IMAGE

CAPÍTULO 9

La duquesa y la cocinera

A Tiffany le gustaba volar. A lo que ponía peros era a estar en el aire, al menos a alturas superiores a la de su propia cabeza. Lo hacía de todas formas, porque era ridículo y denigrante para la brujería en general que la vieran volando tan bajo que sus botas rozaran las cimas de los hormigueros. La gente se reía y a veces señalaba. Pero en aquel momento, maniobrando la escoba entre las ruinas de las casas y los charcos turbios y burbujeantes, anhelaba el cielo abierto. Fue un alivio rodear una pila de espejos rotos y ver la clara luz del día, aunque tuviera al lado un letrero que decía: SI ESTÁS LO BASTANTE CERCA PARA LEER ESTE LETRERO, DE VERDAD, DE VERDAD NO DEBERÍAS ESTARLO.

Fue la gota que colmó el vaso. Alzó la escoba hasta que las cerdas dejaron un surco en el barro y ascendió como un cohete, agarrándose desesperada a la correa, que crujía, para no resbalar. Oyó que una vocecita decía:

—Estamos experimentandu ciertas turbulencias y tal. Si miran a su derecha y a su izquierda, verán que non hay salidas de emergencia…

El discurso se vio interrumpido por otra voz, que dijo:

—En realidad, Rob, la escoba tiene salidas de emergencia por todas partes, ¿sabes?

—Ah, sí —respondió Rob Cualquiera—, peru habrá que hacer las cosas con estilo, ¿non? Esperar a casi habernos estampadu contra el suelo y entonces dar un saltiño hácenos quedar como unos tontainas.

Tiffany siguió aferrada a la escoba, intentando ni escuchar ni dar patadas a los feegles, que no tenían sentido del peligro porque consideraban, como siempre, que no había nada más peligroso que ellos.

Cuando por fin logró poner horizontal la escoba, se arriesgó a mirar abajo. Parecía haber una trifulca en el exterior de comoquiera que acabasen decidiendo llamar a La Cabeza del Rey, pero no se veía ni rastro de la señora Proust. La bruja de la ciudad era una mujer con recursos, ¿verdad? La señora Proust podía cuidarse sola.

La señora Proust estaba cuidándose sola, por el método de correr a toda velocidad. Cuando sintió el peligro, no se entretuvo ni un segundo: enfiló hacia el callejón más cercano mientras la niebla se alzaba a su alrededor. En la ciudad siempre había humo, neblinas y vapores, fáciles de aprovechar para una bruja que les tuviera cogido el tranquillo. Eran el aliento de la ciudad y su halitosis, y la señora Proust les sacaba partido como a un balancín hecho de niebla. Se detuvo para recobrar algo de aliento propio apoyada contra una pared.

Lo había sentido acumularse como una tormenta, en una ciudad que en general era notable por su relajación. Ahora bastaba con que una mujer tuviera aspecto de bruja para convertirla en objetivo. Solo esperaba que todas las mujeres viejas y feas estuviesen tan a salvo como lo estaba ella.

Un momento más tarde la niebla escupió a dos hombres, uno de ellos con un palo muy grande en la mano. El otro no necesitaba palo porque era inmenso y, por tanto, era su propio palo.

Mientras el hombre del palo corría hacia ella la señora Proust dio una patadita a la acera y un adoquín se encabritó bajo los pies del hombre, haciéndole tropezar y provocándole un aterrizaje de emergencia sobre la barbilla, que crujió mientras el palo se alejaba rodando.

La señora Proust cruzó los brazos y miró con furia al hombre corpulento. No era tan tonto como su amigo, pero estaba abriendo y cerrando los puños, y la bruja sabía que era solo cuestión de tiempo. Dio otro pisotón en la acera antes de que el matón pudiera hacer acopio de valor.

El grandullón estaba intentando predecir qué ocurriría, pero no esperaba que la estatua ecuestre[23] de lord Alfred Óxido —famoso por la osadía y bravura con que perdió todos y cada uno de los enfrentamientos militares en que participó— saliese al galope de entre la niebla y le diera tal coz entre las piernas que lo envió volando hacia atrás, hasta que dio con la cabeza contra una farola y resbaló por ella al suelo.

Entonces la señora Proust lo reconoció como un cliente que a veces compraba polvo pica-pica y puros explosivos a Derek, y no estaba nada bien matar a los clientes. Lo levantó tirándole del pelo entre gemidos y le susurró al oído:

—No has estado aquí. Ni yo tampoco. No ha pasado nada, y tú no lo has visto. —Se quedó pensativa un momento y, como el negocio es el negocio, añadió—: Y cuando vuelvas a pasar por delante del Emporio Boffo de Artículos de Broma, te impresionará su extensa gama de hilarantes y prácticas bromas para toda la familia, sobre todo la novedad de esta semana: las asquerosas «Perlas de la Acera», ideales para el entendido en humor escatológico que se toma en serio sus risas. Esperamos que nos visites pronto. Posdata: con nuestra nueva línea «Trueno» de puros explosivos nunca dejarás de reír, y prueba también nuestro hilarante chocolate de caucho. No te marches sin echar un vistazo a nuestra flamante sección de caballeros, con la mejor calidad en ceras para bigote, tazas con salvabigote, cuchillas de afeitar, nuestra gama de rapés de primera, cortapelos para la nariz con mango de ébano y nuestros famosos pantalones glandulares, envueltos en papel sin marcas y limitados a un par por comprador.

Satisfecha, la señora Proust dejó caer la cabeza hacia atrás y aceptó a regañadientes que las personas inconscientes no compran cosas, así que dirigió su atención al ex propietario de un palo, que estaba gimoteando. Bueno, sí, la culpa es del hombre sin ojos, pensó, y a lo mejor sirve como excusa; pero la señora Proust no era famosa por su naturaleza indulgente. El veneno va allí donde es bienvenido, se dijo. Chasqueó los dedos y subió al caballo de bronce, ocupando el frío pero cómodo regazo metálico del difunto lord Óxido. Entre repiqueteos y chirridos, el caballo de bronce se adentró en el banco de niebla que acompañó a la señora Proust hasta su tienda.

Sin embargo, en el callejón que había dejado parecía nevar, hasta que una mirada más atenta revelaba que lo que caía del cielo sobre los cuerpos inconscientes había estado antes en los estómagos de las palomas que llegaban en bandadas desde cada rincón de la ciudad, siguiendo las órdenes de la señora Proust. La bruja las oyó y sonrió sin humor.

—¡En este barrio quien la hace la paga! —exclamó orgullosa.

Tiffany se sintió mejor cuando dejó atrás el hedor y el humo de la ciudad. ¿Cómo podían vivir con ese olor?, se preguntó. Era peor que el espog de un feegle.[24]

Pero ahora estaba sobrevolando campos cultivados y, aunque el humo de las quemas de rastrojos llegaba hasta su altura, era una fragancia comparado con la parte del mundo contenida entre las murallas de la ciudad.

¡Y Eskarina Herrero vivía allí! ¡Bueno, vivía allí a veces! ¡Eskarina Herrero! ¡Era real de verdad! La mente de Tiffany volaba casi a la misma velocidad que su escoba. ¡Eskarina Herrero! Todas las brujas habían oído decir cosas de ella, pero no había dos que se pusieran de acuerdo.

¡La señorita Lento había dicho que Eskarina fue la chica que recibió un cayado de mago por error!

¡La primera bruja entrenada por Yaya Ceravieja! ¡Que la matriculó en la Universidad Invisible después de explicar cuatro cosas a los magos de allí! Y fueron bastante más de cuatro, si se hacía caso a algunos de los relatos, que incluían descripciones de batallas mágicas.

La señorita Cabal había asegurado a Tiffany que era una especie de cuento de hadas.

La señorita Traición había cambiado de tema.

Tata Ogg se había dado unos golpecitos conspirativos en un lado de la nariz antes de susurrar: «En boca cerrada no entran moscas».

Y Annagramma, dándose aires, había asegurado a todas las brujas jóvenes que Eskarina existió, pero estaba muerta.

Sin embargo, había una historia que se resistía a desaparecer y se enroscaba entre la verdad y la mentira como una madreselva. Decía a quien la escuchara que hacía mucho tiempo, en la universidad, Eskarina había conocido a un joven llamado Simón al que, al parecer, los dioses habían maldecido con casi todas las dolencias que podía sufrir la humanidad. Pero, dado que los dioses tienen sentido del humor, aunque el suyo sea más bien extraño, también le habían conferido el poder de entender… bueno, todo. Apenas podía andar sin ayuda, pero era tan inteligente que logró contener el universo entero en su cabeza.

Los magos con barbas que les llegaban hasta el suelo se acercaban para oírle hablar del espacio, el tiempo y la magia como si los tres formasen parte de un mismo todo. Y la joven Eskarina le había dado de comer, le había limpiado, le había ayudado a desplazarse y había aprendido de él… bueno, todo.

Y según los rumores había aprendido secretos que dejaban hasta la más poderosa de las magias a la altura de un truco de feria. ¡Y la historia era cierta! Tiffany había hablado con la historia, había comido magdalenas con ella y de verdad había una mujer allí que podía recorrer el tiempo y darle órdenes. ¡Madre mía!

Sí, y Eskarina tenía algo muy raro… Daba la sensación de que no estaba toda allí, sino que estaba en todos los demás lugares al mismo tiempo. Y en aquel momento Tiffany vio la Caliza en el horizonte, sombría y misteriosa como una ballena varada. Aún le quedaba muy lejos, pero hizo que su corazón se acelerara. Aquel era su terreno; lo conocía como la palma de su mano, y una parte de ella siempre estaba allí. En aquel lugar podía enfrentarse a cualquier cosa. ¿Cómo iba el Hombre Astuto, un viejo fantasma, a derrotarla en su propio terreno? Allí tenía tantos familiares que costaba contarlos, y amigos, más que… bueno, ahora que era bruja ya no tantos, pero qué se le iba a hacer.

