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CAPÍTULO 7

Cantos en la noche

Cuando Tiffany y la señora Proust llegaron al origen de los gritos, la calle estaba cubierta por una capa bastante espectacular de vidrio roto y por un grupo de hombres con aspecto inquieto, armaduras y el tipo de casco que sirve para tomar sopa en caso de emergencia. Uno de ellos estaba colocando barreras. Otros guardias tenían el gesto torcido por estar en el lado equivocado de las barreras, sobre todo cuando en ese instante un agente enorme salió volando de uno de los pubes que ocupaban casi toda una acera de la calle. Según el letrero se llamaba La Cabeza del Rey, pero según su aspecto La Cabeza del Rey estaba sufriendo una jaqueca de las buenas.

El agente de la Guardia se llevó por delante lo que quedaba del cristal antes de caer a la acera, momento en el que su casco, que podría haber contenido sopa para una familia entera y todos sus amigos, rodó calle abajo haciendo «gloing-gloing-gloing».

Tiffany oyó a otro guardia gritar:

—¡Han tumbado al sargento!

Mientras llegaban más guardias corriendo desde ambos lados de la calle, la señora Proust puso una mano en el hombro de Tiffany y le pidió con dulzura:

—¿Podrías volver a explicarme esas buenas cualidades que tienen, por favor?

He venido a buscar a un chico y decirle que su padre ha muerto, pensó Tiffany. ¡No a sacar a los feegles de otro jaleo!

—Tienen el corazón en su sitio —dijo.

—No lo dudo —respondió la señora Proust, con cara de estar disfrutando como una loca—, pero los panderos los tienen sobre un montón de cristal roto. Ah, ahí llegan los refuerzos.

—No creo que vayan a servir de mucho —comentó Tiffany… y para su sorpresa, se equivocó.

Los policías estaban dispersándose, dejando un pasillo despejado hasta la entrada del pub. Tiffany tuvo que entrecerrar los ojos para distinguir a la diminuta figura que lo recorrió con paso firme. Se parecía a un feegle, pero llevaba puesto… se paró a mirar bien… sí, llevaba puesto un casco de guardia un poco más grande que la tapa de un salero, lo que resultaba impensable. ¿Un feegle del lado de la ley? ¿Cómo podía existir tal cosa?

Sin embargo, la criatura llegó a la entrada del pub y gritó:

—¡Pámpanos, quedáis todus detenidos! Esto puede marchar de dos maneras, por las malas y… —Calló un momento—. Non, paréceme que ya está, sí —terminó—. ¡Non conozco más maneras! —Y se abalanzó a través de la puerta.

Los feegles peleaban a todas horas. Para ellos las peleas eran afición, ejercicio y entrenamiento combinados.

Tiffany había leído en el famoso manual de mitología del profesor Pinzonero que en muchos pueblos antiguos imperaba la creencia de que cuando un héroe moría, iba a una especie de salón de banquetes donde podía pasar toda la eternidad luchando, comiendo y emborrachándose.

Si fuese Tiffany, a los tres días ya se le habría hecho aburrido, pero a los feegles les encantaría, aunque seguramente incluso unos héroes de leyenda acabarían echándolos a patadas antes de que hubiera transcurrido media eternidad, después de sacudirlos en el aire para recuperar toda la cubertería. Los Nac Mac Feegle eran sin duda unos luchadores feroces y temibles, con el leve defecto (leve desde su punto de vista) de que, a los pocos segundos de meterse en cualquier pelea, les abrumaba el gozo más puro y tendían a atacarse entre ellos, a los árboles cercanos y, si no se presentaba más objetivo, a sí mismos.

Los guardias, después de reanimar a su sargento y traerle el casco, se sentaron a esperar a que se extinguiera el ruido, y no pasaron más de dos minutos antes de que saliera el diminuto agente arrastrando por una pierna a Yan Grande, un gigante entre los feegles que, en apariencia, se había quedado dormido. El policía soltó a Yan Grande, volvió al interior del pub y salió con un inconsciente Rob Cualquiera cargado a un hombro y Wullie Chiflado sobre el otro.

Tiffany se quedó boquiabierta. No podía estar pasando. ¡Los feegles siempre ganaban! ¡Nada podía vencer a un feegle! ¡Eran imparables! Pero ahí estaban: parados, y parados por una criatura tan pequeña que parecía parte de una vinagrera.

Cuando se le acabaron los feegles, el hombrecillo volvió corriendo al edificio y salió casi al instante, acarreando a una mujer con papada que intentaba pegarle con su paraguas sin mucho éxito, dado que el guardia la llevaba equilibrada sobre la cabeza. Salió tras ellos una sirviente joven y temblorosa, abrazada a un bolso de viaje. El hombrecillo depositó con maña a la mujer mayor junto al montón de feegles y, mientras ella vociferaba órdenes a los guardias para que le detuvieran, volvió dentro y regresó con tres maletas pesadas y dos cajas para sombrero equilibradas sobre él.

Tiffany reconoció a la mujer, pero no se alegró de verla. Era la duquesa, madre de Leticia y persona bastante aterradora en general. ¿Roland de verdad sabía en qué se estaba metiendo? La propia Leticia no estaba mal, si a uno le gustaban esas cosas, pero su madre parecía tener tanta sangre azul en las venas que debería explotar, y ahora mismo tenía todo el aspecto de estar a punto. Qué apropiado que los feegles hubieran arrasado el mismo edificio en el que se alojaba la vieja pelleja. ¿Cuánta suerte podía tener una bruja? ¿Y qué pensaría la duquesa de que Roland y su prometida, la pintora de acuarelas, se hubieran quedado dentro del edificio sin carabina?

La última pregunta obtuvo respuesta con la visión del hombrecillo, que salió del local tirando de ambos por unos ropajes muy caros. Roland llevaba un esmoquin que le venía un poco grande, y Leticia iba vestida con una acumulación de vaporosos volantes sobre más volantes, en opinión de Tiffany una ropa muy poco apropiada para nadie que sirviera de algo en la vida. Chúpate esa.

