Vida y obras

Aparte quizá de Leibniz, Wittgenstein es el único gran filósofo que ha creado dos filosofías distintas. Si se considera que el objetivo de ambas era acabar con la filosofía, se puede estimar la envergadura de la perversa dedicación de este hombre.

Algo tendría que ver con esto Padre, obviamente. Conviene recordar que Wittgenstein creció en la misma ciudad donde Freud acababa de instalar el sofá más famoso del mundo. El padre de Wittgenstein era un tirano. Cuando el joven Ludwig aparece en escena, su padre era uno de los reyes sin corona de la industria europea (más poderoso incluso que Krupp) y ejercía una influencia dominante en la escena cultural vienesa (Brahms solía tocar en casa después de la cena y, en el mundo del arte, Karl Wittgenstein en persona fundó la Sezession vienesa). Karl Wittgenstein tenía una personalidad dominante, un intelecto de primera clase, una profunda comprensión de la cultura, rebosaba seguridad en sí mismo y podía ser enormemente seductor (era capaz de atraer los pajarillos a comer de su mano, siempre que no le apeteciera hacerles saltar por los aires de un disparo). El efecto sobre su familia fue catastrófico. El joven Ludwig tenía cuatro hermanos de más edad que él, la mayor parte de los cuales parecen haber sido brillantes, tensados hasta el límite, y homosexuales. Tres de ellos se suicidarían, una posibilidad a la que Ludwig se aferró como a un talismán durante toda su vida. El hermano que sobrevivió llegó a ser concertista de piano y, aunque le volaron la mano derecha en la primera guerra mundial, prosiguió después su carrera, encargando conciertos de piano para la mano izquierda, entre ellos el célebre de Ravel. No se consideró que fuera tan brillante como sus hermanos, ni siquiera el mejor pianista.

Ludwig Wittgenstein nació en Viena el 15 de abril de 1889 y fue criado en un palacio de la exclusiva Alleegasse (hoy Argentinierstrasse), que transcurre entre la Ringstrasse y la Südbahnhof; fue educado allí por tutores privados, en una atmósfera de extrema intensidad cultural (los hermanos suicidas del genio practicaban en el fastuoso piano hasta altas horas de la madrugada; una hermana encargaba su retrato a Klimt a la vez que arrinconaba los Gayas de la colección familiar porque «desentonaban»). A la edad de diez años Ludwig diseñó y construyó, sin ayuda de nadie, con alambre y trozos de madera, un modelo de máquina de coser que funcionaba; cuando contaba catorce años, era capaz de silbar movimientos enteros de varias conocidas sinfonías. Estas actividades parecen ser lo más próximo que llegó a lo que se entiende por juegos de un niño normal.

En 1903 dejó Wittgenstein por primera vez su casa para matricularse en la Realschule de Linz, donde estudió matemáticas y ciencias. Curiosamente, Hitler iba a esa escuela al mismo tiempo. Eran ambos de la misma edad y deberían haber estudiado en la misma clase. Wittgenstein se consideraba a sí mismo un estudiante mediocre, pero, sin embargo, fue ascendido al curso anterior al suyo; Hitler recuerda de sí mismo cómo brillaba entre sus estúpidos condiscípulos, pero según los informes escolares, se le mantuvo en un curso inferior al que le correspondía por edad. Resultó de esta manera que la mediocridad y el genio nunca se encontraron.

Después, Wittgenstein cursó dos años de ingeniería mecánica en la Technische Hochschule de Charlottenburg, en Berlín, que abandonó en 1908 para proseguir sus estudios en Inglaterra. Durante los tres años siguientes hizo investigación en aeronáutica en la Universidad de Manchester y realizó experimentos con cometas en la Estación para la Atmósfera Superior cerca de Glossop en el Derbyshire. En estos momentos no mostraba Wittgenstein ninguna señal de lo que habría de venir. No sabía nada de filosofía y sus colegas le tenían por bastante inteligente (por supuesto, no brillante). A la manera típica inglesa de la época, los compañeros de Wittgenstein tendían a mirarlo como a un excéntrico alemán. Se equivocaban, era un excéntrico austriaco, una rara especie también, sólo que todavía más peculiar. Wittgenstein era bien educado hasta lo puntilloso, pero capaz de caer en ataques de rabia tempestuosa cuando algo salía mal en sus experimentos. En sus relaciones con los otros transmitía un refinamiento cosmopolita vienés, pero sus colegas se dieron pronto cuenta de que no tenía ni idea de cómo comportarse socialmente con la gente normal (esto es, cualquiera que no fuera uno de los genios, magnates y estadistas que frecuentaban el Palacio Wittgenstein). Podía trabajar frenéticamente todo un día sin interrupción, para luego sumergirse toda la noche en un baño caliente, contemplando la idea del suicidio. Cierto domingo que quería ir a Blackpool con un compañero y perdieron el tren, sugirió que debían alquilar uno para ellos dos solos.

Wittgenstein se propuso diseñar una hélice, como parte de sus investigaciones. Los problemas que esto planteaba le condujeron a la teoría de las matemáticas. Esto parece haber liberado un impulso inconsciente en Wittgenstein de modo que, en un tiempo notablemente corto, su cerebro se concentró, asumiendo todo el poder de su intensa personalidad; la hélice y las matemáticas correspondientes quedaron pronto a un lado, mientras iba haciéndose preguntas cada vez más profundas, hasta que se encontró examinando los propios fundamentos de las matemáticas. Era como si su mente se hubiera encerrado en la necesidad de descubrir algún fundamento último de certeza en el mundo. Quizá no es accidental que por ese tiempo sus hermanos comenzaron a suicidarse y su padre enfermó de muerte con cáncer.