Tiffany notó que alguien trepaba por su vestido. No le supuso el problema que podría esperarse: a una bruja nunca se le ocurriría vestir de otra forma que con vestido pero, si había que volar en escoba, una inversión sabia eran los leotardos bien resistentes, a ser posible con cierto acolchado. Hacía que su culo pareciera más grande, pero también se lo calentaba, y a treinta metros de altura la moda importaba menos que la comodidad. Miró hacia abajo y vio a un feegle vestido con un casco de guardia, que parecía forjado a partir de una vieja tapa de salero, un peto igual de pequeño y, lo más sorprendente de todo, pantalones y botas. No solían verse botas en un feegle.

—Eres Pequeño Loco Arthur, ¿verdad? ¡Te vi en La Cabeza del Rey! ¡Eres policía!

—Y tantu. —Pequeño Loco Arthur sonrió una sonrisa que era puro feegle—. La vida en la Guardia es buena, y la paga tambén. ¡Non veas cómu estiras los peniques si dante para comer una semana entera!

—Entonces ¿has venido para meter en vereda a nuestros chicos? ¿Tienes pensado quedarte?

—Ah, non, creo que non. Gústame la ciudad, ¿sabes? Gústame el café que non está hecho de bellotiñas de esas, y allí puedu ir al teatro, a la ópera y al ballet.

La escoba se bamboleó un poco. Tiffany había oído hablar del mundo del ballet, e incluso había visto ilustraciones en un libro, pero de algún modo no encajaba en ninguna frase que incluyera la palabra «feegle».

—¿Ballet? —logró decir.

—¡Oh, sí, es genial! La semana pasada vi El cisne sobre el lago de zinc, la versión moderna de una composición tradicional a la que dio vida una compañía joven con muchu futuro. Y al día siguiente, claro, hubo una reinterpretación de Die Flabbergast en la Ópera. Y buenu, ya sabes, en el Real Museo de Arte montaron una exposición de porcelanas que duró una semana entera, con un dedaliño de jerez gratis. Aaah, sí, es la ciudad de la cultura, dígotelo yo.

—¿Estás muy seguro de que eres un feegle? —preguntó Tiffany, fascinada.

—Eso dijéronme, señorita. Ninguna ley dice que non puédame interesar la cultura, ¿verdad que non? Ya dije a los rapaces que cuando vuelva llevarémelos a que vean el ballet por sí mesmos.

La escoba dio la impresión de volar sin rumbo durante un rato, mientras Tiffany miraba a la nada, o más bien a una imagen mental de los feegles en un teatro. Ella nunca había entrado en uno, pero había visto ilustraciones y la mera idea de que hubiera feegles entre las bailarinas era tan impensable que prefirió dejar vagar a su mente hasta olvidarla. Recordó a tiempo que tenía que tomar tierra y posó la escoba muy limpiamente cerca del túmulo.

Para su asombro había guardias en el exterior. Guardias humanos.

Se los quedó mirando sin creérselo. Los guardias del barón nunca subían a las lomas. ¡Nunca! ¡Era inaudito! Y… sintió cómo crecía su rabia… uno de ellos tenía una pala en la mano.

Saltó de la escoba tan rápido que la dejó derrapando en la hierba, desperdigando feegles hasta que topó contra un obstáculo y se sacudió de encima a los pocos que habían logrado resistir a bordo.

—¡No descargues esa pala, Brian Roberts! —gritó al sargento de la guardia—. ¡Si permites que corte la tierra, habrá consecuencias! ¡Cómo te atreves! ¿Qué hacéis aquí? Y que nadie corte a nadie en pedacitos, ¿lo habéis entendido todos?

La última orden iba dirigida a los feegles, que habían rodeado a los hombres con un anillo de espadas pequeñas pero siempre afiladísimas. Los feegles llevaban sus espadones tan afilados que un humano podía no saber que le habían cortado las piernas hasta que intentaba andar. Los propios guardias tenían la expresión de quienes se saben grandes y fuertes en teoría pero acaban de caer en la cuenta de que «grande» o «fuerte» no serán suficientes ni de lejos. Habían oído las historias, por supuesto; en la Caliza todo el mundo había oído los cuentos sobre Tiffany Dolorido y sus pequeños… ayudantes. Pero solo habían sido cuentos, ¿no? Pues ya no lo eran. Y ahora amenazaban con subirles corriendo por los pantalones.

En un silencio aturdido y entre jadeos, Tiffany miró a su alrededor. Todo el mundo estaba observándola, lo cual era mejor que tener a todo el mundo peleándose, ¿verdad?

—Muy bien —dijo, como una maestra complacida por los pelos con una clase de las traviesas. Añadió un bufido, que en general se traduciría como: «Pero solo por los pelos, ojo». Volvió a bufar—. De acuerdo. ¿Quién va a decirme qué está pasando aquí?

El sargento levantó la mano y todo.

—¿Podemos hablar en privado, señorita?

Tiffany se quedó impresionada de que pudiera pronunciar palabra, considerando que su mente estaba tratando de encontrar sentido a lo que de pronto le decían sus ojos.

—Muy bien, sígueme. —Se giró de sopetón, sobresaltando tanto a los guardias como a los feegles—. Y nadie, y cuando digo nadie es nadie, va a excavar el hogar de nadie ni a cortar las piernas de nadie mientras no estemos, ¿entendido? Que si lo habéis entendido, digo. —Hubo un coro farfullado de síes y de bueeenos, pero no incluía la voz de la cara que Tiffany estaba mirando. Rob Cualquiera temblaba de cólera y empezaba a tomar impulso para saltar—. ¿Me has oído, Rob Cualquiera?

Él la miró con los ojos encendidos en llamas.

—¡Non comprométome a nada respectu a eso, señorita, por muy arpía que seas! ¿Dónde está mi Jeannie? ¿Dónde están los demás? ¡Estos pámpanos traen espadas! ¿Qué tenían pensadu hacer con ellas? ¡Exiju una respuesta!

—Escúchame, Rob —empezó a decir Tiffany, pero lo dejó ahí. Rob Cualquiera, con la cara surcada de lágrimas, estaba tirándose de la barba mientras luchaba desesperado contra los horrores de su propia imaginación. Estamos a punto de tener una guerra abierta, estimó Tiffany—. ¡Rob Cualquiera! ¡Soy la arpía de estas colinas y te impongo el juramento de no matar a estos hombres hasta que te lo diga! ¿Entendido?

Hubo un estrépito cuando un guardia cayó desmayado hacia atrás. ¡Ahora la chica estaba hablando con esas criaturas! ¡Y sobre matarlos a ellos! Los hombres no estaban acostumbrados a situaciones como aquella. Por lo general, lo más emocionante que les ocurría era que los cerdos se colaran en el huerto de verduras.

El gran hombre de los feegles vaciló mientras su cerebro aturullado digería la orden de Tiffany. Cierto, era la orden de no matar a nadie ahora mismo, pero al menos no negaba la posibilidad de poder hacerlo muy pronto, lo que le quitaría de la cabeza sus terribles imágenes mentales. Era como atar a un perro hambriento con una correa de telaraña, pero al menos Tiffany ganaría algo de tiempo.

—Fíjate en que el montículo está intacto —dijo Tiffany—, así que lo que pretendieran hacer aún no está hecho. —Se volvió hacia el sargento, que había perdido todo el color, y le sugirió—: Brian, si quieres que tus hombres vivan y conserven sus extremidades, diles que suelten las armas sin hacer movimientos bruscos, ahora mismo. Vuestras vidas dependen del honor de un feegle, y está volviéndose loco a sí mismo de horror. ¡Hazlo ya!

Para alivio de Tiffany, el sargento dio la orden y los guardias, felices de que su sargento les ordenara hacer exactamente lo que les pedía hasta el último átomo de sus cuerpos, dejaron caer las armas de sus manos temblorosas. Uno incluso levantó los brazos, en gesto universal de rendición. Tiffany alejó un poco al sargento de los malcarados feegles y susurró:

—¿Qué te crees que estás haciendo, idiota sin cerebro?

—Órdenes del barón, Tiff.

—¿Del barón? Pero si el barón está…

—Vivo, Tiff. Ha vuelto hace tres horas. No hicieron alto para descansar de noche, se ve. Y la gente está diciendo cosas. —Bajó la mirada a sus botas—. Nos han… nos han, bueno, enviado aquí arriba para buscar a la chica que tú entregaste a las hadas. Lo siento, Tiff.

—¿Que entregué? ¿Que entregué?

—No lo he dicho yo, Tiff —respondió el sargento retrocediendo—, pero… bueno, la gente cuenta historias. Y cuando el río suena, agua lleva, ¿verdad?

Historias, pensó Tiffany. Claro, como la de «Érase una vez una bruja vieja y malvada…».

—¿Y te parece que esas historias se aplican a mí? ¿Te parece que solo sueno o que traigo agua?

El sargento se removió, inquieto, y acabó sentándose.

—Mira, yo solo soy sargento, ¿vale? El joven barón me ha dado órdenes, ¿de acuerdo? Y su palabra es la ley, ¿o no?

—Puede ser la ley allí abajo. Aquí arriba, soy yo. Mira ahí. ¡Sí, justo ahí! ¿Qué ves?

El hombre miró en la dirección que señalaba Tiffany y volvió a palidecer. Las viejas ruedas de hierro fundido y la estufa de chimenea corta se distinguían sin problemas, aunque hubiera un rebaño de ovejas pastando tranquilamente a su alrededor, como de costumbre. El sargento se puso en pie de un salto, como si hubiera estado sentado en un hormiguero.

