IMAGE

CAPÍTULO 4

Ni en manos de pobre

El sonido de la risa despertó a una hambrienta Tiffany. Ámbar estaba despierta y, contra toda probabilidad, alegre.

Tiffany averiguó el motivo cuando logró apretujar la mayoría de su cuerpo en el túnel que llevaba al montículo. La chica aún estaba acurrucada en el suelo, pero un grupo de feegles jóvenes estaba entreteniéndola con sus volteretas, saltos mortales y algún tropezón humorístico de vez en cuando.

La risa era más joven que la propia Ámbar: sonaba como las monerías que hace un bebé al ver cosas brillantes de colores bonitos. Tiffany no sabía cómo funcionaban los relajos, pero eran mejores que cualquier cosa que pudiera hacer una bruja; parecían asentar al paciente y sanarlo desde dentro de la cabeza hacia fuera. Curaban a la gente y, lo mejor de todo, hacían que olvidara. A veces, en opinión de Tiffany, la kelda hablaba de ellos como si estuvieran vivos, como si fuesen tal vez ideas con vida, o criaturas vivas benéficas que, de algún modo, se llevaban las cosas malas.

—Va mejorando —dijo la kelda apareciendo de la nada—. Pondrase bien. Tendrá pesadillas cuando vaya saliendu la oscuridad. Los relajos non pueden hacerlo todo. Agora está volviendo a ser ella mesma, desde el mesmo principio, y eso es lo mejor que puédele pasar.

Aún era de noche, pero el amanecer ya se perfilaba en el horizonte. Tiffany tenía un trabajo sucio que hacer antes del alba.

—¿Puedo dejarla aquí contigo un ratito? —pidió—. Tengo una cosilla que ha de hacerse.

No tendría que haberme dormido, pensó mientras salía de la cantera. ¡Tendría que haber vuelto enseguida! ¡No tendría que haber dejado al pobrecito allí!

Desenredó su escoba de los espinos que rodeaban el túmulo y se quedó petrificada. Había alguien observándola, lo notaba en la nuca. Se giró de sopetón y vio a una anciana vestida de negro, bastante alta pero apoyada en un bastón. Mientras Tiffany la miraba la mujer se desvaneció lentamente, como evaporándose hasta fundirse con el paisaje.

—¿Señora Ceravieja? —dijo Tiffany al aire vacío, pero era ridículo. Yaya Ceravieja no se dejaría ver con bastón ni muerta, y desde luego mucho menos se dejaría ver viva.

Captó un movimiento con el rabillo del ojo. Al volverse de nuevo, encontró una liebre levantada[9] sobre sus patas traseras, observándola con interés y sin el menor atisbo de miedo.

Solían hacerlo, por supuesto. Los feegles no las cazaban, y el típico perro pastor se quedaría sin piernas antes de que una liebre se quedara sin aliento. La liebre no tenía madriguera estrecha en la que verse atrapada, ya que su hogar estaba en la velocidad, en cruzar el terreno como una exhalación, como un sueño del viento… y por eso podía permitirse quedarse sentada a ver pasar el lento mundo.

Aquella liebre ardió en llamas. Resplandeció durante un momento y luego, intacta del todo, se alejó a la carrera.

Muy bien, pensó Tiffany mientras acababa de desenganchar la escoba, vamos a considerar lo que ha pasado con sentido común. La hierba no está chamuscada y las liebres no tienen fama de estallar en llamas, así que… Se detuvo al abrirse una minúscula trampilla en su memoria.

La liebre corre al fuego.

¿Eso lo había leído en alguna parte? ¿Lo había oído en alguna canción? ¿En una nana? ¿Qué tenía que ver la liebre con todo lo demás? Pero Tiffany era una bruja al fin y al cabo y tenía trabajo que hacer. Los presagios misteriosos podían esperar. Las brujas sabían que había presagios misteriosos para dar y regalar. El mundo casi siempre rebosaba de presagios misteriosos. El truco estaba en elegir el que más conviniera.

Los murciélagos y los búhos se apartaron sin esfuerzo de la trayectoria de Tiffany, que sobrevolaba el pueblo durmiente. La casa de los Rastrero estaba en el mismo límite. Tenía huerto. Todas las casas del pueblo tenían huerto, la mayoría de ellos para cultivar verduras o, si la esposa llevaba la voz cantante, verduras y flores a partes iguales. Delante de casa de los Rastrero había diez metros de ortigas.

Verlas siempre sacaba a Tiffany de quicio y hasta de la casa entera. ¿Tanto habría costado arrancar las malezas y plantar una buena cosecha de patatas? Lo único que necesitaban era estiércol, y eso nunca faltaba en un pueblo de granjeros; lo difícil era impedir que acabara dentro de la casa. El señor Rastrero debería haberse esforzado un poco.

El hombre había regresado al granero, o por lo menos alguien había entrado. Ahora el bebé estaba encima del montón de paja. Tiffany había llegado preparada con un trozo de sábana de lino vieja pero aprovechable, que al menos era mejor que la paja y la tela de saco. Pero alguien había trasladado el cuerpecito y lo había rodeado de flores, aunque las flores en realidad fuesen ortigas. Además, había encendido una vela sobre una palmatoria de hojalata como las que había en todas las casas del pueblo. Una palmatoria. Fuego. Sobre una pila de paja suelta. En un granero lleno de heno reseco y más paja. Tiffany lo contempló horrorizada, y entonces oyó un gruñido en lo alto. Había un hombre colgado de las vigas del granero.

La viga crujió. Bajaron flotando un poco de polvo y unas briznas de heno. Tiffany se apresuró a atraparlas y levantó la vela antes de que la siguiente oleada de briznas incendiara el granero entero. Estaba a punto de apagar la vela de un soplido cuando cayó en la cuenta de que, si lo hacía, se quedaría a oscuras con el cuerpo que giraba poco a poco y podía ser un cadáver o no serlo. La dejó en el suelo junto a la puerta, con todo el cuidado del mundo, y tanteó a su alrededor en busca de algo afilado. Pero aquel era el granero de los Rastrero y todas las herramientas estaban embotadas, salvo una sierra.

¡El que está ahí arriba tiene que ser él! ¿Quién va a ser si no?

—¿Señor Rastrero? —dijo mientras trepaba hacia las vigas polvorientas.

Se oyó algo parecido a un resuello. ¿Era buena señal?

Tiffany logró rodear un travesaño con una pierna, lo que le dejó una mano libre para manejar la sierra. El problema era que necesitaba otras dos manos. La cuerda estaba tensa en torno al cuello del hombre, y los dientes romos de la sierra rebotaban contra ella, haciendo que el cuerpo oscilara aún más. Para colmo, el muy idiota estaba empezando a revolverse, de modo que la cuerda ya no solo se balanceaba, sino también se retorcía. Tiffany no tardaría en caerse.

Notó un movimiento en el aire, vislumbró un destello de hierro, y Rastrero cayó a plomo. Tiffany logró mantener el equilibrio hasta agarrarse a un travesaño polvoriento y medio descendió, medio resbaló hasta el suelo.

