Música brusca
Tiffany logró dormir una hora antes de que empezara la pesadilla.
Lo que mejor recordaría de aquel anochecer fueron los coscorrones de la cabeza del señor Rastrero contra la pared y la barandilla mientras lo sacaba a empujones de la cama y lo arrastraba escalera abajo tirando de su inmundo camisón. Era un hombre grande y estaba medio dormido, ya que el otro medio estaba borracho como una cuba.
Lo importante era no dejarle pensar ni siquiera un momento mientras lo remolcaba como si fuera un saco. El señor Rastrero pesaba el triple que ella, pero Tiffany sabía cómo hacer palanca. No se podía ser bruja sin saber manipular a alguien de más peso, ya que de lo contrario nunca podría cambiar las sábanas a un inválido. Y ahora el hombre cayó deslizándose por los últimos escalones hasta la minúscula cocina de la casa y vomitó en el suelo.
Tiffany se alegró de ver a aquel hombre tirado sobre un charco de vómito apestoso: era lo mínimo que se merecía. Pero tenía que ponerse al mando deprisa, antes de que el hombretón tuviera tiempo de recobrar la compostura.
La aterrorizada señora Rastrero, una mujer tímida como un ratón, había salido corriendo entre chillidos por los caminos que llevaban al pub tan pronto como había empezado la paliza, y el padre de Tiffany había enviado a un chico a despertarla a ella. El señor Dolorido era un hombre de considerable previsión, y tuvo que darse cuenta de que la animación cervecera después de pasar el día en la feria podía ser la perdición de todos. Mientras Tiffany volaba hacia la casa en escoba, había oído comenzar la música brusca.
Dio un bofetón al señor Rastrero.
—¿Lo oye? —preguntó sin contemplaciones mientras señalaba la ventana cubierta—. ¿Lo oye? Es el sonido de la música brusca, y la tocan para usted, señor Rastrero, para usted. ¡Y traen palos! ¡Y traen piedras! Traen todo lo que pueden recoger del suelo, y traen sus puños, y el bebé de su hija ha muerto, señor Rastrero. Ha dado tal paliza a su hija, señor Rastrero, que el bebé ha muerto, y ahora hay unas mujeres tranquilizando a su esposa y todo el mundo sabe que ha sido usted, todo el mundo lo sabe.
Observó sus ojos inyectados en sangre. Las manos del hombre se cerraron automáticamente para formar puños porque siempre habían sido lo que utilizaba para pensar. Tiffany sabía que no tardaría en intentar utilizarlos, porque era más fácil golpear que cavilar. El señor Rastrero se había abierto camino en la vida a puñetazos.
La música brusca se acercaba despacio porque es difícil cruzar los campos en una noche oscura con la panza llena de cerveza, por muy virtuoso que uno se sienta. A Tiffany solo le quedaba confiar en que no entraran antes en el granero, ya que en ese caso ahorcarían al señor Rastrero allí mismo. Si tenía suerte, solo le ahorcarían. Cuando ella había mirado en el granero y había visto el asesinato cometido, supo de inmediato que, sin ella, se acabaría cometiendo otro. Se había llevado el dolor de la chica empleando la magia, y ahora lo guardaba suspendido encima de su propio hombro. Era invisible, por supuesto, pero en la mente de Tiffany ardía con un fulgor anaranjado.
—Ha sido ese chico —farfulló el hombre mientras el vómito le goteaba por el pecho—. Siempre por aquí, metiéndole ideas raras en la cabeza para que no nos obedezca a su madre ni a mí. Y la chica solo tiene trece años. Es un escándalo.
—William también tiene trece años —replicó Tiffany intentando no levantar la voz. Era difícil, con la furia a punto de desbordarse—. ¿Me está diciendo que era demasiado pequeña para un poco de romanticismo pero no tanto como para pegarle tan fuerte que ha sangrado por lugares de donde nadie debería sangrar?
Tiffany no estaba segura de que el hombre hubiera recobrado la razón del todo, porque hasta en sus mejores momentos tenía tan poca que costaba saber si la tenía en absoluto.