—Sí —dijo Tiffany con cierta satisfacción—. La tumba de la abuela Dolorido. ¿Te acuerdas de ella? ¡La gente decía que era una mujer sabia, pero al menos tenían la decencia de inventarse mejores historias sobre ella! ¿Os proponéis hendir la tierra? ¡Me extraña que la abuela no salga de debajo y os muerda los traseros! Y ahora, llévate a tus hombres un poco más abajo y yo solucionaré esto, ¿entendido? No queremos que nadie se ponga nervioso.

El sargento asintió. Tampoco es que tuviera más opciones.

Mientras los guardias se alejaban llevando a rastras a su colega inconsciente y tratando de no parecer, bueno, guardias que apretaban el paso hasta el límite entre andar y correr, Tiffany se arrodilló al lado de Rob Cualquiera y bajó la voz.

—Escúchame, Rob. Sé lo de los pasadizos secretos.

—¿Quién fue el pámpano que hablote de los pasadizos secretos?

—Soy la arpía de las colinas, Rob —dijo Tiffany en tono conciliador—. ¿No debería saber que existen los túneles? Sois feegles, y ningún feegle duerme en una casa que solo tenga una entrada, ¿verdad que no?

El feegle empezaba a calmarse un poco.

—Bueno, sí, ahí dijiste ben.

—Entonces ¿me harías el favor de ir a traer a la joven Ámbar? Nadie va a tocar el túmulo.

Después de un momento de duda, Rob Cualquiera corrió hacia el agujero de entrada y desapareció. Tardó algún tiempo en regresar, que Tiffany empleó haciendo venir al sargento para ayudarle a recoger las armas abandonadas por los guardias, y cuando Rob emergió lo hizo acompañado de muchos más feegles y de la kelda. Y también de una reticente Ámbar, que parpadeó con inquietud a la luz del día y dijo:

—¡Oh, pardiez!

Tiffany sabía lo falsa que era su propia sonrisa cuando indicó a la chica:

—He venido a llevarte a casa, Ámbar. —Bueno, al menos no soy tan idiota como para ponerme en plan: «¿A que tienes ganas?», añadió para sí misma.

Ámbar le lanzó una mirada furiosa.

—Non volverasme a llevar a ese sitiu —anunció—, ¡y puedes ponértelo donde el mono púsose el suéter!

Y no te lo reprocho, pensó Tiffany, pero ahora puedo hacerme pasar por adulta, y eso exige decir algunas estupideces de adulta…

—Pero tienes madre y padre, Ámbar. Seguro que te echan de menos.

Tiffany se encogió ante la mirada desdeñosa de la chica.

—Aj, claro, y si el viejo échame de menos, siempre puede echarme otra vez de más al suelu, a ver si acaba la faena.

—¿Qué tal si vamos las dos juntas y le ayudamos a cambiar de actitud? —sugirió Tiffany despreciándose a sí misma, pero seguía sin poder olvidar aquellos dedos gruesos con espinas clavadas del horrible ramo de ortigas.

En respuesta a aquello Ámbar se rió.

—Disculpa, pero Jeannie díjome que eras lista.

¿Qué era lo que había dicho una vez Yaya Ceravieja? «La maldad empieza cuando se empieza a tratar a la gente como si fueran cosas.» Y era lo que sucedería en aquel preciso momento si ella empezaba a pensar que había algo llamado padre, y algo llamado madre, y algo llamado hija, y algo llamado casa, y si se convencía a sí misma de que juntándolos componían algo llamado familia feliz.

En voz alta dijo:

—Ámbar, quiero que vengas conmigo a ver al barón para que sepa que estás a salvo. Después, podrás hacer lo que quieras. Te lo prometo.

Tiffany notó un golpe en la bota y miró hacia abajo para encontrar la cara preocupada de la kelda.

—¿Puedo hablar un momentiño contigo? —preguntó Jeannie. De pie a su lado, Ámbar estaba agachándose para poder coger la otra mano de la kelda.

Entonces Jeannie volvió a hablar, si es que lo que pronunció podía llamarse habla y no canción. Pero ¿qué podía cantarse que flotara en el aire para que la siguiente nota le diera vueltas alrededor? ¿Qué podía cantarse que pareciera un sonido vivo que se daba la réplica a sí mismo?

Y entonces la canción terminó, dejando solo un hueco y una pérdida.

—Eso fue una canción de kelda —dijo Jeannie—. Ámbar oyome cantársela a los rapaciños. Forma parte de los relajos, ¡y ella entendiola, Tiffany! ¡De verdad que yo non dile ni una pistiña de nada, pero entendiola! Sé que esto ya díjotelo el Sapo. Pero ¿comprendes lo que dígote yo agora? Ámbar reconoce los significados y apréndelos. Es lo más cerca que puede estar una humana de ser kelda. ¡Es un tesoru que non débese echar a perder!

Las palabras salieron con una fuerza poco habitual en la kelda, que solía tener una conversación apacible. Tiffany las clasificó como una información útil que, sin perder las formas, también era una especie de amenaza.

Tuvieron que negociar incluso el trayecto entre las lomas y el pueblo. Tiffany, con Ámbar de la mano, pasó entre los guardias que esperaban y siguió adelante, para gran vergüenza del sargento. Al fin y al cabo, le habían enviado a detener a alguien, y quedaría como un tonto si las detenidas se detenían ellas solas, por así decirlo. Pero por otra parte, si Tiffany y Ámbar hubieran caminado detrás de los guardias, parecería que los estaban dirigiendo. Aquella era tierra de ovejas, ¿verdad?, y todo el mundo sabía que las ovejas iban delante y el pastor detrás.

Al final adoptaron un método más bien incómodo por el que todos avanzaban con cierta cantidad de virajes y cambios de posición, que hacía parecer que se desplazaban bailando en cuadrilla. Tiffany tuvo que dedicar mucho tiempo a impedir que Ámbar soltara risitas.

Esa fue la parte divertida. Ojalá hubiera durado más.

—Escucha, me han dicho que trajera solo a la chica —dijo el sargento a la desesperada mientras cruzaban los portones del castillo—. No tienes por qué venir. —El tono en que lo dijo significaba: «Por favor, por favor, no entres como un vendaval y me dejes mal delante de mi nuevo jefe». Pero no le funcionó.

El castillo estaba lo que antes se llamaba azacanado, que significaba muy atareado, con gente molesta molestándose entre sí y correteando en todas las direcciones posibles salvo en vertical. Iba a celebrarse un funeral y después una boda, y dos grandes acontecimientos tan cercanos podían poner a prueba los recursos de un castillo pequeño, sobre todo porque quienes llegaran para el primero con toda probabilidad se quedarían al segundo, ahorrando tiempo pero cargando más de trabajo a todo el mundo. Pero Tiffany se alegró de comprobar que al menos no estaba presente la señorita Pulcro, una mujer de lo más desagradable a la que nunca había gustado ensuciarse las manos.

Y siempre tendrían el problema de los asientos. La mayoría de los huéspedes serían aristócratas, y era crucial no sentar a nadie junto al pariente de alguien que hubiera matado a un antepasado suyo en algún momento del pasado. Dado que el pasado es un lugar muy grande, y teniendo en cuenta que los antepasados de todo el mundo dedicaban su tiempo a matar a los antepasados de todos los demás, ya fuese por tierra, dinero o entretenimiento, era precisa una trigonometría muy cuidadosa para evitar que se produjera otra masacre antes de servir la sopa.

Ninguno de los sirvientes parecía prestar una atención especial a Tiffany, a Ámbar o a los guardias, aunque Tiffany creyó ver a alguien haciendo un pequeño signo de los que supuestamente espantaban el mal de ojo —¡allí, en su terreno!—, y le quedó la marcada sensación de que, en cierto modo, los sirvientes no les prestaban atención porque prestaban atención a no prestársela, como si mirar a la bruja pudiera ser peligroso para la salud. Cuando hicieron entrar a Tiffany y Ámbar en el despacho del barón, tampoco lo encontraron muy ansioso por hacerles caso. Estaba inclinado sobre una lámina de papel que cubría su escritorio entero y tenía en la mano un puñado de lápices de distintos colores.

El sargento carraspeó, pero ni los últimos estertores de un ahogado habrían perturbado la concentración del barón. Al final Tiffany bramó:

—¡Roland!

El barón se giró hacia ella, su cara roja de vergüenza con guarnición de rabia.

—Preferiría «milord», señorita Dolorido —dijo con brusquedad.

—Y yo preferiría «Tiffany», Roland —replicó Tiffany, con una calma que sabía que le irritaba.

El barón dejó los lápices en la mesa con un chasquido.

—El pasado pasado está, señorita Dolorido, y ahora somos personas distintas. Sería bueno que los dos lo recordáramos, ¿no le parece?

—El pasado fue solo ayer —objetó Tiffany—, y sería igual de bueno que recordaras que hubo un tiempo en que yo te llamaba Roland y tú me llamabas Tiffany, ¿no te parece a ti? —Se llevó las manos al cuello para quitarse el colgante con el caballo de plata que él le había regalado. Parecía que habían pasado siglos enteros desde entonces, pero aquel colgante había sido importante. ¡Hasta había plantado cara a Yaya Ceravieja por aquel collar! Ahora lo sostuvo en alto, a modo de prueba acusadora—. El pasado debe recordarse. Si no sabes de dónde procedes, no sabes dónde estás, y si no sabes dónde estás, no sabes hacia dónde vas.

El sargento miró a uno y a otra, y con el instinto de supervivencia que todo soldado desarrolla antes de ascender a sargento, decidió abandonar la sala antes de que empezaran a volar objetos por los aires.

