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CAPÍTULO 5

La madre de las lenguas

Tendría que haber habido un momento de paz, pero lo que hubo fue un momento de metal. Se acercaban varios miembros de la guardia de palacio, con armaduras que hacían incluso más ruido que el que suele hacer la armadura porque no llevaban ninguna pieza bien ajustada. La región llevaba siglos sin ver ni una sola batalla, pero los guardias seguían poniéndose armadura porque pocas veces había que remendarla y nunca se desgastaba.

Brian, el sargento, fue quien abrió la puerta. En su rostro se veía una expresión complicada. Era la expresión de un hombre al que acaban de decir que una bruja malvada, a la que conoce desde que era niña, ha matado al jefe, y el hijo del jefe está de viaje, y la bruja aún sigue en la habitación, y una enfermera que no le cae demasiado bien está dándole empujoncitos en la rabadilla mientras grita:

—Pero ¿a qué espera, hombre? ¡Cumpla con su deber!

La combinación de todo estaba poniéndolo de los nervios.

Dirigió una mirada de bochorno a Tiffany.

—Buenos días, señorita. ¿Va todo bien? —Entonces reparó en el barón, sentado en su butaca—. ¿Ha muerto de verdad?

Tiffany respondió:

—Sí, Brian, ha muerto. Hace solo un par de minutos, y tengo motivos para creer que era feliz.

—En fin, eso es bueno, supongo —dijo el sargento, y entonces sus rasgos se crisparon y las lágrimas volvieron entrecortadas y húmedas sus siguientes palabras—. Se portó muy bien con nosotros cuando mi abuelita se puso mala, ¿sabe? Le enviaba comida caliente todos los días, hasta el final.

Tiffany cogió la mano del sargento sin encontrar resistencia y miró por encima de su hombro. Los otros guardias también estaban llorando, y sollozaban con más ahínco porque sabían que eran hombres corpulentos y fuertes, o eso esperaban, y no deberían llorar. Pero el barón siempre había estado ahí, formando parte de la vida igual que los amaneceres. De acuerdo, a lo mejor podía darles un buen rapapolvo si los pillaba dormidos de servicio o si llevaban la espada sin afilar (a pesar de que no se recordaba que ningún guardia hubiera tenido que usar la espada para nada más que abrir frascos de mermelada) pero, a fin de cuentas, él era el barón y ellos eran sus hombres y ahora ya no estaba.

—¡Pregúntele por el atizador! —chilló la enfermera desde detrás de Brian—. ¡Venga, pregúntele por el dinero!

La enfermera no veía la cara de Brian. Tiffany sí. Probablemente había recibido otro empujoncito en la rabadilla, y de pronto había perdido todo el color.

—Perdona, Tiff… Quiero decir, perdone, señorita, pero esta mujer dice que es usted culpable de asesinato y robo —dijo, aunque sus facciones añadieron que su propietario no opinaba lo mismo y que no quería buscarse líos con nadie, con quien menos con Tiffany.

Tiffany le recompensó con una sonrisa fugaz. Recuerda siempre que eres bruja, pensó. No empieces a declararte inocente a gritos. Sabes que eres inocente. No tienes por qué gritar nada.

—El barón ha tenido la amabilidad de darme algún dinero por… cuidar de él —explicó—, y supongo que la señorita Pulcro debe de haberlo oído sin querer y se ha llevado una impresión equivocada.

—¡Era muchísimo dinero! —insistió la señorita Pulcro, sonrojada—. ¡El cofre grande que hay debajo de la cama del barón estaba abierto!

—Todo eso es cierto —dijo Tiffany—, y por lo visto la señorita Pulcro ha pasado bastante tiempo oyendo cosas sin querer.

Algunos de los guardias rieron con disimulo, lo que enfadó todavía más a la señorita Pulcro, si es que era posible. La mujer apartó a Brian a un lado.

—¿Acaso niegas que estabas ahí de pie con un atizador y la mano encendida en llamas? —interpeló a Tiffany, con la cara más roja que un pavo.

—Me gustaría decir una cosa, por favor —respondió Tiffany—. Es bastante importante. —Ya empezaba a notar la impaciencia del dolor, que se retorcía para liberarse. Sintió la humedad en sus manos.

—¡Estabas haciendo magia negra, reconócelo!

Tiffany respiró hondo.

—No sé lo que es eso —replicó—, pero sí sé que sostengo justo encima del hombro el último dolor que conocerá jamás el barón, y debo librarme enseguida de él, y no puedo hacerlo aquí dentro, con tanta gente. Por favor. ¡Necesito un espacio abierto ahora mismo!

Apartó de un empujón a la señorita Pulcro y los guardias se apresuraron a abrirle camino, para gran enfado de la enfermera.

—¡No dejen que se marche! ¡Escapará volando! ¡Es lo que hacen siempre!

Tiffany conocía muy bien el castillo, igual que todo el mundo. Bajando unos escalones se llegaba a un patio, y Tiffany tomó esa dirección rápidamente, notando cómo el dolor se revolvía y se desplegaba. Había que tratarlo como a un animal que se podía mantener a raya, pero solo durante un cierto tiempo. Ese tiempo iba a agotarse… bueno, ya, en realidad.