—Lo que hacían no estaba bien —dijo él—. Y al final tendrá que haber algo de disciplina bajo el propio techo de un hombre, ¿o no?
Tiffany podía imaginarse el lenguaje exaltado en el pub, mientras arrancaba la obertura de la música brusca. En los pueblos de la Caliza no había muchas armas, pero sí cosas como hoces, guadañas, cuchillas de techador y martillos muy, muy grandes. No eran armas… hasta que se agredía a alguien con ellas. Y todos sabían el mal genio que tenía el viejo Rastrero, y sabían cuántas veces su esposa había contado a los vecinos que llevaba el ojo morado por haberse dado contra una puerta.
Sí… Podía imaginar la conversación en el pub, con el alcohol metiendo baza y la gente recordando en qué parte de sus cobertizos tenían colgadas todas aquellas cosas que no eran armas. Todo hombre era el rey de su pequeño castillo. Eso lo sabía todo el mundo —bueno, al menos todo hombre—, así que nadie se metía en los asuntos del castillo de los demás, pero si el castillo empezaba a apestar había que hacer algo, no fueran a caer todos los castillos. El señor Rastrero era uno de los secretos sombríos del pueblo, pero ahora había dejado de ser un secreto.
—Soy su única oportunidad, señor Rastrero —dijo Tiffany—. Corra. Coja lo que pueda de aquí y salga corriendo ahora mismo. Corra hasta donde nadie haya oído hablar de usted, y luego corra un poco más por si las moscas, porque no voy a poder detenerles, ¿lo entiende? Personalmente me trae sin cuidado lo que pueda pasarle a un miserable como usted, pero no quiero ver a gente buena volverse mala por haber matado a alguien, así que ya tarda en largarse campo a través, y yo no recordaré en qué dirección iba.
—No puedes echarme de mi propia casa —masculló él encontrando una veta de rebeldía etílica.
—Ha perdido su casa, su esposa, su hija… y su nieto, señor Rastrero. Esta noche no va a encontrar amigos en este lugar. Lo único que le estoy ofreciendo es su vida.
—¡Ha sido culpa de la bebida! —estalló Rastrero—. ¡Lo he hecho estando bebido, señorita!
—Pero usted ha bebido la bebida, y luego otra bebida, y luego otra —dijo ella—. Ha bebido la bebida todo el día en la feria, y si ha vuelto a casa era solo porque la bebida quería irse a la cama. —Tiffany solo notaba gelidez en el corazón.
—Lo siento.
—No basta con eso, señor Rastrero, no basta ni de lejos. Márchese y conviértase en mejor persona, y entonces, cuando vuelva cambiado, tal vez la gente pueda estar dispuesta a darle los buenos días, o al menos a saludar con la cabeza.
Tiffany había estado observando sus ojos y conocía al hombre. Tenía algo hirviendo dentro. Estaba abochornado, perplejo y resentido, y es en esas circunstancias cuando los Rastreros del mundo arremeten.
—No lo haga, por favor, señor Rastrero —le pidió—. ¿Tiene la menor idea de lo que le pasaría si pegara a una bruja?
Con esos puños seguro que podrías matarme de un golpe, pensó, y por eso pretendo mantenerte asustado.
—Tú me has echado encima la música brusca, ¿verdad?
Tiffany suspiró.
—Nadie controla la música, señor Rastrero, ya lo sabe. Aparece cuando la gente se harta, sin más. Nadie sabe dónde empieza. La gente mira a su alrededor y cruza la mirada con alguien, y los demás se dan cuenta. Otra gente cruza la mirada con ellos y así, muy despacio, empieza la música cuando alguien coge una cuchara y hace sonar un plato, y entonces otro da golpes en la mesa con su jarra, y las botas empiezan a aporrear el suelo, cada vez más fuerte. Es el sonido de la ira, el sonido de personas que no aguantan más. ¿Quiere enfrentarse a la música?
