y la luna rielaba sobre el mar.
—Dime, ¿te ha gustado?
—Sí —le contesté. No mentía.
Nos tomamos otro gin tonic.
—June —dije, acordándome de pronto—. Por casualidad, ¿el mes pasado no te llamarías Mei?
—¡Qué gracioso! —exclamó entre risas—. Me encantan los chistes. Sí, y el mes que viene me llamaré Julie. Y en agosto, Augie.
Quería decirle que no lo había dicho en broma, que en mayo me había acostado con una chica llamada Mei. Pero me dije que no serviría de nada y me quedé callado. Entonces ella volvió a demostrarme su profesionalidad excitándome de nuevo. Yo sólo tenía que tumbarme allí, sin hacer nada. Lo dejé todo en sus manos. Como una estación de servicio. Si estacionas el coche y entregas las llaves, se ocupan de todo: desde llenar el depósito, hasta lavar el coche, comprobar la presión de las ruedas y el aceite, pasando por vaciar el cenicero. ¿Podía llamarse sexo a eso? El caso es que pasaron dos horas hasta que terminamos. Luego nos quedamos fritos. Me desperté antes de las seis. La radio se había quedado encendida. Ya había amanecido y los surfistas madrugadores habían estacionado sus camionetas junto al mar. A mi lado, June dormía hecha un ovillo. Su vestido rosa, sus zapatos rosa y el lazo rosa estaban tirados por el suelo. Apagué la radio y volví junto a la cama para despertarla.
—June. Lo siento, tienes que irte. Va a venir una niña a desayunar.
—¡Okey, okey! —dijo ella levantándose. Luego, todavía desnuda, recogió el bolso, fue al baño, se cepilló los dientes y se peinó. Luego se vistió y se calzó.
—¿A que te ha gustado? —me dijo mientras se pintaba los labios de carmín.
—Sí —le contesté.
June sonrió de oreja a oreja, se metió el pintalabios en el bolso y cerró éste con un ruido metálico.
—Entonces, ¿cuándo quedamos la próxima vez?
—¿La próxima vez?
—Me han pagado para que venga tres noches. O sea que te quedan dos. ¿Cuándo te viene bien? ¿O prefieres a otra chica? También es posible. A mí no me importa. A los hombres os gusta acostaros con varias, ¿no?
—No, contigo está bien, por supuesto —contesté. La verdad, no sabía qué decirle. Tres veces. Hiraku Makimura debía de querer que me exprimieran hasta la última gota de semen de mi cuerpo.
—Gracias. No te decepcionaré. La próxima vez será mucho mejor. Tú tranquilo. You can rely on me. ¿Qué te parece pasado mañana? Esa noche estoy libre, así que prepárate.
—Está bien —dije yo. Y le alargué un billete de diez dólares para un taxi.
—Muchas gracias. ¡Hasta pronto! ¡Bye, bye! -Abrió la puerta y se marchó.
Antes de que Yuki llegara, eliminé todo rastro de June: lavé los vasos y los guardé, limpié el cenicero, alisé las sábanas y tiré a la basura el lazo rosa. Pero tan pronto como entró, Yuki frunció el ceño, recelosa. Tenía un olfato muy fino. Sospechaba algo. Yo fingí que no me daba cuenta y silbé mientras preparaba el desayuno. Hice café y tostadas y pelé fruta. Luego lo llevé todo a la mesa.
Mientras bebía leche fría y se comía una tostada, Yuki no paraba de echar miradas suspicaces a su alrededor. Cuando empecé a hablarle, no me respondió. Esto pinta mal, me dije. Se respiraba crispación en el aire.
Al terminar aquel tenso desayuno, ella colocó las manos sobre la mesa y se quedó mirándome con expresión seria.
—Anoche estuvo aquí una mujer, ¿no?
—¿Cómo lo sabes? —contesté como quien no quiere la cosa.
—¿Quién era? ¿Te fuiste a ligar por ahí después de dejarme en mi habitación?
—Vamos, qué dices. Yo no hago esas cosas. No soy un ligón. Fue ella la que vino.
—¡No me mientas! ¿Cómo iba a venir aquí una mujer sin que tú fueras a buscarla?
—No te miento. Nunca te mentiría. Te juro que ella vino porque quiso. —Y se lo expliqué todo: que su padre me había pagado a una prostituta. Que ella se había presentado de repente. Que a mí también me había pillado por sorpresa. Que a lo mejor su padre se creía que, manteniéndome sexualmente satisfecho, garantizaba la seguridad de su hija.