Seguían llegando más agentes de la Guardia rezagados, cabía suponer que porque ya habían tratado alguna vez con feegles y tenían el buen juicio de llegar andando, no corriendo, al escenario del crimen. Pero un policía alto —más de uno ochenta—, pelirrojo y con una armadura tan bruñida que deslumbraba, ya estaba tomando declaración al propietario. La declaración sonaba como un prolongado gemido que daba a entender que el trabajo del guardia consistía en ocuparse de que aquella terrible pesadilla no hubiera tenido lugar.

Tiffany se giró y se encontró mirando directamente a la cara de Roland.

—¿Tú? ¿Aquí? —logró decir él. Más al fondo, Leticia empezaba a sollozar. ¡Ja, qué típico de ella!

—Oye, tengo que decirte una cosa muy…

—El suelo se ha venido abajo —la interrumpió Roland, todavía ensoñado—. ¡Ha cedido el mismo suelo!

—Escucha, tengo que… —volvió a empezar Tiffany, pero esta vez fue la madre de Leticia quien de pronto estuvo delante de ella.

—¡Yo a ti te conozco! Eres la niña bruja esa, ¿verdad? ¡No lo niegues! ¿Cómo te atreves a seguirnos hasta aquí?

—¿Cómo han hecho que se cayera el suelo? —preguntó Roland, con voz brusca y palideciendo—. ¿Cómo has conseguido derribar el suelo? ¡Dímelo!

Y entonces llegó el olor. Fue como un martillazo inesperado. Por debajo del desconcierto y el horror, Tiffany sintió otra cosa: un hedor, una peste, una podredumbre en su mente, espantosa y cruel, un estiércol de ideas horribles e ideas podridas que le daba ganas de sacarse el cerebro para limpiarlo.

¡Es él! ¡El hombre de negro sin ojos! ¡Y ese olor! ¡Ni una letrina para comadrejas enfermas olería tan mal! Creía que antes había sido malo, ¡pero era como un ramillete de prímulas! Tiffany miró desesperada a su alrededor, esperando contra toda esperanza no ver lo que estaba buscando.

La futura suegra asió a Roland por la chaqueta.

—Aléjate de ella ahora mismo. Esa chica no es más que…

¡Roland, tu padre ha muerto!

Eso calló a todo el mundo, y Tiffany se vio atrapada en un matorral de miradas.

Ay, madre, pensó. Esto no tendría que haber salido así.

—Lo siento —farfulló en medio de un silencio acusador—. No pude hacer nada.

Vio cómo el color regresaba al rostro de Roland.

—Pero tú estabas cuidándole —dijo él, como si intentara resolver un rompecabezas—. ¿Por qué dejaste de mantenerle vivo?

—Lo único que podía hacer era llevarme el dolor. Lo siento muchísimo, pero no podía hacer más. Lo lamento.

—¡Pero eres bruja! ¡Creía que se te daba bien, y… eres bruja! ¿Por qué ha muerto?

¿Qué le hizo esa perra? ¡No te fíes de ella! ¡Es una bruja! ¡No dejarás con vida a ninguna hechicera!

Tiffany no oyó las palabras: tuvo la sensación de que reptaban por su mente como algún tipo de babosa, dejando viscosidades a su paso. Más tarde se preguntaría cuántas otras mentes había atravesado reptando, pero en ese momento sintió que la señora Proust le agarraba el brazo. Vio cómo la cólera desfiguraba los rasgos de Roland y recordó la silueta gritona del camino, sin sombra a plena luz del sol, vomitando insultos y dejándole la enfermiza sensación de que nunca volvería a estar limpia.

Y la gente a su alrededor tenía un aire preocupado, atormentado, como el de los conejos que han olido un zorro.

Entonces lo vio. Casi oculto por completo, en el borde de la muchedumbre. Allí estaban, o mejor dicho allí no estaban. Los dos agujeros en el aire fijos en ella durante un momento, antes de desaparecer. Y no saber dónde habían ido lo empeoraba todo.

Tiffany se volvió hacia la señora Proust.

—¿Qué es ese…?

La mujer abrió la boca para responder, pero la voz del guardia alto dijo:

—Disculpen, damas y caballeros, o más bien damas y un solo caballero, en realidad. Soy el capitán Zanahoria y, dado que esta tarde soy el oficial de guardia, me corresponde el dudoso placer de ocuparme de este incidente, así que… —Abrió su cuaderno, sacó un lápiz y sonrió con confianza—. ¿Quién será el primero en ayudarme a esclarecer este pequeño entuerto? Para empezar, me gustaría mucho saber qué hacen unos cuantos Nac Mac Feegle en mi ciudad, aparte de recuperarse.

Los destellos de su armadura hacían daño a los ojos. Además, desprendía un intenso olor a jabón que Tiffany agradeció bastante.

Empezó a levantar la mano, pero la señora Proust se la agarró y la contuvo con firmeza. Tiffany reaccionó soltándose de la bruja con más firmeza todavía y diciendo con una voz más firme que el agarrón:

—Seré yo, capitán.

—¿Tendría el gusto de…?

De salir corriendo de aquí a la primera ocasión, pensó Tiffany, pero lo que dijo fue:

—Me llamo Tiffany Dolorido, señor.

—¿Está de despedida de soltera?

—No —respondió Tiffany.

—¡Sí! —la corrigió la señora Proust al instante.

El capitán ladeó la cabeza.

—Entonces ¿solo va una de las dos? No parece muy divertido —comentó, con el lápiz dispuesto sobre la página.

La situación superó a la duquesa, que señaló a Tiffany con un dedo acusador que temblaba de rabia.

—¡Está más claro que el agua, agente! ¡Esta… esta… esta bruja sabía que veníamos a la ciudad para comprar joyas y regalos, y está claro, repito, claro, que ha conspirado con sus diablillos para robarnos!