—Voy a ir a ocuparme de los… hum… de las… cosas de las que hay que ocuparse, si les parece bien —dijo abriendo y cerrando la puerta tan deprisa que el portazo coincidió con la última sílaba. Roland miró hacia allí un momento y luego volvió la cabeza.

—Sé dónde estoy, señorita Dolorido. Estoy ocupando el puesto de mi padre, y él ha muerto. Ya hace años que dirijo esta propiedad, pero todo lo que hacía era en su nombre. ¿Por qué murió, señorita Dolorido? No es que fuera tan, tan viejo. ¡Creía que usted podía hacer magia!

Tiffany miró de soslayo a Ámbar, que estaba escuchando con interés.

—¿Te parece que hablemos luego de esto? —sugirió—. Querías que tus hombres te trajeran a esta chica y aquí la tienes, sana de cuerpo y mente. Y yo no se la entregué a las hadas, como decís por aquí: estaba invitada en el hogar de los Nac Mac Feegle, con cuya ayuda has contado en más de una ocasión. Ámbar volvió allí por voluntad propia. —Estudió con atención el rostro de Roland y dijo—: No los recuerdas, ¿verdad?

Se le notaba que no, pero también que su mente estaba lidiando con el hecho de que definitivamente había algo que debería poder recordar. Fue prisionero de la Reina de las Hadas, se recordó Tiffany a sí misma. El olvido puede ser una bendición, pero me pregunto qué horrores le habrán pasado por la mente cuando los Rastrero le han dicho que me había llevado a la chica con los feegles. Con hadas. ¿Cómo voy a imaginarme lo que ha sentido?

Tiffany suavizó un poco la voz.

—Tienes un recuerdo vago sobre hadas, ¿verdad? Nada malo, espero, pero tampoco nada muy claro, como si fuese algo que leíste en un libro o un cuento que te contaron de pequeño. ¿Tengo razón?

Roland seguía mirándola con el gesto torcido, pero la palabra vertida que sofocó en sus labios confirmó a Tiffany que había acertado.

—Lo llaman el último regalo —dijo—. Forma parte de los relajos. Sirve para cuando es mejor para todos que olvides cosas que fueron demasiado horribles, o también demasiado maravillosas. Estoy diciéndoos esto, milord, porque Roland sigue ahí dentro, en alguna parte. Mañana te habrás olvidado hasta de esto que acabo de decirte. No sé cómo funciona, pero funciona con casi todo el mundo.

—¡Te llevaste a la niña lejos de sus padres! ¡Han venido a verme nada más he llegado esta mañana! ¡Todo el mundo ha venido a verme esta mañana! ¿Mataste a mi padre? ¿Le robaste dinero? ¿Intentaste ahorcar al viejo Rastrero? ¿Le azotaste con ortigas? ¿Le llenaste la casa de demonios? ¡No puedo creerme que te lo esté preguntando, pero la señora Rastrero está convencida de que sí! ¡Personalmente no sé qué pensar, sobre todo porque una mujer feérica podría estar trastocándome los pensamientos! ¿Me entiendes ahora? —Mientras Tiffany intentaba componer algún tipo de respuesta coherente Roland se dejó caer en la vieja butaca de detrás del escritorio y suspiró—. Me han dicho que estabas inclinada hacia mi padre con un atizador en la mano, y que le exigiste dinero —terminó con tristeza.

—¡Eso no es verdad!

—¿Y me lo dirías si lo fuese?

—¡No! ¡Porque jamás podría haber un «fuese»! ¡Nunca haría nada parecido! De acuerdo, puede que estuviera inclinada hacia él…

—¡Ajá!

—¡No te atrevas a venirme con «ajá», Roland, no te atrevas! Escucha, ya sé que la gente ha estado diciéndote cosas, pero no son ciertas.

—Pero acabas de reconocer que estabas inclinada hacia él, ¿o no?

—¡Solo porque tu padre quería que le enseñara cómo de limpias me quedan las manos! —Se arrepintió tan pronto como lo dijo. Era cierto, pero ¿qué importaba? No sonaba cierto—. Mira, comprendo que…

—¿Y no le robaste una bolsa de dinero?

—¡No!

—¿Y no sabes nada de una bolsa de dinero?

—Sí. Tu padre me pidió que sacara una del cofre de metal. Quería…

Roland la interrumpió.

—¿Dónde está ahora ese dinero? —Su voz sonó plana e inexpresiva.

—No tengo ni idea —dijo Tiffany. Mientras Roland volvía a abrir la boca gritó—: ¡No! Vas a escucharme, ¿entendido? He cuidado de tu padre durante casi dos años. Me caía bien y nunca habría hecho nada que le hiciera daño, ni a él ni a ti. Murió porque llegó su hora de morir. Cuando llega ese momento no hay nada que pueda hacer nadie.

—¿Y para qué está la magia?

Tiffany negó con la cabeza.

—La magia, como tú la llamas, le quitó el dolor. ¡Y no te atrevas a pensar que eso viene sin un precio! He visto morir a otras personas y te prometo que tu padre tuvo una buena muerte, pensando en días felices.

Había lágrimas cayendo por la cara de Roland, y Tiffany captó la rabia que le daba que lo vieran así; una rabia estúpida, como si las lágrimas lo volvieran menos hombre o menos barón. Le oyó musitar:

—¿Puedes llevarte esta pena?

—Lo siento —respondió ella en voz baja—. Me lo pide todo el mundo. Y no lo haría ni aunque supiera. Te pertenece a ti. Solo el tiempo y las lágrimas pueden llevarse la pena. Están para eso. —Se levantó y cogió la mano de Ámbar, que estaba escrutando los rasgos del barón—. Voy a llevarme a Ámbar a mi casa, y a ti no te vendría nada mal dormir unas horas.

No hubo respuesta. Roland se quedó en su asiento, mirando sus papeles como si lo tuvieran hipnotizado. Condenada enfermera, pensó Tiffany. Tendría que haber supuesto que daría problemas. El veneno va allí donde es bienvenido, y seguro que la señorita Pulcro le había dado la bienvenida con una multitud vitoreante y tal vez hasta una pequeña banda de música. Sí, la enfermera era de las que invitarían al Hombre Astuto a pasar. Era justo la clase de persona que permitiría que entrara, que le daría poder, el poder de la envidia, de los celos, del orgullo. Pero yo sé que no he hecho nada malo, se dijo Tiffany. ¿O tal vez sí? Solo puedo ver mi vida desde dentro, y supongo que desde dentro nadie hace nada malo. ¡Ah, maldita sea! ¡Todo el mundo va siempre con sus problemas a la bruja! Pero no puedo culpar al Hombre Astuto de todo lo que la gente ha dicho. Ojalá hubiera alguien, aparte de Jeannie, con quien pudiera hablar sin que pesara tanto el sombrero puntiagudo. Y ahora, ¿qué hago? Eso, ¿qué hago ahora, señorita Dolorido? ¿Cuál es su consejo, señorita Dolorido, usted que es experta en tomar decisiones por los demás? Bueno, yo aconsejaría que también durmieras un poco. Anoche no acabaste de coger bien el sueño, con los ronquidos de campeona de la señora Proust, y desde entonces han pasado muchas cosas. Además, tampoco recuerdo cuándo fue la última vez que comiste a tus horas y, si me permites que lo mencione, estás hablando contigo misma.

Bajó la mirada hacia Roland, abatido en su butaca con la mirada perdida.

—He dicho que me llevo a Ámbar a mi casa, de momento.

Roland se encogió de hombros.

—Bueno, poco puedo hacer para impedirlo, ¿verdad? —dijo con sarcasmo—. La bruja eres tú.

La madre de Tiffany preparó una cama para Ámbar sin pedir explicaciones, y Tiffany se dejó caer para dormir en la suya propia, al otro extremo del gran dormitorio.

Despertó en llamas. El fuego llenaba toda la estancia, titilando en naranja y rojo pero ardiendo con la misma calma que el fogón de una cocina. No había humo y, aunque la habitación se notaba caliente, nada estaba quemándose de verdad. Era como si el fuego se hubiera pasado por allí para hacerle una visita amistosa, no de negocios. Sus llamas crepitaban.

Fascinada, Tiffany llevó un dedo a la llama y lo levantó con una pequeña lengua de fuego encima, tan inofensiva como un polluelo. Sintió que se enfriaba por sí misma, pero sopló de todos modos, con lo que la reavivó.

Tiffany salió con mucha cautela de su cama incendiada y, si aquello era un sueño, los tradicionales tintineos y tañidos que soltaba la vetusta cama sonaron perfectos. Ámbar estaba tumbada sin inmutarse en la otra cama, bajo una manta de llamas; mientras Tiffany la miraba la chica se dio la vuelta y las llamas se movieron con ella.

Ser bruja significaba que no podía echar a correr y a dar voces solo porque se le había incendiado la cama. Al fin y al cabo no era un fuego ordinario y no hacía daño a nadie. Por tanto está en mi cabeza, pensó. Un fuego que no hace daño. La liebre corre al fuego… Alguien intenta decirme algo.

En silencio, las llamas se extinguieron. Hubo un borrón de movimiento casi imperceptible en la ventana y Tiffany suspiró. Los feegles no se rendían nunca. Desde que tenía nueve años sabía que la protegían de noche. Seguían haciéndolo, motivo por el que Tiffany se bañaba en un baño de asiento detrás de una sábana extendida. Era muy poco probable que tuviera algo que interesara mirar a los feegles, pero así se sentía mejor.