Atacó la cuerda con las uñas, pero estaba tan tensa como un tambor… Y en ese momento debió haber sonado una ráfaga musical, porque de pronto allí estaba Rob Cualquiera, justo delante de ella. Llevaba en la mano un espadón diminuto y brillante, y le lanzó una mirada de interrogación.

Tiffany gimió para sí misma. ¿Qué bien hace usted, señor Rastrero? ¿Qué bien ha hecho en su vida? Ni siquiera es capaz de ahorcarse como corresponde. ¿Qué bien podrá llegar a hacer? Si ahora le dejara terminar lo que ha empezado, ¿no estaría haciéndoles un favor al mundo y a usted mismo?

Era lo que tenían los pensamientos. Se pensaban a sí mismos y luego iban cayendo en la mente con la esperanza de que se opinara como ellos. Los pensamientos como ese debían apartarse de un manotazo, porque podían tomar el control de una bruja si se les permitía. Y entonces todo se vendría abajo y no quedaría nada más que las carcajadas histéricas.

Tiffany había oído decir que si querías entender a alguien tenías que saber por dónde le apretaban los zapatos, lo que no tenía mucho sentido porque, para cuando lo supieras, probablemente también sabrías que ese alguien estaba persiguiéndote para acusarte de robo de calzado… aunque por supuesto, seguramente escaparías porque tu perseguidor iba descalzo. Pero Tiffany entendía a qué se refería el dicho, y tenía delante a un hombre al borde de la muerte. No había elección, ninguna en absoluto. Tenía que alejarlo de ese borde por un puñado de ortigas: en el interior del muy desgraciado quedaba algo que aún podía ser bueno. Era una chispita de nada, pero estaba ahí. Y no había discusión.

Mientras en el fondo odiaba lo sentimental que podía llegar a ser, hizo un gesto con la cabeza al gran hombre del clan feegle.

—Muy bien —dijo—, procura no hacerle demasiado daño.

La espada centelleó y el corte tuvo delicadeza de cirujano, aunque un cirujano se habría lavado las manos antes.

La cuerda saltó como por resorte al cortarla Rob y salió despedida como si fuera una serpiente. Rastrero dio una bocanada de aire tan profunda que, junto a la puerta, la llama de la vela pareció menguar un instante.

Tiffany se puso de pie y se sacudió la paja de las rodillas.

—¿Para qué ha vuelto? —le preguntó—. ¿Qué estaba buscando? ¿Qué esperaba encontrar?

El señor Rastrero se quedó allí tendido. Ni siquiera pudo soltar un gruñido por respuesta. En aquel momento era difícil odiarle, viendo cómo jadeaba en el suelo.

Ser una bruja significaba tomar decisiones, en general las decisiones que la gente normal no quería tomar o de cuya existencia ni siquiera sabía. Así que Tiffany limpió la cara del hombre con un trozo de trapo que había empapado con la bomba del huerto y envolvió al niño muerto con el fragmento de tela más grande y limpio que había traído con ese propósito. No era la mejor mortaja posible, pero era honrada y civilizada. Se recordó a sí misma, como ensoñada, que tenía que reponer sus suministros de vendajes improvisados, antes de comprender lo agradecida que debía sentirse.

—Gracias, Rob —dijo—. No creo que hubiera podido apañármelas sola.

—Me da a mí que pudiera ser que sí —respondió Rob Cualquiera, aunque los dos sabían que no era cierto—. Dio la casualidad de que marchaba por aquí, ya sabes, non porque estuviera siguiéndote ni nada. Una coincidencia de esas.

—Últimamente ha habido muchas de esas coincidencias —comentó Tiffany.

—Sí —convino Rob sonriendo—. Será otra coincidencia.

Era imposible avergonzar a un feegle. Sencillamente no entendían el concepto.

Rob estaba observándola.

—¿Qué pasará agora? —preguntó.

Y esa era la cuestión. Las brujas necesitaban convencer a la gente de que sabían qué hacer a continuación, aunque no lo supieran. Rastrero viviría, y el pobre niño no iba a dejar de estar muerto.

—Me encargaré de las cosas —respondió—. Es lo que hacemos siempre nosotras.

Solo que estoy yo sola y no hay ningún «nosotras», pensó mientras volaba entre la niebla matutina hacia el lugar de las flores. Ojalá, ojalá lo hubiera.

En el bosque de avellanos había un claro que estaba florido desde principios de primavera hasta finales de otoño. Allí crecía la ulmaria, la dedalera, el pantalón de viejo, el Jack-métete-en-la-cama, el bonete de damas, el tres-veces-Charlie, la salvia, la hierba lombriguera, la milenrama, el amor de hortelano, la prímula y dos tipos más de orquídea.

Era el lugar donde estaba enterrada la anciana a la que habían acusado de brujería. Si se sabía dónde buscar, debajo de toda la vegetación podía encontrarse lo poco que quedaba de su casita y, si de verdad se sabía dónde buscar, también el lugar donde la habían enterrado. Si de verdad de la buena se sabía dónde buscar, podía hallarse el lugar donde Tiffany había enterrado al gato de la anciana. En su tumba crecía la hierba gatera.

Mucho tiempo atrás la música brusca había llegado en busca de la anciana y de su gato, y tanto que había llegado, y la gente que seguía su ritmo la había sacado a rastras sobre la nieve, había derribado la desvencijada casita y había quemado sus libros porque tenían ilustraciones de estrellas.

Y ¿por qué? Porque el hijo del barón había desaparecido, y la señora Snapperly no tenía familia ni dientes y, para ser sinceros, además soltaba risas histéricas de vez en cuando. Por lo tanto, era una bruja, y la gente de la Caliza no confiaba en las brujas, de modo que la sacaron a la nieve y, mientras el fuego devoraba el techo de paja de la casita y páginas y páginas de estrellas crujían y se arrugaban flotando hacia el cielo nocturno, los hombres apedrearon al gato hasta matarlo. Y la anciana, después de pasar ese invierno llamando a puertas que no se abrían para ella, murió en la nieve. Como en algún sitio había que enterrarla, ahora había una tumba poco profunda donde se había alzado la vieja casa.

Pero resultó que la anciana no había tenido nada que ver con que desapareciera el hijo del barón. Resultó que poco después Tiffany había viajado a un extraño país de las hadas para traerlo de vuelta. Resultó que ya nadie hablaba nunca de la anciana. Pero cuando pasaban junto al claro en verano, las flores llenaban el aire de dicha y las abejas lo llenaban de los colores de la miel.

Nadie hablaba de ello. En fin, ¿qué iban a decir, que en la tumba de la vieja crecían flores raras y en el lugar donde la pequeña Tiffany había enterrado al gato crecía la hierba gatera? Era un misterio, y tal vez una sentencia, aunque lo mejor era no dar vueltas a quién la había declarado y sobre quién, y todavía mejor era no hablar de ello. Sin embargo, que crecieran unas flores tan maravillosas sobre los restos de una posible bruja… ¿cómo podía ser?