—¡Eso es mentira! —gritó Tiffany.

El capitán alzó una mano, como si la duquesa fuera un carril de tráfico rodado.

—Señorita Dolorido, ¿es cierto que ha instado a feegles a entrar en la ciudad?

—Bueno, sí, pero en realidad no era mi intención. Fue más o menos una decisión tomada deprisa y corriendo. No pretendía…

El capitán volvió a levantar la mano.

—Deje de hablar, por favor. —Se frotó la nariz y suspiró—. Señorita Dolorido, voy a detenerla como sospechosa de… bueno, porque tengo sospechas y punto. Además, soy consciente de que es imposible encerrar a un feegle que no quiere estar encerrado. Si son amigos suyos, confío… —Lanzó una mirada significativa a un lado—. Confío en que no harán nada que la meta en más apuros y, con un poco de suerte, esta noche podremos dormir tranquilos todos. Capitana Angua, llévela a la Casa de la Guardia, por favor. Señora Proust, ¿sería tan amable de acompañarlas y explicar a su joven amiga cómo funciona el mundo?

La capitana Angua se acercó; era mujer, y hermosa, y rubia, y… rara.

El capitán Zanahoria se volvió hacia la duquesa.

—Señora, mis agentes la escoltarán con mucho gusto al hospedaje o posada que elija. Veo que su doncella lleva un bolso de aspecto bastante imponente. ¿Por casualidad contiene las joyas de las que me hablaba? Y en caso afirmativo, ¿podemos confirmar que no han sido objeto de robo?

A su excelencia no le hizo ninguna gracia, pero el risueño capitán no se dio cuenta, con esa forma tan profesional que tienen los policías de no ver aquello que no quieren ver. Y en el aire flotaba la clara sensación de que, de todas formas, no le habría hecho mucho caso.

Fue Roland quien abrió el bolso y sostuvo en alto la adquisición. Retiró con cuidado el papel de seda y, a la luz de las farolas, algo refulgió con tanta intensidad que no solo parecía reflejar la luz, sino también generarla en algún lugar del interior de sus brillantes joyas. Era una tiara. Varios de los guardias inhalaron de golpe. Roland se creció. Leticia adoptó una censurable pose encantadora. La señora Proust suspiró. Y Tiffany… volvió atrás en el tiempo, solo durante un segundo. Pero en ese segundo fue de nuevo una niña pequeña leyendo el manoseado libro de cuentos de hadas que todas sus hermanas habían leído antes que ella.

Pero Tiffany había visto en el libro algo que ellas no: le había visto el truco. El libro mentía. Bueno, no, tampoco es exactamente que mintiera, pero sí contaba unas verdades que no convenía saber, como que solo las chicas rubias de ojos azules podían llevarse al príncipe y ponerse la corona brillante. Estaba incorporado en el mundo. Aún peor: estaba incorporado en la coloración capilar. En la tierra de las historias, las pelirrojas y las morenas a veces podían interpretar un papel que no fuese de figurante, pero si se tenía el pelo de un sencillo castaño apagado, no quedaba más opción que hacer de chica del servicio.

O se podía ser la bruja. ¡Sí! No había que quedarse atascada en la historia. Se podía cambiar, y no solo para una misma, sino también para los demás. Se podía cambiar la historia con un gesto de la mano.

Tiffany suspiró de todos modos, porque la diadema enjoyada era una preciosidad. Pero su parte sensata y brujeril sentenció: «¿Te la pondrías muy a menudo o solo de uvas a peras? Una cosa tan cara como esa apenas saldrá de su cámara acorazada».

—No la han robado, entonces —dijo el capitán Zanahoria con alegría—. Vaya, qué bien, ¿no? Señorita Dolorido, le sugiero que pida a sus amiguitos que la sigan en silencio, ¿de acuerdo?

Tiffany miró a los Nac Mac Feegle, que se habían quedado mudos, como en estado de conmoción. Por supuesto, cuando unos treinta luchadores mortíferos se ven derrotados a golpes por un solo hombre diminuto, cuesta un rato encontrar una excusa para salvar la dignidad.

Rob Cualquiera levantó la cabeza hacia ella con una expresión de bochorno muy poco habitual.

—Siéntolo, señorita. Siéntolo, señorita —se lamentó—. Pasámonos tres pueblos con la bebienda. Y ya sabes, cuanto más tomas de la bebienda, siempre quieres tomar más de la bebienda, hasta que cáeste redondu, que es cuando sabes que ya tuviste bastante bebienda. Por ciertu ¿qué demoños es un crème-de-menthe? Tiene un color verdosiño de lo más saludable, y creo que debí de beberme un cubo entero. Imagínome que non tiene mucho sentido decir que sentímoslo mucho… Pero oye, sí que encontrámoste al montonciño de porcallada inútil ese de ahí.

Tiffany desvió la mirada hacia lo que quedaba de La Cabeza del Rey. A la titilante luz de las antorchas recordaba al esqueleto de un edificio. Mientras lo contemplaba una gruesa viga empezó a crujir y se derrumbó, como disculpándose, sobre una pila de muebles rotos.

—Os he dicho que le encontrarais, no que se suponía que teníais que hacer saltar las puertas —dijo. Se cruzó de brazos y los hombrecillos se apiñaron todavía más. El siguiente estadio de la furia femenina sería la Tapeteanda de los Pieses, que solía llevarlos a estallar en llanto y estamparse contra árboles. Sin embargo, en esa ocasión formaron filas ordenadas detrás de Tiffany, la señora Proust y la capitana Angua.

La capitana saludó a la señora Proust con la cabeza y comentó:

—Creo que podemos pasar sin las esposas, ¿me equivoco, señoras?

—Ah, ya me conoce, capitana —dijo la señora Proust.

La capitana Angua entrecerró los ojos.