¿Quién conocía los fundamentos de las matemáticas? Wittgenstein se enteró de los recientes y pioneros trabajos de Bertrand Russell y comenzó inmediatamente a leer sus Principios de las Matemáticas, la última obra sobre el tema; en ella, Russell se proponía probar que los fundamentos de las matemáticas eran en efecto lógicos y que toda la matemática pura podía derivarse a partir de unos pocos principios básicos lógicos. Sin embargo, el intento de Russell naufragó en una paradoja. Russell trataba de definir los números con el uso de clases. Algunas clases son miembros de sí mismas, otras no; por ejemplo, la clase de los seres humanos no es un miembro de sí misma, porque no es un ser humano; sin embargo, la clase de los seres no humanos es un miembro de sí misma. Pero ¿es la clase de todas las clases que no son miembros de sí mismas un miembro a su vez de ella misma? Si es, no es. Pero si no es, sí es. Toda la situación de las matemáticas pendía de la paradoja de este acertijo de almanaque que, según Russell, afectaba a «los propios fundamentos del razonar». Acababa su libro con un reto a todos los «estudiosos de la lógica» para resolverlo. Wittgenstein decidió inmediatamente que él era un miembro de esta clase que no es miembro de sí misma, se lanzó a la batalla y apareció con una solución radical, rechazando el concepto todo de clase como una suposición no justificada.

Russell rechazó a su vez la solución de Wittgenstein, al mismo tiempo que admiraba su ingenio. Pero Wittgenstein no se daba tan fácilmente por vencido. En 1911viajó a Cambridge para ver a Russell. Decidió inmediatamente estudiar filosofía con él y abandonar la ingeniería (la profesión que su padre había escogido para él: el joven Ludwig iba a ser el miembro útil de la familia).

Russell se había encontrado con algo distinto de lo que esperaba. Por entonces Russell era tenido, aunque no sin discusión, por el primer filósofo de Europa, mientras que Wittgenstein había leído sólo un libro sobre el tema (y éste era más de matemáticas que de filosofía), pero Wittgenstein empezó a presentarse en las habitaciones de Russell a cualquier hora del día o de la noche e insistía en enredarle durante horas sin fin en las especulaciones «filosóficas» más intensas, que a veces tenían que ver con la lógica y otras con el suicidio. Según Russell, Wittgenstein era «apasionado y vehemente» y creía que «uno debe comprender o morir», pero cuando estaba persuadido de que había comprendido, nada le convencería de lo contrario. Rechazaba aceptar la creencia de Russell en el empirismo: que extraemos el conocimiento de nuestra experiencia. Para Wittgenstein el conocimiento se limitaba a la lógica. Si Russell afirmaba que él sabía que no había ningún rinoceronte en la habitación, Wittgenstein se negaba a aceptarlo, pues era lógicamente posible que hubiera un rinoceronte en la habitación. Russell le preguntaba entonces dónde podía esconderse y comenzaba a mirar detrás de las sillas y debajo de la mesa, pero Wittgenstein no cedía y rehusaba aceptar el que Russell conociera a ciencia cierta que no había ningún rinoceronte en la habitación.

Afortunadamente (o quizá desgraciadamente para la filosofía) Russell se dio cuenta rápidamente de que su nuevo estudiante, intenso y egocéntrico hasta lo imposible, era algo más que un terco pelmazo, pero también se percató de que su nuevo estudiante necesitaba aprender algo de lógica básica. No sin dificultades, Russell usó de su influencia y consiguió que Wittgenstein tuviera por tutor a uno de los principales lógicos de Cambridge, W. E. Johnson, miembro del claustro del Kings College. El resultado fue desastroso. «A la primera hora me di cuenta de que no tenía nada que enseñarme», declaró Wittgenstein. Por su parte, Johnson observó irónicamente: «Ya en nuestra primera conversación me estaba enseñando». Esta arrogante rudeza y su incapacidad para escuchar habrían de ser cada vez más un rasgo dominante del carácter de Wittgenstein.

Russell caracterizó este periodo en el que conoció a Wittgenstein, generosamente, como «una de las aventuras intelectuales más estimulantes de mi vida». Él y Wittgenstein discutían sobre lógica matemática, que en aquel tiempo era tan compleja que sólo una media docena de personas en el mundo podían entenderla, pero, según Russell, en sólo dos años Wittgenstein «sabía todo lo que yo podía enseñarle». Más todavía, Wittgenstein se las arregló para convencer a Russell de que nunca más haría filosofía creativa; era demasiado difícil. Sólo él, Wittgenstein, era capaz de descubrir el camino hacia adelante. Había encontrado un sustituto del padre, y lo había destruido. Por fortuna, el intelecto de Wittgenstein era tan poderoso como su personalidad; en realidad es casi imposible separar los dos y ambos habían encontrado ahora su propósito en la vida. Su trabajo era mucho más que el de una mera poda brutal; estaba también la única cosa que podía detenerle en su afán de destruirlo todo, incluso a sí mismo, y ésta era la «verdad».

No es exagerado comparar la lucha de Wittgenstein con los problemas de la lógica con la lucha entre Job y su ángel. Tan pronto como Wittgenstein hubo descubierto la filosofía, se convirtió en un asunto de vida o muerte para él, y todo el que no la viera de la misma manera era mirado con desprecio. Pero este periodo de descubrimiento de sí mismo llevó también a descubrimientos menos elevados. Wittgenstein se percató de que era homosexual; le encantaba pasar el tiempo en intensas conversaciones con jóvenes intelectuales solitarios, pero no se atrevía a manchar de sensualidad estas relaciones. Este elemento de su naturaleza se aliviaba, casi con certeza, en sus raras visitas a Londres o en ocasionales contactos nocturnos en el Prater, el parque principal de Viena, cuando viajaba a casa. Todo esto sólo aumentaba su embrollo psicológico. He aquí un genio demoniaco en estado puro: aspirando a las alturas, pero viviendo en las sombras, hasta el punto de casi perder el control. Después de la muerte del padre de Wittgenstein («la más bella muerte que yo pueda imaginar; se durmió como un niño»), regresó a Cambridge para batallar con renovado vigor contra los problemas de la lógica.

Pero también hubo momentos de relativa felicidad. En 1913, Wittgenstein hizo un viaje de vacaciones estivales a Noruega con su amigo, el joven y hábil matemático David Pinsent. Allí disfrutaron ambos como escolares de trece años. Sin embargo, Wittgenstein podía ser un exigente compañero de viaje, hasta para un carácter complaciente y modesto como el de Pinsent. Wittgenstein insistía en trabajar en problemas de lógica cada mañana durante varias horas: En palabras de Pinsent: «Cuando trabaja, masculla palabras en una mezcla de inglés y alemán y pasea de arriba a abajo todo el tiempo». Otras veces podía sentirse extremadamente ofendido por minucias. Cuando Pinsent paraba para hacer fotos del paisaje o hablaba a alguien en el tren, esto podía provocar una explosión emocional, seguida de un largo enfurruñamiento. Es difícil estimar cuánto de esto nacía de la necesidad de dominar que sentía Wittgenstein y cuánto era debido a celos de enamorado (u otros conflictos tácitos que se originaban en su escondido amor).