Tiffany no se hacía esa pregunta. Las semillas le habían salido por un ojo de la cara, y había tenido que desplazarse hasta Doscamisas para comprarlas, pero había jurado que todos los veranos el colorido del bosque recordaría a la gente que habían acosado a una anciana hasta su muerte, y que estaba enterrada allí. No sabía del todo por qué lo consideraba importante, pero estaba convencida con toda su alma de que lo era.

Cuando terminó de cavar la profunda pero triste zanja en un matorral de amor apresurado, Tiffany miró a su alrededor para asegurarse de que no hubiera ningún madrugador mirando y usó las dos manos para llenar el hueco de tierra, cubrirlo de hojas muertas y trasplantar algunos nomerrecuerdes. No era del todo buen terreno para ellos, pero crecían rápido y eso era lo importante porque… alguien la estaba observando. Era crucial no mirar a su alrededor. Sabía que era imposible que la vieran. En toda su vida había conocido solo a una persona mejor que ella en no dejarse ver, y esa persona era Yaya Ceravieja. Además, la neblina no se había levantado aún y Tiffany habría oído a cualquiera que llegara por el sendero. Tampoco era ningún pájaro, ni otros animales; daban una sensación distinta.

Una bruja nunca tendría que mirar a su alrededor porque debería saber quién estaba detrás de ella. Tiffany solía deducirlo sin problemas, pero todos sus sentidos le decían que en aquel claro no había nadie más que Tiffany Dolorido, y de algún modo, por extraño que pareciera, tampoco era del todo cierto.

—Demasiado trabajo y falta de sueño —dijo en voz alta, y le pareció oír una voz tenue que respondía: «Sí». Fue como un eco, solo que no tenía nada de lo que ser eco.

Tiffany se alejó tan deprisa como pudo hacer volar la escoba, que al no ser una gran velocidad por lo menos evitaba que pareciera que estaba huyendo.

Volverse loca. Las brujas no hablaban de ello muy a menudo, pero lo tenían en mente a todas horas.

Volverse loca, o más bien no volverse loca, era el centro y el corazón de la brujería, y funcionaba del siguiente modo: al cabo de un tiempo, una bruja, que trabajaba casi siempre sola como mandaba la tradición brujeril, tenía cierta tendencia a volverse… rara. Por supuesto, dependía de la cantidad de tiempo y de la fortaleza mental de la bruja, pero tarde o temprano todas empezaban a confundir conceptos como correcto e incorrecto, bien y mal o verdad y consecuencias. La confusión podía ser muy peligrosa, así que las brujas tenían que mantenerse unas a otras normales, o por lo menos lo que pasaba por «normales» entre brujas. Tampoco hacía falta gran cosa: tomar juntas el té, cantar unas canciones, dar un paseo por el bosque… y de alguna manera todo se equilibraba y ya podían mirar anuncios de casitas de mazapán en el folleto del constructor sin verse impelidas a abonar la entrada de una.

Por encima de todas las preocupaciones de Tiffany estaba la de volverse loca. Llevaba dos meses sin subir a las montañas, y hacía tres desde que había hablado con la señorita Lento, la única otra bruja que se veía por allí abajo. No había tiempo para ir de visita. Siempre había demasiado que hacer. A lo mejor ahí está el truco, pensó Tiffany. Si te mantienes ocupada, no te queda tiempo para volverte loca.

El sol ya había subido en el cielo cuando Tiffany llegó al túmulo feegle, y le sorprendió encontrar a Ámbar sentada en la ladera del montículo, rodeada de feegles y riendo. Cuando Tiffany terminó de aparcar la escoba en los matorrales de espino, la kelda estaba esperándola.

—Esperu que non impórtete —dijo cuando vio la cara de Tiffany—. La luz del sol es muy buena medicina.

—Jeannie, te agradezco muchísimo que le hayas puesto los relajos, pero no quiero que Ámbar sepa demasiado de vosotros. Podría contárselo a alguien.

—Ah, para ella será todu como un sueño, ya ocúpanse de eso los relajos —respondió Jeannie con calma—. ¿Y quién va a hacer mucho casu a una rapaciña que habla de las hadas?

—¡Tiene trece años! —exclamó Tiffany—. ¡No debería ocurrir!

—¿Acasu non es feliz?

—Bueno, sí, pero…

La mirada de Jeannie se endureció. Siempre había tenido mucho respeto a Tiffany, pero el respeto exige respeto a cambio. Era el túmulo de Jeannie, al fin y al cabo, y seguramente también sus tierras.

Tiffany se conformó con decir:

—Su madre estará preocupada.

—¿Ah, sí? —dijo Jeannie—. ¿Y la madre preocupose cuando dejó a la pobre rapaciña recibiendo una somanta?

Tiffany deseó que la kelda no fuese tan sagaz. La gente antes decía a Tiffany que de tan aguda que era iba a acabar pinchándose, pero la mirada firme de la kelda podría haber perforado planchas de hierro.

—Bueno, la madre de Ámbar… no es muy… lista.

—Eso oí —comentó Jeannie—, pero casi todas las bestas tienen poco seso, y aun así la cierva plántase firme para defender a su cervatillo, y la zorra es capaz de enfrentarse al perro por su cachorro.

—Los humanos somos más complicados.

—Eso parece —dijo la kelda, con una momentánea voz gélida—. Buenu, los relajos están funcionando ben, así que tal vez a la chica le convenga marchar a tu mundo complicado…

Donde aún vive su padre, se recordó Tiffany a sí misma. Sé que vive. Estaba magullado pero respiraba, y de verdad espero que se espabile. ¿Este problema terminará en algún momento? ¡Hay que solucionarlo! ¡Tengo otras cosas que hacer! ¡Y esta tarde he de ir a ver al barón!

El padre de Tiffany las recibió cuando entraron en el corral. Tiffany siempre dejaba la escoba atada a un árbol que había al lado, en teoría porque los pollos se asustaban si la veían pasar volando por encima, pero sobre todo porque nunca había sabido aterrizar con mucha gracia y no le gustaba tener público.

El señor Dolorido miró a Ámbar y luego a su hija.

—¿Se encuentra bien? La veo un poco… en las nubes.

—Ha tomado una cosa para tranquilizarse y sentirse mejor —explicó Tiffany—, y no hay que dejar que vague por ahí.

—Su madre está que se sube por las paredes, ¿sabes? —continuó el padre de Tiffany en tono desaprobador—, pero le he dicho que estabas cuidando de Ámbar en un lugar muy protegido.

En su tono se escuchaba un «Estás segura de esto, ¿verdad?», pero Tiffany se esmeró en pasarlo por alto y solo respondió:

—Eso hacía.

Intentó imaginarse a la señora Rastrero subiéndose por las paredes, y fracasó. Siempre que veía a aquella mujer, tenía la misma expresión de recelo desconcertado, como si la vida tuviera demasiados rompecabezas y no hubiera más opción que verlos venir.

