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CAPÍTULO 8

El cuello del rey

El chirrido de la puerta al abrirse despertó a Tiffany. Se incorporó y miró a su alrededor. La señora Proust aún dormía, con unos ronquidos tan fuertes que le hacían temblar la nariz. Corrección: la señora Proust parecía dormir. A Tiffany le caía bien, aunque con reservas: ¿podía confiar en ella? A veces daba la impresión de que casi podía… leerle la mente.

—Yo no leo mentes —replicó la señora Proust dándose la vuelta.

—¡Señora Proust!

La bruja se incorporó y empezó a quitarse trocitos de paja del vestido.

—De verdad que no leo mentes —dijo tirando la paja al suelo—. En realidad tengo algunas destrezas muy agudizadas, aunque no sobrenaturales, que he perfeccionado hasta sacarles el máximo filo. No lo olvides, por favor. Ojalá nos traigan un desayuno caliente.

—Non véole ningún problema. ¿Qué quiere que traigámosle?

Miraron hacia arriba y vieron a los feegles sentados en la viga del techo, meneando los pies en el aire con alegría.

Tiffany suspiró.

—Si os preguntara qué estuvisteis haciendo anoche, ¿me mentiríais?

—Baju ningún concepto, por nuestru honor como feegles —aseguró Rob Cualquiera, con la mano donde creía tener el corazón.

—Bueno, convincente sí que ha sonado —dijo la señora Proust levantándose.

Tiffany negó con la cabeza y volvió a suspirar.

—No, no es tan sencillo. —Miró hacia la viga y preguntó—: Rob Cualquiera, ¿la respuesta que acabas de darme es verídica? Te lo pregunto como arpía de las colinas.

—Claru que sí.

—¿Y esa otra?

—Claru que sí.

—¿Y esa otra?

—Claru que sí.

—¿Y esa otra?

—Eh… bueno, fue solo una mentirijiña de nada, ya sabes, casi verdad del todu, para non contarte una cosa que non conviénete saber.

Tiffany se volvió hacia la señora Proust, que estaba sonriendo.

—Los Nac Mac Feegle consideran la verdad como algo tan valioso que no les gusta lucirla mucho —explicó, a modo de disculpa.

—Ah, en eso coincido con toda mi alma —dijo la otra bruja, antes de pensar un momento y añadir—: Si la tuviera, claro está.

Llegó el sonido de unas botas pesadas, que fueron acercándose sin perder peso pero muy deprisa y resultaron pertenecer a un guardia alto y flaco, que saludó a la señora Proust tocándose el casco y a Tiffany con un gesto de la cabeza.

—Buenos días, señoras. Soy el agente Abadejo y me han pedido que les diga que pueden marcharse, pero considérense advertidas —dijo—. Aunque la verdad es que nadie tiene muy claro de qué advertirlas, por lo que he entendido, así que, si yo fuera ustedes, me consideraría en una situación de advertimiento general, por así decirlo, a grandes rasgos y sin especificar, y no se ofendan, pero la idea es que la experiencia las haya escarmentado un poco. —Carraspeó, lanzó una mirada inquieta a la señora Proust y continuó—: Además, el comandante Vimes me ha pedido que les deje bien claro que los individuos conocidos en conjunto como los Nac Mac Feegle deben haber abandonado la ciudad antes del anochecer.

Llegó un coro de protestas desde la viga donde estaban sentados los feegles, que en opinión de Tiffany eran tan diestros fingiendo pasmada indignación como bebiendo y robando.

—¡Aj, non tomaríaisla así con nosotros si fuésemos grandullones!

—¡Non fuimos nosotros! ¡Fue un tipu alto que marchó corriendo!

—¡Yo non estuve allí! ¡Pregúntales a ellos! ¡Tampocu estuvieron allí!

Y otras excusiñas del estilu, ya sabes.

Tiffany empezó a dar golpes con el plato de hojalata contra los barrotes hasta que logró callarlos.

—Disculpe, por favor, agente Abadejo. Estoy segura de que todos lamentan mucho lo del pub… —empezó a decir, pero el guardia le hizo un gesto con la mano.

—Si quiere un consejo, señorita, váyase sin armar escándalo y no hable de pubes con nadie.

—Pero es que… todos sabemos que destrozaron La Cabeza del Rey, y…

El agente volvió a interrumpirla.

—Esta mañana he pasado por delante de La Cabeza del Rey —dijo—, y no estaba destrozado en absoluto. De hecho, había una gran multitud enfrente. Toda la ciudad está acercándose para echarle un vistazo. La Cabeza del Rey está igual que estuvo siempre, por lo que he podido ver, con solo un pequeñísimo detalle cambiado: que ahora está vuelta de espaldas.

—¿Cómo que vuelta de espaldas? —preguntó la señora Proust.

—Me refiero a que está encarada hacia el lado opuesto —explicó el policía con paciencia—, y cuando he pasado por allí hace nada, les aseguro que ya no lo llamaban La Cabeza del Rey.

Tiffany frunció el ceño.

—Entonces ¿ahora lo llaman El Cuello del Rey?

El agente Abadejo sonrió.

—Bueno, se nota que es usted una señorita bien educada, porque casi todos los que estaban fuera lo llamaban El…

—¡Nada de groserías! —atajó la señora Proust con severidad.