El sargento apareció a su lado y Tiffany le agarró el brazo.

—No me preguntes por qué —logró decir entre unos dientes apretados—. ¡Tira el casco al aire ahora mismo!

Brian tuvo suficientes luces para obedecer la orden y lanzó su casco al aire como si fuese un plato sopero. Tiffany arrojó el dolor tras él, sintiendo su horrible tacto sedoso al encontrar la libertad. El casco se detuvo en seco como si hubiera topado contra una barrera invisible, y cayó al empedrado envuelto en una nube de vapor y doblado casi del todo por la mitad.

El sargento se agachó a recogerlo y lo volvió a soltar de inmediato.

—¡Joder si quema! —Clavó su mirada en Tiffany, que estaba apoyada contra la pared e intentaba recobrar el aliento—. ¿Y dices que has estado quitándole tanto dolor como ese cada día?

Tiffany abrió los ojos.

—Sí, pero normalmente tengo tiempo de sobra para buscar un sitio donde descargarlo. El agua y la piedra no van muy bien, pero el metal sí que es bastante fiable. No me preguntes por qué. Si me pongo a pensar en cómo funciona, deja de hacerlo.

—Y he oído que también haces todo tipo de trucos con el fuego, ¿puede ser? —preguntó el sargento en tono admirado.

—El fuego es fácil de manejar si se tiene la mente despejada, pero el dolor… el dolor planta cara. El dolor está vivo. El dolor es el enemigo.

El sargento hizo un ademán reticente de recuperar su casco, esperando que ya se hubiera enfriado lo suficiente para cogerlo.

—Voy a tener que desabollarlo a martillazos antes de que lo vea el jefe —empezó a decir—. Ya sabes lo tiquismiquis que es con que vayamos siempre impecables… Oh. —Bajó la mirada hacia el suelo.

—Sí —dijo Tiffany, con toda la amabilidad que pudo—. Va a costar un poco acostumbrarse, ¿verdad? —Sin decir más, le tendió su pañuelo y Brian se sonó la nariz.

—Pero tú puedes llevarte el dolor —respondió—. ¿Eso significa que puedes…?

Tiffany levantó una mano.

—Alto ahí —le ordenó—. Sé lo que vas a pedirme, y la respuesta es no. Si te amputaras la mano, supongo que podría hacer que no te acordaras hasta que intentaras cenar, pero las cosas como la añoranza, el duelo o la tristeza… me superan. No me atrevo a trastear con ellas. Existe una cosa llamada «los relajos», y solo conozco a una persona en el mundo capaz de hacerlos, y no tengo intención ni siquiera de pedirle que me enseñe. Es demasiado profundo.

—Tiff… —Brian titubeó y miró a su alrededor como si esperara que apareciese la enfermera y empezara con sus golpecitos desde detrás.

Tiffany esperó. Por favor, no me lo preguntes, pensó. Me conoces de toda la vida. Es imposible que creas que…

Brian le suplicó con la mirada.

—¿Has cogido… alguna cosa? —Su voz perdió todo el fuelle.

—No, claro que no —respondió Tiffany—. ¿Se te han metido gusanos en el cerebro? ¿Cómo puedes pensar algo así de mí?

—No sé —respondió Brian, enrojeciendo de vergüenza.

—Bueno, tranquilo.

—Supongo que tendré que encargarme de decírselo al joven barón —dijo Brian, después de volver a sonarse la nariz con ganas—, pero lo único que sé es que se ha marchado a la gran ciudad con su… —Hizo otra pausa, abochornado.

—Con su prometida —terminó Tiffany con decisión—. Puedes decirlo en voz alta, ¿sabes?

Brian carraspeó.

—Bueno, verás, es que pensábamos… Bueno, todos creíamos que tú y él erais… bueno, ya sabes.

—Siempre hemos sido amigos, nada más. —Tiffany se apiadó de Brian, por muy propenso que fuera a abrir la boca antes de enlazarla al cerebro, así que le dio unas palmaditas en el hombro—. Escucha, ¿qué tal si me acerco volando a la gran ciudad y le busco?

El sargento casi se derritió de alivio.

—¿Querrías hacerlo?

—Claro. Me doy cuenta de que aquí tendrás mucho que hacer, y así de paso te quito un peso de encima.

Aunque te lo quite para echármelo yo a los hombros, pensó mientras cruzaba el castillo a buen paso. La noticia ya había corrido. La gente estaba quieta, llorando o al menos con el rostro desconcertado. La cocinera la alcanzó corriendo cuando Tiffany ya estaba a punto de salir.

—¿Qué voy a hacer ahora? ¡Aún tengo la comida del pobre en el horno!