—Sí, pero de su amiguita no sé nada. Preferiría que llevara usted la escoba, señora Proust.

Tiffany comprendió que discutir era inútil y cedió la escoba sin protestar. Anduvieron en silencio, salvo por el murmullo amortiguado de los Nac Mac Feegle.

Al cabo de un rato la capitana apostilló:

—No es buen momento para llevar sombreros negros puntiagudos, señora Proust. Ha habido otro caso, allá en las llanuras. En un pueblucho de mala muerte. Dieron una paliza a una anciana por tener un libro de hechizos.

—¡No!

Las dos mujeres se giraron para mirar a Tiffany y los feegles toparon con sus tobillos.

La capitana Angua negó con la cabeza.

—Lo lamento, señorita, pero es cierto. Resultó que era un libro de poesía klatchiana. Ya sabe, con esas letras serpenteantes que tienen. Supongo que puede parecer un libro de hechizos para alguien predispuesto a pensarlo. La mujer murió.

—La culpa es del Times —dijo la señora Proust—. Cuando publican cosas así en el periódico, dan ideas a la gente.

Angua se encogió de hombros.

—Por lo que he oído, la gente que lo hizo no era muy aficionada a leer.

—¡Tienen que impedirlo! —saltó Tiffany.

—¿Cómo, señorita? Somos la Guardia de la Ciudad. Fuera de las murallas, no tenemos jurisdicción legal. Allá en el campo hay lugares de los que ni siquiera habremos oído hablar. No sé de dónde ha salido todo este asunto. Es como si una idea enloquecida hubiera aparecido de la nada. —La capitana se frotó las manos—. Por supuesto, aquí en la ciudad no tenemos ninguna bruja —aseguró—, aunque sí muchas despedidas de soltera, ¿verdad, señora Proust? —Y guiñó un ojo. De verdad guiñó un ojo, Tiffany estaba segura, igual que había estado segura de que al capitán Zanahoria no le caía muy bien la duquesa.

—Bueno, supongo que unas brujas de verdad le pondrían freno bien pronto —comentó Tiffany—. En las montañas no se lo pensarían dos veces, señora Proust.

—Oh, pero aquí en la ciudad no tenemos ninguna bruja auténtica. Ya has oído a la capitana. —La señora Proust miró enfurecida a Tiffany y después susurró—: Nada de discutir delante de gente normal. Se ponen nerviosos.

Se detuvieron ante un gran edificio que tenía lámparas azules a ambos lados de las puertas.

—Bienvenidas a la Casa de la Guardia, señoras —dijo la capitana Angua—. En fin, señorita Dolorido, tendré que meterla en una celda, pero estará limpia y casi libre de ratones, y si la señora Proust quiere hacerle compañía, digamos que a lo mejor me descuido y dejo la llave puesta en la cerradura, ¿entendido? Por favor, no salga del edificio o habrá que darle caza. —Clavó su mirada en Tiffany antes de añadir—: Y eso no debería padecerlo nadie. Es horrible que te cacen.

Cruzó con ellas el edificio y bajaron a una hilera de celdas con un extraño aire acogedor. La capitana les indicó con un gesto que entraran en una de ellas. La puerta de la celda tañó al cerrarse, y las brujas oyeron el sonido de las botas mientras la capitana regresaba por el pasillo de piedra.

La señora Proust se acercó a la puerta y metió la mano entre los barrotes. Hubo un tintineo de metal y sus dedos volvieron con la llave. La metió por dentro en el ojo de la cerradura y le dio una vuelta.

—Ya está —dijo—. Ahora estamos el doble de seguras.

—¡Aj, pardiez! —exclamó Rob Cualquiera—. ¡Qué bajo caímos! ¡Metiéronnos en el talegu!

—¡Otra vez! —voceó Wullie Chiflado—. Non seré capaz de volver a mirarme a la cara.

La señora Proust volvió a sentarse y observó a Tiffany.

—Muy bien, mi niña, ¿qué es eso que hemos visto? Me he fijado en que no tenía ojos. No había ventanas a su alma. ¿No tiene alma, tal vez?

Tiffany estaba abatida.

—¡Y yo qué sé! Me lo he encontrado viniendo hacia aquí. ¡Los feegles han pasado a través de él! Parece como un fantasma. Y apesta. ¿Lo ha olido? ¡Y la multitud se ha puesto en contra nuestra! ¿Qué daño estábamos haciendo?

—No estoy segura de que sea un «él» —indicó la señora Proust—. Podría hasta ser un «ello». Quizá algún tipo de demonio, supongo… pero no entiendo mucho de demonios. Lo mío es más bien la venta al por menor. Que también puede ser bastante demoníaca a veces, ojo.

—Pero hasta Roland se ha vuelto contra mí —se quejó Tiffany—. Y él y yo siempre hemos sido… amigos.

—Ajá —dijo la señora Proust.

—A mí no me venga con «ajá» —le espetó Tiffany—. No se atreva a venirme con «ajá». ¡Por lo menos yo no me dedico a poner en ridículo a las brujas!

La señora Proust le dio un bofetón. Fue como recibir el impacto de un lápiz de goma.

—Eres una criaja maleducada y una impertinente. Y a lo que yo me dedico es a poner a salvo a las brujas.

Entre las sombras del techo Wullie Chiflado dio un codazo a Rob Cualquiera y dijo:

—Non podemos dejar que nadie atice a nuestra arpiíña grandullona, ¿verdad, Rob?

Rob se llevó un dedo a los labios.

—Ah, bueeeno, pero la cosa complícase un poquiño cuando las mujeres discuten, ¿entiendes? Non métaste en estu, si quieres un conseju de hombre casado. Cualquier hombre que entrométase en la discutienda de las mujeres non tardará ni un segundo en ver cómu las dos están dando brincos encima de él. Y non refiérome a la Cruzanda de los Brazos, la Fruncienda de los Labios y la Tapeteanda de los Pieses. Refiérome a una buena Palizanda con el Palo de Cobre.

