La llegada del hombre astuto
Tiffany se enfadó al descubrir que se le habían pegado las sábanas. Su madre hasta tuvo que subirle una taza de té a la habitación. Pero la kelda había estado en lo cierto: Tiffany llevaba tiempo sin dormir bien, y la vetusta pero acogedora cama la había atrapado por completo.
Aun así, podría haber sido peor, pensó mientras partían. Por ejemplo, podría haber habido serpientes en la escoba. Los feegles no cabían en sí de alegría ante la perspectiva, en palabras de Rob Cualquiera, de «sentir el vientu bajo los kilts». Tal vez fuese mejor llevar a feegles que a serpientes en la escoba, pero tal vez no. Los feegles hacían cosas como correr de un extremo a otro del palo para mirar detalles interesantes del paisaje, y en una ocasión Tiffany giró la cabeza y descubrió a una decena de ellos colgando del final de la escoba o, dicho con más exactitud, descubrió a uno de ellos colgando del final de la escoba y a otro colgando de los talones del primero, y así sucesivamente hasta el último feegle. Estaban pasándolo en grande entre risas y gritos y, en efecto, sus kilts aleteaban al viento. Era de suponer que, para la estela de feegles, la emoción compensaba el riesgo y la ausencia de vistas o, al menos, la ausencia de unas vistas que cualquier otro quisiera contemplar.
Unos pocos de ellos terminaron resbalando de las cerdas y la escoba los dejó atrás mientras caían a tierra, saludando a sus hermanos con los brazos, gritando «¡Yuju!» y tomándose todo aquello como un gran juego. Los feegles solían rebotar cuando daban contra el suelo, aunque era cierto que a veces le hacían algún desperfecto. Tiffany no se preocupó de cómo regresarían a casa: sin duda encontrarían muchos animales peligrosos y dispuestos a atacar a un hombrecillo que corría, pero cuando el feegle llegara a su hogar quedarían bastantes menos de ellos. En realidad, los feegles se portaron bastante bien —para ser feegles— durante el vuelo, y no pegaron fuego a la escoba hasta que ya estaban a unos treinta kilómetros de la ciudad. El incidente llegó pregonado por Wullie Chiflado, que dijo «Ups» en voz muy baja y entonces puso cara de culpabilidad e intentó disimular el hecho de que había incendiado las cerdas situándose enfrente de las llamas para que no se vieran.
—Has vuelto a quemar la escoba, ¿verdad, Wullie? —preguntó Tiffany con voz firme—. ¿Qué es lo que aprendimos la última vez? No hay que encender fogatas en la escoba sin tener un buen motivo.
La escoba empezó a dar bandazos mientras Wullie Chiflado y sus hermanos intentaban apagar el fuego a pisotones. Tiffany oteó el paisaje que tenían debajo en busca de algo blando y a ser posible húmedo sobre lo que aterrizar.
Pero no servía de nada enfadarse con Wullie, que vivía en un mundo propio hecho a su medida. Había que probar con el razonamiento diagonal.
—Estaba preguntándome, Wullie —siguió diciendo mientras la escoba desarrollaba un preocupante temblor—, si entre los dos podríamos averiguar por qué se ha incendiado mi escoba. ¿Crees que puede tener algo que ver con que estés sosteniendo una cerilla en la mano?
El feegle contempló la cerilla como si nunca hubiera visto una antes, y después la escondió detrás de su espalda y se miró los pies, demostrando un gran valor dadas las circunstancias.
—Non lo sé, señorita.
—Lo que pasa —dijo Tiffany mientras el viento los zarandeaba— es que, si no tengo las cerdas suficientes, no puedo virar bien, y estamos perdiendo altura pero por desgracia seguimos yendo bastante rápido. A lo mejor puedes ayudarme con este dilema, Wullie.
Wullie Chiflado se metió un meñique en la oreja y lo meneó como si hurgara en su propio cerebro. Entonces se le iluminó el semblante.
—¿Non tendríamos que aterrizar, señorita?
Tiffany suspiró.
—Me encantaría hacerlo, Wullie Chiflado, pero, verás, nosotros vamos muy deprisa y el suelo no. Lo que ocurre en esa situación es lo que se conoce como «estrellarse».
—Non referíame a que aterrizáramos en tierra, señorita —respondió Wullie. Señaló hacia abajo antes de añadir—: Decíalo porque igual podíamos aterrizar en eso de ahí.
Tiffany siguió la línea de su dedo extendido. Por debajo de la escoba había una carretera de tierra blanca y por ella, no mucho más adelante, circulaba un objeto oblongo casi a la misma velocidad que llevaba la escoba. Tiffany clavó en él la mirada, escuchando los cálculos de su cerebro, y luego dijo:
—De todas formas, nos falta frenar un poco…
Y así fue como una escoba humeante que transportaba a una aterrorizada bruja y a dos docenas de los Nac Mac Feegle, con sus kilts extendidos a modo de freno de emergencia, aterrizaron en el techo del correo exprés Lancre-Ankh-Morpork.
El carromato tenía buenos muelles, y el cochero recobró el control de los caballos con bastante rapidez. Se hizo el silencio mientras el hombre bajaba del pescante y el polvo blanco empezaba a asentarse de nuevo en el camino. Era un hombre fornido que hacía muecas a cada paso que daba y llevaba en una mano un sándwich de queso a medio comer y en la otra un inconfundible trozo de cañería de plomo. Se sorbió la nariz.
—Habrá que contárselo a mi supervisor. Hay daños en la pintura, ¿lo ves? Cuando hay daños en la pintura, me toca rellenar un informe. Odio los informes; no se me da muy allá escribir. Pero tengo que hacerlo de todas formas, si hay daños en la pintura.
El sándwich y, lo que era más importante, la tubería de plomo desaparecieron en el interior de su enorme abrigo, y a Tiffany le sorprendió lo mucho que se alegró al verlo.
—De verdad que lo siento mucho —se disculpó mientras el hombre la ayudaba a bajar de la cubierta del carromato.
—No es por mí, entiéndelo, es por la pintura. Yo siempre les digo: mirad, en el camino hay trolls y enanos, ¿verdad?, y ya sabéis cómo conducen, casi todo el rato con los ojos entrecerrados porque no les gusta el sol.
Tiffany se sentó mientras el cochero inspeccionaba los daños en los bajos y luego, al levantar la vista hacia ella, se percataba del sombrero puntiagudo.