—Pues sáquela y désela a alguien que la necesite —ordenó Tiffany con voz firme. Era importante mantener el tono calmado y despierto. La gente estaba aturdida. Ella también lo estaría cuando tuviera tiempo, pero en aquel momento lo importante era hacer que todos volvieran deprisa al mundo del aquí y el ahora—. Escúchenme todos. —Su voz resonó en el gran recibidor—. Sí, su barón ha fallecido, pero siguen teniendo un barón. No tardará en regresar con su… dama, ¡y han de tener este sitio como una patena para cuando lleguen! ¡Todos conocen su trabajo! ¡Pónganse a ello! Y recuerden al barón con cariño, y limpien bien el castillo en honor a él.

Funcionó. Siempre funcionaba. Cuando una voz sonaba como si su propietaria supiera lo que hacía, lograba que se hicieran las cosas, sobre todo si dicha propietaria llevaba un sombrero negro puntiagudo. Hubo una repentina explosión de actividad.

—Supongo que creerás que te has salido con la tuya, ¿verdad? —comentó una voz a sus espaldas.

Tiffany esperó un momento antes de girarse, y cuando por fin lo hizo estaba sonriendo.

—Caramba, señorita Pulcro —dijo—, ¿todavía está aquí? Bueno, seguro que queda algún suelo por fregar.

La enfermera era la furia personificada.

—Yo no friego suelos, arrogante y pequeña…

—No, usted no friega nada, ¿a que no, señorita Pulcro? ¡Ya me había fijado! La señorita Florderocío, que estuvo aquí antes que usted, sí que sabía fregar bien un suelo. Lo dejaba tan limpio que podías mirarte la cara en él, aunque en el caso de usted, señorita Pulcro, comprendo que no la atraiga mucho la idea. La señorita Leotardo, que estuvo antes que ella, hasta frotaba los suelos con arena, ¡con arena blanca! ¡Perseguía la suciedad igual que un terrier persigue a un zorro!

La enfermera abrió la boca para responder, pero Tiffany no dejó espacio para sus palabras.

—Dice la cocinera que es usted una persona muy religiosa, que está siempre de rodillas, y a mí me parece muy bien, me parece estupendo, pero ¿no se le ha ocurrido nunca bajarse un mocho y un cubo ahí abajo, ya que se pone? La gente no necesita oraciones, señorita Pulcro: necesita que usted haga el trabajo que tiene delante, señorita Pulcro. Y ya me he hartado de usted, señorita Pulcro, y sobre todo de esa bata blanca tan encantadora que lleva puesta. Creo que Roland se quedó muy impresionado por su maravillosa bata blanca, pero yo no, señorita Pulcro, porque nunca hace nada que pueda ensuciarla.

La enfermera levantó una mano.

—¡Podría darte un bofetón ahora mismo!

—No —replicó Tiffany, firme—. No podría.

La mano se quedó donde estaba.

—¡En la vida me habían insultado de esta manera! —chilló la colérica enfermera.

—¿En serio? —dijo Tiffany—. De verdad que me sorprende. —Dio media vuelta, dejó plantada a la enfermera y desfiló hacia un guardia joven que acababa de entrar en el recibidor—. Te he visto por aquí a veces. ¿Cómo te llamas, por favor?

El aprendiz de guardia hizo lo que probablemente consideraba un saludo marcial.

—Preston, señorita.

—¿Habéis bajado ya a la cripta al barón, Preston?

—Sí, señorita, y además he llevado unas lámparas, tela y un cubo de agua caliente, señorita. —Sonrió al ver la expresión de Tiffany—. Mi abuela siempre preparaba los velatorios cuando yo era pequeño, señorita. Puedo ayudar, si quiere.

—¿Tu abuela te dejaba ayudar?

—No, señorita —respondió el joven—. Me decía que los hombres no pueden hacer esas cosas a no ser que tengan un título de doctrina.

Tiffany puso cara de perplejidad durante un momento.

—¿Doctrina?

—Ya sabe, señorita. Doctrina. Pastillas y pociones y serrar piernas y tal.

Se hizo la luz.

—Ah, un título de doctor. Casi mejor que no, porque esto no consiste en que el pobre mejore. Me ocuparé yo sola, pero gracias de todas formas por ofrecerte. Esto es trabajo de mujeres.

Lo que no sé es el motivo exacto de que sea trabajo de mujeres, se dijo Tiffany mientras llegaba a la cripta y se arremangaba. El guardia joven hasta se había acordado de bajar un plato lleno de tierra y otro lleno de sal.[11] Tu abuela sabía lo que se hacía, pensó. ¡Por fin alguien había enseñado algo útil a un chico!

Lloró mientras dejaba al anciano «presentable», como decía Yaya Ceravieja. Siempre lloraba. Era necesario. Pero no debía hacerse a la vista de otros, al menos no si se era bruja. No era lo que la gente esperaba. Los inquietaría.

Dio un paso atrás. Bueno, tenía que admitir que había dejado al anciano con mejor aspecto que el día anterior. Como toque final, se sacó dos peniques del bolsillo y los depositó con suavidad sobre sus párpados.

Hasta ahí las viejas costumbres, las que le había enseñado Tata Ogg, pero ahora había una costumbre nueva que solo conocía ella. Apoyó una mano en el borde de la losa de mármol y levantó el cubo de agua con la otra. Se quedó allí, inmóvil, hasta que el agua del cubo empezó a hervir y en la losa empezó a formarse hielo. Sacó el cubo de la cripta y lo vació en un desagüe.