Las brujas se sostuvieron la mirada. De pronto, Tiffany se sintió desorientada, como si hubiera pasado de la A a la Z sin recorrer el resto del alfabeto.

—¿Eso acaba de ocurrir, mi niña? —preguntó la señora Proust.

—Claro que ha ocurrido —confirmó Tiffany con brusquedad—. Todavía me duele.

La señora Proust dijo:

—¿Por qué lo hemos hecho?

—Si le soy sincera, la odiaba. Solo durante un momento. Me ha asustado. Lo único que quería era librarme de usted. La veía…

—¿Repulsiva? —sugirió la bruja adulta.

—¡Eso es!

—Ah —dijo la señora Proust—. Discordia. Volverse contra la bruja. Siempre culpar a la bruja. ¿Por dónde empieza? Tal vez lo hayamos averiguado. —Su cara horrible miró a Tiffany—. ¿Cuándo te hiciste bruja, mi niña?

—Creo que fue a los ocho años, más o menos —respondió Tiffany. Y contó a la señora Proust la historia de la señora Snapperly, la bruja del bosque de avellanos.

La mujer puso mucha atención y se acomodó sobre la paja.

—Sabemos que ocurre a veces —reflexionó después—. Cada pocos siglos, o así, de repente todo el mundo cree que las brujas son malas. Nadie sabe por qué. Parece que sucede, sin más. ¿Últimamente has hecho algo que pueda llamar la atención? ¿Algún acto mágico importante de verdad, o algo así?

Tiffany hizo memoria y respondió:

—Bueno, estuvo el colmenero. Pero tampoco fue tan, tan malo. Y antes de eso estuvo la Reina de las Hadas, aunque pasó hace muchísimo tiempo. Fue bastante horrible, pero así en general creo que darle en la cabeza con una sartén era lo mejor que podía hacer en el momento. Y bueno, supongo que debería mencionar que hace un par de años besé al invierno…

La señora Proust había estado escuchando con la boca abierta hasta ese momento, llegado el cual dijo:

—¿Eso lo hiciste ?

—Sí.

—¿Estás segura?

—Sí. Fui yo. Estaba allí.

—¿Y cómo fue?

—Gélido, y luego mojado. No tuve más remedio que hacerlo. Lo siento, ¿vale?

—¿Fue hace cosa de dos años? —preguntó la señora Proust—. Qué interesante. Viene a ser cuando empezamos a notar el problema, ¿sabes? Nada muy importante, solo que la gente empezó a perdernos el respeto. Había algo en el ambiente, podría decirse. Por ejemplo, el chico de esta mañana con la piedra. Hace un año no se habría atrevido ni de milagro, créeme. Por entonces la gente siempre me saludaba con la cabeza al pasar. Y ahora me miran mal. O hacen algún gesto, por si resulta que doy mala suerte. Las demás cuentan cosas parecidas. ¿Cómo estaba la cosa donde vives tú?

—La verdad es que no lo sé —dijo Tiffany—. Ponía un poco nerviosa a la gente, pero supongo que es porque me conocían de antes. Pero lo sentía todo raro, eso sí. Pensaba que era la sensación que tenía que darme. Había besado al invierno y todos lo sabían. En serio, aún me lo siguen recordando, y eso que fue solo una vez.

—Bueno, aquí la gente vive un poco más apretada. Y la memoria de las brujas llega hasta muy atrás. No me refiero a las brujas individuales, sino a que si juntas a todas las brujas, aún recuerdan los tiempos malos de verdad. Los tiempos en que si llevabas un sombrero puntiagudo te tiraban piedras, o cosas peores. Y si retrocedes más que eso… Es como una enfermedad —concluyó la señora Proust—. Se coge sin darte cuenta. Está en el aire, como si pasara de persona a persona. El veneno va allí donde es bienvenido. Y siempre hay alguna excusa, ¿verdad?, para tirar una piedra a esa vieja tan rara. Siempre es más fácil echar la culpa a alguien. Y cuando ya has llamado bruja a alguien te sorprendería la cantidad de culpas que puedes echarle.

—Mataron a su gato a pedradas —dijo Tiffany, casi para sí misma.

—Y ahora tienes a un hombre sin alma persiguiéndote. Y su hedor hace que hasta las brujas odien a las brujas. ¿No te apetecerá pegarme fuego, por casualidad, Tiffany Dolorido?

—No, claro que no —aseguró Tiffany.

—¿Ni prensarme contra el suelo con muchas rocas encima?

—¿De qué está hablando?

—No eran solo las pedradas —dijo la señora Proust—. La gente siempre habla de cuando echaban brujas a la hoguera, pero no creo que quemaran a muchas brujas de verdad, a no ser que las engañaran de algún modo. Creo que al fuego iban sobre todo ancianas pobres. Las brujas no ardemos muy bien, y seguro que la gente no quería desperdiciar buena leña. Pero es muy fácil tumbar a una mujer vieja en el suelo, descolgar una puerta de establo y ponérsela encima, como si fuera un bocadillo, y luego empezar a amontonarle rocas encima hasta que la pobre no pueda respirar. Esa es la forma de erradicar todo el mal. Solo que no. Porque siempre ocurren más cosas, y siempre hay más ancianas. Y cuando se les acaban, siempre están los ancianos. Siempre están los forasteros. Siempre es quien no encaja. Y tal vez al final, un día, siempre estás tú. Ahí es donde termina la locura: cuando no queda nadie para volverse loco. ¿Sabes, Tiffany Dolorido, que cuando besaste al invierno lo noté? Cualquiera con una pizca de talento mágico sintió algo. —Calló un momento y entrecerró los ojos antes de fijar su mirada en Tiffany—. ¿Qué es lo que despertaste, Tiffany Dolorido? ¿Qué cosa burda abrió los ojos que no tenía y se preguntó dónde estabas? ¿Qué nos has echado encima, Tiffany Dolorido? ¿Qué has hecho?