La liebre corre al fuego… Estaba claro que sonaba a mensaje que debía descifrar, pero ¿quién se lo enviaba? ¿La bruja misteriosa que había estado observándola, quizá? ¡Los presagios estaban muy bien, pero a veces la gente podría dejar escritas las cosas, si no es mucha molestia! De todas formas nunca era buena idea pasar por alto aquellas pequeñas ideas y coincidencias, los recuerdos repentinos, los pequeños deseos infundados. Muy a menudo eran otra parte de la mente, esforzándose en enviar un mensaje a una conciencia demasiado atareada para darse cuenta. Pero fuera hacía un día luminoso y los acertijos podían esperar. Había otras cosas que no. Empezaría por el castillo.

—Mi padre me pegaba, ¿verdad? —preguntó Ámbar sin particular emoción mientras caminaban hacia las torres grises—. ¿Mi bebé murió?

—Sí.

—Oh —dijo Ámbar con la misma voz inexpresiva.

—Sí —convino Tiffany—. Lo siento.

—Me acuerdo más o menos, pero no del todo —explicó Ámbar—. Está un poco… borroso.

—Es por los relajos. Jeannie ha cuidado de ti.

—Comprendo —declaró la chica.

—¿De verdad? —preguntó Tiffany.

—Sí. Pero ¿mi padre va a tener problemas?

Los tendría si yo revelara cómo te encontré, pensó Tiffany. Ya se ocuparían las mujeres de ello. En el pueblo tenían una actitud bastante tosca respecto a castigar a los chicos, que casi por definición eran diablillos traviesos a los que domesticar, pero ¿pegar así de fuerte a una chica? No estaba bien.

—Háblame de tu amigo —dijo en lugar de responder—. Es sastre, ¿verdad?

Ámbar sonrió, y sus sonrisas podían iluminar el mundo entero.

—¡Sí! Su abuelo le enseñó mucho del oficio antes de morir. Mi William puede sacar cualquier cosa de una tela. Todo el mundo dice que deberían enviarlo de aprendiz, y que en cosa de pocos años ya sería maestro. —Se encogió de hombros—. Pero los maestros cobran por enseñar el oficio, y su madre nunca podrá reunir el dinero para pagarle el aprendizaje. Ah, pero mi William tiene unos dedos finos y maravillosos, y ayuda a su madre cosiendo corsés y haciendo unos vestidos de novia preciosos. Para eso hay que saber trabajar el satén y esas cosas —dijo la chica con satisfacción—. ¡Y a la madre de William siempre están alabándola por lo finas que hace las costuras! —Ámbar sonrió con orgullo de segunda mano y Tiffany le miró la cara radiante, donde aún se notaban bastante las magulladuras, pese a los cuidados de la kelda.

Así que el novio es sastre, pensó. Para los hombretones fornidos como el señor Rastrero, un sastre apenas era hombre en absoluto, con sus manos suaves y su empleo bajo techo. Y si encima cosía prendas de mujer… en fin, una indignidad más que la niña estaría llevando a aquella pequeña familia infeliz.

—¿Qué quieres hacer ahora, Ámbar? —preguntó.

—Me gustaría ver a mi madre —dijo la chica enseguida.

—Pero ¿y si te cruzas con tu padre?

Ámbar se giró hacia ella.

—Entonces entenderé. Por favor, no le hagas cosas malas como transformarle en cerdo ni nada por el estilo.

Pasar un día con forma de cerdo podría ayudar a enmendarlo, pensó Tiffany. Pero había algo de la kelda en la forma en que Ámbar había dicho «entenderé». Una luz brillante en un mundo oscuro.

Tiffany nunca había visto los portones del castillo cerrados si no era de noche. Durante el día, el lugar era una mezcla de plaza del pueblo, puesto de venta del carpintero y el herrero, patio para que jugaran los niños si llovía y, con frecuencia, almacén temporal para las cosechas de heno y trigo, si se desbordaban los graneros. Ni siquiera en las granjas más grandes había mucho sitio libre y, si se buscaba un lugar para estar tranquilo un rato, o para pensar, o para charlar con alguien, ahí estaba el castillo. Siempre funcionaba.

Por lo menos la sorpresa por el regreso del barón ya había remitido, pero el castillo seguía hirviendo de actividad cuando entró Tiffany, aunque era una actividad más bien sumisa y con pocas conversaciones. El motivo más probable del ánimo apagado era la duquesa, la futura suegra de Roland, que daba vueltas por el vestíbulo y de vez en cuando pinchaba a la gente con un palo. Tiffany no pudo creérselo cuando lo vio por primera vez, pero ahí estaba de nuevo: un palo negro y brillante rematado en plata, con el que atosigó a una doncella que llevaba una cesta de ropa limpia. Fue en ese momento cuando Tiffany reparó en que la futura novia seguía a su madre unos pasos por detrás, como si le diera reparo acercarse más a alguien que pinchaba a la gente con palos.

Tiffany iba a protestar, pero cuando miró alrededor le entró curiosidad. Retrocedió un poco y se permitió desaparecer. Era un truco; un truco que se le daba muy bien. No llegaba a ser invisibilidad, pero la gente no se fijaba en su presencia. Sin que la viera nadie, se acercó lo suficiente para oír de qué hablaban aquellas dos, o por lo menos qué decía la madre y escuchaba la hija.

La duquesa estaba quejándose.

—Han descuidado este sitio hasta dejarlo manga por hombro. ¡Anda que no hace falta poner orden aquí! ¡En un lugar como este no puedes permitirte ser tolerante! ¡La firmeza lo es todo! ¡A saber lo que creía que estaba haciendo esta familia! —Las exclamaciones de su frase llegaron puntuadas por el «tuc» del palo contra la espalda de otra doncella apresurada, pero a todas luces no lo suficiente, bajo el peso de una cesta llena de ropa—. Debes ser siempre rigurosa con tu deber, si quieres que ellos sean rigurosos con el suyo —siguió diciendo la duquesa mientras buscaba un nuevo objetivo en el vestíbulo—. La dejadez va a acabarse. ¿Lo ves? ¿Lo ves? Cuando quieren, aprenden. Nunca debes cejar en tu persecución del desarreglo, ya sea de acto o de actitud. ¡No toleres ninguna familiaridad indebida! Y eso, por supuesto, incluye las sonrisas. Bueno, pensarás, pero ¿qué tiene de malo una sonrisa alegre? Pues que la sonrisa inocente puede convertirse enseguida en una de complicidad, que tal vez sugiere un chiste compartido. ¿Estás escuchando lo que te digo?

Tiffany estaba atónita. Sin sudar siquiera, la duquesa había logrado que Tiffany hiciera algo que consideraba imposible: sentir lástima por la prometida, que en aquellos momentos estaba recibiendo una regañina de su madre como si fuera una niña desobediente.

Pintar acuarelas era su afición y muy posiblemente su única actividad en la vida y, aunque Tiffany trató de reprimir sus peores instintos y ser generosa con la chica, era innegable que hasta parecía una acuarela. Y no una acuarela cualquiera, sino la obra de un artista a quien no le quedaba mucho pigmento pero sí agua en abundancia, por lo que no solo daba la impresión de estar desleída sino también bastante apocada. Podía añadirse que era tan poca cosa que en una tormenta no sería raro que se partiera como una ramita. Aunque nadie la veía, Tiffany sintió una leve punzada de culpabilidad y dejó de inventarse más maldades que pensar. ¡Además, la maldita compasión estaba ganando terreno!

—Y ahora, Leticia, vuelve a recitar el poema que te enseñé —ordenó la duquesa.

La prometida de Roland, ya no solo ruborizada sino derritiéndose de bochorno y timidez, miró a su alrededor como un ratón perdido en un suelo inmenso, sin saber hacia dónde correr.

—«Si la» —apuntó la madre con irritación, y dio a su hija un golpecito con el palo.

—«Si la…» —farfulló la chica—. «Si… si la rienda llevas suelta, tu mano fustigará, mas si la empuñas con fuerza bien suave la encontrarás. Igual funciona el servicio: dales mano y brazo se toman, mas si firme llevas la rienda, a tu orden se desloman.»

Mientras la vocecilla insegura acababa de recitar, Tiffany se dio cuenta de que se había hecho el silencio absoluto en el vestíbulo y todos estaban mirando a las mujeres. Casi deseó que alguien olvidara dónde estaba y empezara a aplaudir, aunque con toda seguridad supondría el fin del mundo. Lo que ocurrió fue que la novia vio las bocas abiertas y huyó, sollozando, tan deprisa como le permitieron sus caros pero muy poco prácticos zapatos. Tiffany escuchó el frenético traqueteo mientras se desvanecía escalera arriba, seguido poco después de un buen portazo.

Se alejó despacio, como una sombra en el aire para todo el que no le prestara atención. Negó con la cabeza. ¿Por qué lo había hecho Roland? ¿Por qué narices lo había hecho? ¡Si podría haberse casado con cualquiera! No con la propia Tiffany, por supuesto, pero ¿por qué había escogido a esa…? Bueno, tampoco seamos crueles; ¿por qué a esa flacucha?

El padre de la chica había sido un duque de alta cuna, su madre se había encunado al casarse y ella cuneaba un poco. En fin, por caritativa que quisiera ponerse Tiffany, la verdad es que la novia andaba un pelín como un pato. De verdad que sí. Fijándote bien, se notaba que solía llevar los pies un poco abiertos.

Y para quien se preocupara de esas cosas, la terrible madre y la sensiblera hija superaban en rango a Roland. ¡Podían avasallarlo oficialmente!

El viejo barón había sido otra clase de persona. Sí, de acuerdo, le gustaba que los niños se inclinaran o hicieran una pequeña reverencia cuando se los cruzaba por el camino, pero conocía el nombre de todo el mundo y los cumpleaños de la mayoría, y siempre era educado. Tiffany se acordaba del día en que la llamó y le dijo: «¿Serías tan amable de pedir a tu padre que venga a hablar conmigo, por favor?». Qué frase más amable para un hombre con tanto poder.