Wittgenstein se hacía más y más excéntrico y neurótico. Según avanzaban las vacaciones se iba convenciendo de que iba a morir y se dedicaba a machacar a Pinsent, quien terminó por pensar que «estaba loco». Por entonces, Wittgenstein estaba abriendo nuevos caminos en la lógica y pensó que se encontraba cerca de resolver los problemas que habían impedido a Russell descubrir los fundamentos lógicos de las matemáticas. Lo malo es que ahora estaba seguro de que moriría antes de poder publicar la verdad. Wittgenstein escribió a Russell pidiéndole que se encontraran «lo antes posible» para decirle dónde se había equivocado.

A pesar de todo esto, cuando regresaron a Inglaterra, Wittgenstein informó a Pinsent de que éstas habían sido las mejores vacaciones que había tenido nunca. Con la reserva de un auténtico inglés, Pinsent confió a su diario que Wittgenstein había sido «difícil a veces», pero tuvo el suficiente buen sentido para prometerse a sí mismo que nunca más iría con él de vacaciones.

Mientras tanto, Wittgenstein tuvo una serie de conversaciones urgentes con Russell. Wittgenstein se encontraba excitado y Russell hallaba imposible seguir sus complejos argumentos lógicos. Para mayor exasperación de Russell, Wittgenstein se negaba a escribir nada antes de llevar sus ideas a la perfección. Finalmente acordaron que un taquígrafo estuviera presente en las conversaciones, de manera que quedaran escritas las respuestas de Wittgenstein a las inquisitivas preguntas de Russell.

Estas notas forman la base de la primera obra de Wittgenstein, sus Notas sobre Lógica. En ella hace Wittgenstein numerosas observaciones penetrantes, alguna de una sencillez pasmosa (tales como: «A» es lo mismo que la letra «A»). Russell comprendió enseguida lo que Wittgenstein estaba tratando de establecer: para superar las dificultades de las paradojas, las cosas tenían que ser mostradas en forma simbólica, en lugar de dichas (simplemente porque no podían ser dichas, eran de hecho indecibles). Esto era, en el mejor de los casos, difícil de aprehender y, en realidad, es probable que Russell fuera el único en comprender qué quería decir Wittgenstein. Y parece que así quedó, porque como escribió Russell: «Le dije que no debía simplemente enunciar lo que pensaba que era verdadero, sino apoyarlo en argumentos, pero contestó que los argumentos estropean su belleza y que se sentiría como si estuviera ensuciando una flor con las manos llenas de barro». Wittgenstein era un perfeccionista: o bien se le comprendía perfectamente, completamente y de una vez lo que decía, o no tenía en absoluto ningún sentido escucharle.

Sin embargo, en esta obra no publicada Wittgenstein incluyó también algunas ideas que tenía sobre la filosofía. Son notables por su originalidad: nadie pensaba así en 1912. Y contenían también la concepción de la filosofía que habría de conservar a lo largo de su vida: «No hay deducciones en filosofía: es puramente descriptiva». Según Wittgenstein la filosofía no proporciona un cuadro de la realidad y no confirma ni refuta investigaciones científicas. «La Filosofía consiste en lógica y metafísica: la lógica es su base». Parecía tener poca relación con la realidad y su asunto era más bien el estudio del lenguaje. «La desconfianza en la gramática es el primer requisito para filosofar».

Wittgenstein había identificado la filosofía con la lógica. Aquí estaba en embrión una gran parte de su filosofía posterior; se podría decir que a partir de entonces dedicó su vida a la elaboración de esta notas y sus implicaciones. Pero antes de embarcarse en su nueva filosofía, Wittgenstein decidió que quizá había llegado el tiempo de estudiar algo de filosofía. No habría ningún daño en averiguar lo que habían hecho otros. Según Pinsent: «Wittgenstein sólo acababa de comenzar lecturas sistemáticas ‘en filosofía’ y ya expresaba su más ingenua sorpresa de que todos los filósofos que, en su ignorancia, había adorado antes fueran, después de todo, estúpidos, deshonestos y cometieran errores repugnantes». Ésta fue toda su crítica.

Wittgenstein decidió entonces que la única cosa que podía hacer era volver a Noruega y vivir en aislamiento durante dos años «haciendo lógica». Esto era algo drástico, incluso para las costumbres de Wittgenstein. Según la estupenda biografía de Wittgenstein por Ray Monk, Russell pensó que ésta era una idea «salvaje y lunática» e intentó por todos sus medios disuadir a Wittgenstein: «Si yo le decía que estaría oscuro, él decía que odiaba la luz del día; si yo le decía que estaría muy solo, él decía que hablar con gente inteligente prostituía su mente; si yo le decía que estaba loco, él me respondía que Dios le guardara de la cordura. (Es seguro que Dios así lo hará).»

Pinsent se entristeció mucho por la despedida. (Aunque ninguno de los dos lo sabía, éste habría de ser su adiós final). El mismo Wittgenstein parece haber sentido alguna perplejidad por su propia decisión, pero estaba absolutamente determinado a seguir adelante con ella.

Wittgenstein se embarcó a su debido tiempo hacia Noruega, y pronto encontró el sitio que estaba buscando: una cabaña 150 kilómetros adentro del fiordo Hardanger, al que sólo se podía llegar remando desde el remoto pueblo de Skjolden. Es difícil imaginar otro lugar de Europa más alejado de los refinados esplendores en que había sido criado, aunque ésta era probablemente la intención.

Wittgenstein se sumió entonces en un largo, frío y oscuro invierno, en la mayor de las soledades, «haciendo lógica». No es de extrañar que pronto escribiría a Russell: «A veces pienso que me estoy volviendo loco». Pero sus cartas a Russell también contenían evidencia de los sorprendentes adelantos que estaba haciendo en lógica. Estos adelantos siguen directamente de los intentos de Russell por descubrir un fundamento lógico para las matemáticas; pero van más lejos: intentan descubrir un fundamento para la lógica misma.