—Te crees muy lista, ¿a que sí? —gruñó Rastrero—. Con tu escoba y tu magia negra, todo el día mangoneando a la gente corriente.
Era casi digno de admiración. Ahí estaba, sin ningún amigo sobre la faz de la tierra, cubierto de su propio vómito y… Tiffany olisqueó y, en efecto, goteaba orina del dobladillo del camisón, pero aun así era tan tonto como para replicar de esa manera.
—Lista no, señor Rastrero, solo más lista que usted. Y no es difícil.
—¿Ah, no? Pero ser lista te meterá en líos. Una criaja de nada como tú, metiéndose en los asuntos de los demás… ¿Qué harás cuando la música venga a por ti, eh?
—Corra, señor Rastrero. Váyase de aquí. Es su última oportunidad —dijo. Y era muy posible que lo fuera, porque ya empezaban a distinguirse voces individuales.
—Bueno, ¿podría su majestad dejar que me ponga las botas, al menos? —repuso él con sarcasmo.
Se agachó hacia un lado de la puerta, pero el señor Rastrero era como un libro abierto muy pequeño, con manchurrones en todas las páginas y una loncha de panceta haciendo de punto de lectura.
Se enderezó descargando un puñetazo.
Tiffany dio un paso atrás, le asió la muñeca y liberó el dolor. Sintió cómo fluía por su propio brazo, dejándole un hormigueo, y cómo cruzaba su mano ahuecada y entraba en Rastrero: todo el dolor de su hija en un solo segundo. Lo arrojó al otro extremo de la cocina, y debió de quemarle todo lo que llevaba dentro excepto el miedo animal. El hombre se abalanzó contra la desvencijada puerta trasera como un toro, la atravesó y se alejó en la oscuridad.
Tiffany volvió tambaleándose al granero, donde ardía una lámpara. Yaya Ceravieja le había dicho que el dolor tomado de otros no se sentía, pero era mentira. Una mentira necesaria. El dolor tomado se sentía, y como en realidad no era un dolor propio podía tolerarse de algún modo, pero liberarlo dejaba a la bruja débil y aturdida.
Cuando llegó la multitud acusadora y bulliciosa, Tiffany estaba sentada en silencio junto a la chica dormida, en el granero. El ruido se extendió hasta rodear la casa, pero no pasó al interior; era una de las reglas no escritas. Costaba creer que la anarquía de la música brusca pudiera tener reglas, pero las tenía. Tal vez siguiera allí durante tres noches, o se detuviera tras la primera, y nadie salía de la casa cuando la música llenaba el aire, y nadie regresaba a hurtadillas para entrar en ella, a no ser que fuera para suplicar el perdón, la comprensión o diez minutos para hacer un petate y marcharse del lugar. La música brusca nunca estaba organizada. Parecía suceder a todos al mismo tiempo. Sonaba cuando un pueblo pensaba que un hombre había pegado demasiado fuerte a su mujer, o demasiado cruelmente a su perro, o si un hombre casado y una mujer casada olvidaban que estaban casados con otras personas. Había otros delitos más tétricos contra la música, pero de ellos no se hablaba abiertamente. A veces la gente podía detener la música cambiando de actitud, pero lo normal era que hicieran el equipaje y se mudaran antes de la tercera noche.
Rastrero nunca habría captado la indirecta. Rastrero habría salido con los puños en alto. Y entonces habría estallado una pelea, y alguien habría hecho una idiotez, es decir, una idiotez mayor que las que habría cometido Rastrero. Y entonces el asunto habría llegado a oídos del barón y tal vez algunos perdieran su forma de ganarse la vida, lo que les supondría marcharse de la Caliza y recorrer tal vez unos quince kilómetros para encontrar un empleo y una nueva vida entre extraños.
El padre de Tiffany era un hombre de instinto fino; abrió poco a poco la puerta del granero unos minutos más tarde, cuando la música empezaba a decaer. Tiffany sabía que la situación le hería el orgullo, pues, aunque era un hombre respetado, de algún modo ahora su hija era más importante que él. Las brujas no obedecían órdenes de nadie, y ella sabía que los otros hombres le pinchaban con el tema.