La madre y el padre de Tiffany solían discutir sobre él cuando la creían dormida en su cama. Entre la sinfonía de los muelles Tiffany oía sus voces casi, pero no exactamente, riñendo. Su padre decía cosas como: «Me parece muy bien lo generoso que digas que es y tal, pero ¿de dónde lo sacaron todo sus antepasados? ¡De oprimir al pobre, no me digas que no!». Y su madre replicaba cosas como: «¡Yo nunca le he visto oprimir nada! Además, eso era en los viejos tiempos. Ha de haber alguien que nos proteja. ¡Es de cajón!». Y su padre contraatacaba con algo similar a: «¿Que nos proteja de quién? ¿De otro hombre con espada? ¡Eso podríamos hacerlo nosotros solos!». Y llegado aquel punto la conversación se iba apagando porque sus padres aún se querían, con un amor cómodo y casero, y en el fondo ninguno de los dos deseaba que cambiara nada en absoluto.

Paseando la mirada por el vestíbulo, a Tiffany le pareció que no hacía falta oprimir al pobre si podía enseñársele a oprimirse solo.

La idea la dejó conmocionada, pero se le grabó en la mente. Todos los guardias eran del pueblo o se habían casado con chicas del pueblo, así que se preguntó qué pasaría si todos los lugareños se juntaran y dijeran al nuevo barón: «Mira, te dejamos quedarte aquí, y hasta puedes seguir usando el dormitorio grande, y además te haremos la comida y pasaremos el trapo de vez en cuando, pero aparte de eso ahora la tierra es nuestra, ¿entendido?». ¿Podría funcionar?

No era probable. Pero Tiffany se acordó de haber pedido a su padre que hiciera limpiar el viejo cobertizo de piedra. Sería un buen principio. Tenía planes para ese cobertizo.

—¡Eh, tú! ¡Tú! ¡La de las sombras! ¡No estarás zanganeando!

Volvió a prestar atención. Con tanto pensar había dejado de prestarle la suficiente a su truquito del no-me-veas. Salió de entre las sombras, lo que significaba que su sombrero negro puntiagudo dejó de ser solo una silueta. La duquesa lo miró con furia.

Era el momento de romper el hielo, aunque pudiera hacer falta un hacha de tan grueso que era. En tono educado dijo:

—No sé cómo se zanganea, señora, pero procuraré hacer lo que pueda.

¿Qué? ¡¿Qué?! ¿Cómo me has llamado?

La gente del vestíbulo aprendía deprisa y ya estaban escurriendo el bulto y alejándose de allí a toda velocidad, porque el tono de la duquesa presagiaba tormenta y a nadie le gusta estar al raso si la hay.

Una súbita furia se apoderó de Tiffany. No había hecho nada que mereciera que le gritaran de aquella manera. Dijo:

—Disculpe, señora, pero que yo sepa no le he llamado nada.

Fue en vano: los ojos de la duquesa se entrecerraron.

—Ah, a ti te conozco. La bruja, la niña bruja que nos siguió a la ciudad para vete a saber qué propósito turbio. ¡De donde yo vengo sabemos lo que son las brujas! ¡Entrometidas, sembradoras de la duda, avivadoras del descontento, amorales, charlatanas y embaucadoras!

La duquesa puso la espalda recta y miró a Tiffany como si acabara de apuntarse un tanto decisivo. Dio unos golpecitos con su vara en el suelo.

Tiffany calló, pero callar era difícil. Podía sentir a los sirvientes mirando desde detrás de las cortinas y las columnas, o por rendijas de las puertas. La mujer sonreía con suficiencia, y esa sonrisa había que borrarla porque Tiffany tenía el deber con todas las brujas de demostrarle al mundo que a las brujas no se las trataba así. Por otra parte, si Tiffany explicaba cuatro cosas a la duquesa, sin duda ella la pagaría con el servicio. Debería escoger las palabras con cuidado. Pero no iba a hacerlo, porque entonces la vieja chota soltó una risita desagradable y dijo:

—¿Y bien, niña? ¿No vas a intentar transformarme en alguna criatura innombrable?

Tiffany lo intentó. Lo intentó con todas sus fuerzas. Pero hay veces en que simplemente no se puede. Respiró hondo.

—¡No creo que me moleste, señora, viendo el buen trabajo que ya está haciendo usted!

El repentino silencio estuvo salpicado de pequeños sonidos, como el de la mano de un guardia oculto tras una columna al taparse la boca para ahogar una carcajada sorprendida, o el borboteo que se oyó cuando, detrás de una cortina, a una doncella le faltó poco para lograr lo mismo. Pero lo que se quedó en la memoria de Tiffany fue el tenue chasquido de una puerta que llegó desde lo alto. ¿Sería Leticia? ¿Lo habría oído? Pero ya no importaba, porque ahora la duquesa estaba relamiéndose, con Tiffany metida en el puño.

No debería haberse rebajado a los insultos tontos, escuchara quien escuchase. Ahora la mujer iba a regodearse creando problemas a Tiffany, a cualquiera que tuviera cerca y con toda seguridad a cualquier persona que hubiera conocido.

Tiffany sintió un sudor frío bajando por su espalda. Nunca antes lo había sentido de aquella manera, ni siquiera con el Forjador de Invierno, ni siquiera cuando Annagramma se ponía borde en un día malo, ni siquiera con la Reina de las Hadas, un auténtico prodigio del rencor. La duquesa los sobrepasaba a todos: era una matona, de la clase de matones que fuerzan a sus víctimas a responder y así justifican un matonismo aún mayor y más cruel, que provoque daños colaterales a todo testigo inocente para poder incitarles a culpar de sus sinsabores a la víctima.

La duquesa recorrió con la mirada el sombrío vestíbulo.

—¿Hay algún guardia aquí? —Se quedó esperando con entusiasta mezquindad—. ¡Sé que hay un guardia en alguna parte!

Se oyeron unos pasos vacilantes y Preston, el aprendiz de guardia, salió de las sombras y anduvo nervioso hacia Tiffany y la duquesa. Claro que tenía que ser Preston, pensó Tiffany. Los otros guardias estaban demasiado resabiados para exponerse a una dosis generosa de cólera ducal. Los nervios hicieron sonreír al joven, reacción muy poco conveniente si se trataba con alguien como la duquesa. Por lo menos tuvo el aplomo de hacer un saludo marcial cuando llegó, y para tratarse de alguien a quien no han enseñado a saludar y que de todas formas rara vez tiene que hacerlo, fue un buen saludo.

La duquesa torció el gesto.

—¿Se puede saber por qué sonríes, joven?

Preston rumió con seriedad la pregunta y respondió:

—Hace buen día, señora, y estoy contento de ser guardia.

—A mí no me sonrías, jovencito. Sonreír lleva a tomarse familiaridades, que no toleraré bajo ningún concepto. ¿Dónde está el barón?

Preston cambió el peso de una pierna a la otra.

—Está en la cripta, señora, rindiendo honores a su padre.

—¡A mí no me llames señora! ¡Señora es la forma de dirigirse a la mujer de un tendero! ¡Ni tampoco puedes llamarme «mi señora», que es el apelativo de las esposas de caballeros y demás gentuza! Soy duquesa, y por tanto debes dirigirte a mí como «su excelencia». ¿Estamos?

—¡Sí, señ… su excelencia! —Preston hizo otro saludo marcial en defensa propia.

Al menos por un momento, la duquesa pareció satisfecha, pero el momento resultó ser de los cortos.

—Muy bien. Y ahora, quiero que te lleves a esta criatura. —Señaló a Tiffany—. Enciérrala en vuestra mazmorra. ¿Me has entendido?

Perplejo, Preston buscó orientación en Tiffany. Ella le guiñó el ojo, para que no se desanimara. El guardia volvió a girarse hacia la duquesa.

—¿Que la encierre en la mazmorra?

La duquesa lo fulminó con la mirada.

—¡Eso es lo que he dicho!

Preston frunció el ceño.

—¿Está segura? —preguntó—. Habría que sacar las cabras.

—¡Joven, me preocupa bien poco lo que haya que hacer con las cabras! ¡Te ordeno que encarceles de inmediato a esta bruja! Venga, arreando, o me ocuparé de que pierdas tu puesto.

Tiffany ya estaba impresionada con Preston, pero entonces el chico se ganó una medalla.

—No puedo hacerlo —dijo—, por culpa de las habas. El sargento me lo explicó todo bien. Habas. Habas con pus. Significa que no se puede encerrar a alguien si no ha incumplido la ley. Habas con pus. Está todo escrito. Habas con pus —repitió, solícito.

La negativa pareció llevar a la duquesa más allá de la rabia, hacia una especie de horror fascinado. Ese joven con granos en la cara estaba desafiándola por unas palabras ridículas. Nunca le había ocurrido nada similar. Era como enterarse de que las ranas hablaban. Sería todo lo fascinante que una quisiera, pero tarde o temprano a una rana parlante hay que aplastarla.

—Devolverás tu armadura y abandonarás el castillo de inmediato, ¿entendido? Quedas despedido. Acabas de perder tu puesto, y ya me encargaré yo de que nunca vuelvas a encontrar trabajo de guardia, jovencito.

Preston negó con la cabeza.

—No va así, su señora excelencia. Por las habas con pus. Me lo contó el sargento. «Preston», me dijo, «tú estate siempre atento a las habas con pus. Son tus amigas. De las habas con pus puedes fiarte.»

La duquesa miró colérica a Tiffany y, como el silencio parecía molestarla incluso más que cualquier cosa que pudiera decir, Tiffany sonrió y se quedó callada, con la esperanza de que la mujer acabara explotando. Pero lo que hizo, como era de esperar, fue tomarla con Preston.