Wittgenstein afirmaba que se puede demostrar que una proposición lógica es verdadera o falsa, sin hacer caso de sus partes constitutivas. Por ejemplo, si decimos: «Esta manzana es roja o no es roja», esto es una tautología (esto es, siempre es verdadero) y siempre será verdadero independientemente de que la manzana sea roja o no lo sea. De igual manera, «esta manzana no es roja ni no roja» es una contradicción (es decir, siempre será falso). Si tuviéramos un método para averiguar si una proposición lógica es una tautología o una contradicción, o ninguna de las dos, tendríamos entonces una regla para determinar la verdad de todas las proposiciones. Esta regla, enunciada como una proposición, sería la base de toda la lógica.

Wittgenstein no habría regresado a la civilización por algo tan trivial como proteger su salud mental; sin embargo, cuando supo que su madre estaba enferma, se sintió obligado a viajar a Viena. Se encontró a su llegada con que había heredado una fortuna, pero no quería que su vida se viera estorbada por el dinero de los Wittgenstein y decidió regalarlo. Empezó por hacer donaciones anónimas a un número de poetas austriacos; su selección es reveladora: uno era Rilke, cuya lírica culta expresaba una intensa espiritualidad, y otro era Trakl, que vertía en himnos su obsesión por la culpa y la decadencia en una serie de imágenes oscuras, enigmáticas.

Al estallar la primera guerra mundial, Wittgenstein se adhirió al ejército austro-húngaro y supo que su amado Pinsent se había alistado en el lado contrarío. Wittgenstein no quiso luchar porque creyera particularmente en la causa de las potencias germánicas, sino porque pensó que ése era su deber. Siendo un Wittgenstein pudo fácilmente entrar como oficial, pero eligió servir como raso, una decisión muy peligrosa. Éste era el ejército de opereta de El buen soldado Sveijk, de Hasek, el ejército cuyo comandante en el frente oriental envió el inmortal telegrama: «La situación es imposible, pero no desesperada». Wittgenstein fue enviado a luchar contra los rusos en el Este, donde la carnicería era equiparable a la de las trincheras del frente occidental en Francia; empezó sirviendo en una cañonera fluvial en Galitzia, para pasar después a una batería de artillería, a la vez que continuaba escribiendo en cuadernos sus ideas filosóficas. Estaba haciendo filosofía original, pero permanecía constantemente al borde del suicidio. A pesar de estas distracciones, Wittgenstein fue un soldado muy valiente y su bravura ejemplar le hizo ganar un par de medallas. (Entre los soldados filósofos su único rival ha sido Sócrates).

Wittgenstein era la parodia de una personalidad compulsiva. Característicamente, no veía ninguna razón para aliviar su estado buscando las causas en su propia condición psicológica. Por el contrario: si todos fuéramos fieles a nuestra naturaleza, todos seriamos así. Wittgenstein racionalizaba su condición afirmando que la vida es «un problema intelectual y un deber moral». Los aspectos intelectual y moral de la personalidad de Wittgenstein habían permanecido hasta entonces como dos entidades distintas, cada una espoleando a la otra. Sólo se unieron durante la guerra.

Bajo una presión intelectual constante (de sí mismo), y la constante amenaza de muerte (del enemigo y de sí mismo), Wittgenstein se encontró de nuevo en territorio familiar al borde de la locura. Un día, durante una tregua en Galitzia, tropezó con una librería y encontró Los Evangelios, de Tolstoi, que compró simplemente porque no había otro libro en la tienda. Anteriormente, Wittgenstein había estado en contra del cristianismo, al estar éste asociado con Viena, su familia, la falta de fundamentos lógicos, la conducta sumisa y suave, y otros anatemas. Pero la lectura del libro de Tolstoi había de llevar la luz de la religión a la vida de Wittgenstein; en pocos días se convirtió en un cristiano convencido, aunque esta conversión era de un tenor claramente wittgensteiniano. Con su típico rigor, se propuso integrar sus creencias en su vida intelectual.

Notas religiosas empezaron a aparecer en sus cuadernos, junto con las de lógica y pronto se hace evidente que estos dos tópicos tienen en común algo más que el rigor intelectual. El espíritu de uno informa el otro de manera obligada. Hasta su religión había de asumir fuerza y claridad lógicas: «Sé que este mundo existe. Sé que estoy colocado en él como un ojo en el campo visual». Había algo problemático acerca de este mundo, y a eso lo llamábamos su sentido, pero este sentido no yace dentro del mundo, está fuera de él. «Podemos llamar Dios al sentido de la vida, esto es, al sentido del mundo». Según Wittgenstein, rezar es pensar sobre el sentido de la vida. (Lo que quiere decir que él había estado rezando toda su vida, incluso cuando creía que no había Dios ni sentido en la vida. Wittgenstein no podía soportar no tener razón; jamás).

Wittgenstein pasa ahora a la cuestión de la voluntad, un elemento primordial en su vida, si no en su filosofía. Comienza por el aserto incontrovertible de que él sabe que su voluntad penetra el mundo, para pasar entonces a afirmar que él sabe: «Que mi voluntad es buena o mala. Por lo tanto el bien y el mal son algo en conexión con el sentido del mundo». Pero ¿cómo «sabe» Wittgenstein que su voluntad es buena o mala? y, ¿qué quiere precisamente decir con estos dos términos? Además, si su voluntad está dentro del mundo y el sentido de éste yace fuera de él, es difícil ver cómo pueden ser «algo en conexión».

De nuevo parece considerar Wittgenstein que los argumentos en su apoyo estropearían la belleza de sus sorprendentes asertos. Russell había tratado de corregir estos malos hábitos filosóficos, pero por entonces se encontraba encerrado en una prisión británica por manifestarse en contra de la guerra. Wittgenstein había de persistir en esta irritante costumbre que plagaba sus primeros escritos filosóficos. ¿Era esto un inconveniente? Wittgenstein parecía tener noción de que al hacer tales llamativos asertos, dejándolos vacíos de ni siquiera una vaga justificación o argumentación, les daba lo que él decía que era la fuerza de un oráculo. ¿Podría ser que a Wittgenstein le interesara más el efecto que la verdad? Tal sugerencia le habría horrorizado, pero esto no quita que transcurra a través de su vida y obra un hilo, delgado pero evidente, de lo que se parece sospechosamente a teatralidad. Le gustara o no, tenía una personalidad de proporciones míticas (es posible que, en su mayor parte, esto no fuera auténticamente de su agrado). Se puede suponer que su propensión a las candilejas era, al menos en parte, subconsciente.