—Anda —dijo llanamente—, una bruja. Tiene que haber una primera vez para todo, supongo. ¿Usted sabe lo que llevo aquí, señorita?
Tiffany se preguntó qué podía ser lo peor.
—¿Huevos? —aventuró.
—Ja —dijo el hombre—. No ha habido esa suerte. Son espejos, señorita. Un espejo, para ser exactos. Y encima no es de los planos: es una bola, o eso me han dicho. Está muy bien empaquetada, o al menos eso pensaban ellos porque no sabían que iba a caerle encima alguien desde el cielo. —El hombre no sonaba furioso sino agotado, como si estuviera esperando siempre a que la vida le diera la siguiente patada—. Está fabricada por enanos —añadió—. Dicen que cuesta más de mil dólares de Ankh-Morpork, y ¿sabe para qué es? Para colgarla del techo en un salón de baile de la ciudad, donde quieren bailar el vals, del que una señorita bien educada como usted no debería saber nada porque, según dice el periódico, lleva al comportamiento depravado y a los tejemanejes.
—¡Madre mía! —exclamó Tiffany asumiendo que era lo que se esperaba de ella.
—Bueno, más vale que mire a ver qué daños hay —dijo el cochero afanándose en abrir la puerta trasera del carromato. Había una caja grande ocupando buena parte del espacio—. Está empaquetada sobre todo con paja —explicó—. Écheme una mano para bajarla, ¿quiere? Y si tintinea, estamos los dos metidos en un buen lío.
Resultó no pesar tanto como había esperado Tiffany. De todas formas la bajaron poco a poco al suelo, y el cochero hurgó en el interior del embalaje hasta sacar la bola de espejo, que sostuvo en alto como si fuese la preciosa joya a la que, en realidad, se parecía. Los espejos llenaron el mundo de una luz centelleante, que deslumbraba al mirarla y lanzaba intermitentes rayos brillantes en todas las direcciones. Y entonces el hombre chilló y soltó la bola, que se hizo un millón de añicos y llenó el cielo durante un instante con un millón de imágenes de Tiffany, mientras el cochero caía al suelo acurrucado, levantaba más polvo blanco y soltaba tenues gemidos entre el cristal que iba cayendo a su alrededor.
En menos de un instante el quejumbroso cochero estaba rodeado de un anillo de feegles, armados hasta los dientes que les quedaran con espadones, más espadones, cachiporras, hachas, garrotes y al menos un espadón más. Tiffany no sabía dónde habían estado escondidos, pero un feegle podía ocultarse tras un pelo.
—¡No le hagáis daño! —gritó—. ¡No iba a hacerme nada! ¡Está muy enfermo! ¡Pero haced algo útil y recoged todo este cristal roto! —Se agachó en la carretera y cogió la mano del hombre—. ¿Desde cuándo padece de huesos saltarines, señor?
—Ah, me tienen martirizado desde hace veinte años, señorita, martirizado —se quejó el cochero—. Es por el traqueteo del carromato, ¿sabe? ¡Por la amortiguación, que no funciona! No creo que duerma del tirón ni una noche de cada cinco, señorita, de verdad se lo digo. Echo una cabezadita, me doy la vuelta como suele hacerse, y entonces noto como un chasquido y me duele que no vea, créame.
Aparte de unos puntitos que se vislumbraban en el horizonte no había nadie más en las inmediaciones, exceptuando por supuesto a unos pocos feegles que, contra toda lógica, habían perfeccionado el arte de esconderse detrás de sí mismos.
—Bueno, creo que a lo mejor puedo ayudarle —dijo Tiffany.
Algunas brujas utilizaban un batiburrillo para ver el presente y, con un poco de suerte, vislumbrar el futuro. En la ahumada penumbra del túmulo feegle, la kelda estaba poniendo en práctica lo que llamaba «los escondos», las cosas que una kelda hacía y transmitía aunque, en general, transmitía como secretos. Y era muy consciente del interés con que la observaba Ámbar. Menuda rapaza más rara, pensó. Ve, oye y entiende. ¿Qué non daríamos a cambio de un mundo lleno de gente como ella? La kelda había preparado el caldero[17] y encendido una hoguera pequeña debajo del cuero.
La kelda cerró los ojos, se concentró y leyó los recuerdos de todas las keldas que habían existido y existirían jamás. Millones de voces flotaron en su mente sin ningún orden concreto, a veces suaves, nunca muy altas, en ocasiones tentándola desde justo fuera de su alcance. Era una maravillosa biblioteca de información, solo que los libros estaban desordenados, sus páginas encoladas de cualquier manera y no podía encontrarse un índice por ninguna parte. Jeannie tuvo que seguir hebras de pensamiento que se desvanecían mientras las escuchaba. Esforzó el oído mientras los tenues sonidos, los fugaces destellos, los gritos amortiguados y las corrientes de significado zarandeaban su atención a uno y otro lado… Y allí estaba, delante de ella como si lo hubiera estado siempre, enfocándose.
Abrió los ojos, contempló el techo un momento y dijo:
—Busco a la arpiíña grandullona y ¿qué es lu que veo?
Escrutó hacia delante en la neblina de recuerdos antiguos y nuevos, y de pronto echó la cabeza hacia atrás y estuvo a punto de derribar a Ámbar, que dijo, interesada:
—¿Un hombre sin ojos?
—Bueno, creo que a lo mejor puedo ayudarle, señor, hum…
—Enmoquetador, señorita. William Glotal Enmoquetador.
—¿Enmoquetador? —preguntó Tiffany—. Pero ¿usted no es cochero?
—Sí, bueno, la historia tiene su gracia, señorita. Verá, Enmoquetador es el apellido de mi familia. No sabemos de dónde salió porque, que sepamos, ¡ninguno de nosotros ha puesto nunca una moqueta!
Tiffany le dedicó una sonrisa de ánimo.
—¿Y…?
El señor Enmoquetador la miró perplejo.
—¿Cómo que «y»? ¡Esa era la gracia! —Se echó a reír y chilló de nuevo cuando le saltó un hueso.
—Ah, claro —dijo Tiffany—. Disculpe, es que soy un poco lenta. —Se frotó las manos—. Y ahora, señor, voy a arreglarle los huesos.
Los caballos del carromato observaron con calmado interés cómo Tiffany ayudaba al hombre a levantarse, le quitaba el enorme abrigo (provocando más de un gruñido y varios gritos menores) y lo colocaba con las manos apoyadas en el carro.