—¿Cree que…? —Tiffany vaciló un momento—. ¿Cree que me persigue a mí?

Cerró los ojos para no ver el rostro acusador de la otra bruja y recordó el día en que había besado al invierno. Había habido terror, y un pavoroso recelo, y una extraña sensación de calidez entre todo el hielo y la nieve. En cuanto al beso… bueno, había sido tan suave como un pañuelo de seda cayendo sobre la alfombra. Hasta que Tiffany había volcado todo el calor del sol por los labios del invierno y lo había derretido. Hielo a fuego. Fuego a hielo. El fuego siempre se le había dado bien, siempre había sido su amigo. No es que el invierno hubiera llegado a morir, porque desde entonces había habido más inviernos, aunque no tan crudos, nunca tan crudos. Y Tiffany no se había besuqueado con él por capricho. Había tomado la decisión correcta en el momento correcto. Era lo que había que hacer. ¿Por qué había tenido que hacerlo? Porque era culpa suya, porque había desobedecido a la señorita Traición y había irrumpido en un baile que no era solo un baile, sino la curvatura de las estaciones y el cambio de año.

Y horrorizada, se preguntó: ¿Dónde termina todo? Haces una estupidez y entonces reaccionas para arreglarla, pero al arreglarla estropeas otra cosa. ¿Dónde terminaría? La señora Proust estaba observándola, fascinada.

—Lo único que hice fue bailar —explicó Tiffany.

La otra bruja le apoyó una mano en el hombro.

—Querida, creo que tendrás que bailar otra vez. ¿Puedo sugerirte un curso de acción muy sensato ahora mismo, Tiffany Dolorido?

—Sí —aceptó Tiffany.

—Haz caso a mi consejo —dijo la señora Proust—. Yo no suelo regalar nada, pero estoy bastante animada por haber pillado a ese chaval que siempre me rompía el escaparate. Así que estoy de humor para el buen humor. Hay una mujer que estará muy interesada en hablar contigo, estoy segura. Vive en la ciudad, pero no la encontrarás por mucho que lo intentes. Sin embargo, ella te encontrará a ti en un abrir y cerrar de ojos, y mi consejo es que cuando lo haga, escuches todo lo que pueda decirte.

—¿Y cómo la encuentro? —preguntó Tiffany.

—Estás compadeciéndote de ti misma y no escuchas —la riñó la señora Proust—. Te encontrará ella a ti. Lo sabrás cuando lo haga. Oh, ya lo creo que lo sabrás. —Metió la mano en un bolsillo y sacó una latita redonda, cuya tapa abrió con una uña negra. De pronto el aire se volvió picante—. ¿Rapé? —ofreció tendiendo la latita a Tiffany—. Es una costumbre muy fea, ya lo sé, pero despeja los conductos y me ayuda a pensar. —Sacó un pellizco del polvo marrón, lo depositó en el reverso de su otra mano y lo aspiró con un sonido como el de una bocina dando marcha atrás. Tosió, parpadeó un par de veces y dijo—: Los mocos marrones no gustan a todo el mundo, pero supongo que ayudan a dar la imagen de bruja mala. Bueno, imagino que ya no tardarán en traernos la cena.

—¿Van a darnos de comer? —se extrañó Tiffany.

—Sí, sí, aquí son bastante decentes, aunque el vino de la última vez estaba un poco picado, creo yo —señaló la señora Proust.

—Pero estamos en la cárcel.

—No, querida, estamos en el calabozo de la policía. Y aunque nadie lo diga nos han metido aquí por nuestra propia protección. ¿Lo ves? Todos los demás están encerrados fuera y, aunque a veces se hagan los tontos, los policías no pueden evitar ser listos. Saben que la gente necesita a las brujas: necesitan a gente que, extraoficialmente, entienda la diferencia entre lo correcto y lo incorrecto y sepa cuándo lo correcto es incorrecto y lo incorrecto es correcto. El mundo necesita a personas que trabajen cerca del límite. Necesita a personas que puedan ocuparse de los pequeños baches y las molestias, de los problemas menores. Al fin y al cabo, casi todos somos humanos. Casi todo el tiempo. Y casi cada luna llena, la capitana Angua se pasa a verme y recoge el remedio que le preparo para las almohadillas endurecidas.

Volvió a aparecer la lata de rapé.

Al cabo de un rato Tiffany comentó:

—Las almohadillas endurecidas son una enfermedad de perro.

—Y de hombre lobo —replicó la señora Proust.

—Ah. Ya me parecía que tenía algo raro.

—Lo tiene controlado, eso sí —dijo la bruja—. Vive con el capitán Zanahoria y nunca muerde a nadie… Bueno, ahora que lo pienso, supongo que al capitán Zanahoria sí que le morderá, pero quien mucho habla mucho yerra, seguro que estás de acuerdo. A veces lo legal no es lo correcto, y a veces hace falta una bruja que entienda la diferencia. Y a veces también un policía, si se tiene a policías como deben ser. La gente lista lo sabe. La gente tonta no. Y el problema es que la gente tonta puede ser muy, muy listilla. Por cierto, querida, tus bulliciosos amigos han escapado.

—Sí —confirmó Tiffany—, lo sé.

—Qué pena, después de haber prometido solemnemente a la Guardia que se quedarían aquí. —Estaba claro que a la señora Proust le gustaba mantener su reputación de mezquindad.

Tiffany carraspeó.

—Bueno —dijo—, supongo que Rob Cualquiera le diría que a veces hay que cumplir las promesas y a veces no, y que hace falta un feegle que entienda la diferencia.

La señora Proust sonrió de oreja a oreja.

—Casi parece usted una chica de ciudad, señorita Tiffany Dolorido.