El padre de Tiffany se llevó a su hija aparte y bajó la voz.

—Rastrero volvió anoche —susurró—, ¡y dicen que alguien ha intentado matarle!

¿Qué?

—Tal y como te lo cuento.

Tiffany se volvió hacia Ámbar. La chica se había quedado mirando el cielo como si esperase con paciencia a que ocurriera algo interesante.

—Ámbar —le dijo con cautela—, tú sabes dar de comer a las gallinas, ¿verdad?

—Oh, sí, señorita.

—Pues ve a dar de comer a las nuestras, ¿quieres? Hay grano en el granero.

—Tu madre les ha echado hace unas horas… —empezó a decir su padre, pero Tiffany se apresuró a llevarlo aparte.

—¿Cuándo ha ocurrido? —preguntó mirando cómo Ámbar entraba obediente en el granero.

—Anoche, en algún momento. Me lo ha dicho la señora Rastrero. Al marido le habían dado una buena tunda en ese granero suyo que se cae a cachos. Justo donde estuvimos sentados anoche.

—¿La señora Rastrero ha vuelto allí? ¿Después de todo lo que pasó? ¿Qué es lo que ve en él?

El señor Dolorido se encogió de hombros.

—Es su marido.

—¡Pero todo el mundo sabe que le pega!

Su padre hizo un leve gesto de vergüenza.

—Bueno —respondió—, supongo que para algunas mujeres cualquier marido es mejor que ninguno.

Tiffany abrió la boca para replicar, miró a los ojos de su padre y vio la verdad en lo que acababa de decir. Había visto a algunas mujeres como la señora Rastrero en las montañas, exhaustas por tener demasiados niños y demasiado poco dinero. Por supuesto, si conocían a Tata Ogg al menos podían hacer algo respecto a los niños, pero aun así había familias que a veces tenían que vender las sillas para poner un plato en la mesa. Y nunca había nada que pudiera hacerse al respecto.

—Al señor Rastrero no le han pegado, papá, aunque tampoco sería tan mala idea si lo hicieran. Le he encontrado ahorcándose y he cortado la soga.

—Tiene dos costillas rotas y moratones por todas partes.

—Ha caído desde alto, papá… ¡Estaba a punto de ahogarse! ¿Qué querías que hiciera? ¿Dejarle ahí, balanceándose? ¡Ha vivido para ver un nuevo día, se lo merezca o no! ¡Mi trabajo no es hacer de verdugo! ¡Había un ramo, papá! ¡De hierbajos y ortigas! ¡Y él tenía las manos hinchadas de la urticaria! Por lo menos hay una parte de él que merece vivir, ¿lo entiendes?

—Pero has escamoteado al bebé.

—No, papá, me he escamoteado yo y me he llevado al bebé de allí. Escúchame, papá, porque has de entenderlo. He enterrado al niño, que estaba muerto. He salvado al hombre que estaba muriendo. Eso es lo que he hecho, papá. A lo mejor la gente no lo entiende y se inventa historias. Me da igual. Hay que hacer el trabajo que se tiene delante.

Se oyó un cloqueo y Ámbar cruzó el corral con las gallinas siguiéndola en fila. El cloqueo salía de la boca de Ámbar y, ante la mirada de Tiffany y de su padre, las gallinas desfilaron de un extremo al otro como si un sargento de instrucción estuviera dándoles órdenes. La chica se reía flojito entre cloqueo y cloqueo y, después de lograr que las gallinas anduviesen solemnemente en círculos, miró a Tiffany y a su padre como si no hubiera pasado nada y condujo a las aves de vuelta al granero.

Al cabo de un momento el padre de Tiffany comentó:

—Eso acaba de ocurrir, ¿verdad?

—Sí —confirmó Tiffany—. No me preguntes por qué.

—He hablado con algunos otros hombres —dijo su padre—, y tu madre ha hablado con las mujeres. Tendremos un ojo echado a los Rastrero. Hemos permitido que pasaran cosas que no tendrían que haber pasado. La gente no puede esperar que tú te ocupes de todo. La gente no debe pensar que puedes arreglar cualquier cosa y, si quieres un consejo, tú tampoco deberías. Hay cosas que tiene que hacerlas el pueblo entero.

—Gracias, papá —dijo Tiffany—. Pero creo que ahora tengo que ir a atender al barón.

Tiffany casi no recordaba haber conocido sano al barón en la vida. Y nadie parecía saber qué enfermedad tenía. Pero, al igual que otros muchos inválidos que había visto, de algún modo el anciano seguía adelante, manteniéndose sin cambios y esperando a morir.

Había oído a un vecino referirse a él como una puerta chirriante que no acaba de cerrarse, pero ahora el barón estaba empeorando y, en opinión de Tiffany, su vida no tardaría en dar un buen portazo.

Pero de momento podía quitarle el dolor, y hasta asustarlo un poco para que tardara más tiempo en regresar.

Tiffany se dio prisa en llegar al castillo. Allí encontró esperándola a la enfermera, la señorita Pulcro, con la cara blanquecina.

—No está teniendo un día bueno —dijo, antes de añadir con una sonrisita modesta—: Llevo toda la mañana rezando por él.

—Ha sido muy amable por su parte, sin duda —respondió Tiffany. Se había preocupado de apartar de su voz todo indicio de sarcasmo, pero aun así la enfermera le frunció el ceño.

La estancia a la que hizo pasar a Tiffany olía igual que el cuarto de cualquier enfermo: a demasiada humanidad y poco aire. La enfermera se quedó en el umbral como si estuviera de guardia. Tiffany notaba en la nuca su mirada de permanente sospecha. Era una actitud que se estaba haciendo cada vez más habitual. De vez en cuando pasaban por el pueblo predicadores ambulantes que hablaban mal de las brujas, y los lugareños les hacían caso. A Tiffany le daba la impresión de que a veces la gente vivía en un mundo muy raro. Todo el mundo sabía, de algún modo misterioso, que las brujas se dedicaban a robar bebés, arruinar cosechas y todas las otras chorradas de siempre. Pero al mismo tiempo todos acudían corriendo a la bruja cuando necesitaban ayuda.

El barón estaba tumbado entre un revoltijo de sábanas, con el rostro demacrado y el pelo ya canoso del todo, con pequeñas calvas rosadas donde lo había perdido por completo. Sin embargo, se le veía aseado. Siempre había sido un hombre muy pulcro, y todas las mañanas venía un guardia a afeitarle. Al barón le animaba, por lo que podía intuirse, pero en aquel momento estaba mirando a Tiffany sin verla. Ella se había acostumbrado a que ocurriera: el barón pertenecía a lo que llamaban «la vieja escuela». Era un hombre orgulloso y no tenía un carácter muy amigable, pero resistiría hasta el final. Para él, el dolor era un matón de patio de colegio, y ¿qué se hacía con los matones? Se resistía, porque al final siempre acababan huyendo. Sin embargo, era una norma que el dolor no seguía. El dolor seguía haciendo el matón, incluso más si cabe. Y el barón estaba tendido en su cama con los labios apretados, tanto que Tiffany podía oír la ausencia de gritos.