—¿Cómo te atreves a hablarme de esa manera, descarado? —Levantó el palo brillante con remate de plata. Pero de pronto la vara se le hizo inamovible.

—No le pegará, señora —advirtió Tiffany con voz tranquila—. Antes se le romperá el brazo que le dará un golpe. En este castillo no pegamos a la gente.

La duquesa rugió y tiró del palo, pero ni palo ni brazo parecían dispuestos a moverse.

—Dentro de un momento el palo se soltará —dijo Tiffany—. Si intenta volver a pegar con él a alguien, se partirá por la mitad. Por favor, entienda que esto no es una advertencia, sino una predicción.

La duquesa volvió a mirarla con odio, pero debió de ver algo en la cara de Tiffany que turbó hasta a su resuelta estupidez. Soltó la vara, que cayó al suelo.

—¡Esto no quedará así, niña bruja!

—Solo bruja, señora, solo bruja —dijo Tiffany mientras la mujer salía del vestíbulo con andares pomposos.

—¿Vamos a meternos en líos? —preguntó Preston en voz baja.

Tiffany levantó un poco los hombros.

—Me ocuparé de que tú no —respondió.

Y lo mismo hará el sargento, pensó. Ya hablaré yo con él. Tiffany contempló el vestíbulo y reparó en que los sirvientes que habían estado mirando le giraban la cara, como si les diera miedo. Y eso que en realidad no ha habido magia, se dijo. Lo único que he hecho es no ceder terreno. Nunca hay que ceder terreno, porque es tu terreno.

—Estaba todo el rato pensando —comentó Preston— si ibas a convertirla en una cucaracha y luego pisarla. He oído que las brujas pueden hacerlo —añadió, esperanzado.

—Bueno, tampoco voy a decir que es imposible —respondió Tiffany—, pero nunca verás a una bruja hacerlo. Además, existen problemas prácticos.

Preston asintió con sabiduría.

—Claro, sí —dijo—. Para empezar, la diferencia de masa corporal, por la que acabarías o bien con una enorme cucaracha de tamaño humano, que creo que se vendría abajo por su propio peso, o docenas o incluso centenares de cucarachas con forma de persona. Pero me parece que entonces la pega estaría en que el cerebro les funcionaría muy mal. Bueno, si tuvieras los hechizos adecuados, a lo mejor podrías enviar los trozos de humano que no caben en la cucaracha a un cubo bien grande, para que pudiera usarlos cuando se cansara de ser pequeño y quisiera crecer otra vez. Pero ahí tendrías el problema de qué hacer si aparece un perro hambriento y el cubo no está tapado. Sería un problemón. Perdona, ¿me he equivocado en algo?

—Hum, no —dijo Tiffany—. Esto… ¿no crees que eres un poco demasiado listo para ser guardia, Preston?

El aprendiz se encogió de hombros.

—Bueno, los chicos opinan que no valgo para nada —respondió, animado—. Creen que alguien capaz de pronunciar la palabra «esplendoroso» tiene que tener algo malo.

—Pero, Preston, yo sé que eres muy listo y también lo bastante erudito para comprender la palabra «erudito». ¿Por qué a veces finges que eres estúpido? Ya sabes, eso de la doctrina, o lo de las habas con pus…

Preston sonrió de oreja a oreja.

—Tuve la desgracia de nacer inteligente y aprendí muy pronto que a veces no es tan buena idea ir de listo. Te ahorras problemas.

En aquel momento, a Tiffany le pareció que la jugada más inteligente sería no quedarse en el vestíbulo. Seguro que aquella mujer espantosa no podría hacer tanto, tanto daño, ¿verdad? Pero Roland estaba muy raro y actuaba como si nunca hubieran sido amigos, como si creyera todas las quejas sobre ella… Y nunca antes le había visto así. De acuerdo, estaba apenado por su padre, pero de verdad no parecía… él mismo. Y aquel vejestorio asqueroso se había ido a atosigarle mientras se despedía de su padre en el frescor de la cripta, mientras buscaba la forma de decir las palabras para las que nunca había habido tiempo, mientras intentaba compensar el exceso de silencio, mientras trataba de traer de vuelta el ayer y clavarlo con fuerza al ahora.

Lo hacía todo el mundo. Tiffany había estado presente en bastantes lechos de muerte, y algunas eran casi, casi alegres cuando algún anciano decente soltaba por fin y en paz el lastre de los años. Otras podían ser trágicas, cuando la Muerte tenía que agacharse para recoger su cosecha. Y también las había… bueno, normales: tristes pero esperadas, las de una luz que titila y se apaga en un cielo lleno de estrellas. Y mientras Tiffany preparaba el té y consolaba a la gente, escuchaba las historias sobre los viejos tiempos, contadas por personas sollozantes que siempre se habían guardado palabras que debieron decir. Y ella había pensado en aquellas palabras y había decidido que no estaban para haberse dicho en el pasado, sino para recordarse en el presente.

—¿Qué opinas de la palabra «disyuntiva»?

Tiffany miró a Preston sin verle, con la mente aún llena de palabras que la gente no pronunciaba.

—¿Qué me has preguntado? —dijo arrugando la frente.

—La palabra «disyuntiva» —repitió Preston con amabilidad—. Cuando la dices, ¿en la cabeza no te recuerda a una serpiente cobriza enroscada?

A ver, pensó Tiffany, en un día como hoy cualquiera que no sea bruja calificaría esto de chorrada y lo descartaría, lo que significa que yo no debo.

Preston era el guardia peor vestido del castillo. Siempre le tocaba al más novato: era quien recibía las perneras de malla que eran casi todo agujeros[25] y sugerían, contra todo conocimiento sobre polillas, que estas eran capaces de comerse el acero. Era quien recibía el casco que, sin importar el tamaño de su cabeza, resbalaba y le hacía orejotas, y eso sin olvidar que también heredaba un peto con tantos agujeros que haría mejor servicio como colador de sopa.

Pero siempre tenía la mirada despierta, hasta el punto de incomodar a la gente. Preston miraba las cosas. Miraba de verdad las cosas, con tanta intensidad que después debían de sentirse miradas a conciencia. Tiffany no tenía ni idea de lo que le pasaba por la cabeza, pero desde luego estaba bien llena.

—Si te soy sincera, nunca había pensado en la palabra «disyuntiva» —respondió despacio—, pero sí que suena metálica y resbaladiza.

—Me gustan las palabras —dijo Preston—. «Clemencia»: ¿verdad que suena a lo que es? ¿No te suena a un pañuelo de seda flotando poco a poco hasta el suelo? ¿Y qué me dices de «bisbiseo»? ¿No te suena como a conspiraciones susurradas y a misterios oscuros…? Perdona, ¿ocurre algo?

—Sí, creo que puede estar ocurriendo algo —contestó Tiffany mirando la cara de preocupación de Preston. «Bisbiseo» era su palabra favorita, y nunca había conocido a nadie más que la hubiera oído siquiera—. ¿Por qué trabajas de guardia, Preston?

—No me gustan mucho las ovejas, soy poco fuerte para labrador, muy torpe para hacerme sastre y me da demasiado miedo el agua para hacerme a la mar. Mi madre me enseñó a leer y a escribir, muy en contra de los deseos de mi padre, y como eso implicaba que ya no valía para un trabajo «de verdad», me enviaron de aprendiz de sacerdote a la Iglesia de Om. Aquello me gustaba y aprendí un montón de palabras interesantes, pero me echaron por preguntar demasiadas cosas, como por ejemplo: «¿Pero todo esto lo decís de verdad o qué?». —Se encogió de hombros—. Pero lo de guardear me gusta bastante, mira. —Se sacó un libro de debajo del peto, que en realidad podría haber albergado una biblioteca pequeña, y continuó—: Tienes mucho tiempo para leer, si no te quedas muy a la vista, y además tiene una metafísica bastante interesante.

Tiffany parpadeó.

—Creo que ahí me he perdido, Preston.

—¿De verdad? —dijo el chico—. Bueno, por ejemplo, cuando me toca turno de noche y viene alguien a los portones, tengo que decir: «¿Quién va, amigo o enemigo?». Por supuesto la respuesta correcta es: «Sí».

Tiffany tardó un momento en resolverlo y empezó a comprender por qué a Preston se le hacía difícil conservar un empleo. El joven siguió diciendo:

—La disyuntiva viene si el recién llegado dice «amigo», porque podría estar mintiendo, pero los que hacen la ronda exterior de noche han ideado un modismo propio muy hábil para responder a mi pregunta, que es: «¡Saca la nariz de ese libro, Preston, y déjanos entrar pero ya!».

—¿Y con modismo te refieres a…? —Ese chico era fascinante. Encontrar a alguien que pudiera hacer sonar tan maravillosamente lógicas unas sandeces no era muy habitual.

—A una especie de contraseña —dijo Preston—. Si nos ponemos estrictos, la idea viene a ser «algo que tu enemigo no diría en la vida». Por ejemplo, un buen modismo en el caso de la duquesa sería «por favor».

Tiffany intentó no reírse.

—Ese cerebro tuyo va a darte problemas un día, Preston.

—Bueno, con tal de que sirva para algo…

Llegó un grito de la lejana cocina, y una de las diferencias entre humanos y animales es que los primeros corren hacia un grito de emergencia, en vez de alejarse. Tiffany llegó escasos segundos después de Preston, pero no habían sido los primeros. Había dos chicas tranquilizando a la señora Doquín, la cocinera, que lloraba sentada en una silla mientras una de las chicas le envolvía el brazo con un trapo de cocina. Salía vapor del suelo y había un caldero negro tumbado.

—¡Os digo que estaban aquí! —logró pronunciar la mujer entre sollozos—. Todos retorciéndose. Y dando pataditas y gritando: «¡Mamá!». ¡No podré olvidar sus caritas mientras viva!