—¡No me lo puedo creer! —Soltó un hondo suspiro y cerró los ojos—. ¿Por qué siempre, siempre se le tienen que ocurrir estupideces? No entiende nada de lo que realmente importa, y en lo demás siempre la pifia y se mete donde no le llaman. Mamá es un caso, pero es que papá también está zumbado. Siempre tiene que meter la pata y estropearlo todo.
—Tienes toda la razón. Ha metido la pata —convine.
—Y tú, ¿por qué la dejaste entrar? Porque la dejaste entrar, ¿o no?
—Sí. Como no sabía qué quería, la dejé pasar, sí.
—No habréis hecho nada, ¿no?
—Bueno, las cosas no son tan sencillas como parecen.
—No hiciste nada… —Como no se le ocurría una expresión adecuada, se interrumpió y empezó a ruborizarse.
—Pues sí. Es una historia un poco larga, pero sí, en resumen, fui incapaz de rechazarla —dije yo.
Ella cerró los ojos y se sujetó las mejillas con las manos.
—No puedo creérmelo —dijo con voz quebrada y muy baja—. No puedo creerme que hagas esas cosas.
—Tenía intención de rechazarla —me defendí—. Pero de pronto todo me dio igual y me rendí. No me apetecía ponerme a discutir con ella. Y también están tus padres, es decir, hay algo en ellos, en su manera de influir en todos los que les rodean… No lo digo para excusarme, pero reconozco que, los aprecies o no, es imposible ignorarlos. Al final, me dije: «¿Por qué no?». Todo me importaba un pito con tal de no ponerme a malas con tu padre. Además, la chica estaba muy bien.
—No me puedo creer lo que estás diciendo —Yuki casi gritó—. ¿Papá te pagó a una mujer y tú te quedas tan ancho? Eso está muy mal. No tienes vergüenza. ¿Cómo has podido?
Tenía razón.
—Tienes razón —le dije.
—No tienes vergüenza, ninguna vergüenza —repitió.
—Cierto —reconocí yo.
Cogimos nuestras tablas y bajamos. Fuimos a la playa que había delante del Sheraton e hicimos surf hasta el mediodía. Yuki no me dirigió la palabra en toda la mañana. Aunque le hablase, no me respondía. Sólo asentía o hacía un gesto negativo con la cabeza cuando no tenía más remedio.
Cuando le dije que ya era hora de volver a la orilla y almorzar, ella asintió. Al preguntarle si preparábamos algo de comer en el aparthotel, negó con un gesto. Entonces le propuse tomar algo ligero fuera, y ella asintió. Comimos un perrito caliente sentados en un área cubierta de césped de Fort DeRussy. Yo bebí una cerveza y Yuki, una cola. Todavía no había abierto la boca. Llevaba ya tres horas callada.
—La próxima vez le diré que no —le prometí.
Yuki se quitó las gafas de sol y miró como si acabara de descubrir una grieta en el cielo. Luego se apartó el flequillo con aquella preciosa mano morena.
—¿La próxima vez? ¿Qué quieres decir con «la próxima vez»?
Cuando le conté que su padre había pagado por dos noches más, empezó a golpear el césped con el puño.
—No puede ser. De verdad que parecéis idiotas.
—No quiero excusarlo, pero tu padre está preocupado. Yo soy hombre, tú una mujer…, ¿entiendes?
—De verdad, pero de verdad que parecéis idiotas. —Estaba a punto de echarse a llorar. Entonces se fue al hotel y no salió de su habitación hasta al anochecer.
En mi habitación, me eché una siesta y tomé el sol en la terraza mientras leía el Playboy que me había comprado en un supermercado cercano. A las cuatro asomaron unas nubes que cubrieron poco a poco el cielo hasta que, pasadas las cinco, se desencadenó una tormenta. Llovía a mares. Daba la impresión de que, si no amainaba antes de una hora, la lluvia arrastraría las islas hacia el Polo Sur. Era la primera vez en mi vida que veía tal aguacero. La cortina de agua impedía ver más allá de cinco metros. Las hojas de las palmeras en la playa se agitaban como si hubieran enloquecido, y en un abrir y cerrar de ojos las calzadas se transformaron en ríos. Unos surfistas pasaron corriendo con las tablas de surf a modo de paraguas. Al rato empezó a tronar. Mientras contemplaba los relámpagos que caían en alta mar, frente a la Aloha Tower, un estruendo semejante a una explosión sónica estremeció el cielo. Cerré la puerta de la terraza y me hice un café. Luego pensé en qué prepararía de cena.