¿En serio?, pensó Tiffany. ¿Con media tienda llena de comosellamen rosas hinchables y otros objetos misteriosos que no tuve tiempo de distinguir bien? En fin, supongo que si fuésemos todos iguales el mundo no sería mundo, y mucho menos si fuésemos todos iguales que la señora Proust.

Y desde las alturas le llegaron los susurros de los Nac Mac Feegle, con Wullie Chiflado haciendo más ruido del normal.

—¡Díjeoslo! ¿Díjeoslo o non? Que todu el asunto está del revés, dijeos, pero non quisisteis hacerme casu. Estaré chiflado, pero non soy tonto.

La Cabeza del Rey, o la parte de la anatomía real que hubiese pasado a ser, no quedaba muy lejos, pero las brujas tuvieron que empezar a abrirse paso entre la muchedumbre a unos cien metros de distancia, y buena parte de la muchedumbre tenía jarras de pinta en las manos. La señora Proust y Tiffany llevaban botas con clavos, una bendición para cualquiera que deba cruzar una multitud deprisa, y al poco tiempo llegaron a lo que, a falta de una palabra mejor (aunque los feegles habrían usado una palabra mejor sin dudarlo un instante), ahora estaban llamando La Espalda del Rey, para gran alivio de Tiffany. Frente a la puerta trasera, que cumplía las funciones previamente adscritas a la delantera, y repartiendo jarras de cerveza con una mano mientras recogía dinero con la otra, estaba el señor Wilkin, el propietario. Tenía la misma expresión que un gato el día en que llueven ratones.

Cada cierto tiempo Wilkin encontraba un momento libre en su heroica cruzada para decir unas palabras a una mujer delgada pero resuelta que tomaba notas en un cuaderno.

La señora Proust dio un codazo a Tiffany.

—¿La ves? Es la señorita Cripslock, del Times, y ese de ahí… —Señaló a un hombre alto con el uniforme de la Guardia—. ¿Lo ves? El hombre con el que habla ahora es el comandante Vimes de la Guardia de la Ciudad. Un tipo decente; siempre parece cabreado y no aguanta las tonterías. Esto será interesante, porque no le gustan nada los reyes. Un antepasado suyo decapitó al último que tuvimos.

—¡Qué horror! ¿Se lo merecía?

La señora Proust vaciló un momento y luego dijo:

—Bueno, si es cierto lo que cuentan que encontraron en su mazmorra, la respuesta es un «sí» como una casa. Aun así, juzgaron al antepasado del comandante porque cortar cabezas de reyes siempre despierta comentarios, por lo visto. Cuando subió a testificar, lo único que dijo fue: «Si ese animal hubiera tenido cien cabezas, no habría descansado hasta cortarle todas ellas», frase que consideraron una declaración de culpabilidad. Lo ahorcaron, y mucho tiempo después le pusieron una estatua, cosa que dice de la gente bastante más de lo que querrías saber. Le apodaban el Viejo Carapiedra y, como puedes ver, es cosa de familia.

Tiffany podía verlo, y era porque el comandante estaba acercándose decidido a ella, con la expresión de quien tiene muchas cosas que hacer y todas ellas son más importantes que la que está teniendo que hacer ahora. Hizo un leve asentimiento respetuoso a la señora Proust e intentó sin éxito no mirar con furia a Tiffany.

—¿Esto lo ha hecho usted?

—¡No, señor!

—¿Sabe quién lo ha hecho?

—¡No, señor!

El comandante frunció el ceño.

—Señorita, si un ladrón entra a robar a una casa y vuelve más tarde para devolverlo todo a su sitio, sigue habiendo un delito, ¿lo comprende? Y si un edificio y su contenido sufren graves desperfectos, pero a la mañana siguiente aparecen como nuevos, aunque sea mirando hacia el otro lado, también eso es un delito, y los responsables, unos delincuentes. Solo que no tengo ni idea de cómo llamar al delito y, la verdad, preferiría no saber nada de todo el maldito asunto.

Tiffany parpadeó. La última frase no la había oído, no había entrado por sus orejas, pero aun así la recordaba. ¡Tenían que ser palabras vertidas! Miró de reojo a la señora Proust, que sonrió alegre, y a la mente de Tiffany llegó una tenue palabra vertida:

.

La señora Proust dijo en voz alta:

—Comandante Vimes, a mí me parece que no ha salido perjudicado nadie, dado que o mucho me equivoco o el señor Wilkin está haciendo su agosto con La Espalda del Rey, y no creo que quiera transformarla de nuevo en La Cabeza del Rey.

—¡Exacto! —exclamó el propietario, que ahora estaba metiendo dinero a paladas en un saco.

El comandante Vimes seguía con el ceño fruncido, pero Tiffany captó las palabras que estuvo a punto de decir y no dijo:

¡No volverá ningún rey mientras yo esté aquí!

La señora Proust volvió a la carga.

—¿Qué tal si se llama El Cuello del Rey? —sugirió—. Porque parece que tenga como caspa, el pelo grasiento y un grano a punto de reventar…

La cara del comandante se mantuvo pétrea, para admiración de Tiffany, pero aun así alcanzó a captar la sombra de una palabra vertida, un «¡Sí!» triunfal. En ese momento la señora Proust, partidaria de asegurar la victoria por cualquier medio a su disposición, insistió con:

—Esto es Ankh-Morpork, señor Vimes. En verano se incendia el río, y hemos tenido lluvias de peces y de somieres, así que, pensándolo un poco y viendo el conjunto, ¿tan grave es que un pub gire sobre su propio eje? ¡Casi todos sus clientes lo hacen! ¿Cómo está su pequeñín, por cierto?