Se sentó en un taburete junto a la cama, dobló los dedos, respiró hondo y entonces recibió el dolor, sacándolo del cuerpo agotado para dejarlo en la bola invisible que flotaba justo por encima de su hombro.

—No apruebo la magia, ¿sabes? —dijo la enfermera desde la puerta.

Tiffany torció el gesto como un equilibrista al notar que alguien ha dado un golpe en el otro extremo de la cuerda con un palo muy grande. Dejó que el flujo de dolor se asentara, poco a poco y con cuidado.

—Quiero decir —continuó la enfermera—, sé que le hace sentir mejor, pero ¿de dónde sale todo ese poder curativo? Eso es lo que me gustaría saber.

—A lo mejor sale de que rece usted tanto, señorita Pulcro —respondió Tiffany con dulzura, y se alegró al ver la furia momentánea en los rasgos de la mujer.

Pero la señorita Pulcro era dura de pelar.

—Debemos asegurarnos de no tener trato con fuerzas oscuras y demoníacas. ¡Más vale un poco de dolor en este mundo que una eternidad de sufrimiento en el próximo!

En las montañas había aserraderos accionados por corrientes de agua, y tenían enormes sierras circulares que giraban tan deprisa que no se veía más que un borrón plateado en el aire… hasta que a un despistado se le olvidó prestar atención, momento en el que el borrón se hizo rojo y el aire se llenó de dedos.

Era como se sentía Tiffany en aquel momento. Necesitaba concentrarse, y esa mujer estaba decidida a seguir hablando mientras el dolor esperaba al menor momento de distracción. Bueno, qué se le va a hacer… Arrojó el dolor al candelero que había en el suelo, junto a la cama. Se hizo añicos al instante, y la vela se encendió con un fogonazo. Tiffany la pisoteó hasta apagarla antes de girarse hacia la atónita enfermera.

—Señorita Pulcro, estoy segura de que lo que quiere decirme es muy interesante pero, a grandes rasgos, señorita Pulcro, me importa bien poco lo que opine usted de nada. No me molesta que se quede aquí, señorita Pulcro, pero lo que sí me molesta, señorita Pulcro, es que estoy haciendo algo muy difícil y que puede ser peligroso para mí si sale mal. Váyase, señorita Pulcro, o quédese, señorita Pulcro, pero sobre todo, cállese de una vez, señorita Pulcro, porque apenas he empezado y todavía queda mucho dolor que sacar.

La señorita Pulcro le lanzó otra mirada. Era temible.

Tiffany contraatacó con una mirada propia, y si hay algo que las brujas aprenden es cómo mirar.

La puerta se cerró dejando a la enfurecida enfermera al otro lado.

—Mejor que hablemos en voz baja; siempre pega la oreja a las puertas.

La voz provenía del barón, pero apenas podía llamarse voz; sonaba en el tono de alguien acostumbrado a dar órdenes, pero ahora resultaba quebradiza e inestable, como si con cada palabra suplicara el tiempo necesario para pronunciar la siguiente.

—Lo siento, señor, pero tengo que concentrarme —dijo Tiffany—. No querría que esto saliera mal.

—Por supuesto. Guardaré silencio.

Llevarse el dolor era peligroso, complicado y muy agotador, pero al final… en fin, lo compensaba con creces ver cómo la cara demacrada del anciano recobraba la vida. Su piel ya empezaba a ganar algo de color, cada vez más a medida que el dolor fluía fuera de él, recorría a Tiffany y terminaba en la nueva bolita invisible que flotaba encima de su hombro derecho.

Equilibrio. Todo era cuestión de equilibrio. Era una de las primeras cosas que había aprendido: el centro de un balancín no sube ni baja, pero la arribez y la abajez pasan a través de él. Tiffany tenía que convertirse en el centro del balancín para que el dolor pasara a través de ella, no a su interior. Era muy difícil. ¡Pero podía hacerlo! Se enorgullecía de aquel conocimiento, y hasta Yaya Ceravieja había refunfuñado el día en que le había demostrado que dominaba el truco. Y un refunfuño de Yaya Ceravieja era como un aplauso entusiasta de cualquier otra persona.

El barón estaba sonriendo.

—Gracias, señorita Tiffany Dolorido. Y ahora, me gustaría sentarme en mi butaca.

Aquello era muy poco habitual, y Tiffany tuvo que pensárselo.

—¿Seguro, señor? Aún está muy débil.

—Sí, es lo que me dice todo el mundo —dijo el barón moviendo una mano—. No alcanzo a entender por qué piensan que no lo sé. Ayúdeme a levantarme, señorita Tiffany Dolorido, porque tengo que hablar con usted.

No resultó muy difícil. Tiffany, capaz de sacar a un inconsciente señor Rastrero de su cama, no tuvo el menor problema con el barón, a quien manipuló como si fuera la cerámica delicada cuyo aspecto compartía.

—No creo que usted y yo, señorita Tiffany Dolorido, hayamos tenido más que las más simples y prácticas de las conversaciones en todo el tiempo que lleva cuidando de mí, ¿es así? —comentó cuando Tiffany le hubo dejado sentado con el bastón en las manos para que pudiera apoyarse. El barón no era de los que se repantigan en una butaca si pueden sentarse en el borde.

—Bueno, sí, señor, creo que tiene razón —respondió Tiffany con cautela.

—Anoche soñé que tenía visita —continuó el barón con una sonrisa traviesa—. ¿Qué opina de eso, señorita Tiffany Dolorido?

—Ahora mismo no me viene nada a la cabeza, señor —dijo Tiffany mientras pensaba: ¡Que no sean los feegles! ¡Que no sean los feegles!

—Era la abuela de usted, señorita Tiffany Dolorido. Una buena mujer, y atractiva hasta decir basta, ya lo creo que sí. Me molesté considerablemente cuando se casó con su abuelo, pero imagino que fue para bien. La echo de menos, ¿sabe?

—¿De verdad? —preguntó Tiffany.

El anciano sonrió.

—Después de que mi querida esposa faltara, ella era la única persona que se atrevía a llevarme la contraria. Un hombre de gran poder y responsabilidad necesita a alguien que se lo diga cuando está haciendo el gilipollas. Debo decir que la abuela Dolorido cumplía esa función con un entusiasmo admirable. Y menos mal, porque yo hacía el gilipollas bastante a menudo y necesitaba una buena patada en el pandero, metafóricamente hablando. Mi deseo, señorita Tiffany Dolorido, es que cuando yo esté en la tumba usted preste el mismo servicio a mi hijo Roland, que, como bien sabe, tiene tendencia a ser un poco demasiado presuntuoso en ocasiones. Le hará falta alguien que le dé una patada en el pandero, metafóricamente hablando o también en la vida real si se pone demasiado insoportable.