Cuando terminó, el castillo se había llenado ya de gente, así que los dejó a lo suyo. Vaciló mientras salía al exterior y se paró a pensar. La gente no solía pararse a pensar. Pensaban sobre la marcha. Pero a veces era buena idea hacerlo: dejar de moverse, por si llevaba la dirección equivocada.

Roland era el único hijo del barón y, que supiera Tiffany, su único familiar, o al menos su único familiar con permiso para acercarse al castillo; después de una batalla legal horrible y cara, Roland había logrado expulsar a sus espantosas tías, las hermanas del barón, a quienes incluso el propio anciano consideraba, en el fondo, las dos peores huronas que uno pudiera encontrarse en los pantalones de la vida. Pero había otra persona que debería saberlo y que, aunque no tuviera ni el menor lazo de sangre concebible con el barón, era de todos modos… bueno, alguien que debía enterarse de algo tan importante como aquello, y cuanto antes. Tiffany subió hacia el montículo feegle para hablar con la kelda.

Cuando llegó, Ámbar estaba sentada fuera, cosiendo a la luz del sol.

—Hola, señorita —dijo con alegría—. Iré a decir a la señora kelda que ha venido. —Y sin más, desapareció por el agujero de entrada con la facilidad de una serpiente, igual que había podido hacer Tiffany en el pasado.

¿Por qué ha regresado Ámbar?, se preguntó Tiffany. La había llevado a la granja Dolorido para que estuviera a salvo. ¿Por qué había subido Caliza arriba hasta el túmulo? ¿Cómo era posible que hubiera recordado dónde estaba?

—Una niña muy interesante —comentó una voz, y el Sapo[12] asomó la cabeza desde debajo de una hoja. Debo decir que a usted la encuentro de lo más aturullada, señorita.

—El viejo barón ha muerto —explicó Tiffany.

—Bueno, era de esperar. Larga vida al barón —dijo el Sapo.

—No va a vivir mucho —dijo Tiffany—. Está muerto.

—No, no —croó el Sapo—. Es lo que se suele decir. Cuando muere un rey, se tiene que anunciar inmediatamente que hay otro rey. Es importante. Me pregunto cómo será el nuevo. Según Rob Cualquiera es un blandengue que no es digno ni de lamer tus botas. Y te ha hecho un feo de mucho cuidado.

Fueran cuales fuesen las circunstancias del pasado, Tiffany no pensaba dejar pasar aquello.

—No necesito que nadie me lama nada, muchas gracias. De todas formas —añadió—, no es el barón de ellos, ¿verdad? Los feegles se enorgullecen de no rendir cuentas a ningún señor.

—Esa afirmación es del todo veraz —respondió el Sapo con voz plúmbea—, pero debes recordar que también se enorgullecen de beber todo lo posible a la menor oportunidad, lo que vuelve algo impredecible su talante, y también que el barón cree a pies juntillas que es, de facto, el propietario de todos los terrenos circundantes. Una afirmación que se sostendría ante un tribunal, aunque lamento decir que yo ya no podría hacer lo mismo. Pero en fin, la chica es extraña. ¿No te has fijado?

¿No me he fijado?, pensó Tiffany a toda prisa. ¿En qué tendría que haberme fijado? Ámbar solo era una niña.[13] Se la veía por ahí, no tan callada como para ser preocupante, no tan ruidosa como para ser molesta. Y poco más. Pero entonces pensó: las gallinas. Eso había sido extraño.

—¡Sabe hablar en feegle! —exclamó el Sapo—. Y no me refiero a todo eso del «pardiez», que es solo jerigonza, sino al idioma serio y antiguo que habla la kelda, a lo que hablaban allí de donde vengan antes de venir de donde vinieran. Lo siento, con un poco más de preparación seguro que me habría salido mejor la frase. —Calló un momento—. Yo no entiendo ni una sola palabra de feegle, pero la chica parece haberlo aprendido de oído. Y además juraría que antes intentaba hablarme a mí en sapo. No es que yo lo entienda muy bien, pero un poco sí se me quedó con el… cambio de forma, por así decirlo.

—¿Me estás diciendo que entiende palabras poco frecuentes? —preguntó Tiffany.

—No estoy seguro —respondió el Sapo—, pero me parece que entiende el significado.

—¿De verdad? —insistió Tiffany—. A mí siempre me ha parecido una chica un poco simple.

—¿Simple? —dijo el Sapo, que parecía estar disfrutando—. Bueno, como abogado debo decirte que las cosas que parecen simples pueden ser increíblemente complicadas, sobre todo si estoy facturando por horas. El sol es simple. Una espada es simple. Una tormenta es simple. Todo lo simple trae detrás una inmensa cola de complicación.

Ámbar sacó la cabeza por el acceso al túmulo.

—La señora kelda dice que vaya a la cantera de caliza —anunció, emocionada.

Tiffany oyó algunos vítores amortiguados procedentes de la cantera mientras descendía por entre el minucioso camuflaje.