Aquella pregunta inocente pareció derrotar al comandante.

—¡Ah! Eh… Yo… Está bien. Sí, sí, bien. Tenía usted razón. Solo le hacía falta beber algo con burbujas y echarse un buen eructo. ¿Puedo hablar con usted un momento en privado, señora Proust?

La mirada que dedicó a Tiffany dejaba claro que «en privado» no la incluía a ella, así que cruzó con cuidado la acumulación de gente alegre, a veces demasiado alegre, que esperaba para sacarse una iconografía delante del Cuello del Rey y se permitió fundirse con el entorno para escuchar a Rob Cualquiera aleccionando a sus tropas, que le escuchaban cuando no tenían nada mejor que hacer.

—Muy ben —les increpó—, ¿a quién de vosotros, pámpanos, ocurriósele pintar un cuellu de verdad en el letrero? Estoy seguro de que non es lo que suele hacerse.

—Fue Wullie —dijo Yan Grande—. Pensó que la gente creería que estuvo así desde siempre. Está chiflado, ya sabes.

—A veces lo chiflado funciona —comentó Tiffany.

Miró a su alrededor… y allí vio al hombre sin ojos, atravesando la multitud, atravesando la multitud como si fuesen fantasmas, pero Tiffany se dio cuenta de que todos percibían su presencia de algún modo. Un hombre se frotó la cara con las dos manos, como si notara los pasos de una mosca, y otro se dio un bofetón en la oreja. Pero después de hacerlo estaban… cambiados. Cuando su mirada encontró a Tiffany estrecharon los ojos, y a medida que el hombre fantasmagórico se acercaba a ella la multitud fue convirtiéndose en un fruncimiento de ceño colectivo. Entonces llegó el hedor, que la figura dejaba tras de sí y volvía gris la luz del día. Era como el fondo de un estanque, donde reposaban cosas muertas y podridas hace siglos.

Tiffany miró a su alrededor, frenética. El giro de La Cabeza del Rey había llenado la calle de curiosos y sedientos. La gente intentaba seguir con sus asuntos, pero quedaban acorralados entre la multitud que tenían delante y la que se acumulaba detrás y, por supuesto, entre los portadores de bandejas y carritos, que pululaban por toda la ciudad intentando vender cosas a cualquiera que se quedara quieto más de dos segundos. Tiffany sentía la amenaza en el aire, pero en realidad era más que una amenaza: era odio, creciendo como una planta después de llover, mientras el hombre de negro seguía acercándose. La asustaba. Por supuesto, tenía a su lado a los feegles, pero cuando los feegles la sacaban de un apuro solía ser para meterla en otro distinto.

El suelo se movió de sopetón bajo sus pies. Hubo un rechinar metálico y Tiffany cayó al vacío, pero solo durante unos dos metros. Mientras intentaba recobrar el equilibrio en la penumbra de debajo de la acera, alguien pasó junto a ella pronunciando una jovial disculpa. Hubo más ruidos metálicos inexplicables, y el agujero redondo que ahora tenía encima de la cabeza desapareció en la oscuridad.

—Ahí sí que hemos tenido suerte —dijo la voz educada—. La única que tendremos hoy, me temo. Por favor, intenta no montar en pánico hasta que haya encendido la lámpara de seguridad. Si quieres montar en pánico después, la decisión es solo tuya. No te alejes de mí, y cuando te diga «Camina tan deprisa como puedas aguantando el aliento», hazlo si quieres conservar la cordura, la garganta y posiblemente la vida. No me importa si lo entiendes o no. Tú hazlo, porque no tenemos mucho tiempo.

Ardió una cerilla. Hubo un pequeño estallido y un fulgor verdeazulado en el aire, justo delante de Tiffany.

—Era solo un poco de gas de los pantanos —dijo la invisible confidente—. No gran cosa, nada de qué preocuparse todavía, ¡pero mantente cerca!

El brillo verdeazulado empezó a moverse muy deprisa, y Tiffany tuvo que apretar el paso para no perderlo, lo que entrañaba cierta dificultad considerando que caminaba, por turnos, sobre gravilla, fango y a veces líquido de algún tipo, pero no del tipo del que querría saberse más. Aquí y allá, en la lejanía, había tenues brillos de otras luces misteriosas, como los fuegos fatuos que a veces se veían en los terrenos pantanosos.

—¡No te quedes atrás! —llamó la voz que tenía por delante.

Tiffany no tardó en perder todo el sentido de la dirección y, ya puestos, del tiempo.

Entonces oyó un chasquido y vio una silueta perfilada contra lo que habría parecido una puerta de lo más ordinaria si no fuera porque, al encontrarse en un arco, acababa en punta.

—Por favor, límpiate muy bien los pies en la estera que hay nada más entrar; aquí abajo toda precaución es poca.