Tiffany trató de esconder una sonrisa y luego dedicó un momento a ajustar el giro de la bola de dolor, que seguía flotando en calma sobre su hombro.

—Gracias por confiar en mí, señor. Lo haré lo mejor que pueda.

El barón carraspeó con educación y dijo:

—La verdad es que, en un momento dado, llegué a albergar esperanzas de que usted y el chico llegaran a un… acuerdo más íntimo.

—Somos buenos amigos —respondió Tiffany, cautelosa—. Éramos buenos amigos y confío en que seguiremos siendo… buenos amigos. —Tuvo que sofocar a toda prisa el peligroso bamboleo del dolor.

El barón asintió.

—Estupendo, señorita Tiffany Dolorido, y gracias por no recriminarme que diga la palabra «pandero» ni preguntarme qué significa «metafóricamente».

—No, señor. Sé lo que son las metáforas, y «pandero» es un uso tradicional por el que no hay que avergonzarse.

El barón asintió.

—Tiene una sonoridad adulta muy loable. «Culo», por su parte, me parece francamente de solteronas y niños pequeños.

Tiffany formó las palabras sin abrir la boca y dijo:

—Sí, señor. Me parece que ahí tiene toda la razón del mundo.

—Muy bien. Por cierto, señorita Tiffany Dolorido, no puedo ocultarle mi interés en el hecho de que últimamente ya no hace reverencias ante mí. ¿Por qué?

—Ahora soy bruja, señor. No hacemos esas cosas.

—Pero yo soy su barón, joven dama.

—Sí. Y yo soy su bruja.

—Pero ahí fuera tengo soldados que vendrán corriendo si los llamo. Y seguro que también sabe que la gente de por aquí no siempre respeta a las brujas.

—Sí, señor. Lo sé, señor. Y soy su bruja.

Tiffany observó los ojos del barón. Eran de un color azul claro, pero en ese momento tenían un brillo astuto e intrigante.

Lo peor que puedes hacer ahora mismo, pensó, es mostrar el menor signo de debilidad. Este hombre es igual que Yaya Ceravieja: pone a prueba a la gente.

Como si estuviera leyéndole la mente en ese momento exacto, el barón se echó a reír.

—Entonces ¿es usted persona de ideas propias, señorita Tiffany Dolorido?

—No sabría decirle, señor. Últimamente me da la impresión de que toda yo pertenezco a todos los demás.

—Je —dijo el barón—. Trabaja mucho y a conciencia, según tengo entendido.

—Soy bruja.

—Sí —replicó el barón—. Eso me ha dicho, con claridad, consistencia y repetidas veces. —Apoyó las dos manos huesudas en el bastón y la miró por encima de ellas—. Entonces es cierto, ¿verdad? Que hace unos siete años usted cogió una sartén de hierro y se marchó a una especie de país de cuento de hadas, donde rescató a mi hijo de la Reina de los Elfos… una mujer de lo más censurable, por lo que tengo entendido.

Tiffany vaciló.

—¿Quiere que sea así? —le preguntó.

El barón soltó una risita y la señaló con un dedo esquelético.

—¿Que si quiero que sea así? ¡Vaya, vaya! Muy buena pregunta, señorita Tiffany Dolorido, que es bruja. Déjeme pensar. Pongamos… pongamos que quiero saber la verdad.

—Bien, la parte de la sartén es cierta, tengo que reconocerlo, y en fin, Roland estaba bastante vapuleado, así que, bueno, tuve que hacerme cargo. En parte.

—¿En… parte? —repitió el anciano sonriendo.

—No fue una parte desorbitada —dijo Tiffany enseguida.

—Y ¿por qué no me lo contó nadie en su momento, si puede saberse?

—Porque es usted el barón —explicó Tiffany llanamente—, y porque los chicos con espadas rescatan a las chicas. Así es como son las historias. Así es como funcionan las historias. A nadie le apetecía mucho ponerse a pensar a la inversa.

—¿A usted no le molestó? —El barón no apartaba la mirada de Tiffany y apenas parpadeaba. No tenía sentido mentir.

—Sí —respondió—. En parte.

—¿Fue una parte desorbitada?

—Yo diría que sí. Pero entonces me marché para aprender a ser bruja, y el asunto pareció perder su importancia. Es la pura verdad, señor. Disculpe, señor, pero ¿quién se lo ha contado?

—El padre de usted —dijo el barón—. Y yo le agradezco que lo haya hecho. Vino a verme ayer para presentarme sus respetos, en vista de que estoy, como sabe, muriéndome. Cosa que, de hecho, es otra pura verdad. Y no se atreva a contradecirme, joven, por muy bruja que sea. ¿Prometido?

Tiffany sabía que la prolongada mentira había hecho daño a su padre. A ella nunca le había preocupado demasiado, pero a él sí.

—Sí, señor, prometido.

El barón se quedó callado un momento, con la mirada fija en ella.

—Verá, señorita Tiffany Dolorido, que es, por constante repetición, una bruja: estoy en un momento de mi vida en que mis ojos se nublan pero de algún modo mi mente ve más lejos de lo que podría creer. Quizá todavía no sea demasiado tarde para redimirme. Debajo de mi cama hay un cofre con refuerzos de latón. Vaya a abrirlo. ¡Venga! Hágalo ya. —Tiffany sacó el cofre, que pesaba como si estuviera lleno de plomo—. Dentro encontrará unas bolsas de cuero —indicó el anciano desde detrás de ella—. Saque una de ellas. Debería contener quince dólares. —El barón carraspeó—. Gracias por salvar a mi hijo.

—Escuche, no puedo acep… —empezó Tiffany, pero el barón dio un bastonazo contra el suelo.

—Cállese y escuche, por favor, señorita Tiffany Dolorido. Cuando luchó contra la Reina de los Elfos no era bruja, y por tanto no se aplica la tradición de que las brujas no acepten dinero —dijo con aspereza, sus ojos relucientes como zafiros—. Por sus servicios personales dedicados a mi persona, creo que se le ha pagado en comida y tela usada limpia, calzado aprovechable y leña. Confío en que mi ama de llaves haya sido generosa. Le dije que no racaneara.

—¿Qué? Ah. Oh, sí, señor.

Y era cierto. Las brujas vivían en un mundo de sacos de verduras, sábanas viejas (buenas para hacer vendas), botas que aún podían usarse y, por supuesto, ropa de segunda mano, segundo brazo, segunda pierna, segundo torso y segunda cabeza. En un mundo como ese, lo que podía recogerse de un castillo en funcionamiento era el equivalente a tener la llave de la casa de la moneda. En cuanto al dinero… Tiffany volteó una y otra vez la bolsa de cuero que tenía en las manos. Pesaba mucho.

—¿Qué hace con todas esas cosas, señorita Tiffany Dolorido?

—¿Cómo? —dijo ella, distraída, aún mirando la bolsa—. Ah, hum, pues cambiarlas por otras, dárselas a gente que las necesita… cosas por el estilo.