Si había que proteger algo que no necesitaba protección, tal vez porque nadie en su sano juicio querría robarlo, entonces el cabo Nobbs de la Guardia de la Ciudad era, a falta de una forma mejor de describirlo y en ausencia de refutaciones biológicas concluyentes, el hombre adecuado. Estaba de pie entre la oscuridad y los crujidos de las ruinas de La Cabeza del Rey, fumando un cigarrillo horrible, manufacturado liando las nauseabundas colillas ya fumadas con un papel nuevo y dando caladas al espantoso resultado hasta que aparecía humo de algún tipo.

No llegó a darse cuenta de que una mano le quitó el casco, apenas notó el golpe de precisión quirúrgica en la cabeza y, por supuesto, ni se enteró de que unas manos encallecidas volvían a ponerle el casco mientras tumbaban su cuerpo inconsciente en el suelo.

—Muy ben —dijo Rob Cualquiera en un ronco susurro mientras miraba la madera ennegrecida que tenía alrededor—. Non tenemos mucho tiempo, así que…

—Buenu, buenu, buenu. Ya sabía yo que unos pedazo de pámpanos comu vosotros volverían por aquí si esperábalos el tiempu suficiente —atajó una voz desde la penumbra—. Como perro que vuelve a su vómitu y necio que vuelve a su necedad, el delincuente vuelve siempre al escenariu de su crimen.

El agente de la Guardia conocido como Pequeño Loco Arthur encendió una cerilla, que a escala feegle era una antorcha bastante buena. Hubo un tintineo cuando algo que tenía el tamaño de un escudo para un feegle pero que un policía humano habría llevado como placa aterrizó delante de él.

—Eso fue para que hasta unos papaberzas como vosotros entiendan que non estoy de serviciu, ¿estamos? Non puédese ser policía sin la placa, ¿a que non? Solu quería averiguar por qué unos bigardos comu vosotros saben hablar ben, igual que hablo yo, porque veréis, yo non soy un feegle.

Los feegles miraron a Rob Cualquiera, que se encogió de hombros y dijo:

—¿Qué demoños crees que eres, entonces?

Pequeño Loco Arthur se pasó las manos por el cabello y no cayó nada.

—Buenu, mis padres dijéronme que era un gnomo, igual que ellos…

Dejó la frase sin acabar porque todos los feegles habían estallado en carcajadas y estaban dándose palmadas en las piernas con ahínco, actividades que solían durar bastante tiempo.

Pequeño Loco Arthur los observó durante un lapso corto antes de gritar:

—¡Non háceme ninguna gracia!

—Peru ¿quieres escucharte? —le reprendió Rob Cualquiera frotándose los ojos—. ¡Esu que hablas es feegle y punto! ¿Non dijérontelo tu mamiña y tu papiño? ¡Los feegles nacemos sabiendo hablar! ¡Pardiez! ¡Es comu los perros, que ya saben ladrar! ¡Non véngasme con que eres un gnomo! ¡Lo próximu será decirme que eres un duendeciño del bosque!

Pequeño Loco Arthur se miró las botas.

—Estas botas fabricómelas mi padre —dijo—. Nunca híceme al ánimo de decirle que non gustábame llevar botas en los pieses. La familia entera había pasadu siglos y siglos haciendo y reparandu zapatos, ¿sabéis?, y a mí la remendanda non dábaseme nada ben, y un día los ancianos de la tribu llamáronme a su presencia y dijéronme que era un huérfanu perdido. Que mudábanse de campamentu cuando encontráronme, un guid menudiño que saludolos desde un lado del camino, junto a un gavilán que hube estrangulado después de que robome de la cuna. La tribu pensó que la besta llevábame a su nidu para darme de comer a sus polluelos. Total, que los gnomos viejos confidenciaron entre ellos y dijéronme que, aunque estaban ben contentos de que quedárame, por eso de que podía matar zorros a mordiscos y tal, igual era el momentu de que saliera al gran mundo para averiguar cuál era mi pueblu.

—Buenu, rapaz, encontrástelo —dijo Rob Cualquiera, dándole una palmada en la espalda—. Hiciste ben en escuchar a un puñadu de viejos remendones. Lo que dijéronte era sabiduría, esu está claro. —Titubeó un momento antes de continuar—. Agora sí que hay un problemiña de nada, porque resulta que eres, y non oféndaste, un policía. —Dio un saltito hacia atrás por si acaso.

—Y tantu —confirmó Pequeño Loco Arthur, con aire satisfecho—. ¡Y vosotros sois un puñadu de depravados ladrones borrachines saltanormas que non tienen ni el menor respetu por la ley!

Los feegles asintieron satisfechos, aunque Rob Cualquiera respondió:

—¿Importaríate mucho añadir las palabriñas «embriaguez y alteración del orden público»? Tampocu queremos que hágasenos de menos.

—¿Y qué pasa con el cuatrerismo de caracoles, Rob? —inquirió Wullie Chiflado en tono jovial.

—Bueeenu —dijo Rob—, en realidad lo de cuatrerear caracoles todavía está en sus pasos previos de desarrollu agora mesmo.

—¿Non tenéis un ladu positivo? —preguntó Pequeño Loco Arthur a la desesperada.

La cuestión pareció desconcertar a Rob Cualquiera.

—Pensábamos que eso es nuestro ladu positivo, pero si quieres que pongámonos tiquismiquis, nunca robamos a los que non tienen dinero, tenemos corazones de oro, aunque tal vez… buenu, casi siempre es el oro de los demás, y tambén inventamos la fritanga de armiño. Eso tiene que contar para algo.

—¿Qué tienen esu de positivo? —contraatacó Arthur.

—Bueeenu, así non tiene que inventarla ningún otru desgraciado. Es lo que podríase llamar una explosión de sabor: tómaste un buen bocado, saboréaslo y entonces hay una explosión.

Muy a su pesar, Pequeño Loco Arthur estaba sonriendo.

—¿Acasu non tenéis ninguna vergüenza?