Más allá de la mujer, que seguía sumida en sombras, había velas encendiéndose por sí mismas. Iluminaron a una mujer vestida con ropa gruesa y pesada, grandes botas y un yelmo de acero en la cabeza, aunque Tiffany vio cómo se quitaba el yelmo con cuidado. Sacó una coleta de dentro de la ropa, lo que sugería que era joven, pero tenía el pelo canoso, lo que sugería que era vieja. Tiffany pensó que era una de esas personas que eligen una apariencia cómoda y que les encaja bien y ya no la sueltan hasta la muerte. La guía de Tiffany tenía arrugas en la cara y el aire preocupado de alguien que trata de pensar en varias cosas a la vez; a juzgar por su expresión aquella mujer trataba de pensar en todo. En la sala había una mesita con una tetera, tazas y un montoncito de magdalenas pequeñas.

—Pasa, pasa —dijo la mujer—. Bienvenida. Ay, perdona mis modales. Puedes llamarme señorita… Herrero, de momento. Supongo que la señora Proust me habrá mencionado. Estamos en los Solares Irreales, con toda probabilidad el lugar más inestable del mundo. ¿Te apetece una taza de té?

Las cosas suelen tener mejor aspecto cuando el mundo ha dejado de dar vueltas y se tiene una bebida caliente delante, aunque esté apoyada en una vieja caja de madera.

—Lamento que aquí no haya muchos lujos —dijo la señorita Herrero—. Nunca me quedo más de unos días seguidos, pero necesito estar cerca de la Universidad Invisible y tener privacidad absoluta. Esto antes era una casita cercana al muro de la universidad, pero los magos tiraban toda la basura por encima, así que al cabo de un tiempo los trocitos de residuo mágico empezaron a reaccionar entre sí en lo que solo puedo llamar formas impredecibles. Y claro, entre las ratas parlantes, las cejas de la gente creciendo hasta los dos metros y los zapatos que andaban solos, los vecinos de por aquí cerca se marcharon, y lo mismo hicieron sus zapatos. Y como ya no había nadie que se quejara, la universidad empezó a echar aún más basura por encima del muro. En ese aspecto los magos son como los gatos después de ir al servicio: tan pronto como te has alejado, deja de existir.

»Por supuesto, con el tiempo todo el mundo se apuntó a tirar aquí cualquier cosa y marcharse corriendo muy deprisa, a menudo perseguidos por zapatos, pero no siempre con éxito. ¿Te apetece una magdalena? No te preocupes, se las he comprado a un panadero muy fiable mañana, así que sé que no están pasadas, y la magia de aquí la tengo domesticada desde hace un año. No fue muy difícil; la magia es casi toda cuestión de equilibrio, pero eso ya lo sabes, claro. En todo caso, la parte positiva es que este sitio está tan cubierto de neblina mágica que me extrañaría que pudiera vernos ni siquiera un dios. —La señorita Herrero mordió media magdalena con delicadeza y dejó la otra media equilibrada en su platito. Se inclinó hacia Tiffany—. ¿Qué sentiste, Tiffany Dolorido, cuando besaste al invierno?

Tiffany la miró durante un momento.

—Solo fue un besito, ¿vale? ¡No hubo nada de lengua! —Y luego preguntó—: Usted es la persona que me dijo la señora Proust que me encontraría, ¿verdad?

—Sí —respondió la señorita Herrero—. Yo diría que resulta evidente. Podría darte una explicación larga y complicada —siguió con algo más de aspereza—, pero creo que será mejor contarte una historia. Sé que has aprendido de Yaya Ceravieja, y ella te habrá dicho que el mundo está hecho de historias. Más vale que te adelante que esta es de las feas.

—Soy bruja, ¿sabe? —declaró Tiffany—. He visto cosas feas.

—No dudo que lo creas —replicó la señorita Herrero—. Pero de momento quiero que te imagines una escena, ambientada hace más de mil años, y a un hombre todavía bastante joven que es cazador de brujas, quemador de libros y torturador de personas porque otros hombres más viejos y mucho más viles que él le han dicho que es lo que el Gran Dios Om quiere que sea. Y ese día ha encontrado a una mujer que es bruja, pero también hermosa, de una belleza arrebatadora, cosa que al menos en aquella época no era muy normal entre las brujas…

—Se enamora de ella, ¿a que sí? —interrumpió Tiffany.

—Por supuesto —dijo la señorita Herrero—. Chico conoce a chica, uno de los principales motores de la causalidad narrativa en el multiverso. O, como diría otra gente, «tenía que pasar». Me gustaría seguir con mi disertación sin interrupciones, a ser posible.

—Pero va a tener que matarla, ¿verdad?

La señorita Herrero suspiró.

—Ya que lo preguntas, no necesariamente. El hombre piensa que, si la rescata y logra llevarla hasta el río, podrían tener una oportunidad. Está apabullado y confuso. Nunca antes ha tenido sentimientos como ese. Por primera vez en su vida de verdad está teniendo que pensar por sí mismo. Hay unos caballos no muy lejos. Hay unos pocos vigilantes y algunos otros prisioneros, y el aire está lleno de humo porque hay una pira de libros ardiendo que hace saltar las lágrimas a todo el mundo.

Tiffany se inclinó hacia delante en su asiento, escuchando para captar las pistas, intentando adelantarse al desenlace.

—Hay unos aprendices a los que está entrenando, y también unos miembros de muy alto rango de la iglesia omniana, que han venido a observar y bendecir el proceso. Y por último, hay bastantes vecinos del pueblo cercano, lanzando unos vítores muy ruidosos porque no son ellos quienes van a morir asesinados y porque no suelen tener mucho entretenimiento. Viene a ser un día normal en el trabajo, solo que esta vez la chica que están atando al poste ha cruzado la mirada con él y está observándole con mucha atención, sin abrir la boca ni siquiera para gritar… Todavía no.

