A quienes haya perturbado el sueño
La luna estaba alta en el cielo y convertía el mundo en un rompecabezas de bordes afilados en negro y plata, mientras Tiffany y los feegles subían a las lomas. Los Nac Mac Feegle podían desplazarse en el silencio más absoluto cuando querían. En alguna ocasión habían cargado con la propia Tiffany, y siempre era un trayecto suave y en realidad bastante agradable, sobre todo si se habían bañado alguna vez en el último mes.
Todos los pastores de las colinas debían de haber visto el túmulo feegle en alguna ocasión. Nadie hablaba nunca de él. Sobre algunas cosas convenía guardar silencio, como por ejemplo el hecho de que la desaparición de ovejas en la loma donde vivían los feegles era mucho menor que en zonas de la Caliza más alejadas. Pero, por otra parte, sí desaparecían algunas ovejas; siempre eran los corderos débiles o los ejemplares muy viejos (a los feegles les gustaba la carne fuerte y dura, que podían masticar durante horas). Los rebaños estaban vigilados, y los guardias recibían su paga. Además, el montículo estaba muy cerca de lo poco que quedaba de la cabaña de pastoreo de la abuela Dolorido, que era casi terreno sagrado.
A medida que se acercaban, Tiffany pudo oler el humo que se filtraba por entre las matas de espinos. Bueno, al menos para entrar en el túmulo no tendría que meterse por la conejera, y menos mal. No pasaba nada por hacer esas cosas a los nueve años, pero a los dieciséis los resultados eran la indignidad, un buen vestido echado a perder y, aunque Tiffany jamás lo admitiría, sufrir incómodos aprietos.
Pero la kelda Jeannie había hecho cambios. Bastante cerca del túmulo había una vieja cantera de caliza a la que se llegaba por un pasadizo subterráneo. La kelda había puesto a sus chicos a trabajar en ella para añadirle láminas de hierro acanalado y unas lonas que habían «encontrado», con aquella forma tan particular que tenían de «encontrar» cosas. El lugar seguía teniendo el aspecto de la típica cantera de caliza de las lomas, porque los feegles habían cubierto el hueco tan meticulosamente con zarzas y enredaderas de lucía trepadora y falsa habichuela que incluso a un ratón le costaría horrores pasar al interior. Sin embargo, el agua pasaba, se deslizaba por el hierro y llenaba unos barriles dispuestos en la parte inferior. Ahora había mucho más espacio para cocinar, y también para que Tiffany pudiera bajar si se acordaba de gritar su nombre antes, de forma que unas manos invisibles tiraran de cordeles y le abrieran un camino entre las zarzas inexpugnables como por arte de magia. Allí abajo la kelda había instalado su cuarto de baño privado; los demás feegles se bañaban solo cuando había algo que se lo recordaba, como un eclipse lunar.
Hicieron entrar a Ámbar por el hueco del montículo, y Tiffany esperó impaciente cerca del lugar adecuado del bosquecillo de zarzas hasta que los espinos se apartaron por arte de magia.
Jeannie, la kelda, casi tan redonda como una pelota, estaba esperándola con un bebé en cada brazo.
—Alégrome mucho de verte, Tiffany —saludó, y por algún motivo la frase sonó rara y fuera de lugar—. Dije a los rapaces que salieran a corretear por ahí fuera —siguió diciendo—. Esto es asuntu de mujeres, y non es faena fácil, como supongo que ya sabrás. Rob y los otros dejaron a la chica abajo, junto al fuego, y ya empecé a darle los relajos. Tiene todu el aspecto de que pondrase bien, pero esta noche hiciste un buen trabajo. Ni siquiera tu famosa señora Ceravieja en persona pudo haberlo hecho mejor.
—Ella me enseñó a llevarme el dolor —explicó Tiffany.
—¿Ah, sí? —replicó la kelda dedicando una mirada extraña a Tiffany—. Espero que nunca véaste en situación de lamentar el día en que hízote… ese honor.
En aquel momento llegaron varios feegles por el túnel que daba al montículo principal. Sus miradas de incomodidad pasaron una y otra vez de su kelda a su arpía, y un reacio portavoz comentó:
—Non es por meternos donde non llámannos, señoras, pero estábamos preparandu una recena, y Rob dijo que preguntáramos si la arpiíña grandullona quisiera un poquín…
Tiffany olisqueó. El aire traía un aroma particular, que era como el tipo de aroma que llega cuando se pone carne de oveja en las inmediaciones de, por ejemplo, un asadero. De acuerdo, pensó, ya sabemos que lo hacen, ¡pero al menos podrían tener la educación de no hacerlo delante de mí!