—Señorita Tiffany Dolorido, de pronto se muestra usted evasiva. Creo que estaba absorta pensando en que quince dólares no son gran cosa, ¿verdad?, por salvar la vida al hijo del barón.

—¡No!

—Me lo tomaré como un sí, ¿de acuerdo?

¡Viniendo de mí se lo tomará como un no, señor! ¡Soy su bruja! —Lo fulminó con la mirada jadeando—. Y estoy intentando equilibrar una bola de dolor bastante peliaguda, señor.

—Ah, la nieta de la abuela Dolorido. Le ruego humildemente que me perdone, como debí rogárselo a ella en alguna ocasión. Sin embargo, espero que me haga el favor y el honor de aceptar esa bolsa, señorita Tiffany Dolorido, y de emplear su contenido como considere conveniente en mi memoria. Estoy convencido de que es más dinero del que haya podido ver nunca junto.

—Apenas suelo ver nada de dinero —respondió ella, impresionada.

El barón volvió a golpear su bastón contra el suelo, como si aplaudiera.

—Dudo mucho que haya visto cantidades como esta —dijo con voz alegre—. Verá, aunque en la bolsa hay quince dólares, no son los dólares a los que está acostumbrada, o a los que lo estaría si acostumbrara a verlos. Son dólares antiguos, de antes de que empezaran a enredar con la moneda. El dólar moderno es casi todo latón, a mi juicio, y tiene el mismo contenido de oro que el agua de mar. Estos, sin embargo, ni en manos de pobre parecen cobre, si me disculpa el chascarrillo.

Tiffany le disculpó el chascarrillo porque no lo había captado. El barón sonrió al verla perdida.

—En pocas palabras, señorita Tiffany Dolorido, si lleva esas monedas al cambista adecuado, debería pagarle… hum, yo diría que alrededor de cinco mil dólares de Ankh-Morpork. No sé a cuánto equivaldrá en botas viejas, pero es muy probable que pueda comprarse una bota vieja del tamaño de este castillo.

Y Tiffany pensó: no puedo aceptarlo. Aparte de todo lo demás, la bolsa se había vuelto extremadamente pesada. Lo que respondió fue:

—Es demasiado para una bruja, de largo.

—Pero no demasiado por un hijo —replicó el barón—. No demasiado por un heredero, no demasiado por la continuidad de una genealogía. No demasiado por retirar una mentira del mundo.

—Pero con ello no puedo comprar otro par de manos —dijo Tiffany—, ni cambiar un solo segundo del pasado.

—Aun con eso, debo insistir en que lo acepte, si no por su bien, al menos por el mío. Me aligerará el espíritu y, créame, en este momento le vendría bien soltar algo de peso, ¿no le parece? Voy a morir pronto, ¿verdad?

—Sí, señor. Creo que muy pronto, señor.

Tiffany ya empezaba a entender algo sobre el barón, y no le sorprendió que estallara en carcajadas.

—¿Sabe? —dijo al parar de reír—. La mayoría de la gente habría dicho: «No, hombre, claro que no, si a usted le quedan años, en cuatro días está corriendo por ahí, anda que no va a darnos guerra aún».

—Sí, señor. Yo soy bruja, señor.

—Cosa que en este contexto significa…

—Que procuro por todos los medios no tener que mentir, señor.

El anciano se removió en la butaca y adoptó una repentina expresión solemne.

—Cuando llegue el momento… —empezó a decir, pero titubeó.

—Le haré compañía, señor, si quiere —dijo Tiffany.

El barón pareció aliviado.

—¿Alguna vez ha visto a la Muerte?

Tiffany se había esperado la pregunta y estaba preparada.

—En general solo se le nota pasar, señor, pero yo la he visto dos veces, en lo que habría sido carne y hueso si tuviera carne. Es un esqueleto con guadaña, igual que en los libros… En realidad, creo que es así porque es como sale en los libros. Se mostró educado pero firme, señor.

—¡Más le vale! —El anciano se quedó callado un rato antes de preguntar—: ¿Le… insinuó alguna cosa sobre la ultratumba?

—Sí, señor. Al parecer no incluye mostaza, y me llevé la impresión de que tampoco incluye escabeches.

—¿En serio? Pues vaya, menudo chasco. Entonces de conservas agridulces ni hablamos, me imagino.

—No entré a fondo en el tema de los encurtidos, señor. Él llevaba una guadaña muy grande.

Llamaron con fuerza a la puerta y la señorita Pulcro dijo a voz en grito:

—¿Se encuentra bien, señor?

—A las mil maravillas, querida señorita Pulcro —respondió el barón en alto, y luego bajó la voz a un tono conspirativo—. Creo que a nuestra señorita Pulcro no le cae usted muy bien, querida.

—Opina que soy antihigiénica —convino Tiffany.

—Nunca he terminado de comprender esas chorradas.

—Es bastante fácil —dijo Tiffany—. Solo tengo que meter las manos en el fuego a la menor oportunidad.

—¿Cómo? ¿Mete las manos en el fuego?

Tiffany lamentó haberlo mencionado, pero sabía que el anciano no se quedaría satisfecho hasta que lo viera con sus propios ojos. Suspiró, cruzó la sala hasta la chimenea y sacó un gran atizador de hierro de su soporte. Reconoció para sus adentros que le gustaba lucir aquel truco de vez en cuando, y además el barón sería un público agradecido. Pero ¿debería hacerlo? Bueno, el truco del fuego no era tan difícil, tenía el dolor bien equilibrado y al barón no le quedaba mucho tiempo.

Llenó un cubo de agua del pequeño pozo que había al fondo de la habitación. En el pozo había ranas, y por tanto también en el cubo, pero Tiffany tuvo la amabilidad de devolverlas a su hogar antes de continuar. A nadie le gusta hervir ranas. El cubo de agua no era estrictamente necesario, pero sí tenía su utilidad. Tiffany dio un carraspeo teatral.

—¿Lo ve, señor? Tengo un atizador y un cubo de agua fría. Atizador de metal frío, cubo de agua fría. Y ahora… sostengo el atizador con la mano izquierda y meto la derecha en la zona más caliente de la chimenea, así.

El barón ahogó un grito cuando las llamas brotaron en torno a la mano de Tiffany y la punta del atizador que tenía en la otra se puso de pronto al rojo vivo.

Con el barón debidamente impresionado, Tiffany hundió el atizador en el agua del cubo, de donde emergió una nube de vapor. Entonces se acercó al barón con los dos brazos hacia delante, para mostrarle sus manos ilesas.

—¡Pero he visto subir las llamas! —exclamó el barón, con los ojos como platos—. ¡Muy bueno! ¡Pero que muy bueno! Es algún tipo de truco, ¿verdad?