Tiffany se concentró, palpando la espalda del hombre por encima de su fina camiseta, y… sí, ahí estaba, un hueso saltarín.
Se acercó a los caballos y, por si acaso, susurró una palabra en la oreja de ambos mientras los animales las sacudían para espantar las moscas. Entonces volvió al señor Enmoquetador, que esperaba con paciencia sin atreverse a mover ni un músculo. Mientras Tiffany se arremangaba, el hombre dijo:
—No irá a convertirme en nada antinatural, ¿verdad, señorita? No querría ser una araña. Me dan un miedo que no vea, y además toda mi ropa está hecha para un hombre con dos patas.
—¿Cómo se le ocurre que vaya a convertirle en nada, señor Enmoquetador? —preguntó Tiffany bajando la mano con suavidad por su columna vertebral.
—Bueno, no se ofenda, señorita, pero yo creía que las brujas se dedicaban a eso… bichos horribles, señorita, como las tijeretas y tal.
—¿Quién le ha contado una cosa así?
—Pues no sabría decirle —respondió el cochero—. Es como lo que… no sé, lo que sabe todo el mundo.
Tiffany situó los dedos con cuidado, encontró el hueso saltarín, y dijo:
—Esto puede doler un poquito.
Y empujó el hueso para encajarlo en su sitio. El cochero volvió a gritar.
Los caballos trataron de salir al galope, pero sus patas no respondían como de costumbre, no mientras la palabra siguiera resonando en sus oídos. Un año antes Tiffany había sentido vergüenza al aprender la palabra del jinete, pero lo cierto es que más vergüenza le dio al herrero al que había ayudado a morir con suavidad y sin dolor no tener con qué pagarle su concienzudo trabajo; a la bruja había que pagarle, igual que se pagaba al barquero, de modo que el hombre había susurrado al oído de Tiffany la palabra del jinete, que daba a quien la pronunciaba el control sobre cualquier caballo que la oyera. No podía comprarse ni venderse, pero sí podía entregarse y aun así conservarse, y aunque hubiera estado hecha de plomo valdría su peso en oro. El anterior propietario había susurrado al oído de Tiffany: «¡Prometí no decírsela a ningún hombre, y no lo he hecho!» antes de morir entre risitas, ya que tenía un sentido del humor parecido al del señor Enmoquetador.
El cochero, que también era un hombre robusto, se había dejado resbalar poco a poco por el lateral del carromato, así que…
—¿Por qué estás torturando a ese anciano, bruja malvada? ¿Acaso no ves el dolor que le atormenta?
¿De dónde había salido aquello? Era el grito de un hombre que tenía la cara blanquecina de furia y vestía una ropa tan negra como una cueva sellada o —la palabra acudió de repente a Tiffany— como una cripta. Antes no había tenido a nadie alrededor, de eso estaba segura, y tampoco había encontrado a nadie a los lados del camino, exceptuando a algún granjero que miraba cómo ardían los rastrojos hasta perderse de vista a sus espaldas.
Pero ahora había una cara a pocos centímetros de la de Tiffany. Y pertenecía a un hombre de verdad, no a algún tipo de monstruo, porque en general los monstruos no llevan las solapas manchadas de gotitas de saliva. Y entonces Tiffany se fijó en que… el hombre hedía. Jamás había olido nada tan horrible. Era un olor sólido como un barrote de hierro, y le dio la impresión de no estar oliéndolo con la nariz, sino con la mente. Comparada con aquella peste, la típica letrina tenía el aroma de un rosal.
—Le pido por favor que retroceda —dijo Tiffany—. Creo que tal vez se haya llevado una idea equivocada.
—¡Te aseguro, criatura del averno, que yo solo me llevo la idea correcta! ¡Y esa idea es devolverte al miserable y apestoso infierno que te engendró!
Muy bien, es un demente, pensó Tiffany. Pero como se le ocurra…
Demasiado tarde. El dedo tembloroso del hombre se acercó demasiado a su nariz y, de pronto, el camino vacío contenía un extenso surtido de los Nac Mac Feegle. El hombre de negro intentó apartarlos haciendo aspavientos, pero esa maniobra no solía funcionar bien con los feegles. Lo que sí logró, a pesar del asalto feegle, fue gritar:
—¡Desapareced, diablos perversos!
Todas las cabezas de feegle se giraron esperanzadas al oírlo.
—Aj, sí —dijo Rob Cualquiera—. ¡Si hay algún diabliño cerca, nosotros ocuparémonos de él! ¡Tú mueves, amigu!
Arremetieron contra él y terminaron todos apelotonados en el suelo del camino, a espaldas del hombre, ya que lo habían atravesado sin tocarlo. Por acto reflejo, los feegles empezaron a darse puñetazos entre ellos mientras se levantaban con dificultades, ya que si hay una buena pelea en marcha no conviene perder el ritmo.
El hombre de negro los miró de reojo y entonces dejó de prestarles la menor atención.
Tiffany bajó la mirada hacia las botas de la aparición. Brillaban a la luz del sol, lo que estaba mal. Ella solo había pasado unos minutos de pie sobre el polvo del camino y ya tenía las botas grises. Y luego estaba el terreno que pisaba el hombre, que también estaba mal. Muy mal, en aquel día caluroso y despejado. Echó un vistazo a los caballos. La palabra aún los retenía, pero estaban temblando de miedo, como conejos ante la mirada de un zorro. Tiffany cerró los ojos y miró al hombre con la Primera Vista, y vio. Y dijo:
—No proyectas sombra. Sabía que algo estaba mal.
Y entonces miró directamente a los ojos del hombre, semiocultos bajo el ala ancha del sombrero, y… no… tenía… ojos. La comprensión la empapó como hielo derretido… Aquella aparición no tenía ojos, ni ojos normales, ni ojos ciegos, ni cuencas oculares… eran solo dos agujeros en su cabeza por los que podía ver los campos humeantes del otro lado. Tiffany no se esperaba lo que sucedió a continuación.
El hombre de negro volvió a mirarla con furia y siseó:
—Tú eres la bruja. Tú eres ella. Allá donde vayas te encontraré.
Y desapareció, dejando solo un embrollo de feegles luchando sobre el polvo del camino.
Tiffany sintió algo en la bota. Bajó la cabeza y encontró la mirada de una liebre, que debía de haber huido de la quema de rastrojos. Se sostuvieron la mirada durante un segundo, y después la liebre brincó por los aires como un salmón y cruzó el camino a la carrera. El mundo estaba lleno de signos y presagios, y era cierto que una bruja debía escoger los importantes. Pero ¿por dónde empezar después de todo aquello?