—¿Él lleva espada? —preguntó Tiffany.

—Sí, la lleva. ¿Puedo seguir? Bien. Ahora está andando hacia la mujer. Ella le mira, sin gritar, solo vigilando, y él piensa… ¿Qué piensa? Piensa: «¿Podré imponerme a los dos guardias? ¿Los aprendices me obedecerán?». Entonces, mientras se acerca, se pregunta si podrá llegar hasta los caballos con todo el humo que hay. Y ese es un momento congelado en el tiempo. Grandes acontecimientos aguardan su decisión. Una acción sencilla en los dos casos, y la historia cambiará por completo, y ahora tú piensas que todo depende de lo que haga a continuación. Pero el caso es que da igual lo que piense él, porque la mujer sabe quién es y lo que ha hecho, todas las atrocidades que ha cometido y por las que es famoso, así que mientras el hombre avanza dudoso, ella puede verlo tal y como es, aunque desee no hacerlo. Saca las manos por entre la jaula de mimbre en la que la han metido para mantenerla en pie y le agarra, y lo retiene con firmeza mientras la antorcha cae y la madera aceitosa prende y las llamas brotan. En ningún momento aparta la mirada de sus ojos, y en ningún momento afloja su presa… ¿Quieres que te llene la taza de té?

Tiffany parpadeó para quitarse de los ojos el humo, las llamas y la impresión.

—¿Y cómo es que usted lo sabe con tanto detalle? —dijo.

—Porque estaba allí.

—¿Hace mil años?

—Sí.

—¿Cómo llegó?

—Andando —respondió la señorita Herrero—. Pero eso no es lo importante. Lo importante es que en ese momento murió y nació el ente al que llamamos el Hombre Astuto. Al principio seguía siendo un hombre. Tenía unas heridas terribles, claro. Durante bastante, bastante tiempo. Y la caza de brujas prosiguió, ya lo creo que prosiguió. Nadie sabía qué era lo que más temían los otros cazadores de brujas, si las propias brujas o la cólera del Hombre Astuto por no encontrarle a las brujas que exigía. Y créeme, si alguien tenía al Hombre Astuto pisándole los talones, encontraba tantas brujas como fueran necesarias.

»Y el Hombre Astuto siempre podía encontrar a brujas por sí mismo. Era bastante asombroso. A lo mejor había un pueblecito tranquilo donde todos se llevaban más o menos bien y nadie se había fijado en que hubiera ninguna bruja pero, cuando llegaba el Hombre Astuto, de pronto había brujas por todas partes, aunque por desgracia no duraban mucho. El hombre pensaba que las brujas eran la causa de todos los males, que robaban a los bebés y hacían que las esposas huyeran de sus maridos y que se agriara la leche. Creo que mi favorita era la historia de que las brujas se hacían a la mar en cáscaras de huevo para hacer naufragar a los honrados marineros. —Dicho eso la señorita Herrero levantó una mano—. No, no me digas que hasta a una bruja pequeña le sería imposible meterse en una cáscara de huevo sin aplastarla, porque eso es lo que las versadas en el arte llamamos «argumento lógico» y, por tanto, nadie que quisiera creer que las brujas hundían barcos le hacía el menor caso.

»No podía durar mucho, claro. La gente puede ser muy tonta y asustarse con facilidad, pero a veces encuentras a personas que ni son tan tontas ni tienen tanto miedo, y entonces sacan al Hombre Astuto del mundo. Lo sacan como la basura que es.

»Pero ese no fue su final. Tan inmenso, tan temible era su odio por todo lo que consideraba brujería que de algún modo logró seguir viviendo pese a que por fin se había quedado sin cuerpo. Aunque ya no vestía piel, aunque ya no lo sustentaba hueso, tanta era su rabia que perduró. Como fantasma, quizá. Y cada cierto tiempo, encontrando a alguien que le deje entrar. Ahí fuera hay toda la gente que quieras dispuesta a abrirle sus mentes venenosas. Y también los hay que prefieren apoyar el mal que enfrentarlo, y uno de ellos escribió en su nombre el libro conocido como La pira de las brujas.

»Pero cuando domina un cuerpo… Y créeme, en el pasado ha habido depravados que creían que permitírselo convenía a sus terribles ambiciones; cuando domina un cuerpo, decía, el propietario no tarda en descubrir que ha perdido todo el control. Pasa a formar parte de él. Y hasta que ya es demasiado tarde no se percata de que no hay escapatoria, de que nunca será libre. Hasta la muerte…

—El veneno va allí donde es bienvenido —concluyó Tiffany—. Pero da la impresión de que puede meterse por la fuerza, sea bienvenido o no.

—Lo siento —dijo la señorita Herrero—, pero voy a decir: «Así me gusta». Sí que eres tan buena como dicen. En realidad, el Hombre Astuto ya no tiene esencia física. No hay nada que se pueda ver. Nada que se pueda poseer. Y aunque mata con mucha frecuencia a quienes le han extendido su hospitalidad, parece que sigue medrando. Cuando se queda sin cuerpo que dominar, se deja llevar por el viento y en cierto modo duerme, supongo yo. En caso de que lo haga, sé con qué sueña. Sueña con una bruja joven y hermosa, la más poderosa entre todas las brujas. Y piensa en esa bruja con tanto odio que, como dicta la teoría de cuerdas elastificadas, da la vuelta al universo entero y vuelve desde otra dirección, de forma que parece ser una especie de amor. Y desea volver a verla. En cuyo caso ella morirá casi con toda certeza.