En 1918, Wittgenstein fue transferido al frente italiano en comisión de servicio. Se las había arreglado para cartearse de vez en cuando con su amado David Pinsent a lo largo del transcurso de la guerra, pero, de pronto, recibió la noticia de que David había muerto. «Quiero decirte cuánto te amó hasta el final», le escribió la madre de Pinsent, sin percatarse de la ironía de la frase. (Toda evidencia indica que David Pinsent nunca conoció la verdadera naturaleza de sus sentimientos para con Wittgenstein, o la de los de Wittgenstein hacia él). Wittgenstein le contestó que David «había sido mi primer y único amigo». A la memoria de David Pinsent había de dedicar su primera obra publicada.

En 1918, el esfuerzo de guerra austro-húngaro llegó a su final con una rendición innoble. Muchos oficiales austriacos se montaron en un tren en Italia, de regreso a Austria, abandonando sus hombres a su destino. Pero no el teniente Wittgenstein, incapaz de tal acción. (Es casi imposible exagerar en qué medida la vida de Wittgenstein fue regida por principios. Sus momentos de mayor desesperación sucedían cuando cesaba temporalmente de tensarse hasta el límite y era capaz de darse cuenta de cómo iba cayendo su vida por debajo de sus principios, elevados hasta lo imposible).

Cuando Wittgenstein fue hecho prisionero por los italianos, llevaba en su mochila el único manuscrito de su obra filosófica, redactado durante la guerra. Se habría de titular Tractatus Logicus-Philosophicus y es la primera gran obra filosófica de la época moderna. Está escrita según una serie de notas numeradas. Ya desde las primeras frases queda claro que la filosofía ha entrado en una nueva etapa: «1. El mundo es todo lo que es el caso. 1.1. El mundo es la totalidad de los hechos, no de las cosas».

Como campanadas, una afirmación nítida sigue a la otra, unidas por el mínimo absoluto de justificación o de argumentación: «1.13. Los hechos en el espacio lógico son el mundo. 1.2. El mundo se divide en hechos». La conclusión del libro es aún más memorable: «7. Sobre lo que no se puede hablar, se debe callar».

Pocos han cambiado el curso de la filosofía de manera tan impresionante. Esta perspicacia tan escueta fue sobrepasada sólo por Sócrates («Conócete a tí mismo»), Descartes («Pienso, luego existo») y Nietzsche («Dios ha muerto»). En las partes en que no es demasiado técnico (en el sentido lógico), el Tractatus de Wittgenstein es la más estimulante obra de filosofía jamás escrita. Su claridad y los saltos osados de su desarrollo la hacen a veces casi poética, como lo son también muchas de sus conclusiones. Y su idea básica es fácil de aprehender.

El Tractatus es un intento por delimitar lo que podemos decir con sentido. Esto lleva a la pregunta: ¿qué es el lenguaje? Wittgenstein pretende que el lenguaje nos da una figura del mundo. Esta idea le fue inspirada por un reportaje periodístico acerca de un caso ante un tribunal, en el que coches de juguete fueron usados para representar un accidente. Los cochecitos eran como un lenguaje que describía el estado de cosas real. Figuraban lo que había ocurrido. Pero lo más importante es que compartían la misma «forma lógica»; ambos obedecían las leyes de la lógica. Los cochecitos (lenguaje) podían ser usados también para describir todas las posibilidades (casi escape, atasco de tráfico, ausencia del coche que se alegaba había causado el accidente, etc.). Pero no podían describir dos coches que ocuparan a la vez el mismo espacio, o un coche ocupando dos espacios separados al mismo tiempo. La forma lógica evitaba esto, tanto en la realidad como en el lenguaje.

Cuando se lo analiza hasta sus proposiciones atómicas, el lenguaje consiste en figuras de la realidad. Las proposiciones pueden de esta manera representar toda la realidad, todos los hechos; porque las proposiciones y la realidad tienen la misma forma lógica. No pueden ser ilógicos.

Los límites del lenguaje son los límites del pensamiento, puesto que tampoco éste puede ser ilógico. No podemos ir más allá del lenguaje, porque eso sería como ir más allá de los límites de la posibilidad lógica. Las proposiciones lógicas del lenguaje son una figura del mundo, y no pueden ser otra cosa. No pueden decir nada de ninguna otra cosa. Esto quiere decir que ciertas cosas simplemente no pueden ser dichas. Desafortunadamente, los asertos del Tractatus caen dentro de esta categoría, pues no son figuras del mundo.

Wittgenstein se dio cuenta de esto. Para tratar de superar esta dificultad, se aferró a su primitiva idea de que de ciertas cosas no se puede decir que sean verdaderas, sólo se puede mostrar que son verdaderas. Admitió que en el Tractatus estaba tratando de decir cosas que sólo se pueden mostrar. Sin embargo, concluye el Tractatus con su célebre pronunciamiento magistral que prohíbe a otros tratar de hacer lo mismo. («Sobre lo que no se puede hablar, se debe callar»).

Dios cae inevitablemente dentro del grupo de cosas de las que no se puede hablar; no podemos decir nada de Dios porque el lenguaje sólo pinta figuras de la realidad. Pero Wittgenstein pretende que tales cosas como Dios sí existen; es sólo que no se pueden decir o pensar. «6.522. Hay en verdad cosas que no se pueden poner en palabras. Se manifiestan. Son lo místico». La parte final del Tractatus —al igual que sus escritos de los cuadernos de la época de la guerra— es una imponente mezcla de lógica y misticismo. No es fácil despacharla como un simple truco de magia, particularmente porque su expresión tiene una poderosa claridad. Sí tiene que ser, desgraciadamente, desechada como filosofía, aunque probablemente se la pueda clasificar como poesía filosófica del más alto nivel.