El portavoz debió de caer en lo mismo porque, mientras estrujaba con frenesí el borde de su kilt usando las dos manos, como tienden a hacer los feegles cuando mienten como bellacos, añadió:
—Bueeeno, pareciome oír que a lo mejor un pedazo de vejiña cayose por accidente en la parrilla donde estábase cocinando, o algu del estilo, y nosotros intentamos sacarla, pero… buenu, ya sabes cómo son las vejiñas; el caso es que montó en pánico y resistiose. —Llegado a aquel punto, el evidente alivio que el portavoz sentía por haber sido capaz de improvisar algún tipo de excusa le llevó a aspirar a las más altas cumbres de la ficción, y siguió diciendo—: Opínome yo que la vejiña tuviera tendencias suicidas causadas por non tener nada más que hacer en todu el día que comer hierba.
Miró esperanzado a Tiffany para ver si había colado, pero en ese momento la kelda intervino con brusquedad:
—Jock Pequeño Picodeoro, ya estás volviendo ahí dentru y diciendo que la arpiíña grandullona quiere un buen bocadiño de cordero, ¿estamos? —Alzó la mirada hacia Tiffany y continuó—: Y sin discutir, rapaza. Paréceme a mí que estás casi desfallecida del tiempo que hace que non comes un buen plato caliente. Ben sé yo que las brujas cuidan de todos menos de ellas mesmas. Podéis ir tirandu, rapaces.
Tiffany seguía notando una tensión en el aire. La kelda, sin apartar de ella su mirada diminuta pero solemne, dijo:
—¿Acuérdaste de ayer?
Sonaba a pregunta tonta, pero Jeannie jamás hacía nada tonto. Valía la pena darle un par de vueltas, aunque lo que Tiffany ansiaba era comer un poco de cordero suicida y dormir una noche entera.
—Ayer… Bueno, supongo que ahora ya es anteayer, pero me llamaron de Abrocho de Abajo —respondió, pensativa—. El herrero había descuidado su fragua, y cuando reventó le cayeron carbones al rojo vivo por toda la pierna. Le traté y me llevé el dolor, que dejé en su yunque. Me dio once kilos de patatas por hacerlo, tres pieles de ciervo curtidas, medio cubo de clavos, una sábana vieja pero aprovechable para hacer vendas y un frasquito de grasa de erizo, que según su esposa es el mejor remedio para la inflamación de los conductos. También tomé un buen plato de estofado con la familia. Después, ya que estaba en la zona, me acerqué a Abrocho de Más Abajo para ver cómo iba el problemilla del señor Gower. Le mencioné la grasa de erizo y él me dijo que era mano de santo para curar los inmencionables, y me cambió un jamón entero por el frasco. La señora Gower me hizo el té y me dejó recolectar una canasta de amor encurtido, que crece mejor en su jardín que en ningún otro sitio que haya visto nunca. —Tiffany se detuvo un momento—. Ah, sí, y luego me desvié hasta Veteasaber para cambiar una cataplasma, y después bajé a atender al barón, y luego, claro, ya me quedó el resto del día para mis cosas. ¡Ja! Pero en general no fue un día malo, porque la gente estaba demasiado atareada pensando en la feria.
—Y colorín colorado, el día se ha acabado —replicó la kelda—, y sin duda fue un día ocupadu y productivo. Pero yo llevu todo el día con premoniciones sobre ti, Tiffany Dolorido. —Jeannie levantó una manita de color avellana mientras Tiffany empezaba a protestar y continuó hablando—: Tiffany, debes saber que cuido de ti. Eres la arpía de las colinas, al fin y al cabu, y tengo el poder de verte en mi testa, de tenerte echado un ojo, porque alguien ha de hacerlu. Sé que sábeslo porque eres lista, y sé que finges que non sábeslo, igual que yo finjo que non sé que lo sé, y seguro que eso tambén lo sabes, ¿verdad?
—Creo que necesito lápiz y papel para seguirte —dijo Tiffany intentando quitar hierro al asunto.
—¡Non tiene gracia! Véote nublada en mi testa. Peligro a tu alrededor. Y lo peor de todu es que non atino a ver de dónde proviene. ¡Y eso non puede ser!