El señor Enmoquetador aún estaba tendido contra el carromato, ajeno a todo lo que acababa de ocurrir. En cierto modo Tiffany estaba igual, pero ella acabaría enterándose.
—Ya puede levantarse, señor Enmoquetador —dijo.
El hombre obedeció con toda la cautela del mundo, haciendo muecas mientras esperaba que los pinchazos agónicos le recorrieran la espalda. Probó a cambiar el peso de pierna y dio un saltito sobre el polvo, como si estuviera aplastando a una hormiga. Al ver que parecía funcionar, probó con un segundo salto, y luego, extendiendo los brazos, gritó: «¡Yupiii!» y dio un giro de bailarín. Se le cayó el sombrero y sus botas claveteadas chocaron contra el suelo, y el señor Enmoquetador fue un hombre feliz mientras giraba sobre sí mismo y daba saltitos; casi le salió una voltereta lateral pasable y, cuando resultó no pasar de media voltereta, se levantó con gracia, agarró a la anonadada Tiffany y bailó con ella por el camino mientras gritaba:
—¡Un dos tres, un dos tres, un dos tres! —Y cuando Tiffany logró soltarse entre risas, él le dijo—: ¡Mi mujer y yo vamos a salir esta noche, señorita, y nos iremos a bailar el vals!
—¿No llevaba al comportamiento depravado? —preguntó Tiffany.
El cochero le guiñó un ojo.
—¡Eso espero! —exclamó.
—No debería excederse, señor Enmoquetador —le advirtió ella.
—Si quiere que le diga la verdad, señorita, yo opino que sí debo, si no le importa. Después de tantos crujidos y gemidos y de no dormir casi nada, creo que me gustaría excederme un poquito… ¡o un muchito, si se puede! Oh, qué amable por su parte pensar en los caballos —añadió—. Se nota que es buena persona.
—Me alegro de verlo de tan buen humor, señor Enmoquetador.
El cochero hizo una pequeña pirueta en el centro del camino.
—¡Me ha quitado veinte años de encima! —Sonrió a Tiffany de oreja a oreja, y entonces su expresión se nubló un poco—. Esto… ¿cuánto le debo?
—¿Cuánto me costarán los daños en la pintura? —replicó Tiffany.
Se miraron uno a la otra, y al cabo de un momento el señor Enmoquetador dijo:
—Bueno, tampoco voy a pedirle nada, señorita, teniendo en cuenta que la bola de espejo la he roto yo.
Un leve tintineo hizo que Tiffany mirase hacia atrás, donde la bola de espejo, al parecer intacta, giraba con suavidad y, si se miraba atentamente, flotaba un poco por encima del polvo.
Tiffany se arrodilló en un camino que ya no tenía trocitos de cristal y preguntó a la nada:
—¿La habéis vuelto a juntar vosotros?
—Ah, sí —contestó Rob Cualquiera con alegría desde detrás de la bola.
—¡Pero si estaba hecha añicos!
—Ah, sí, peru los añicos son fáciles, ya sabes. Cuantu más pequeños son los trociños, mejor encájanse después. Solu hay que darles un empujonciño y las moli culiñas acuérdanse de dónde tuvieran que estar y encájanse otra vez, ¡non problemo! Tampocu pongas esa cara de sorpresa, que non solo rompemos las cosas.
El señor Enmoquetador se quedó mirando a Tiffany.
—¿Eso lo ha hecho usted, señorita?
—Bueno, más o menos —respondió ella.
—¡Ya lo creo que sí! —dijo el señor Enmoquetador, todo sonrisas—. Pues yo digo que quid pro quo, donde las dan las toman, ojo por ojo, diente por diente, lo comido por lo servido y yo te rasco la espalda a ti y tú a mí. —Guiñó un ojo—. Dejémoslo en que estamos en paz, y la empresa puede ponerse el papeleo donde el mono se puso el suéter. ¿Qué me dice a eso, eh? —Se escupió en la mano y la tendió hacia ella.
Ay, madre, pensó Tiffany. Un apretón de manos con saliva sella un acuerdo inquebrantable; menos mal que tengo un pañuelo más o menos limpio.
Asintió sin decir nada. Había habido una bola rota y ahora parecía haberse arreglado sola. Hacía calor, un hombre con agujeros donde deberían estar sus ojos se había esfumado delante de sus narices y… ¿por dónde empezar a razonarlo? Algunos días había que cortar uñas de los pies, sacar astillas y serrar piernas, y otros días eran días como aquel.
Se dieron un apretón de manos más bien húmedo, metieron la escoba entre los bultos que había detrás del pescante, Tiffany se sentó al lado del hombre y el carromato siguió su camino, levantando a su paso un polvo que componía siluetas extrañas y desagradables antes de asentarse de nuevo.
Al cabo de un tiempo el señor Enmoquetador dijo, con voz cauta:
—Hum, ese sombrero negro que lleva puesto… ¿piensa seguir llevándolo?
—Así es.
—Lo digo porque, bueno, tiene un vestido verde y bonito y, si me permite decirlo, unos dientes bien blancos. —El hombre parecía estar enfrentándose a un problema.
—Me los limpio con ceniza y sal cada día. Se lo recomiendo —comentó Tiffany.
La conversación empezaba a complicarse. El cochero puso cara de haber llegado a una conclusión.
—Entonces, no es una bruja de verdad, ¿a que no? —dijo, esperanzado.
—Señor Enmoquetador, ¿le doy miedo?
—Esa pregunta da miedo, señorita.
La verdad es que sí, pensó Tiffany. En voz alta dijo:
—Dígame, señor Enmoquetador, ¿a qué viene todo esto?
—Bueno, señorita, ya que lo pregunta, últimamente circulan algunas historias. Ya sabe, de bebés robados y tal. De niños que se escapan y esas cosas. —Alegró un poco el semblante—. Pero me imagino que eso eran las brujas malvadas y viejas… ya sabe, las de nariz picuda, verrugas y siniestros vestidos negros, no las mozas amables como usted. ¡Sí, seguro que esas cosas las hacen esas otras!
Y habiendo resuelto el dilema a su entera satisfacción, el cochero dijo poco más durante el resto del viaje, aunque silbó mucho para compensar.