Hay otras objeciones aún más cruciales que, lamentablemente, se le pueden hacer al Tractatus. Admitamos que lenguaje y realidad ciertamente tienen alguna relación entre sí. Pero ¿cómo sabemos que esta relación es de hecho «forma lógica»? Wittgenstein se vio forzado a trampear en este punto. (Aunque claro está que él no creyó que era eso lo que estaba haciendo. Lejos de todos esa insidiosa sospecha, tan impensable como una imposibilidad lógica). Además, el cúmulo de cosas de las que no podemos hablar incluye un gran número de las que simplemente tenemos que hablar, si queremos vivir de un modo civilizado. Para comenzar, no podemos hablar del bien y el mal (ni de justo e injusto). El «lenguaje» del arte cae también dentro de esta categoría, puesto que es esencialmente ilógico. La obra de arte, al ser metafórica, es a la vez sí misma y algo distinto. Decir que lo que expresa la obra de arte es inexpresable es una contradicción. (Hasta Wittgenstein encontraría difícil argüir que no expresa nada en absoluto). Algunos han pensado que hasta el lenguaje caería dentro de esta categoría. Wittgenstein supera el problema declarando que, puesto que las proposiciones lógicas son tautologías, de hecho «no dicen nada». Admitir esto pondría fin a la filosofía como tal y Wittgenstein tiene la elegancia (o arrogancia) de imprimirlo en su prefacio al Tractatus.

Sin embargo, a pesar de estas serias objeciones y de la aceptación de la quiebra de la filosofía, el Tractatus había de ejercer una profunda influencia; sirvió, en particular, de inspiración al Círculo de Viena en su formulación del positivismo lógico. La filosofía podía haber llegado a su final, pero esto no impidió que los positivistas lógicos desarrollaran este final hacia una filosofía propia. El sentido de una proposición, según los positivistas lógicos, está en su modo de verificación. Hay dos tipos de proposiciones con sentido. En el primero, que es el propio de las proposiciones de las matemáticas y de la lógica, el sentido del sujeto está ya contenido en el sentido del predicado; son tautologías, es decir, son necesariamente verdaderas, lo que se puede verificar comparando el sujeto con el predicado; por ejemplo: «Doce menos diez es igual a dos». El segundo tipo de proposiciones es verificable por observación, e.g.: «La pelota está rodando colina abajo»; si no se puede verificar una expresión, no tiene sentido. Esto excluye toda la metafísica, y declaraciones teológicas tales como «Dios existe». Según Wittgenstein, la pregunta «¿Existe Dios?» no sólo no puede ser contestada sino que ni siquiera puede ser formulada, puesto que está más allá de los límites de la lógica y es, por tanto, sin sentido. Sencillamente, no podemos hablar con sentido de todo lo que no sea o bien tautológico o verificable en la observación.

Wittgenstein dio los últimos toques al Tractatus Logico-Philosophicus cuando era prisionero de guerra, bajo duras condiciones, en un campo en Cassino. Se las agenció para establecer contacto desde allí con Russell y el Tractatus llegaría a publicarse con un prefacio suyo que enfureció y desilusionó a Wittgenstein porque, según él, mostraba que Russell no había comprendido su libro. Wittgenstein insistió en incluir su propia introducción como corrección, donde señala modestamente que su obra contiene «la indiscutible y definitiva […] verdad […] la solución final al problema (de la filosofía)». Sin embargo, concede al menos: «cuán poco se ha conseguido cuando se han resuelto estos problemas».

Una vez que ya había rematado la filosofía, Wittgenstein no veía, muy lógicamente, sentido en continuar con ella. Cuando regresó a Austria después de la guerra, comenzó a pensar a qué dedicar sus esfuerzos. Pensó en recluirse en un monasterio, pero los monjes que le saludaron en la puerta le parecieron ofensivamente rudos, así que abandonó esta idea y se conformó con trabajar como jardinero del monasterio. Estaba decidido a llevar una vida de santo (si bien su filosofía había negado todo sentido a una existencia de santo, puesto que era indecible). En realidad, Wittgenstein era de nuevo un hombre profundamente afligido. De resultas de su conversión durante la guerra ahora creía que debía llevar una vida espiritual sencilla, muy similar a la que predicaba Tolstoi en sus últimos años.

El Imperio Austro-Húngaro estaba en ruinas y Austria misma en quiebra, espiritual y financieramente. Sin embargo, como consecuencia de las instrucciones que dio Karl Wittgenstein antes de su muerte, la fortuna familiar había sido reinvertida en América, con el resultado de que su hijo Ludwig, para gran irritación suya, era ahora más rico que antes de la guerra, cuando ya había tratado de regalar su herencia. Entre tiempos de labranza en el jardín del monasterio, Wittgenstein visitaba Viena para asegurarse de que, esta vez, el abogado de la familia siguiera sus instrucciones al pie de la letra y regalara toda la fortuna que había heredado. Esto llevó algún tiempo, pues al abogado de la familia le parecieron sus instrucciones increíbles, e igualmente imposible de creer de cuánto esperaba desprenderse. Pero finalmente se las agenció para pasar la mayor parte a las hermanas de Wittgenstein, que no ardían en deseos de ver la fortuna familiar disipada en donaciones a poetas extravagantes o borrachos.

Una vez que se hubo desprendido de la filosofía y de sus millones, Wittgenstein decidió convertirse en maestro de escuela de una remota aldea de montaña de la Baja Austria. Después de rechazar un pueblo porque contaba con un ameno parquecillo con fuente («Esto no es para mí. Yo quiero un lugar auténticamente rural») cayó finalmente sobre el pobre pueblo de Trattenbach.

La estancia allí de Wittgenstein fue una catástrofe para todos. Con aristocrática arrogancia empezó a infligir sus nuevos principios espirituales a los niños campesinos y los padres se enfurecieron. (No necesitaban que nadie les enseñara a vivir con pobreza y sencillez). Los piadosos campesinos se enfurecieron igualmente cuando el maestro de los nobles pensamientos rehusaba ir a la iglesia porque, en su opinión, los sermones eran un vacío espiritual; y aún más heridos se sintieron cuando evitaba unírseles en la bierstube local para unas copas, en vez de quedarse en su habitación desnuda, tocando el clarinete (y contemplando la idea del suicidio). Las cosas llegaron a su límite al cabo de un par de años; en un incidente en la escuela, Wittgenstein golpeó a un chico; esto se sacó de toda proporción y los campesinos consiguieron librarse de su imposible autodesignado santo.