Rob Cualquiera igualó su sonrisa.

—Non sabría decirte —respondió—, pero en casu de que tengámosla, seguro que antes fue de otra persona.

—¿Y qué pasa con la pobre rapaciña grandullona que está encerrada en la Casa de la Guardia? —preguntó Pequeño Loco Arthur.

—Ah, non pasarale nada hasta que amanezca —dijo Rob Cualquiera, tan altivo como permitían las circunstancias—. Es una arpía con muchos recursos.

—¿Eso creéis? ¡Pedazo de pámpanos, tumbasteis un pub enteru a puñetazos! ¿Cómu va a aclarar eso nadie?

Esta vez Rob Cualquiera le dirigió una mirada más larga y meditabunda antes de responder:

—Bueeenu, señor agente, me da a mí que eres un feegle y eres un policía. ¿Qué vásele a hacer? Así funciona el mundu. Pero la pregunta importante para vosotros dos es: ¿eres un chivato?

En la Casa de la Guardia había cambio de turno. Alguien bajó a las celdas y, con timidez, entregó a la señora Proust un plato bastante grande de carne fría y encurtidos, junto a una botella de vino con dos vasos. Tras una mirada inquieta a Tiffany el guardia susurró algo a la señora Proust, que con un solo movimiento sacó un paquetito de su bolsillo y se lo puso al agente en la mano. Después regresó y volvió a sentarse en la paja.

—Veo que ha tenido la decencia de abrir la botella para que el vino respire un poco —dijo, y al ver la mirada de Tiffany añadió—: El guardia interino Hopkins tiene un problemilla del que preferiría que su madre no se enterara, y yo le hago un ungüento la mar de bueno. Sin cobrarle, claro. Ya me echará él una mano a mí, aunque en el caso del joven Hopkins espero que se la lave bien antes.

Tiffany nunca había probado el vino; en casa se tomaba cerveza o sidra de la floja, que tenía el alcohol justo para acabar con las minúsculas cositas invisibles que mordían, pero no el suficiente para atontar demasiado.

—Caray —dijo—. ¡No pensaba que la cárcel sería así!

—¿La cárcel? Ya te he dicho, mi querida niña, que esto no es la cárcel. ¡Si quieres saber lo que es la cárcel, visita el Rapapolvo! ¡Eso sí que es un lugar tétrico! Aquí los guardias no te escupen en la comida… por lo menos si estás mirando, y desde luego en la mía nunca, de eso puedes estar segura. El Rapapolvo es un sitio duro; les gusta pensar que si meten a alguien allí, se lo pensará más de dos veces antes de hacer nada por lo que puedan volverlo a meter. En los últimos tiempos lo han remozado un poco, y ya no todo el que entra acaba saliendo en una caja de pino, pero los muros siguen chillando en silencio para quienes pueden oírlo. Yo lo oigo. —Abrió su cajita de rapé con un chasquido—. Y aún peor que los gritos es el canto de los canarios en el bloque D, que es donde encierran a los hombres que no se atreven a ahorcar. Los meten a cada uno en su propia celda pequeña y les dan un canario para que les haga compañía. —En ese momento la señora Proust tomó rapé, con tal velocidad y volumen que Tiffany se extrañó de que no se le saliera por las orejas. La tapa de la caja volvió a cerrarse.

»Ojo, que esos hombres no son los típicos asesinos. No, señor, esos mataban a gente por afición, o por algún dios, o por aburrimiento, o porque tenían un mal día. Hicieron cosas peores que asesinar, pero todas acababan en muerte. No has tocado la ternera… ¿Seguro que no quieres? —La señora Proust ensartó un buen trozo de ternera adobada con el cuchillo antes de seguir hablando—. Lo curioso es que esos hombres tan crueles solían cuidar de sus canarios y lloraban cuando se les morían. Los carceleros siempre decían que era puro teatro, que lo hacían para asustarles, pero yo no estoy tan segura. De pequeña hacía recados para los carceleros y siempre miraba aquellos portones tan pesados y escuchaba el canto de los pajaritos, y me preguntaba cuál es la diferencia entre un buen hombre y otro tan malo que ningún verdugo de la ciudad, ni siquiera mi padre, que podía sacar a un preso de su celda y tenerlo fiambre en siete segundos y cuarto, se atrevía a ponerle una soga al cuello por si huía del fuego del averno y volvía para vengarse. —La señora Proust se detuvo con un estremecimiento, como sacudiéndose de encima los recuerdos—. Así es la vida en la gran ciudad, mi niña. No es coser y cantar como en el campo.

A Tiffany no le hacía mucha ilusión que hubiera vuelto a llamarla niña, pero no había sido eso lo peor.

—¿Coser y cantar? —dijo—. El otro día no fue coser y cantar, cuando tuve que descolgar a un ahorcado. —Y no tuvo más remedio que contar a la señora Proust toda la historia del señor Rastrero y Ámbar. Y del ramo de ortigas.

—¿Y tu padre te contó lo de las palizas? —comentó la señora Proust—. Tarde o temprano todo se reduce al alma.

La comida era sabrosa y el vino sorprendentemente fuerte. Y la paja estaba mucho más limpia que lo que cabría haber esperado. Había sido un día muy largo, amontonado sobre otros días largos.

—Por favor —rogó Tiffany—, ¿podemos dormir un poco? Mi padre siempre dice que las cosas se verán mejor por la mañana.

Hubo una pausa.

—Después de darle un par de vueltas —respondió la señora Proust—, creo que resultará que tu padre se equivoca.

Tiffany dejó que se la llevaran las nubes del cansancio. Soñó con canarios que cantaban en la oscuridad. Y tal vez lo imaginara, pero creyó despertar por un momento y ver la sombra de una anciana mirándola. La silueta permaneció allí unos instantes y luego desapareció. Tiffany recordó que el mundo está lleno de presagios y hay que escoger los que más te gusten.