La cantera le gustaba. En aquel lugar se hacía difícil estar triste de verdad, con las paredes blancas y mojadas acunándola y la luz de un día azul colándose entre las zarzas. Alguna vez, de muy pequeña, había visto entrar y salir nadando de la cantera a los peces de tiempos inmemoriales, a unos peces de cuando la Caliza era la tierra bajo las olas. El agua había desaparecido mucho tiempo atrás, pero las almas de los peces fantasma no se habían dado cuenta. Estaban acorazados como caballeros y eran tan vetustos como el terreno. Pero ya no podía verlos. Tal vez la vista cambia a medida que te haces mayor, pensó.

Había un intenso olor a ajo. Buena parte del fondo de la cantera estaba cubierto de caracoles. Los feegles caminaban con cuidado entre ellos, pintándoles números en los caparazones. Ámbar se había sentado al lado de la kelda y tenía las rodillas agarradas con las manos. Vista desde arriba la escena recordaba al concurso de perros ovejeros, aunque con menos ladridos y mucho más pringue.

La kelda cruzó la mirada con Tiffany, se llevó un dedo diminuto a los labios y señaló con un gesto de cabeza a Ámbar, que estaba absorta contemplando el espectáculo. Jeannie dio unas palmadas en el espacio libre a su otro lado y dijo:

—Estamos viendu a los rapaces marcar nuestro ganado, ya sabes. —Su voz tenía un leve matiz de extrañeza. Era el tipo de voz que emplean los adultos cuando dicen a un niño: «Qué bien lo estamos pasando, ¿verdad?», por si el niño aún no ha llegado a esa conclusión. Pero Ámbar daba la impresión de estar disfrutando de verdad. Tiffany cayó en la cuenta de que estar con los feegles parecía alegrar a la joven.

Dado que la kelda parecía preferir una conversación ligera, Tiffany se limitó a preguntar:

—¿Por qué marcarlos? ¿Quién va a intentar robárselos?

—Otros feegles, claro. A mi Rob le da que non tardarán en hacer cola para robarnos los caracoles cuandu queden desprotegidos, ¿sabes?

Tiffany estaba confundida.

—¿Y por qué iban a quedar desprotegidos?

—Porque mis rapaces marcharán a robarles a ellos su ganado. Es una antigua tradición feegle, que permite a todu el mundo dedicarse a las peleas, el cuatrerismo, los robos y, por supuesto, la vieja favorita de siempre: la bebida. —La kelda guiñó un ojo a Tiffany—. Buenu, así por lo menos están contentos, tienen las manos ocupadas y non métense en nuestros asuntos, ya sabes.

Volvió a guiñar el ojo a Tiffany, llamó la atención de Ámbar poniéndole una mano en la pierna y le dijo algo en un idioma que sonaba como una versión muy antigua del feegle. Ámbar respondió en el mismo idioma. La kelda hizo un significativo movimiento de cabeza en dirección a Tiffany y señaló hacia el otro extremo de la cantera.

—¿Qué le has dicho? —preguntó Tiffany, sin apartar la mirada de la chica, que seguía observando a los feegles con el mismo interés sonriente.

—Díjele que tú y yo íbamos a tener una conversación de mayores —explicó la kelda—, y ella díjome que los rapaces son muy graciosos, y non sé cómu, pero aprendió la Madre de las Lenguas. Tiffany, yo solo háblola con una hija y con el gonnagle,[14] ya sabes, ¡y anoche estaba hablandu con él cuando ella terció! ¡Aprendiola solu a base de escuchar! ¡Non debería ser posible! Es un don muy inusual el que tiene, tal y comu te lo digo. Debe de conocer los significados en su testa, y eso es magia, rapaza mía, la mesma esencia de la magia, tal cual.

—¿Cómo ha podido ocurrir?

—¿Quién sabe? —dijo la kelda—. Es un don. Y si quieres que dete un consejo, pon a esa rapaza a aprender.

—¿No es un poco mayor para empezar? —dudó Tiffany.

—Introdúcela en el arte, o encuentra alguna otra forma de canalizar su don. Créeme, rapaza mía, non seré yo quien véngate con que apalear a una rapaciña hasta casi matarla sea buena cosa, pero ¿quién sabe cómu elígese nuestro camino? El de ella trájola aquí arriba, conmigo. Tiene el don de la entendienda. ¿Habríalo hallado de otru modo? Tú sabes que el sentidu de la vida es hallar el don de uno. Hallar tu propio don es la felicidad. Non encontrarlo nunca es sufrimiento. Dijiste que la rapaza es un poco simple; pues búscale un maestro que sáquele lo complicadu de dentro. La rapaza aprendió un idioma difícil con solu escucharlo. Al mundo hácele mucha falta más gente capaz de hacer eso.

Tenía sentido. Todo lo que decía la kelda tenía sentido.

Jeannie se quedó un momento callada antes de añadir:

—Lamentu mucho que el barón muriera.

—Perdona —respondió Tiffany—. Quería decírtelo.

La kelda le sonrió.