»Algunas brujas, brujas auténticas de carne y hueso, han tratado de enfrentarse a él y han ganado. Y otras lo han intentado y han muerto. Y un día una chica llamada Tiffany Dolorido, llevada por la desobediencia, besó al invierno. Cosa que, debo decir, nunca nadie había hecho antes. Y el Hombre Astuto despertó. —La señorita Herrero dejó su taza—. Como bruja ¿sabes que no debes tener miedo?

Tiffany asintió.

—Bueno, Tiffany, pues ahora debes hacer sitio al miedo, al miedo bajo control. Creemos desde siempre que la cabeza es importante, que el cerebro está sentado como un monarca en el trono del cuerpo. Pero el cuerpo también es poderoso, y el cerebro no puede sobrevivir sin él. Si el Hombre Astuto se hace con el control de tu cuerpo, no creo que puedas combatirlo. No será parecido a nada a lo que te hayas enfrentado. Si te atrapa, en última instancia morirás. Y lo que es peor, serás su marioneta, en cuyo caso la muerte será una liberación que llevarás mucho tiempo ansiando. Y ahí lo tienes, señorita Tiffany Dolorido. El Hombre Astuto despierta, flota y la busca a ella. Te busca a ti.

—Buenu, al menos encontrámosla —comentó Rob Cualquiera—. Está en algún sitio de ese basureru inmundo.

Los feegles estaban boquiabiertos ante la burbujeante y supurante catástrofe que eran los Solares Irreales. Cosas extrañas surgían, giraban y explotaban bajo los desperdicios.

—Entrar ahí será una muerte segura —dijo Pequeño Loco Arthur—. ¡Una muerte segura! Estaréis condenados.

—Ya, buenu, todos estamos condenados más prontu o más tarde —replicó Rob Cualquiera en tono jovial. Olisqueó—. ¿Qué demoños es esa peste?

—Lo siento, Rob, fui yo —confesó Wullie Chiflado.

—Aj, non, tu olor conózcomelo —dijo Rob—. Pero me da que este ya olilo antes. Fue el torpiburro ese que olimos en el camino. ¿Recordáis? Ese que iba de negru. Con bastantes carencias en el departamentu de globos oculares. Mala peste cójale, y a mala peste olía. Y recuerdo que dijo palabriñas muy feas de nuestra arpiíña grandullona. Mi Jeannie dijo que non separáramonos de la arpiíña grandullona, y a mí me da que ese pámpano necesita un buen bañu.

Pequeño Loco Arthur precipitó la decisión.

—Bueeenu, Rob, entrar ahí va contra la ley, ¿sabes?

Señaló un antiguo letrero a medio derretir en el que, apenas legibles, se veían las palabras: ACCESO RESTRINGIDO POR ORDEN ESTRICTA.

Rob Cualquiera lo miró fijamente.

—Aj, agora sí que dejásteme sin más opción —dijo—, y recordásteme que ya estamos todos muertos.[20] ¡A la carga!

Tiffany tenía docenas de preguntas que hacer, pero la que se impuso a todas fue:

—¿Qué pasará si me atrapa el Hombre Astuto?

La señorita Herrero miró el techo un momento.

—Bueno, supongo que desde su punto de vista se parecerá bastante a una boda. Desde el tuyo, será exactamente como estar muerta. No, aún peor, porque seguirás ahí dentro viendo lo que es capaz de hacer con todos tus poderes y tus habilidades a toda la gente que conoces. ¿Nos hemos comido la última magdalena?

No mostraré ningún miedo, pensó Tiffany.

—Me alegro de oírlo —dijo la señorita Herrero en voz alta.

Tiffany se levantó de un salto, enfurecida.

—¡No se atreva a hacer eso, señorita Herrero!

—Estoy segura de que quedaba una magdalena —insistió la señorita Herrero, y después añadió—: Esa es la actitud, señorita Tiffany Dolorido.

—¿Sabe? Una vez derroté a un colmenero. Sé cuidar de mí misma.

—¿Y de tu familia? ¿Y de todos tus conocidos? ¿Protegerlos de un asalto que ni siquiera saben que viene? No lo has entendido. El Hombre Astuto no es un hombre, aunque lo fuese una vez, y ahora ya no es ni siquiera un fantasma. Es una idea. Por desgracia, es una idea cuyo tiempo ha llegado.

—Bueno, al menos lo noto cuando se acerca —dijo Tiffany, pensativa—. Hay un olor asqueroso. Hasta peor que el de los feegles.

La señorita Herrero asintió.

—Sí, procede de su mente. Es el olor de la corrupción, corrupción de pensamiento y de acto. Tu mente lo capta y no sabe qué hacer con él, así que lo archiva como «hedor». Todos los que tienen inclinación por la magia pueden olerlo, pero hace cambiar a toda la gente que encuentra, los vuelve un poquito como él. Por eso los problemas le siguen allá donde va.

