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EPÍLOGO

Medianoche en pleno día

Volvía a ser la feria del desbrozo, con el mismo organillero alborotador, los barreños con sapos para sacarlos con la boca, los adivinos, la risa y los carteristas (que nunca tocaban la cartera de una bruja), aunque aquel año habían decidido por consenso que no habría carrera de quesos. Tiffany recorrió el bullicio saludando a la gente que conocía, que era toda, y disfrutando del día soleado. ¿Hacía ya un año entero? Habían ocurrido tantas cosas que se le juntaba todo, igual que los sonidos de la feria.

—Buenos días, señorita. —Era Ámbar, que se le acercó con su novio… con su marido—. Casi no la he reconocido sin el sombrero puntiagudo, ya me entiende.

—He pensado que hoy sería solo Tiffany Dolorido —dijo Tiffany—. Es día festivo, al fin y al cabo.

—¿Pero sigue siendo la bruja?

—Sí, sí, aún soy la bruja, pero hoy no soy necesariamente el sombrero.

El marido de Ámbar rió.

—¡Entiendo a qué se refiere, señorita! ¡A veces juraría que la gente me confunde con un par de manos!

Tiffany lo miró de arriba abajo. Había conocido al joven cuando se casó con Ámbar, claro, y la había dejado impresionada: era lo que llamaban un chico responsable y sin un pelo de tonto. Llegaría lejos, y llevaría a Ámbar con él. Y cuando ella terminara su entrenamiento con la kelda, ¿quién sabe dónde podría llevarlo ella?

Ámbar no se soltaba de su brazo.

—Mi William le ha cosido un regalo, señorita —dijo—. ¡Venga, William, enséñaselo!

El joven ofreció a Tiffany el paquete que llevaba y carraspeó.

—No sé si está al tanto de la moda, señorita, pero en la gran ciudad están fabricando unos tejidos maravillosos, así que pensé en ellos cuando Ámbar me sugirió esta idea. Pero además también ha de ser lavable, como mínimo, y tal vez con falda abierta para montar en escoba pero con perneras ajustadas a los tobillos, que están haciendo furor esta temporada, y botones en las muñecas para que las mangas no molesten, y bolsillos interiores que apenas se marquen. Espero que le venga bien, señorita. Se me da bien tomar medidas a ojo. Le tengo bien pillado el tranquillo.

Ámbar dio unos saltitos a su lado.

—¡Póngaselo, señorita! ¡Venga, señorita! ¡Póngaselo!

—¿Cómo? ¿Delante de todo el mundo? —objetó Tiffany, avergonzada e intrigada al mismo tiempo.

Ámbar no tenía intención de ceder.

—¡En la tienda de madres y bebés, señorita! ¡Ahí no entran hombres, señorita, esté tranquila! ¡Les da miedo por si tienen que hacer eructar a alguien, señorita!

Tiffany se rindió. El paquete daba una sensación rica; tenía el tacto suave, como el de un guante. Las madres y los bebés la observaron mientras se ponía el vestido, y Tiffany oyó suspiros de envidia intercalados entre los eructos.

Ámbar, tan entusiasmada que parecía a punto de estallar en llamas, apartó la lona para entrar y dio una gran bocanada de aire.

—¡Oh, señorita, oh, señorita, pero qué bien le sienta! ¡Oh, señorita! ¡Ojalá pudiera verse, señorita! ¡Salga para que la vea William, señorita, que va a estar más orgulloso que un rey! ¡Oh, señorita!

No se podía decepcionar a Ámbar. No había forma. Sería como… bueno, como dar una patada a un cachorrito.

Tiffany se notaba distinta sin el sombrero. Más liviana, quizá. Y William ahogó un grito y dijo:

—Cómo me gustaría que mi maestro estuviera aquí, señorita Dolorido, porque es usted una obra maestra. Ojalá pudiera verse… ¿señorita?

Solo durante un momento, para que la gente no sospechara demasiado, Tiffany salió de sí misma y se vio rodar con el hermoso vestido, más negro que un gato que se hubiera comido a un pavo, y pensó: Me vestiré de medianoche y se me dará de maravilla…

Se apresuró a volver a su cuerpo y dio las gracias con timidez al joven sastre.

—Es espléndido, William, y estaré encantada de ir volando para enseñárselo a tu maestro. ¡Los puños son estupendos!

Ámbar estaba dando saltitos otra vez.

—Tenemos que darnos prisa si queremos llegar al juego de tirar de la cuerda, señorita… ¡Compiten feegles contra humanos! ¡Será divertido!

Y la verdad es que ya les llegaban los rugidos de los feegles al calentar, aunque habían hecho un ligero cambio a su cántico habitual:

—¡Sin rey, sin reina, sin señor! ¡Un barón… pero por mutuo acuerdu suscrito entre ambas partes, ya sabes!

—Id vosotros por delante —dijo Tiffany—. Estoy esperando a alguien.

Ámbar se detuvo un momento.

—¡No espere demasiado, señorita, no espere demasiado!

Tiffany caminó despacio en su maravilloso vestido, preguntándose si se atrevería a ponérselo a diario… y unas manos pasaron junto a sus orejas y le taparon los ojos.

Una voz a su espalda susurró:

—¿Un ramillete para la bella dama? Quién sabe, tal vez ayude a encontrar a tu pretendiente.

Dio media vuelta.

—¡Preston!

Charlaron mientras se alejaban paseando del bullicio, y Tiffany escuchó las novedades sobre el joven tan listo al que Preston estaba entrenando para que ocupara su puesto de maestro en la escuela, y sobre exámenes y médicos y sobre el Hospital Gratuito Lady Sybil, que —y esta era la parte importante de verdad— acababa de aceptar a Preston como nuevo aprendiz, posiblemente porque, si podía convencer a un burro de que soltara su pata trasera, tal vez tuviera talento para la cirugía.

—No creo que vaya a tener muchas vacaciones —dijo él—. A los aprendices les dan muy pocas, y me tocará dormir debajo del autoclave y ocuparme de todas las sierras y bisturíes, ¡pero ya me sé todos los huesos de memoria!

—Bueno, en escoba tampoco es tanta distancia —comentó Tiffany.

La expresión de Preston cambió mientras metía una mano en el bolsillo y sacaba algo envuelto en papel de seda, que entregó a Tiffany sin decir palabra.

Tiffany lo desenvolvió, sabiendo sin lugar a dudas que iba a ser la liebre dorada. No había la menor posibilidad de que no lo fuese. Intentó encontrar las palabras, pero Preston siempre andaba más que servido. Le preguntó:

—Señorita Tiffany, que es la bruja… ¿Tendría la amabilidad de decirme qué sonido hace el amor?

Tiffany miró su rostro. El ruido de hombres y feegles tirando de la cuerda quedó silenciado. Los pájaros dejaron de cantar. Entre la hierba, los saltamontes pararon de frotarse las patas y miraron hacia arriba. La tierra se estremeció un poco cuando hasta el gigante de caliza (tal vez) se movió para oír mejor, y el silencio fluyó sobre el mundo hasta que no quedó más que Preston, que siempre estaba allí.

Y Tiffany dijo:

—Escucha.