Tiffany, por su parte, se quedó en silencio. Para empezar, ahora estaba muy preocupada, y para terminar alcanzaba a entreoír las voces de los feegles en la parte de atrás, donde viajaban las sacas del correo, leyéndose unos a otros las cartas ajenas.[18] Solo le quedaba esperar que las devolvieran al sobre correcto.
La canción decía: «¡Ankh-Morpork, ciudad maravillosa! ¡Los enanos están abajo y los trolls rebosan! ¡Es un poco mejor que una cueva apestosa! ¡Ankh-Morpork, ciudad maravillooooooosa!».
En realidad no lo era.
Tiffany solo había estado allí una vez, y la gran ciudad no le había gustado mucho. Olía fatal, y había mucha gente y demasiados lugares. Y el único verdor estaba en la superficie del río, que solo podía calificarse de cieno porque cualquier palabra más exacta no sería imprimible.
El cochero detuvo su carromato fuera de uno de los portones principales, aunque estaban abiertos de par en par.
—Si quiere un consejo, señorita, quítese el sombrero y entre usted sola. Ahora esa escoba parece leña de quemar de todas formas. —Sonrió de manera nerviosa—. Le deseo mucha suerte, señorita.
—Señor Enmoquetador —dijo ella en voz alta, consciente de estar rodeada de gente—, confío en que cuando oiga a la gente hablar de las brujas les mencione que ha conocido a una y que le curó la espalda… y yo diría que salvó su empleo. Gracias por traerme hasta aquí.
—Ah, bueno, claro que diré a la gente que conocí a una de las buenas —respondió él.
Con la cabeza bien alta, o al menos tan alta como le permitía el hecho de llevar al hombro su propia escoba dañada, Tiffany entró en la ciudad. El sombrero puntiagudo atrajo hacia ella un par de miradas, y quizá también algún ceño fruncido, pero en general la gente no le prestó la menor atención. En el campo cualquier persona con quien se cruzara era o bien un conocido o bien un forastero del que averiguar más detalles, pero allí daba la impresión de que mirar a tanta gente como había era una pérdida de tiempo, y tal vez también un peligro.
Tiffany se agachó.
—Rob, ¿te acuerdas de Roland, el hijo del barón?
—Aj, el montonciño de porcallada ese —dijo Rob Cualquiera.
—Lo que sea —dijo Tiffany—. Sé que podéis encontrar a cualquier persona y quiero que lo busquéis por mí, por favor.
—¿Molestaríate que tomáramos una copiña mientras buscamos? —preguntó Rob Cualquiera—. Este sitiu siempre da una carretada de sed. Non recuerdo ni una vez que non destrueñárame por tomar un traguiño o diez.
Tiffany sabía que era tan imprudente decir que sí como decir que no, así que se conformó con:
—Pero que sea solo una. Cuando ya le hayáis encontrado.
Hubo un silbido de viento apenas perceptible a sus espaldas y los feegles desaparecieron. Tampoco serían difíciles de encontrar: solo había que estar atenta al sonido de cristales rotos. Ah, sí, el cristal roto que se reparaba solo. Ahí tenía otro misterio, porque había examinado la bola de espejo mientras volvían a meterla en su caja y no tenía ni el menor rasguño.
Tiffany contempló las torres de la Universidad Invisible, repletas de hombres sabios con sombreros puntiagudos, o como mínimo de hombres con sombreros puntiagudos, pero había otro lugar bien conocido por las brujas que, a su propio modo, era igual de mágico: el Emporio Boffo de Artículos de Broma, en la calle del Décimo Huevo, número 4. Ella no había ido nunca, pero recibía su catálogo de vez en cuando.
La gente empezó a fijarse más en ella cuando dejó las calles principales y se adentró en los barrios, hasta que pudo notar las miradas en la nuca mientras pisaba los adoquines. No era que la gente se mostrara furiosa ni hostil. Solo… la observaban, como si no supieran por dónde cogerla, y Tiffany deseó con todas sus fuerzas que no se les ocurriera ningún sitio.
El Emporio Boffo de Artículos de Broma no tenía campanilla en la puerta. Tenía un cojín de pedorretas haciendo de tope, y casi todos los clientes del Emporio consideraban que un cojín de pedorretas, tal vez combinado con un buen pegote de vómito falso, era lo último en entretenimiento, en lo que por desgracia tenían razón.
Pero las auténticas brujas a menudo necesitaban también el boffo. Había ocasiones en las que había que tener aspecto de bruja, y no a todas se les daba bien, o quizá estaban demasiado ocupadas para enmarañarse el pelo a conciencia. La tienda de Boffo era donde compraban las pelucas y las verrugas de pega, unos calderos que resultaban ridículos de tanto que pesaban y las calaveras artificiales. Y con un poco de suerte, allí podían conseguir la dirección de algún enano que les reparase la escoba.
Tiffany entró en el establecimiento, admiró el profundo sonido del cojín de pedorretas, medio rodeó y medio atravesó un absurdo esqueleto falso con brillantes ojos rojos y llegó al mostrador, momento en el cual alguien hizo sonar un matasuegras en su cara. El matasuegras desapareció, reemplazado por el rostro de un hombre bajito y de aspecto preocupado, que preguntó:
—¿Por casualidad le ha encontrado aunque sea un poquito de gracia?
Su tono sugería que esperaba una respuesta negativa, y Tiffany no vio motivo para decepcionarle.
—Ninguna —respondió.
El dependiente suspiró y guardó el aburrido matasuegras bajo el mostrador.
—Por desgracia nadie se la encuentra —dijo—. Estoy seguro de que he tenido un fallo en alguna parte. Bueno, ¿en qué puedo ayudarla, seño…? Oh, usted es de las auténticas, ¿verdad? Siempre las calo a la primera.
—Verá —dijo Tiffany—, nunca les he hecho ningún pedido, pero antes trabajaba con la señorita Traición, que…
Pero el hombre no le estaba haciendo caso. Lo que hacía era gritar por un agujero del suelo.
—¿Madre? ¡Tenemos a una de verdad!
A los pocos segundos, una voz junto al oído de Tiffany susurró:
—A veces Derek se confunde y esa escoba podrías habértela encontrado. ¿Eres bruja de verdad? ¡Demuéstralo!
Tiffany desapareció al instante. Lo hizo sin pensar, o más bien pensando tan deprisa que los pensamientos no tuvieron tiempo ni de saludarla mientras pasaban a la carrera. Solo cuando el tal Derek se quedó boquiabierto mirando a la nada comprendió Tiffany que se había dado tanta prisa en fundirse con el entorno porque desobedecer a la voz que tenía detrás sería, sin duda, muy poco prudente. A su espalda tenía a una bruja casi con toda seguridad, y además de las habilidosas.