—¿De veras crees que a una kelda hácele falta que díganle cosas comu esa, rapaza mía? Fue un hombre decente, y tú cumpliste ben con él.

—Tengo que ir a buscar al nuevo barón —dijo Tiffany—, y necesitaré que los chicos me ayuden a encontrarlo. En la ciudad viven miles de personas, y a ellos se les da muy bien encontrar cosas.[15] —Miró al cielo. Tiffany no había volado nunca hasta la gran ciudad, y no le hacía mucha ilusión intentarlo a oscuras—. Partiré al amanecer. Pero antes que nada, Jeannie, será mejor que me lleve a Ámbar a casa. Te parece bien, ¿verdad, Ámbar? —preguntó a la desesperada.

Tres cuartos de hora más tarde, Tiffany hizo descender su escoba de regreso al pueblo, con los chillidos todavía resonando en su mente. Ámbar no quería volver. De hecho había manifestado su evidente rechazo a abandonar el montículo haciendo palanca con brazos y piernas contra el agujero y gritando a pleno pulmón cada vez que Tiffany le daba un leve tirón. Cuando dejó de intentarlo, la chica regresó a la cantera para volver a sentarse junto a la kelda. Así eran las cosas: una intentaba hacer planes para la gente, pero la gente tenía otros planes.

Se mirara como se mirase, Ámbar tenía padres; podría decirse que eran unos padres bastante lamentables, y también podría añadirse que eso era decir poco. Pero al menos deberían saber que su hija estaba a salvo… aunque en todo caso ¿qué podría hacer daño a Ámbar estando bajo la protección de la kelda?

La señora Rastrero cerró de un portazo al ver que era Tiffany quien llegaba, y luego volvió a abrir la puerta enseguida, hecha un mar de lágrimas. Su casa hedía, no solo a cerveza rancia y a mala cocina, sino también a impotencia y desconcierto. Un gato, el más sarnoso que Tiffany había visto nunca, era casi sin duda otra causa del problema.

La señora Rastrero estaba tan asustada que le temblaban sus pocas carnes, y cayó de rodillas al suelo entre súplicas incoherentes. Tiffany le preparó una taza de té, que no era tarea para aprensivos dado que la escasa vajilla que había en la casita estaba amontonada en el fregadero de piedra, cuyo otro contenido era un agua lodosa que burbujeaba de vez en cuando. Tiffany pasó unos minutos frotando con brío hasta obtener una taza de la que consentiría en beber, e incluso después de terminar quedó algo que seguía repiqueteando dentro del hervidor.

La señora Rastrero se sentó en la única silla que tenía las cuatro patas y empezó a explicar entre balbuceos que, en realidad, su marido era un buen hombre siempre que ella tuviera la cena preparada a tiempo y Ámbar no se portara mal. Tiffany ya conocía aquel tipo de conversación desesperada de cuando hacía la ronda por las casas en las montañas. La generaba el miedo, el miedo de la hablante a lo que sucedería cuando volviera a quedarse sola. Yaya Ceravieja tenía su forma de ocuparse de ello, que era meter el miedo a Yaya Ceravieja en el cuerpo a todo el mundo sin excepción, pero Yaya Ceravieja contaba con años y años de experiencia en ser… bueno, Yaya Ceravieja.

Un interrogatorio cauteloso y delicado informó a Tiffany de que el señor Rastrero estaba dormido en el piso de arriba, y ella se limitó a decir a la señora Rastrero que a Ámbar estaba cuidándola una señora muy amable mientras se «curaba». La mujer se echó a llorar otra vez. Tiffany estaba empezando a ponerse nerviosa por lo descuidada que estaba la casa, aunque procuró no ser despiadada. Pero ¿tanto costaba echar un cubo de agua fría al suelo de piedra y barrerlo hasta la calle con una escoba? ¿Tanto costaba fabricar un poco de jabón? Podía hacerse uno bastante decente a partir de ceniza de madera y grasa animal. Y, como había dicho una vez la madre de Tiffany, «nadie es demasiado pobre para limpiar un vidrio», aunque de vez en cuando su padre, para chinchar a su madre, lo cambiaba a «nadie es demasiado pobre para limpiar un viudo». Pero con aquella familia, ¿por dónde empezar? Y lo que fuese que se había quedado dentro del hervidor seguía repiqueteando, con la presumible intención de escapar.

La mayoría de las mujeres del pueblo estaban criadas para ser duras. Había que ser dura para sacar adelante a una familia con el sueldo de un jornalero. En la región había un dicho, una especie de receta para tratar con los maridos problemáticos. Decía así: «Pastel de lengua, establo frío y palo de cobre». Significaba que el marido problemático acababa con la cabeza como un bombo en vez de cenado, expulsado al establo para dormir y, si levantaba la mano a su esposa, se llevaría una buena tunda con el largo palo que había en todos los hogares para remover la colada en el barreño. Por lo general los hombres rectificaban antes de que sonara la música brusca.

—¿No le gustaría tomarse unas pequeñas vacaciones del señor Rastrero? —sugirió Tiffany.

La mujer, blanquecina como una babosa y flaca como un rastrillo, puso cara de horror.