Empezó a llorar de nuevo, con grandes espasmos que amenazaban con dejarla sin aire. Tiffany llamó por señas a la ayudante de cocina más cercana, que reaccionó como si le hubieran dado un golpe e intentó encogerse.

—Escuchad —dijo Tiffany—, ¿puede explicarme alguien qué…? ¡Eh! ¿Qué haces con ese cubo? —Lo último iba dirigido a otra doncella, que llegaba del sótano cargando con un cubo lleno y que, al oír la voz de mando por encima de la confusión, lo dejó caer. Las esquirlas de hielo resbalaron por el suelo. Tiffany respiró hondo—. Señoras, en una quemadura no hay que poner hielo, por lógico que parezca. Enfriad un poco de té, pero dejándolo tibio, y metedle el brazo dentro durante al menos un cuarto de ahora. ¿Lo habéis entendido todas? Bien. Y ahora, ¿qué ha pasado…?

—¡Estaba lleno de ranas! —chilló la cocinera—. ¡He puesto a cocer los púdines y al abrir el caldero había ranitas pequeñas llamando a su madre! ¡Se lo dije, se lo dije a todos! Da mala suerte celebrar una boda y un funeral en la misma casa, muy mala suerte. ¡Es brujería, ni más ni menos! —Entonces la mujer ahogó un grito y se tapó la boca con su mano sana.

Tiffany mantuvo el rostro inexpresivo. Miró dentro del caldero y también por el suelo. No había rastro de ranas por ninguna parte, aunque sí dos púdines enormes, todavía envueltos en tela, al fondo del caldero. Cuando Tiffany los sacó y los dejó en la encimera, muy calientes todavía, se fijó en que las doncellas se alejaban de ellos.

—Una masa de ciruelas buenísima —dijo tratando de sonar animada—. No hay nada de qué preocuparse.

—Alguna vez me he fijado —aportó Preston— en que según las circunstancias a veces el agua hierve de formas muy raras, con gotitas que parecen saltar una y otra vez por encima de la superficie, y a lo mejor podría ser un motivo de que la señora Doquín creyera ver ranas. —Se inclinó hacia Tiffany y le susurró—: Otro motivo muy probable puede ser la botella de oloroso que hay en esa estantería de ahí, casi vacía, en conjunción con la copa solitaria que se ve en aquella palangana para fregar.

Tiffany se quedó impresionada: ella no se había fijado en la copa.

Todos la observaban. Alguien debería estar diciendo algo y, dado que nadie lo hacía, mejor que fuese ella.

—Estoy segura de que la muerte de nuestro barón nos ha afectado a todos —empezó a decir, pero no pudo continuar porque la cocinera enderezó la espalda de repente y la señaló con un dedo tembloroso.

—¡Todos menos tú, criatura inmunda! —acusó—. ¡Yo te calé, ya lo creo que te calé! ¡Todo el mundo lloraba y se lamentaba, pero tú no! ¡Claro que no! ¡Tú te paseabas toda presumida por ahí, mangoneando a tus mayores! ¡Igualito que tu abuela! ¡Lo sabe todo el mundo! ¡Querías festejar con el joven barón y, cuando te dio calabazas, mataste a su padre por rencor! ¡Claro que sí, y te vieron hacerlo! ¡Y ahora el pobre chico está todo apenado y la novia se ha encerrado en su habitación a llorar! ¡Ah, cómo debes de estar riéndote por dentro! ¡La gente ya va diciendo por ahí que deberían aplazar la boda! Seguro que eso te encantaría, ¿a que sí? ¡Sería como ponerte una medalla de bruja, ya lo creo! Me acuerdo de cuando eras pequeña, pero luego te largaste a las montañas, donde todos saben que la gente es rara y salvaje, y ¿qué es lo que volvió? Eso, ¿qué es lo que volvió? ¿Qué volvió, sabiéndolo todo y dándose aires, mirándonos a todos por encima del hombro y destrozando la vida de un joven? ¡Y eso no es lo peor de todo! ¡Preguntadle a la señora Rastrero! ¡A mí no me hables de las ranas! ¡Reconozco a las ranas cuando las veo, y eso es lo que he visto! ¡Ranas! Seguro que…

Tiffany salió de su cuerpo. Ahora se le daba de maravilla. A veces practicaba el truco delante de animales, que en general eran muy difíciles de burlar: con solo que pareciera haber aunque fuese una mente vagando por allí cerca, se ponían nerviosos y acababan huyendo. Pero ¿los humanos? Los humanos eran fáciles de engañar. Si el cuerpo se quedaba en su sitio, parpadeando, respirando, manteniendo el equilibrio y haciendo todo lo que los cuerpos saben hacer aunque no se esté dentro, los demás humanos creían que sí estaba.

Se dejó ir hacia la cocinera borracha, que seguía farfullando y repitiéndose, escupiendo idioteces dañinas y bilis y odio y también gotitas de saliva que se le quedaban en la papada.

Y Tiffany alcanzó a oler el tufo. Era leve, pero estaba ahí. Se preguntó si, en caso de girarse, vería dos agujeros en una cara. No, seguro que la cosa no estaba tan mal. Quizá el Hombre Astuto solo estaba pensando en ella. ¿Debería huir de allí? No. En ese caso tal vez estaría huyendo hacia él, y no de él. ¡Podía estar en cualquier parte! Pero como mínimo, Tiffany podía tratar de detener aquella maldad.

Se preocupó de no atravesar a la gente. Era posible hacerlo, pero aunque en teoría tenía la sustancia de un pensamiento, caminar a través de una persona era como recorrer un pantano: pegajoso, desagradable y oscuro.

Fue más allá de las ayudantes de cocina, que parecían hipnotizadas; el tiempo siempre parecía transcurrir más despacio cuando salía de su cuerpo.

Sí, la botella de jerez estaba casi vacía, y había otra vacía del todo casi oculta por un saco de patatas. La misma señora Doquín apestaba a la bebida. Nunca había hecho ascos a un traguito de jerez, y seguro que tampoco a un segundo traguito. Tal vez fuesen gajes del oficio, igual que la papada fofa. Pero ¿de dónde habían salido todas las barbaridades que escupía? ¿Eran cosas que siempre había querido decir o se las había puesto él en la boca?

Sé que no he hecho nada malo, pensó otra vez. Me vendrá bien tenerlo siempre en mente. Pero sí que he sido tonta, y eso también debería recordarlo.

En el mundo a baja velocidad la mujer, que aún hipnotizaba a las chicas con sus maldiciones, tenía muy mal aspecto: su cara era de un rojo sanguinario, cada vez que abría la boca le apestaba el aliento y se le había quedado un trocito de algo entre los dientes sin lavar. Tiffany se apartó un poco a un lado. ¿Sería posible meterle una mano invisible en su estúpido cuerpo y ver si podía detener el latido del corazón?

Nunca antes se le había ocurrido nada parecido, y por supuesto las brujas sabían que no se podía agarrar nada estando fuera del cuerpo, pero ¿sería posible interrumpir algún pequeño flujo, o provocar una chispita? Hasta una bestia gorda y miserable como la cocinera podía derribarse con la menor de las alteraciones, y entonces su estúpida cara colorada se estremecería, y ese aliento asqueroso se le trabaría, y su sucia bocaza por fin se cerr…

Los Primeros, Segundos, Terceros y los muy infrecuentes Cuartos Pensamientos se alinearon en su mente para gritar al unísono: ¡No somos nosotros! ¡Cuidado con lo que piensas!

Tiffany volvió de golpe a su cuerpo, casi perdió el equilibrio y tuvo que sostenerla Preston, que estaba justo detrás de ella.

¡Deprisa! Recuerda que el marido de la señora Doquín faltó hace solo siete meses, se dijo, y recuerda que cuando eras pequeña siempre te daba galletas, y recuerda que está reñida con su nuera y no puede ver a sus nietos. Recuérdalo, y asimila que tienes delante a una pobre anciana que ha bebido demasiado y ha escuchado demasiadas habladurías… las de la horrible señorita Pulcro, por ejemplo. ¡Recuérdalo porque si te devuelves estarás convirtiéndote en lo que él quiere que seas! ¡No vuelvas a dejarle espacio en tu cabeza!

Detrás de ella Preston resopló y comentó:

—Ya sé que no debería decírselo a una dama, señorita, ¡pero está usted sudando como un cerdo!

Tiffany, tratando de poner en orden sus ideas hechas trizas, murmuró:

—Mi madre siempre dice que los caballos sudan, los hombres transpiran y las damas solo resplandecen…

—¿Ah, sí? —dijo Preston, animado—. ¡Bueno, señorita, pues en ese caso está resplandeciendo como un cerdo!

La frase arrancó risitas a las chicas, que ya estaban alteradas por los reniegos de la cocinera, pero cualquier risa sería mejor que aquello y a lo mejor, pensó Tiffany, Preston había llegado a la misma conclusión.

Pero la señora Doquín había logrado levantarse y estaba meneando un dedo amenazador hacia Tiffany, aunque se bamboleaba tanto que durante un tiempo, según hacia dónde apoyara el peso, también amenazó a Preston, a una de las chicas y a los quesos de un anaquel.

—¡A mí no me engañas, fresca del demonio! —exclamó—. ¡Todo el mundo sabe que mataste al viejo barón! ¡Te vio la enfermera! ¿Cómo te atreves a presentarte aquí? ¡Querrás llevártenos a todos tarde o temprano, y no voy a consentirlo! ¡Espero que se abra el suelo y se te trague! —rugió la cocinera.

Tropezó hacia atrás. Hubo un fuerte golpe seco, un crujido y, hasta que se interrumpió al cabo de un momento, el principio de un chillido cuando la cocinera se precipitó al sótano.