—Muy, muy bien —dijo la mujer con voz aprobadora—. Pero que muy bien, jovencita. Yo aún puedo verte, claro, porque estaba muy atenta. Madre mía, tenemos a una de verdad.
—Voy a girarme, ¿eh? —avisó Tiffany.
—Que yo recuerde no te he dicho que no lo hagas, querida.
Tiffany dio media vuelta y se enfrentó a la bruja de las pesadillas: sombrero harapiento, nariz incrustada de verrugas, manos como garras, dientes ennegrecidos y —bajó la mirada—, exacto, botas negras enormes. No era necesario saberse al dedillo el catálogo de Boffo para darse cuenta de que la mujer llevaba puesto todo el maquillaje de la gama «Arpía en un minuto» («Porque tú no lo vales»).
—Creo que deberíamos seguir hablando en mi taller —dijo la horrible arpía descendiendo a través del suelo—. Ponte en la trampilla cuando vuelva a subir, ¿quieres? Derek, prepara café.
Cuando Tiffany llegó al sótano mediante una trampilla que funcionaba con una suavidad exquisita, encontró todo lo que cabría esperar en el taller donde se fabricaba cualquier cosa que necesitara una bruja para añadir algo de boffo a su vida. Había hileras de temibles máscaras de arpía colgadas de hilos de tender, bancos repletos de frascos de colores brillantes, estantes y más estantes llenos de verrugas puestas a secar, y varias cosas que hacían «bluup» estaban haciendo «bluup» dentro de un gran caldero colocado junto a la chimenea. Era un caldero de los de verdad.[19]
La horrible arpía estaba trabajando frente a una mesa, y Tiffany oyó una terrible risotada. La mujer se giró, sosteniendo una cajita cuadrada de madera de la que salía un cordel.
—Una carcajada de primera, ¿verdad que sí? Es un dispositivo sencillo de hilo y resina con caja de resonancia, porque opino que soltar carcajadas es un poco cuellazo, ¿no crees? Estoy convencida de que puedo hacer que funcione a cuerda. Dímelo cuando pilles la broma.
—¿Quién es usted? —estalló Tiffany.
La arpía dejó la caja en su banco de trabajo.
—Ah, vaya —dijo—, ¿qué habrá sido de mis modales?
—No lo sé —replicó Tiffany, que empezaba a hartarse un poco—. ¿A lo mejor se les ha acabado la cuerda?
La arpía sonrió enseñando los dientes negros.
—Ah, respondona. Me gusta verlo en una bruja, aunque tampoco demasiado. —Le tendió una zarpa—. Señora Proust.
La zarpa no estaba tan húmeda como Tiffany se la esperaba.
—Tiffany Dolorido —se presentó—, ¿cómo está? —Notando que se esperaba algo más de ella añadió—: Antes trabajaba con la señorita Traición.
—Ah, sí, buena bruja —comentó la señora Proust—. Y estupenda clienta. Muy aficionada a las verrugas y los cráneos, si mal no recuerdo. —Sonrió—. No creo que hayas venido a disfrazarte de arpía para salir de fiesta con las amigas, así que supongo que necesitas mi ayuda. El hecho de que a tu escoba le falten como la mitad de cerdas necesarias para la estabilidad aerodinámica confirma mi conjetura inicial. Por cierto, ¿has pillado ya la broma?
¿Qué debía responder?
—Creo que sí…
—Adelante, pues.
—No hablaré hasta estar segura —dijo Tiffany.
—Muy sabia —convino la señora Proust—. Bueno, vamos a ver si arreglamos tu escoba, ¿de acuerdo? Habrá que caminar un poco y yo de ti me dejaría aquí el sombrero negro.
Por instinto, Tiffany echó mano al ala de su sombrero.
—¿Por qué?
La señora Proust hizo una mueca, con lo que casi logró engancharse la nariz con la barbilla.
—Porque tal vez descubras… No, ya sé lo que haremos. —Rebuscó en la mesa y, sin pedir permiso, enganchó algo al sombrero de Tiffany, justo en la parte de detrás—. Hala, ya está. Ahora no se fijará nadie. Lo siento, pero últimamente las brujas no somos muy populares. Vamos a arreglarte ese palo tuyo tan pronto como podamos, no sea que tengas que marcharte a toda prisa.
Tiffany se quitó el sombrero y miró lo que la señora Proust le había enganchado al cintillo. Era una cartulina de colores brillantes sujeta por un hilo en la que se leía: «Sombrero de aprendiz de bruja con purpurina malévola. Talla 56. Precio: 2,50 $AM. ¡Boffo! ¡¡¡Una marca para conjurar!!!».
—¿Qué está haciendo? —exigió saber Tiffany—. ¡Si hasta le ha espolvoreado purpurina malévola!
—Es un disfraz —explicó la señora Proust.
—¿Cómo? ¿Cree que una bruja que se precie pasearía por la calle con un sombrero como este? —replicó enfadada Tiffany.
—Claro que no —dijo la señora Proust—. ¡El mejor disfraz para una bruja es un traje barato de bruja! ¿Una bruja compraría ropa en una tienda que vende artículos asquerosos de broma, petardos, pelucas ridículas y nuestra línea de productos más provechosa, las pililas gigantes hinchables de color rosa para despedidas de soltera? ¡Sería impensable! Es boffo, querida, boffo puro y sin adulterar. «Disimulo, subterfugio y engaño», ese es nuestro lema. Los tres son nuestros lemas. Y también «Excelente relación calidad-precio», otro lema nuestro. «No se admiten devoluciones bajo ninguna circunstancia», ese lema es importante. Igual que nuestra política de acción terminal con los rateros. Ah, y también tenemos un lema para cuando la gente fuma en la tienda, aunque ese lema no es tan importante.
—¿Qué? —dijo aturdida Tiffany, que no había escuchado la lista de lemas porque estaba mirando los «globos» de color rosa que colgaban del techo—. ¡Creía que eran lechones!
La señora Proust le dio unas palmaditas en la mano.
—Bienvenida a la gran ciudad, querida. ¿Vamos tirando?
—¿Por qué las brujas somos tan impopulares ahora mismo? —preguntó Tiffany.