Al mismo tiempo que Tiffany abría la boca, apareció media docena de feegles correteando por el túnel del montículo, llevando un plato entre todos. Tiffany no pudo evitar reparar, porque las brujas siempre reparan en todo a la menor ocasión, en que la decoración azul del borde se parecía mucho a la de la segunda mejor vajilla de su madre. El resto del plato quedaba oculto por un gran filete de carnero, con guarnición de patatas asadas. Olía de maravilla, y su estómago se impuso al cerebro. Una bruja comía allí donde podía y daba gracias.
La carne estaba partida por la mitad, aunque la mitad de la kelda era un poco más pequeña que la mitad de Tiffany. En términos estrictos, no puede haber una mitad que sea más pequeña que la otra mitad, porque entonces no sería una mitad, pero los seres humanos entienden lo que significa. Y las keldas siempre demostraban un apetito desproporcionado con su tamaño, porque tenían bebés que fabricar.
De todas formas, aquel no era momento de hablar. Un feegle ofreció a Tiffany un cuchillo que en realidad era un espadón feegle, y luego sostuvo en alto una lata más bien mugrosa con una cucharilla dentro.
—¿Salsa? —ofreció con timidez.
Aquello se pasaba un poco de elegante para ser una comida feegle, aunque Jeannie estaba civilizándolos un poco, en la medida en que se podía civilizar a un feegle. Por lo menos iban mejorando en algo. Sin embargo, Tiffany era lo bastante sensata como para recelar.
—¿Qué lleva? —dijo, consciente de que era una pregunta peligrosa.
—Ah, unas cosiñas estupendas —respondió el feegle removiendo la cuchara en la lata—. Lleva manzana silvestre, sí, y semilla de mostaza y rábanu picante y caracol y hierbas del bosque y ajo y una pizquiña de maldito trepa… —Pero una palabra le había salido un poco demasiado rápida para el gusto de Tiffany.
—¿Caracol? —interrumpió.
—Ah, sí, sí, muy nutritivo, todu lleno de vitiminas y monirales, ya sabes, y tambén de protipiñas de esas, y lo mejor de todu es que, si pónesles bastante ajo, saben a ajo.
—¿A qué saben si no les pones ajo? —preguntó Tiffany.
—A caracoles —dijo la kelda apiadándose del camarero—, y debo decir que son buenos para comer, rapaza mía. Los chicos sácanlos por la noche para que pasten col silvestre y diente de león. Tienen buen sabor, y creo que alegrarate saber que non róbase nada para tenerlos.
Tiffany tuvo que reconocer que le parecía bien. Los feegles eran unos ladrones tan redomados como insistentes, y robaban sobre todo por diversión. Por otra parte, y con la gente apropiada en el lugar apropiado y el momento apropiado, podían ser muy generosos, como por suerte estaba siendo el caso.
—Aun así, ¿feegles granjeros? —preguntó en voz alta.
—Ah, non, non —dijo el portavoz mientras los compañeros interpretaban una pantomima del disgusto ofendido diciendo «puaj» y metiéndose los dedos en la garganta—. Non somos granjeros, esto es trashumancia de ganadu, adecuada para los que somos de espítitu libre y gústanos sentir el viento entrándonos en los kilts. Agora, tambén dígote que las estampidas pueden ser un poquiño embarazosas.
—Ponte un poco, por favor —le rogó la kelda—. Los animará a seguir haciéndolo.
En realidad, la flamante alta cocina feegle era bastante sabrosa. A lo mejor es verdad eso que dicen, pensó Tiffany, lo de que el ajo pega con todo. Menos con las natillas.
—Non hagas casu a mis rapaces —dijo Jeannie cuando las dos hubieron comido hasta hartarse—. Los tiempos están cambiando y creo que sábenlo. Para ti tambén. ¿Cómo siénteste?
—Ah, ya sabes. Como siempre —respondió Tiffany—. Cansada, aturullada y molesta. Esas cosas.
—Trabajas demasiado, rapaza mía. Témome que non estés comiendo lo suficiente, y está claru como el agua que non duermes lo suficiente. Me pregunto cuándu fue la última vez que dormiste una noche del tirón en una cama de verdad. Sabes que necesitas el sueñu, que non puédese pensar ben sin descansar. Témome que prontu necesitarás toda la fuerza que puedas reunir. ¿Quieres que póngate los relajos?
Tiffany volvió a bostezar.
—Gracias por la oferta, Jeannie —respondió—, pero no creo que me hagan falta, si te parece bien. —Había un vellón grasiento amontonado en el rincón, que seguramente hacía poco había pertenecido a la oveja que decidió despedirse del mundo cruel y suicidarse. Tenía un aspecto muy tentador—. Tendría que ir a ver a la chica. —Las piernas de Tiffany parecían reacias a moverse—. Pero me imagino que en un montículo feegle tiene bien guardadas las espaldas.