—¡No, ni hablar! —replicó casi sin aliento—. ¡El pobre no se apañaría sin mí!

Y entonces… todo se torció, o más bien se torció mucho más de lo que ya estaba. Y fue todo por inocencia, por el aspecto abatido que tenía la mujer a ojos de Tiffany.

—Bueno, al menos puedo limpiarle la cocina —dijo Tiffany con voz alegre. No habría habido ningún problema si entonces se hubiera contentado con agarrar una escoba y ponerse a trabajar, pero no, claro que no: tuvo que alzar la mirada hacia el techo gris y lleno de telarañas y exclamar—: ¡Muy bien, sé que estáis ahí porque siempre me seguís, así que haced algo útil y limpiad a fondo esta cocina!

Durante unos segundos no ocurrió nada, pero entonces Tiffany oyó, porque estaba esperándola, una conversación amortiguada cerca del techo.

—¿Non oísteislo? ¡Sabe que estamos aquí! ¿Cómu puede ser que aciértelo siempre?

Una voz de feegle un poco distinta respondió:

—¡Es porque siempre seguímosla, pavitontu!

—Ah, ya, eso téngolo claro, pero decíalo porque ¿non hicímosle la firme promesa de non volver a seguirla?

—Sí, fue un juramentu solemne.

—Exactu, y por eso non puedo evitar que decepcióneme un poquiño ver que la arpiíña grandullona non hiciera caso de una promesa solemne. Hiéreme un poquiño los sentimientus.

—Pero es que nosotros incumplimos el juramentu solemne, por esu de que somos feegles.

Una tercera voz dijo:

—¡Espabilando, pámpanos, que empezó la Tapeteanda de los Pieses!

Un torbellino asoló la minúscula y sucia cocina.[16] El agua espumosa se arremolinó en torno a las botas de Tiffany, que ciertamente habían estado tapeteando. Si bien era cierto que nadie podía montar un revuelo tan deprisa como un grupo de feegles, lo extraño era que también podían recogerlo, incluso sin la cooperación de una bandada de pajaritos y demás criaturas salvajes variadas.

El fregadero se vació en un instante y volvió a llenarse de agua jabonosa. Los platos de madera y las tazas de hojalata volaron zumbando por los aires, mientras el fuego se encendía. La caja de leña se llenó hasta arriba con un prolongado repiqueteo. Después de aquello las cosas se aceleraron y un tenedor acabó clavado en la pared, temblando junto a la oreja de Tiffany. El vapor se elevó como una neblina de la que salían extraños sonidos; la luz del sol entró a chorro en la cocina y la llenó de arcoíris, tras cruzar una ventana repentinamente limpia; una escoba pasó como una exhalación, llevándose por delante la poca agua que quedaba; el hervidor hirvió; en la mesa apareció un jarrón con flores, aunque algunas de ellas estaban bocabajo, y de pronto la estancia había quedado reluciente y ya no olía a patatas podridas.

Tiffany miró hacia el techo. El gato se había aferrado a él con sus cuatro garras. Dedicó a la bruja lo que sin duda era una mirada. Ni siquiera una bruja puede aguantar siempre la mirada a un gato que ya está hasta las narices, y mucho menos cuando ha tenido que saltar más arriba de las narices.

Tiffany acabó localizando a la señora Rastrero debajo de la mesa, con la cabeza protegida por los brazos. Cuando por fin la convenció de que saliera y se sentara en una silla sin polvo delante de un té servido en una maravillosa taza limpia, la mujer se desvivió por reconocer que había sido una gran mejora, aunque más tarde Tiffany tuvo que admitir que seguramente la señora Rastrero habría reconocido cualquier cosa con tal de que ella se marchara.

Por tanto, la visita no podía considerarse un éxito, pero al menos el lugar estaba mucho más limpio, y seguro que la señora Rastrero se lo agradecería cuando tuviera tiempo para pensarlo. El gruñido y el golpe seco que Tiffany oyó mientras salía del descuidado huerto debía de significar que el gato por fin se había despedido del techo.

A mitad de camino hacia la granja, con la escoba echada al hombro, Tiffany pensó en voz alta:

—A lo mejor ha sido una tontería.

—Non empréñeste —dijo una voz—. Si hubiéramos tenido tiempu, podríamosle haber horneadu un poco de pan. —Tiffany bajó la mirada y allí estaba Rob Cualquiera, junto a otra media docena de los individuos conocidos como Nac Mac Feegle, los Pequeños Hombres Libres y, a veces, los acusados, los culpables, los que están ayudando a la policía en sus pesquisas y también «ese de ahí, el segundo por la izquierda, le juro que fue él».

—¡No dejáis de seguirme! —protestó—. ¡Siempre os comprometéis a no volver a hacerlo y siempre lo hacéis!

—Ah, peru es que non estás teniendo en cuenta el mochuelo que impúsosenos. Tú eres la arpía de las colinas y debemos estar siempre listos para protegerte y ayudarte. Lo que opines tú non tiene importancia —sentenció Rob, categórico. Hubo rápidas negaciones en las cabezas de los otros feegles, que provocaron una lluvia de trozos de lápiz, dientes de rata, la cena de la noche anterior, piedras interesantes con agujeros, escarabajos, mocos prometedores guardados para examinarlos con tranquilidad más adelante y caracoles.