—Más bien una habilidad, señor. He metido la mano en el fuego y he enviado el calor al atizador. Lo único que he hecho es trasladar el calor. La llama que ha visto era por la combustión de trocitos de piel muerta, suciedad y todas esas cositas invisibles, feas y peligrosas que la gente antihigiénica puede llevar en las manos… —Calló un momento—. ¿Se encuentra bien, señor? —El barón la miraba fijamente—. ¿Señor? ¿Señor?

El anciano habló como si estuviera leyendo un libro invisible:

—«La liebre corre al fuego. La liebre corre al fuego. El fuego la toma y no la quema. El fuego la ama y no la quema. La liebre se mete corriendo y no la quema. El fuego la ama y ella es libre…» ¡Acaba de volverme todo! ¿Cómo pude olvidarlo? ¿Cómo me atreví a olvidarlo? Me dije que lo recordaría para siempre, pero luego el tiempo pasa y el mundo se llena de cosas que recordar, cosas que hacer, tiempo que emplear, memoria que aplicar. Y te olvidas de las cosas que eran importantes, las cosas reales.

Tiffany se quedó atónita al ver las lágrimas que caían por las mejillas del anciano.

—Lo recuerdo todo —suspiró el barón, con la voz entrecortada por el llanto—. ¡Recuerdo el calor! ¡Recuerdo a la liebre!

Momento en el cual la puerta se abrió de golpe y la señorita Pulcro irrumpió en la habitación. El siguiente suceso duró solo un instante, pero a Tiffany se le hizo como una hora. La enfermera miró a Tiffany con el atizador en la mano, luego la cara llena de lágrimas del anciano, luego la nube de humo, luego otra vez a Tiffany mientras soltaba el atizador, luego de nuevo al anciano y por último volvió a Tiffany, mientras el atizador caía en la chimenea con un tañido que resonó en todo el universo. A continuación, la señorita Pulcro inspiró profundamente, como una ballena a punto de sumergirse hasta el lecho marino, y chilló:

—¿Se puede saber qué le estás haciendo? ¡Fuera de aquí, libertina descarada!

Tiffany recuperó enseguida la capacidad del habla y la avivó hasta convertirla en la capacidad del grito.

—¡No soy una descarada y tampoco me dedico a libertinear!

—¡Voy a llamar a los guardias, arpía oscura de la medianoche! —exclamó la enfermera volviéndose hacia la puerta.

—¡Son las once y media de la mañana! —gritó Tiffany en su dirección, y corrió de vuelta al barón sin tener la menor idea de lo que debía hacer. El dolor se desplazó. Podía notarlo. No tenía la mente como debía estar. Las cosas empezaban a desequilibrarse. Tiffany se concentró un momento y después, procurando sonreír, se dirigió al barón—. Lo lamento mucho si le he disgustado, señor —dijo, antes de darse cuenta de que el anciano sonreía entre lágrimas y de que toda su cara parecía iluminada por el sol.

—¿Disgustarme? Madre mía, no, no estoy disgustado. —Intentó enderezarse en la butaca y señaló hacia el fuego con un dedo tembloroso—. ¡Al contrario, estoy de lo más gustado! ¡Me siento vivo! ¡Soy joven, mi querida señorita Tiffany Dolorido! ¡Recuerdo aquel día perfecto! ¿No puede verme? ¿Abajo, en el valle? Un día de septiembre fresco e inmaculado. Un chavalín con su chaqueta de tweed que picaba muchísimo, si no recuerdo mal; ¡sí, picaba muchísimo y olía a pis! Mi padre estaba tarareando Las alondras cantaban melodiosas y yo intentaba armonizar, lo que por supuesto era imposible porque no tenía ni la voz de un conejo, mientras veíamos a los hombres quemar rastrojos. Estaba todo lleno de humo, y con el avance del fuego los ratones, ratas, conejos y hasta los zorros venían corriendo hacia nosotros para alejarse de las llamas. Los faisanes y las perdices levantaban el vuelo en el último momento, como hacen siempre, y de pronto se hizo el silencio y vi una liebre. Era una chica bien grandota… ¿Sabías que antes la gente de campo pensaba que todas las liebres son hembras? Esta se quedó allí quieta, mirándome, mientras a nuestro alrededor caían trocitos de hierba quemada y la llama se acercaba a su espalda, y me miraba directamente a mí, y juraría que esperó a saber que tenía mi atención antes de saltar derecha al fuego. Lloré hasta desgañitarme, claro, porque la liebre era una preciosidad. Y mi padre me cogió en brazos y me dijo que iba a contarme un secreto, y me enseñó la canción de la liebre, para que conociera la verdad y dejara de llorar. Y luego, al poco tiempo, dimos un paseo por las cenizas y no había ninguna liebre muerta. —El anciano giró la cabeza con esfuerzo hacia ella y sonrió, sonrió de verdad. Relucía.

¿De dónde viene eso?, se preguntó Tiffany. Es demasiado amarilla para ser la luz del fuego, pero las cortinas están echadas. Aquí siempre está demasiado oscuro, pero ahora tenemos la luz de un día fresco de septiembre…

—Recuerdo que cuando llegamos a casa hice un dibujo de ella con ceras, y mi padre estaba tan orgulloso que lo paseó por el castillo entero para que todos lo admirasen —siguió diciendo el anciano, entusiasmado como un niño—. Eran garabatos de crío, claro, pero él hablaba del dibujo como si fuera una genialidad artística. Son cosas que hacen los padres. Después de su muerte lo encontré entre sus documentos, y de hecho, si está interesada, puede sacarlo de una carpeta de cuero que hay en el cofre del dinero. A fin de cuentas es un objeto precioso. Esto no se lo había contado nunca a nadie —le aseguró el barón—. La gente, los recuerdos y los días vienen y van, pero ese recuerdo siempre ha estado ahí. No hay dinero que pudiera darle, señorita Tiffany Dolorido, que es la bruja, para compensar que me haya devuelto esa visión maravillosa. La recordaré hasta el día en que…

Por un instante, las llamas de la chimenea se quedaron quietas y el aire se enfrió. Tiffany nunca había estado segura del todo de haber visto alguna vez a la Muerte, no de verla de verdad; quizá, de algún modo extraño, todo había ocurrido en el interior de su cabeza. Aun así, dondequiera que hubiese aparecido, bueno, había aparecido.

HA SIDO MUY OPORTUNO, ¿VERDAD?, dijo la Muerte.

Tiffany no retrocedió. ¿Qué sentido tenía?

—¿Lo ha dispuesto así usted? —preguntó.

POR MUCHO QUE ME GUSTARÍA ATRIBUIRME EL MÉRITO, HAN INTERVENIDO OTRAS FUERZAS. QUE TENGA UN BUEN DÍA, SEÑORITA DOLORIDO.

La Muerte se marchó llevándose tras él al barón, un niño pequeño con su chaqueta de tweed nueva, que picaba muchísimo y a veces olía a pis,[10] siguiendo a su padre entre el humo de un campo quemado.

Tiffany puso la mano en la cara del hombre muerto y, con respeto, le cerró los ojos, de los que iba desvaneciéndose el fulgor de los prados al arder.