Wittgenstein regresó a Viena, donde su familia estaba seriamente preocupada por el estado de su mente. Finalmente, una de sus hermanas le encargó construirle una nueva casa. Wittgenstein se puso a la tarea con su característica seriedad y diseñó un edificio moderno, como un bloque, desprovisto de cualquier adorno, pero la construcción no iba a ser simple, cada elemento del diseño debía ser respetado con exactitud fanática. Hubo que tirar abajo toda una pared porque se vio que una ventana estaba unos pocos centímetros desplazada de su lugar, cada picaporte tenía que ser fabricado de encargo, los pestillos de las ventanas resultaron ser estéticamente inaceptables, y así todo. Los constructores llegaron a desesperarse a causa del perfeccionismo de su patrón, pero no podían permitirse dejar el empleo con este lunático que estaba construyendo una prisión residencial moderna, de tres pisos, para su hermana millonaria, porque afuera, en las calles de Viena, la gente se moría de hambre.

Esta casa todavía está en la Kundmanngasse, una calle por medio del canal del Danubio, en el distrito este de Viena. En apariencia, el edificio, un bloque modernista de principios de siglo, de tres alturas y con filas de grandes ventanas, no tiene nada de excepcional. Cuando hace algunos años localicé por primera vez la Wittgensteinhaus, no estaba abierta al público; me quedé en la calle, frustrado, tratando de mirar por las ventanas para ver cómo era por dentro y vi una escalera que cruzaba diagonalmente una de las ventanas, pero me di la vuelta enseguida; una mujer estaba subiendo por la escalera y me encontré, inadvertidamente, con los ojos fijos en su falda. El arquitecto dejó esta pifia arquitectónica, obsesionado por cómo colocar con precisión enchufes de diseño y cosas así. (En llamativo paralelo, la segunda filosofía de Wittgenstein —que debe haberse formado en su cabeza por aquel tiempo— muestra características notablemente similares en su obsesión por los detalles y su completo desprecio por las necesidades de las gentes que han de vivir con ella). La última vez que vi, hace algunos años, la Wittgensteinhaus albergaba el Instituto Búlgaro de Cultura, un concepto que podría no haber soportado un análisis lógico riguroso del creador del edificio. En aquellos días anteriores a la caída de la Cortina de Acero, el lugar era un nido de espías.

Mientras Wittgenstein estaba construyendo la casa de su hermana, comenzó a verse frecuentemente con miembros del Círculo de Viena. Formaban el grupo de discusión algunas de las mentes más preclaras de la Europa central, entre ellos el filósofo Schlick (a quien un estudiante disgustado con el resultado de un examen mató de un tiro tiempo después) y el lógico Carnap (quien llegó a estar convencido de que los problemas filosóficos se resolverían cuando todos habláramos esperanto). Los miembros del Círculo de Viena estaban desarrollando las ideas del Tractatus de Wittgenstein hacia la virulenta anti-metafísica del positivismo lógico. Se quedaron de piedra al descubrir que el propio Wittgenstein era un hombre profundamente espiritual, aunque debían haber estado advertidos: el Tractatus tiene una linea predominante de misticismo críptico. («Lo místico no es cómo sea el mundo, sino qué es»). A modo de explicación Wittgenstein aseveraba que lo que no había dicho en el Tractatus era mucho más importante que lo que había dicho. Las mejores mentes de la Europa central escuchaban en silencio, perplejos, cómo su héroe intentaba explicarles lo que no había dicho, lo que no podía ser dicho. Este truco de la soga india quizá le hizo pensar a Wittgenstein que no había tenido un éxito completo en dar muerte a la filosofía, después de todo.

Esto fue un acontecimiento único. Nunca antes había admitido un gran filósofo, ni siquiera ante si mismo, que su filosofía estaba equivocada. Pero Wittgenstein, típicamente, dio un paso más. Puesto que su filosofía estaba equivocada, toda la filosofía lo estaba, evidentemente. Wittgenstein se embarcó entonces en su segundo intento por destruir la filosofía, de una vez por todas.

Wittgenstein volvió a Cambridge en 1929. El único filósofo en el mundo que quizá podía haber comprendido de qué estaba hablando Wittgenstein era Russell y pronto quedó claro que el mismo Russell no tenía ni idea. Pero se decidió de todos modos admitir a Wittgenstein como Miembro del Claustro (a pesar de que ni siquiera estaba graduado).

Wittgenstein continuó dando clases en Cambridge durante los dieciocho años siguientes, a la vez que se recriminaba a sí mismo, típicamente, por hacer algo tan «deshonesto», y calificaba la filosofía como «una especie de muerte en vida». En sus clases comenzó a elaborar su nueva filosofía: la anti-filosofía. Éstas son las clases legendarias que Wittgenstein mantenía en las habitaciones, ascéticamente desnudas, que todavía pueden verse en Whewell’s Court en el Trinity College, y que dan a un tranquilo patio con césped y una estatua de bronce de un joven desnudo. El único adorno en las habitaciones de Wittgenstein era una caja fuerte, donde guardaba los papeles que contenían la filosofía que nadie más podía comprender, por si acaso se la robaban. Los pocos escogidos a quienes se les permitía atender las clases de Wittgenstein tenían que llevar sus sillas. Permanecían sentados en silencio mientras Wittgenstein ponía su cabeza a «pensar». De vez en cuando, con la apariencia de un esfuerzo extremado, el filósofo se liberaba de un «pensamiento». Con otro que no fuera Wittgenstein esto habría sido una demostración ridículamente pretenciosa de «pensamiento original». Pero todos los presentes concuerdan en que la atmósfera era electrizante. A veces Wittgenstein examinaba hasta la tortura a uno de sus «estudiantes». Entre éstos estaban las mentes más lúcidas de Cambridge, los jóvenes intelectuales solitarios de costumbre y, en los últimos años, un negro de la fuerza aérea de USA, que se presentó por allí sin invitación, y a quien se le pidió que se quedara debido a su «expresión jovial». (Mientras tanto, a profesores de Cornell o similares, que habrían cruzado el Atlántico para oír a Wittgenstein, se les rehusaba la asistencia).