—Escúchame —dijo Tiffany—. ¡No puedes ir por ahí ayudando a la gente, quiera o no!

Rob Cualquiera se rascó la cabeza, devolvió a su sitio el caracol que se había caído y replicó:

—¿Y por qué non? Es lo que haces tú.

—¡No es verdad! —exclamó Tiffany en voz alta, pero se le había clavado una flecha en el corazón.

No he sido nada amable con la señora Rastrero, ¿verdad que no?, pensó. Sí, era cierto que la mujer parecía tener el cerebro de un ratón además de su timidez, pero por muy sucia que estuviera, la apestosa casa era de la señora Rastrero y Tiffany había irrumpido acompañada por un puñado de, bueno, para qué andarnos con rodeos, de feegles, y la había puesto patas arriba, aunque al final la hubiera dejado menos patas arriba que antes. He sido brusca, mandona y sabihonda. Mi madre podría haber llevado mejor el asunto. Ya puestos, seguro que cualquier otra mujer del pueblo habría llevado mejor el asunto, pero la bruja soy yo y he metido la pata y le he dado un susto de muerte. Yo, una cría con un sombrero puntiagudo.

Y otra cosa que pensó sobre sí misma era que, si no se acostaba bien pronto, iba a caerse al suelo. La kelda tenía razón: Tiffany no recordaba la última vez que había dormido en una cama de verdad, y tenía una esperándola en la granja. Y además —llegó la idea, repentina y culpable—, aún no había dicho a los padres de Ámbar Rastrero que su hija había vuelto con los feegles…

Siempre hay algo, pensó, y entonces hay otro algo encima del primer algo, y luego los algos no se acaban nunca. No era de extrañar que a las brujas les entregaran escobas. Solo con los pies no darían abasto.

La madre de Tiffany estaba curando a su hermano Wentworth, que tenía un ojo morado.

—Se ha peleado con los niños mayores —se lamentó su madre—. Pero mira cómo te han dejado el ojo, Wentworth.

—Vale, pero he dado una patada a Billy Bocas en los cataplines.

Tiffany intentó reprimir un bostezo.

—¿Por qué os habéis peleado, Went? Creía que eras más sensato.

—Han dicho que eres una bruja, Tiff —explicó Wentworth. Y la madre de Tiffany se giró con una expresión extraña en la cara.

—Sí, bueno, es que lo soy —dijo Tiffany—. Es mi trabajo.

—Ya, pero no creo que hagas cosas como las que decían que haces —insistió su hermano.

Tiffany cruzó la mirada con su madre.

—¿Eran cosas malas? —preguntó.

—¡Ja! Y te quedas corta —respondió Wentworth. Tenía la camisa embadurnada de la sangre y los mocos que le habían goteado de la nariz.

—Wentworth, ya estás subiendo a tu habitación —ordenó la señora Dolorido. Y es muy posible, pensó Tiffany, que ni siquiera Yaya Ceravieja hubiese podido emitir una orden que se obedeciera tan al instante y que trajera la misma amenaza implícita de desencadenar el juicio final si no se obedecía.

Cuando las botas del chico hubieron desaparecido a regañadientes por la escalera, la madre de Tiffany se volvió hacia su hija más pequeña y explicó:

—No es la primera vez que se mete en una pelea como esta.

—Es todo culpa de los libros de ilustraciones —dijo Tiffany—. Ya procuro enseñar a la gente que las brujas no son viejas locas que van por ahí hechizando a todo el mundo.

—Cuando venga tu padre, le diré que vaya a hablar con el padre de Billy —indicó la señora Dolorido—. Billy mide treinta centímetros más que Wentworth, pero tu padre… le saca sesenta al padre de Billy. No habrá peleas. Ya conoces a tu padre. Es un hombre tranquilo, ya lo creo que sí. Nunca le he visto pegar a alguien más de un par de veces, porque no le ha hecho falta. Él tranquilizará a la gente. Más les valdrá tranquilizarse. Pero aquí hay algo que no está bien del todo, Tiff. Estamos todos muy orgullosos de ti, ya lo sabes, de lo que haces y esas cosas, pero, no sé cómo, está afectando a la gente. Van por ahí diciendo chorradas sin sentido. Y últimamente nos cuesta más vender los quesos, y eso que todo el mundo sabe que los tuyos son los mejores. Y ahora, lo de Ámbar Rastrero. ¿Crees que es bueno que esté allá arriba correteando con… ellos?

—Eso espero, mamá —respondió Tiffany—. Pero esa chica es tozuda como una mula, mamá, y a la hora de la verdad no puedo hacer más que todo lo posible.

Más tarde aquella noche, adormilada en su antigua cama, Tiffany oyó a sus padres hablar muy bajito en la habitación de abajo. Y aunque por supuesto las brujas nunca lloraban, sintió una abrumadora necesidad de hacerlo.