—A veces a la gente se le meten ideas raras en la cabeza —explicó la señora Proust—. En general, yo aconsejo llamar poco la atención y esperar a que amaine. Solo hay que ir con un poco de cuidado.
Y Tiffany pensó que de verdad le convenía ir con mucho cuidado.
—Señora Proust —dijo—, creo que he pillado la broma.
—Dime, querida.
—Al principio pensaba que era usted una bruja de verdad disfrazada de bruja falsa…
—¿Sí, querida? —la animó la señora Proust con melaza en la voz.
—Y ya sería una buena broma, pero me parece que en realidad hay otra y que no tiene demasiada gracia, en el fondo.
—Ah, y ¿cuál crees que es, querida? —insistió la señora Proust, con una voz en la que ahora había dulces casitas de mazapán.
Tiffany respiró hondo.
—Que esa es su auténtica cara, ¿verdad que sí? Las máscaras que vende son máscaras de usted.
—¡Bien visto! ¡Bien visto, querida! Solo que en realidad no es que lo hayas visto, ¿a que no? Lo has sentido al estrecharme la mano. Y… Pero venga, vamos a llevar tu escoba a esos enanos.
Cuando salieron a la calle, lo primero que vio Tiffany fueron dos niños. Uno de ellos se disponía a tirar una piedra contra el escaparate. Reconocieron a la señora Proust y cayeron en una especie de silencio espantado. Entonces la bruja ordenó:
—Tírala, chaval.
El chico la miró como si estuviera loca.
—He dicho que la tires, chaval, o no respondo.
Confirmada su suposición de que estaba loca, el chico arrojó la piedra, pero el escaparate la atrapó al vuelo y se la devolvió, provocando que cayera al suelo. Tiffany lo vio todo. Vio cómo del escaparate salía una mano de cristal y cogía la piedra. Vio cómo la lanzaba de vuelta al chico. La señora Proust se inclinó hacia el niño, cuyo amigo había puesto pies en polvorosa, y dijo:
—Hum, sanará bien. Como te vuelva a ver por aquí, no tendrás tanta suerte. —Se volvió hacia Tiffany—. Regentar un pequeño negocio puede complicarte mucho la vida. Vamos, es por aquí.
A Tiffany le preocupaba el rumbo que pudiera tomar la conversación, así que optó por una frase inocente como:
—No sabía que hubiera brujas auténticas en la ciudad.
—Ah, somos unas pocas —declaró la señora Proust—. Hacemos lo que podemos y ayudamos a la gente. Como a ese chavalín de ahí atrás, que hoy ha aprendido a no meterse donde no le llaman, y me gusta pensar que tal vez le haya rescatado de una vida de vandalismo y desconsideración por la propiedad ajena que, mira lo que te digo, al final le habría valido un collar nuevo cortesía del verdugo.
—No sabía que se pudiera ser bruja en la ciudad —dijo Tiffany—. Una vez me dijeron que hacía falta buena piedra para criar brujas, y cuentan que esta ciudad está construida sobre tierra y lodo.
—Y albañilería —indicó la señora Proust con orgullo—. Granito y mármol, sílex y diversos estratos sedimentarios, mi querida Tiffany. Rocas que una vez saltaron y fluyeron cuando el mundo nació del fuego. ¿Y ves los adoquines de las calles? Seguro que todos ellos han tenido sangre encima en algún momento. Hay piedra y roca hasta donde alcanza la mirada. ¡Y donde no alcanza, piedra y roca también! ¿Puedes imaginar lo que se siente en los huesos al profundizar y captar la piedra viva? ¿Y qué construimos a partir de esa piedra? ¡Palacios y castillos y panteones y lápidas y casas, de todo! Además, no solo me refiero a esta ciudad. La ciudad está construida sobre sí misma, sobre todas las ciudades que hubo antes. ¿Te imaginas cómo es tumbarse en una losa y sentir el poder de la roca elevándote contra el tirón del mundo? Y todo él está a mi disposición, hasta la última piedra lista para que la use, y ahí es donde empieza la brujería. Las piedras tienen vida, y yo formo parte de ella.
—Sí —dijo Tiffany—. Lo sé.
De repente, la cara de la señora Proust estaba a pocos centímetros de la suya, con la aterradora nariz aguileña casi en contacto con la de Tiffany y los oscuros ojos en llamas. Yaya Ceravieja podía ser temible, pero al menos era guapa a su manera; la señora Proust era la bruja mala de los cuentos de hadas, con una maldición por rostro y el sonido de un horno que se cierra atrapando a unos niños por voz. La suma de todos los miedos nocturnos llenando el mundo.
—Ah, conque lo sabes, ¿eh, brujita de alegre vestidito? ¿Qué es lo que sabes? ¿Qué es lo que de verdad sabes? —Retrocedió un paso y parpadeó—. Resulta que más de lo que sospechaba —se respondió a sí misma relajándose—. Tierra bajo ola. En el corazón de la caliza, el pedernal. Sí, así es.
Tiffany nunca había visto a enanos en la Caliza, pero en las montañas nunca andaban lejos y en general se los veía en la cercanía de carretas. Compraban, vendían y, para las brujas, fabricaban escobas. Escobas muy, muy caras. Por su parte, las brujas rara vez tenían que comprarlas. Una escoba se heredaba, entregada de generación en generación de bruja; a veces había que cambiarle el manillar y a veces necesitaba cerdas nuevas pero, por supuesto, seguía siendo la misma escoba.
Tiffany había heredado su escoba de la señorita Traición. Era incómoda, no muy rápida y a veces volaba hacia atrás si llovía, y cuando el enano que regentaba el bullicioso y reverberante taller le hubo echado un vistazo, negó con la cabeza y sorbió aire entre los dientes, como si la visión le hubiera arruinado el día y solo tuviera ganas de salir a llorar un poco.
—Bueno, es por el olmo, claro —explicó a un mundo insensible a sus desgracias—. El olmo es madera de tierras bajas, pesado y lento, y luego hay que tener en cuenta los escarabajos, claro. El olmo es muy propenso a los escarabajos. ¿Le ha caído un relámpago, me decía? El olmo no es muy buena madera para relámpagos. Los atrae, o eso dicen. También tiene mucha tendencia a los búhos.
Tiffany asintió y trató de hacerse pasar por entendida. Se había inventado el impacto de relámpago porque la verdad, por valiosa que fuera, era demasiado estúpida, vergonzosa e increíble.
Otro enano, casi idéntico, se materializó junto a su compañero.