Todos coinciden en que, cuando Wittgenstein interrogaba a uno de sus estudiantes sobre algún aspecto filosófico, el equivalente más próximo era la Inquisición española. Wittgenstein tenía una personalidad con tal poder de dominación que reducía su audiencia a un estado de terror. El único hombre que se sabe que se le enfrentó fue Alan Turing, el inventor del ordenador y uno de los matemáticos más finos de la época (quien tuvo que abandonar su carrera de matemático para ganar la segunda guerra mundial, al descifrar el código alemán Enigma). Durante una de sus clases, Wittgenstein sugirió que un sistema —tal como la lógica o las matemáticas— permanecería válido incluso si contenía una contradicción. Turing discrepó: no tenía sentido construir un puente con matemáticas que contuvieran una contradicción escondida, puesto que podía caerse. Wittgenstein no aceptaba esto: las consideraciones empíricas no juegan ningún papel en lógica. Pero Turing no se dejaba intimidar e insistía en que el puente se caería. (Da que pensar, trasladando esto en paralelo, la posible aplicación de la filosofía de Wittgenstein en otros campos de la vida real).

Durante su estancia en Cambridge, Wittgenstein se convirtió en algo así como un monstre sacré para la universidad. Solía presentarse en las reuniones semanales del Club Filosófico para monopolizar las discusiones, destruyendo agresivamente los argumentos, tanto de profesores como de estudiantes. Permaneció intensamente solo pero llegó a establecer unas pocas relaciones con sus jóvenes intelectuales solitarios, con uno de los cuales llegó a convivir. Wittgenstein llevaba invariablemente la parte dominante en estas relaciones, en su mayor parte platónicas, pero que a menudo causaban gran daño a sus campaneros. Insistía en que debían dejar su trabajo académico y llevar una vida de sencillez tolstoyana, trabajando en una fábrica o haciéndose celador en un hospital.

Él también se hizo celador al estallar la segunda guerra mundial. Por suerte, sus amigos influyentes de la universidad le consiguieron la nacionalidad británica, pero sufría mucho por el hecho de que él no corría ningún peligro mientras sus hermanas permanecían en la Viena ocupada por los nazis. Los Wittgensteins eran judíos y estaban lejos de estar seguros, a pesar de ser el equivalente austriaco de los Rotschild. (Wittgenstein no fue el único en heredar el rasgo Wittgenstein de arrogancia con principios. Cuando un oficial nazi informó a su hermana de que los Wittgensteins no tenían que temer ser clasificados como judíos, ella se indignó. Ningún advenedizo le iba a decir qué eran o qué no eran los Wittgensteins, e insistió en que se le expidieran inmediatamente papeles que certificaran su sangre judía).

El año 1944 regresó Wittgenstein a Cambridge y comenzó a preparar la publicación de un manuscrito con su nueva filosofía. Se había de llamar Investigaciones Filosóficas y fue finalmente publicado en 1953. Éste y el Tractatus, que ahora repudiaba, habrían de ser los dos únicos libros que Wittgenstein preparó en vida para su publicación. Más de una media docena de obras aparecieron póstumamente: se basaban en apuntes de sus lecciones tomados por sus «estudiantes» y algunos cuadernos de la famosa caja fuerte.

Algunos le han encontrado un particular simbolismo a esta caja, que era el único lujo que Wittgenstein se permitió durante sus largos años de ascetismo. El hombre que buscaba ansiosamente la claridad, tanto en su vida como en su obra, guardó para sí muchos secretos oscuros. De manera similar, otros han comentado el parecido entre su aserto «Sobre lo que no se puede hablar, se debe callar» y su actitud hacia su homosexualidad. Una vida tan intensa como la de Wittgenstein tiene que dar estos paralelismos. Pero quizá conviene aquí seguir otra de sus famosas frases. «Poco se puede decir con sentido acerca de estos asuntos, sólo se pueden mostrar».

Las Investigaciones Filosóficas de Wittgenstein producen un amargo desengaño, si se las compara con el Tractatus. La lucidez y osadía del Tractatus dejan paso a quisquillosos análisis lógicos de sensaciones particulares o del significado de ciertas palabras. No hay ya nada de filosofía, sólo filosofar, lo que consiste en desentrañar errores en el pensar. Éstos aparecen por fallos lingüísticos. El lenguaje ya no es una figura del mundo, es más bien como una red con muchos hilos interconectados. Nuestro entendimiento se enreda cuando usamos mal una palabra en una situación en la que no se puede aplicar. La tarea de la filosofía es un esforzado desenredar estos nudos; por eso es la filosofía tan compleja (y tan aburrida). La larga y gloriosa tradición de la filosofía, con sus profundas preguntas, que formaba parte integral de nuestra cultura se ha reducido a un cribar la lengua, como buscando diamantes. Se ha comparado la última filosofía de Wittgenstein con la Teoría de las Supercuerdas en física, que establece que las partículas subatómicas fundamentales que forman el universo son como trozos de cuerdas entrelazados. La comparación es falsa; sólo una de estas teorías, similares a esos juegos con hilos que hacen los niños con sus manos, será a la postre interesante.

Con su segunda filosofía ya bosquejada, Wittgenstein pasó una vez más a una vida de soledad y ascetismo. Vivió durante un tiempo en una cabaña al Oeste de Irlanda, donde se dedicaba a pensar y a dar de comer a las gaviotas. Pero pronto se sintió demasiado enfermo para llevar una vida tan austera y se hospedó con varios amigos en Inglaterra y en América. Se le diagnosticó cáncer y murió en Cambridge el 29 de abril de 1951. Puede visitarse su tumba, con una sencilla lápida donde sólo constan su nombre y fechas, en el cementerio de hierba, agradablemente silvestre, de la Iglesia Católica de San Gil, a una milla de la iglesia por la carretera de Huntingdon. Cuando visité el lugar, una tarde fría y húmeda de febrero, un admirador había plantado pequeños pensamientos de invierno (que seguramente no habrían contado con la aprobación del inquilino). La piedra de la lápida tenía algunas ligeras raspaduras, lo que sugiere otras atenciones más torpes (o quizá irrespetuosas) de estudiantes. Hasta el día de hoy, el notorio filosoficida continúa atrayendo no deseados devotos.