Cuando retumbó el segundo trueno, Yuki llamó a la puerta, se coló en mi habitación y, sin apartar los ojos de mí, se apoyó en la pared, junto a la cocina. Le sonreí, pero ella siguió fulminándome con la mirada. Cogí mi taza de café, me llevé a Yuki a la sala de estar y nos sentamos en el sofá. Estaba muy pálida. Quizá le asustaban los truenos. ¿Por qué todas las chicas odian las tormentas y las arañas? Una tormenta no es más que un fenómeno meteorológico estrepitoso y una araña, un pequeño insecto, las más de las veces inofensivo. Cuando el siguiente relámpago iluminó el cielo, Yuki se agarró con ambas manos a mi brazo derecho.
Durante diez minutos contemplamos la tormenta. Yuki no me soltó el brazo. Al cabo de un rato, la tormenta se alejó y escampó la lluvia. Las nubes se disiparon y el sol se mostró en el cielo, próximo a su ocaso. Sólo quedaron charcos que parecían estanques. De las hojas de las palmeras caían gotas que destellaban. En el mar, como si nada hubiera ocurrido, iban y venían olas blancas. Los turistas que se habían refugiado de la lluvia regresaron poco a poco a la playa.
—No debí hacerlo —le dije—. Tenía que haberme negado y haberle pedido que se marchase. Pero estaba cansado y la cabeza no me respondió. Soy un tipo con muchos defectos. Los defectos suelen conducir a errores. Pero aprendo de ellos. Procuro no cometer el mismo error dos veces. Aun así, a veces tropiezo con la misma piedra. ¿Por qué? Es muy fácil: por mi idiotez y porque no soy perfecto. Entonces me doy asco. Y procuro no cometer por tercera vez el mismo error. Aunque sea poco a poco, voy mejorando. Algo es algo.
Yuki no reaccionaba. Sólo me soltó el brazo y se quedó mirando al exterior sin decir una palabra. Quizá ni me había escuchado. Al caer la tarde, empezaron a encenderse las luces blancas de la hilera de farolas que bordeaba la playa. Tras el aguacero, el aire parecía muy limpio y la luz, muy fresca. La torre de radiodifusión se perfilaba sobre el cielo azul oscuro, mientras la luz roja situada en lo alto parpadeaba lenta y rítmicamente, igual que los latidos de un corazón. Fui a la cocina a buscar una cerveza. Mientras me la servía y sacaba también unas crackers, me pregunté si realmente estaba progresando. Mucho me temía que no, en absoluto. Había cometido los mismos errores una y otra vez. Pero tampoco le había mentido: ésa era, básicamente, mi actitud ante la vida.
Cuando volví a la sala de estar y me senté al lado de Yuki, ésta seguía contemplando el paisaje en la misma posición: sentada en el sofá, se abrazaba las rodillas con el mentón estirado en un gesto de terquedad.
Eso me recordó a cuando estaba casado. También en aquella época me pasaban estas cosas. Una y otra vez hería a mi mujer. Entonces ella se pasaba horas sin dirigirme la palabra. A mí me parecía que ella era demasiado sensible, que exageraba, pero yo siempre acababa pidiéndole perdón, dándole explicaciones e intentando cerrar la herida. Creía que, de este modo, nuestra relación iba mejorando. Sin embargo, teniendo en cuenta cómo acabó, no debió de haber ninguna mejora.
Mi mujer, por su parte, sólo me hizo daño una vez. Una única vez: el día en que se marchó con otro. La vida de pareja, eso sí que era extraño, pensé. Era como un remolino que te absorbía. Tal y como Dick North había dicho.
Al rato, Yuki me tendió la mano. Yo se la tomé.
—Esto no significa que te haya perdonado —me dijo—. Simplemente quiero hacer las paces contigo. Me parece muy mal lo que has hecho y me duele. ¿Entiendes?
—Sí —contesté.
Luego cenamos. Preparé arroz pilaf con gambas y judías, y una ensalada de huevo cocido, tomate y aceitunas. Yo me serví vino y ella también tomó un poco.
—A veces, cuando te miro, me acuerdo de mi ex —le dije.
—La mujer que te abandonó por otro porque estaba harta de ti —añadió ella.
—Exacto.