Y Tiffany sabía concretamente a qué clase de problemas se refería, aunque sus recuerdos se remontaron a más atrás del despertar del Hombre Astuto.

Su ojo mental vio los trocitos con borde negro mecidos por el viento de finales de otoño, que siseaba con desesperación en su oído mental, pero lo peor de todo fue que su nariz mental percibió el olor intenso y acre del papel antiguo a medio quemar. En su recuerdo, algunos de los fragmentos aleteaban contra el viento implacable como si fueran polillas aplastadas y rotas, pero que aún intentan en vano volar.

Tenían estrellas dibujadas.

La gente había desfilado al ritmo de la música brusca y había sacado a rastras a una anciana arrugada cuyo único delito, que Tiffany supiera, había sido perder todos los dientes y oler a pis. La habían apedreado, le habían roto las ventanas y habían matado al gato, y todo eso lo había hecho gente buena y amable, gente a la que conocía y se cruzaba todos los días; eran ellos quienes habían hecho todo aquello de lo que todavía no hablaban en voz alta. De algún modo aquel día había desaparecido del calendario. Pero aquel día, con el bolsillo lleno de estrellas chamuscadas y sin saber muy bien lo que hacía, aunque decidida a hacerlo, Tiffany se había convertido en bruja.

—Ha dicho que otras se enfrentaron a él —prosiguió Tiffany—. ¿Cómo lograron vencerle?

—Seguro que la última magdalena se ha quedado en la bolsa de la panadería. No te habrás sentado encima, ¿verdad? —La señorita Herrero carraspeó y dijo—: Lo lograron siendo brujas muy poderosas, entendiendo lo que significa ser una bruja poderosa y aprovechando cada ocasión, usando cada truco y sospecho que entendiendo la mente del Hombre Astuto antes de que él entendiera las suyas. He recorrido mucho tiempo para informarme acerca del Hombre Astuto —añadió—, y lo único que puedo decirte seguro es que la forma de matar al Hombre Astuto es mediante la astucia. Tendrás que ser más astuta que él.

—Tan astuto no será, si le ha costado todo este tiempo encontrarme —comentó Tiffany.

—Sí, eso me intriga —dijo la señorita Herrero—. Y debería intrigarte a ti. Lo normal habría sido que le costara muchísimo más tiempo. Más de dos años, eso desde luego. O bien ha sido muy listo, y la verdad es que no tiene con qué serlo, o ha habido otra cosa que le ha llamado la atención sobre ti, vete a saber cómo. Alguien mágico, diría yo. ¿Conoces a alguna bruja que no sea amiga tuya?

—Por supuesto que no —respondió Tiffany—. ¿Alguna de las brujas que le han derrotado sigue viva?

—Sí.

—Estaba pensando que si encuentro a una, a lo mejor podría decirme cómo lo hizo…

—Te lo repito: no le llaman Hombre Astuto por nada. ¿Por qué iba a caer dos veces en el mismo truco? Tendrás que encontrar tu propia manera. Las que te han entrenado no esperarían menos de ti.

—Esto no es una especie de prueba, ¿verdad? —inquirió Tiffany, y le dio vergüenza lo penosa que había sonado.

—¿No te acuerdas de lo que dice siempre Yaya Ceravieja? —preguntó la señorita Herrero.

—«Todo es una prueba.» —Lo recitaron al unísono, se miraron y se echaron a reír.

Momento en el cual se oyó un cacareo. La señorita Herrero abrió la puerta y dejó entrar a un pollito blanco, que miró a su alrededor con curiosidad y explotó. En el lugar que había ocupado había ahora una cebolla, bien aparejada con un mástil y velas.

—Siento que hayas tenido que verlo —dijo la señorita Herrero. Suspiró—. Me temo que pasa mucho. Los Solares Irreales nunca son estáticos, ¿sabes? Con tanta magia chocando, trocitos de hechizos enrollándose unos en torno a otros, nuevos conjuros en los que nadie había pensado tomando forma… es un desastre. El lugar genera cosas con bastante aleatoriedad. Ayer encontré un libro sobre el cultivo de crisantemos, con letras de cobre impresas sobre agua. Cualquiera habría dicho que se desparramaría un poco, pero la verdad es que aguantó bien hasta que se le acabó la magia.

—Qué mala suerte ha tenido el pollito —dijo Tiffany, nerviosa.

—Bueno, te garantizo que hace dos minutos no era un pollo —respondió la señorita Herrero—, y me imagino que estará disfrutando de ser un vegetal náutico. Supongo que ahora comprendes por qué no paso mucho tiempo aquí abajo. Una vez tuve un suceso con un cepillo de dientes que tardaré en olvidar. —Abrió más la puerta y Tiffany vio el batiburrillo.

No había forma de confundir un batiburrillo con nada más.[21] Bueno, al principio sí la hubo, y Tiffany lo confundió con un montón de basura.

—Es increíble lo que puedes encontrarte en los bolsillos si estás en un vertedero mágico —dijo con calma la señorita Herrero.

Tiffany volvió a mirar el batiburrillo gigante.

—¿Eso no es un cráneo de caballo?[22] ¿Y eso no es un cubo lleno de renacuajos?

—Sí. Va mejor si lleva algo vivo, ¿a ti no te pasa?

Tiffany entrecerró los ojos.

—Pero eso otro es el cayado de un mago, ¿verdad que sí? ¡Creía que dejaban de funcionar si los tocaba una mujer!