—Tendría que haber elegido el fresno.
—Ya lo creo —corroboró el primer enano con voz lúgubre—. Con el fresno siempre aciertas. —Dio un empujoncito con el dedo a la escoba de Tiffany y volvió a suspirar.
—Puede ser que tenga un principio de hongos de abrazadera en la junta base —sugirió el segundo enano.
—No me extrañaría nada, siendo de olmo —convino el primer enano.
—Escuchen, ¿pueden hacerle una chapuza para que al menos me lleve hasta casa? —preguntó Tiffany.
—Ah, nosotros no hacemos «chapuzas» —informó el primer enano altivamente, o más bien con altivez metafórica—. Ofrecemos un servicio personalizado.
—Solo me hacen falta unas pocas cerdas —dijo Tiffany a la desesperada, y olvidando que no quería reconocer la verdad añadió—: ¡Por favor! ¿Qué culpa tengo yo de que los feegles pegaran fuego a la escoba?
Hasta entonces en el taller había habido mucho ruido de fondo, el de docenas de enanos que trabajaban en sus bancos y no hacían mucho caso a la conversación, pero en ese preciso instante el taller quedó en silencio, y en ese silencio un martillo cayó al suelo.
El primer enano dijo:
—Cuando dice «feegles» no estará refiriéndose a los Nac Mac Feegle, ¿verdad, señorita?
—Sí, a ellos.
—¿A los salvajes? ¿Dicen… «pardiez»? —preguntó muy despacio.
—Casi a todas horas —confirmó Tiffany. Se le ocurrió que debía aclarar algunas cosas—. Son amigos míos.
—Ah, ¿lo son? —dijo el enano—. ¿Y en este momento hay alguno de sus amiguitos por aquí?
—Bueno, les he dicho que vayan a buscar a un conocido mío —respondió Tiffany—, pero supongo que se habrán metido en algún pub. ¿En la ciudad hay muchos?
Los dos enanos se miraron entre sí.
—Como unos trescientos, diría yo —afirmó el segundo enano.
—¿Tantos? En ese caso no creo que vengan a buscarme por lo menos hasta dentro de media hora.
Y de pronto el primer enano se convirtió en la encarnación frenética del buen humor.
—¡Pero bueno, qué maleducados somos! —exclamó—. ¡Para una amiga de la señora Proust, lo que haga falta! ¡Es más, con mucho gusto le ofrecemos nuestro servicio exprés gratis y sin cobrarle, incluidas las cerdas nuevas y la creosota a cambio de nada en absoluto!
—Servicio exprés significa que luego tiene que marcharse enseguida —añadió rotundo el segundo enano. Se quitó el casco de hierro, le limpió el sudor de dentro con un pañuelo y volvió a ponérselo de inmediato.
—Oh, sí, es cierto —confirmó el primer enano—. Enseguida. Es justo lo que significa «exprés».
—Conque amiga de los feegles, ¿eh? —dijo la señora Proust mientras los enanos se afanaban con la escoba de Tiffany—. No suelen hacer muchos amigos, por lo que tengo entendido. Pero hablando de amigos —siguió, en repentino tono conversacional—, ya has hablado con Derek, ¿verdad? Es hijo mío. Conocí a su padre en un salón de baile muy mal iluminado. El señor Proust era un hombre muy amable y atento; siempre decía que besar a una chica sin verrugas era como comerse un huevo sin sal. Falleció hace veinticinco años de un acceso de descalabro. Cómo lamento no haber podido hacer nada. —Se le iluminó el rostro—. Pero soy feliz sabiendo que el joven Derek es mi alegría en la… mediana edad. Un chico estupendo, querida. Menuda suerte va a tener la chica que se lleve a mi Derek, mira lo que te digo. Se entrega del todo a su trabajo y es de lo más detallista. ¿Sabías que cada mañana afina todos los cojines de pedorretas y se pone nervioso cuando alguno suena mal? ¿Y lo concienzudo que es? Mientras desarrollábamos nuestro próximo lanzamiento, la colección «Perlas de la Acera» de hilarante caca de perro artificial, se pasó semanas siguiendo a todas las razas de perro de la ciudad con su libreta, su recogedor y su tabla de colores para que no fallara ni un solo detalle. Es un chico meticuloso, limpio y conserva todos los dientes. Y nunca va con malas compañías… —Dedicó a Tiffany una mirada esperanzada pero más bien tímida—. No está funcionando, ¿verdad?
—Ay, madre, ¿se me ha notado? —preguntó Tiffany.
—He oído las palabras vertidas —dijo la señora Proust.
—¿Qué es una palabra vertida?
—¿No lo sabes? Una palabra vertida es una palabra que está a punto de decirse pero no se dice. Por un instante, las palabras flotan sobre la conversación aunque no se pronuncien… y en el caso de mi hijo Derek, menos mal que no las has dicho en voz alta.
—De verdad que lo siento muchísimo —se disculpó Tiffany.
—Ya, bueno, pues que lo sepas —atajó la señora Proust.
Cinco minutos después salieron del taller con Tiffany remolcando una escoba plenamente operativa, atada con cordel.
—En realidad —reflexionó la señora Proust mientras andaban—, ahora que lo pienso, tus feegles me recuerdan mucho a Pequeño Loco Arthur. Es más tieso que un ajo, y como del mismo tamaño. Pero nunca le he oído decir «pardiez», ojo. Trabaja de agente de la Guardia.
—Ah, pues a los feegles no les hacen mucha gracia los policías —comentó Tiffany, pero decidió compensar un poco esa afirmación, así que añadió—: Por otra parte, son muy leales, útiles a grandes rasgos, amistosos en ausencia de alcohol, honorables para un valor determinado de honor y, a fin de cuentas, fueron los inventores de la fritanga de armiño.
—¿Qué es un armiño? —preguntó la señora Proust.
—Bueno… ¿Las comadrejas las conoce? Son muy parecidos a las comadrejas.
La señora Proust enarcó las cejas.
—Querida, atesoro mi ignorancia sobre los armiños y también sobre las comadrejas. Me suenan a cosas campestres y yo el campo no lo soporto. Tanto verde me da ataques de bilis —dijo estremeciéndose al mirar el vestido de Tiffany.
Momento en el cual, obedeciendo a algún tipo de entrada celestial, se oyó un lejano grito de «¡Pardiez!» seguido del sonido siempre popular, al menos para un feegle, del cristal rompiéndose.