—Ah, non —dijo Jeannie en voz baja mientras los ojos de Tiffany se cerraban—. Aquí tiene ben guardado mucho, mucho más que las espaldas.
Cuando Tiffany empezó a roncar, Jeannie subió con paso lento el túnel para llegar al túmulo en sí. Ámbar estaba acurrucada cerca de la hoguera, pero Rob Cualquiera había apostado a varios de los feegles más viejos y sabios a su alrededor. El motivo era que había empezado la pelea nocturna. Los Nac Mac Feegle peleaban con la misma frecuencia con que respiraban, y normalmente al mismo tiempo. Lo hacían a modo de modo de vida, en cierto modo. Además, cuando solo se mide unos pocos centímetros, el mundo está lleno de cosas contra las que luchar, así que más vale aprender pronto.
Jeannie se sentó junto a su marido y contempló la trifulca un rato. Los feegles jóvenes rebotaban contra las paredes, contra sus tíos o entre ellos. Al cabo de un tiempo, dijo:
—Rob, ¿crees que estamos criando ben a nuestros rapaces?
Rob Cualquiera, que era sensible al estado de ánimo de Jeannie, echó un vistazo a la chica dormida.
—Aj, sí, esu está clarísimo… Eh, ¿viste eso? ¡Jock Un Poco Más Pequeño Que Jock Pequeño dio una patada a Wullie en todu el bico! ¡Eso sí es pelear sucio, y mira que aún non mide ni ochu centímetros!
—Un día será un guerrero impresionante, Rob, sí que es verdad —reconoció Jeannie—, pero…
—Es lo que siempre dígoles yo —continuó Rob Cualquiera, emocionado, mientras el joven feegle pasaba volando por encima de ellos—: ¡El camino hacia el éxitu consiste en atacar solu a personas que sean muchu más grandes que uno! ¡Es una regla importante!
Jeannie suspiró mientras otro feegle joven se estampaba contra la pared, sacudía la cabeza y corría de vuelta a la pelea. Era casi imposible herir a un feegle. Cualquier humano que intentara pisotear a uno de ellos descubriría que el hombrecillo que creía tener bajo la bota estaba en realidad trepando por la pernera de su pantalón, y después de eso la situación solo podía empeorar. Además, si alguien veía a un feegle, lo más normal era que cerca hubiera otros muchos que no había localizado, y ellos sin duda le habrían localizado a él.
A lo mejor los grandullones tienen problemas más grandes porque son más grandes que nosotros, pensó la kelda. Suspiró para sus adentros. Nunca se lo revelaría a su marido, pero a veces se preguntaba si un feegle joven podía aprender y sacar provecho de algo como, bueno, la contabilidad. Algu por lo que non tuviera que rebotar contra paredes ni pasarse el día peleando. Pero en ese caso ¿seguiría siendo un feegle?
—La arpiíña grandullona tiéneme canguelosa, Rob —confesó—. Pasa algo malo.
—Ella quiso ser arpía, cariñu —respondió Rob—. Agora tendrá que aliviar su malandanza, igual que nosotros. Es una luchadora ben maja, ya sábeslo. Besó al Señor del Inviernu hasta matarlo, y atizó a la Reina de los Elfos con una sartén. Y tambén acuérdome de la vez en que aquella besta invisible metiósele en la testa y ella peleó hasta que pudo alejarla. Es una luchadora.
—Ah, eso selo muy ben —dijo la kelda—. Besó a la faz del inviernu y trajo de vuelta la primavera. Fue grandioso lo que hizo, desde luegu, pero llevaba puesta la túnica del verano. Fue ese poder el que envió hacia él, non solo el suyo propio. Hízolo de maravilla, ojo; non ocúrreseme nadie que pudiera haberlo hechu mejor. Pero débese andar con cuidado.
—¿Qué enemigu puede tener que non podamos combatir junto a ella? —preguntó Rob.
—Non sabría decirte —respondió la kelda—, pero es la impresión que tengo dentro de mi testa. Cuando besó al inviernu, sacudiome hasta las entrañas. Diome la sensación de que agitaba el mundu entero, y non dejo de preguntarme si puede haber a quienes haya perturbado el sueño. Asegúrate, Rob Cualquiera, de tenerle más de un ojo echado.