La señorita Herrero sonrió.

—Bueno, yo he tenido el mío desde la cuna. Si sabes dónde mirar, se ven las marcas que le hice cuando me salían los dientes. Es mi cayado y funciona, aunque debo admitir que empezó a funcionar mejor cuando le quité el nudo de la punta. No servía para nada práctico y le alteraba el equilibrio. Oye, ¿piensas quedarte ahí con la boca abierta?

La boca de Tiffany se cerró a cal y canto y luego volvió a abrirse como por resorte. Acababa de pillar algo al vuelo y tenía la sensación de que llegaba volando desde la luna.

—Eres ella, ¿verdad? ¡Tienes que serlo, eres ella! Eskarina Herrero, ¿a que sí? ¡La única mujer de la historia que se hizo maga!

—En algún lugar de mi interior supongo que sí, pero de eso ya hace una eternidad, y ¿sabes qué? En realidad nunca me sentí maga, así que no me preocupaba mucho lo que dijeran los demás. En cualquier caso tenía el cayado, y eso no podía quitármelo nadie. —Eskarina titubeó un momento antes de seguir—. Eso es lo que aprendí en la universidad: a ser yo, ni más ni menos, y a no preocuparme de ello. Ese conocimiento ya es por sí mismo un cayado mágico invisible. Mira, de verdad que no quiero hablar de esto. Me trae malos recuerdos.

—Perdóname, por favor —dijo Tiffany—. Es que no he podido evitarlo. Lo lamento mucho si te he traído algún recuerdo funesto.

Eskarina sonrió.

—No, los funestos nunca me dan problemas. Son los buenos los que pueden hacérseme difíciles. —Les llegó un chasquido procedente del batiburrillo. Eskarina se levantó y fue hasta él—. Ay, ay, ay. Por supuesto, solo la bruja que lo ha hecho puede leer su batiburrillo, pero créeme si te digo que la forma en que ha rodado el cráneo y la posición del alfiletero sobre el eje de la rueda mientras gira indican que está muy cerca. Casi encima de nosotras, en realidad. Puede ser que la magia de este sitio lo confunda y le haga creer que estás en todas partes y en ninguna; en ese caso, se irá pronto y tratará de recuperar tu pista en otro lugar. Y, como he mencionado, de camino comerá. Se meterá en la cabeza de algún idiota, y alguna anciana o alguna chica que lleve puestos peligrosos símbolos cultos sin tener ni idea de lo que significan se verá acosada de repente. Esperemos que corra mucho.

Tiffany miró a su alrededor, perpleja.

—¿Y lo que ocurra será culpa mía?

—¿Eso ha sido el lloriqueo sarcástico de una niña pequeña o la pregunta retórica de una bruja con su propia encomienda?

Tiffany hizo ademán de replicar, pero se contuvo.

—Puedes viajar en el tiempo, ¿verdad? —dijo.

—Sí.

—Entonces ¿sabes lo que voy a responder?

—Bueno, no es tan sencillo —dijo Eskarina, y pareció algo incómoda por un instante para gran sorpresa de Tiffany y, debe decirse, también para gran deleite—. A ver, que mire… hay quince respuestas distintas que podrías darme, pero no sé cuál va a ser hasta que la digas, por la teoría de cuerdas elastificadas.

—En ese caso lo único que diré —respondió Tiffany— es que muchas gracias. Siento haberte entretenido, pero debería ir marchándome ya. ¿Tienes hora? Se me echa encima el tiempo, ya sabes lo que es.

—Sí —dijo Eskarina—. Es la forma habitual de referirse a una de las dimensiones teóricas del espacio tetradimensional. Pero para tus propósitos son como las once menos cuarto.

A Tiffany le pareció una forma complicada y enrevesada de contestar pero, mientras abría la boca para decirlo, el batiburrillo se desmoronó y la puerta se abrió ante una estampida de pollos… que, esta vez, no explotaron.

Eskarina cogió a Tiffany de la mano y gritó:

—¡Te ha encontrado! ¡No sé cómo!

Un gallo medio saltó, medio aleteó y medio tropezó sobre los restos del batiburrillo y cacareó:

¡Kikiric’rallu!

Entonces los pollos explotaron. Explotaron al transformarse en feegles.

En términos generales no había grandes diferencias entre los pollos y los feegles, ya que ambos corrían en círculos montando escándalo. Una distinción importante, sin embargo, es que los pollos no suelen ir armados. En cambio los feegles van armados a todas horas, y cuando se sacudieron de encima los últimos restos de plumas empezaron a pelear entre ellos por vergüenza, y por tener algo que hacer.

Eskarina les dedicó una sola mirada y dio una patada a la pared que tenía detrás, con lo que reveló un hueco por el que podía arrastrarse una persona, aunque justa. Gritó a Tiffany:

—¡Vete! ¡Llévatelo enseguida de aquí! ¡Sube a la escoba tan pronto como puedas y huye! ¡No te preocupes por mí! ¡No tengas miedo, todo irá bien! Solo tienes que ayudarte a ti misma.

Un humo denso e irritante estaba llenando la sala.

—¿A qué te refieres? —logró decir Tiffany forcejeando con la escoba.

¡Vete!

Ni siquiera Yaya Ceravieja habría podido dominar las piernas de Tiffany tan por completo.

Se fue.