Sonrió mientras su padre se sentaba en el heno a su lado y la música salvaje no encontraba nada que vapulear, apedrear o ahorcar. El señor Dolorido ya era parco en palabras por norma. Miró a su alrededor y reparó en el pequeño fardo, envuelto a toda prisa con paja y tela de saco, que Tiffany había dejado donde no pudiera verlo la chica.
—Entonces ¿era verdad? ¿Estaba embarazada?
—Sí, papá.
El padre de Tiffany parecía tener la mirada perdida.
—Será mejor que no lo encuentren —dijo, después de un lapso decoroso.
—Sí —respondió Tiffany.
—Algunos estaban hablando de colgarle. Lo habríamos impedido, claro, pero habría sido mal asunto que la gente eligiera bando. Esas cosas envenenan a un pueblo.
—Sí.
Se quedaron sentados un rato en silencio. Después, su padre miró a la chica dormida.
—¿Qué has hecho por ella? —preguntó.
—Todo lo que puedo —contestó Tiffany.
—¿Le has hecho el invento ese tuyo de llevarte el dolor?
Tiffany suspiró.
—Sí, pero no es lo único que voy a tener que llevarme. Necesitaré una pala, papá. Enterraré al pobrecito en el bosque, donde nadie vaya a enterarse.
Él apartó la mirada.
—Ojalá no hicieras tú estas cosas, Tiff. Aún no tienes ni dieciséis años, y solo hago que verte por ahí cuidando a la gente, poniéndoles vendas y vete a saber qué más. No tendrías que estar haciendo estas cosas.
—Sí, lo sé —afirmó Tiffany.
—¿Por qué? —preguntó él de nuevo.
—Porque los demás no lo hacen, o no quieren, o no pueden, por eso.
—Pero no es problema tuyo, ¿verdad?
—Yo lo hago problema mío. Soy bruja. Nos dedicamos a esto. Cuando no es problema de nadie más, es problema mío —replicó Tiffany enseguida.
—Sí, pero aquí todos pensábamos que era cuestión de volar zumbando con la escoba y cosas por el estilo, no de cortar las uñas de los pies a señoras mayores.
—Pero la gente no entiende lo que es necesario —dijo Tiffany—. No es que sean malos; es que no se paran a pensarlo. Mira a la señora Calceta, que ya solo tiene en el mundo a su gato y una artritis tremenda. La gente va llevándole de comer, eso es verdad, pero nadie se fijó en que tenía tan largas las uñas de los pies que se le estaban trabando en las botas, ¡y llevaba un año sin poder quitárselas! En la gente de aquí se puede confiar para la comida y algún ramo de flores de vez en cuando, pero no están cuando las cosas empiezan a ponerse feas. Las brujas nos fijamos en esos detalles. Y sí, también hay un poco de volar zumbando, es cierto, pero en general se hace para llegar enseguida al sitio donde las cosas se han puesto feas.
Su padre negó con la cabeza.
—¿Y a ti te gusta hacerlo?
—Sí.
—¿Por qué?
Tiffany tuvo que pensar en esa pregunta, con la mirada de su padre fija en la cara.
—Bueno, papá, ¿te acuerdas de que la abuela Dolorido decía siempre: «Da de comer a los hambrientos, viste a los desnudos y habla por los que no tienen voz»? Pues yo creo que ahí queda sitio para «Recoge por los que no pueden agacharse, alcanza por los que no se estiran y limpia por los que no pueden girar el brazo», ¿tú no? Y también porque a veces tienes un buen día que compensa todos los malos y, durante un instante, oyes cómo gira el mundo —dijo Tiffany—. No sé expresarlo de otra forma.
Su padre la miró con una especie de asombro orgulloso.
—¿Y crees que vale la pena, entonces?
—¡Sí, papá!
—Entonces estoy orgulloso de ti, jiggit. ¡Estás haciendo el trabajo de un hombre!
Había utilizado el mote que solo conocía la familia, así que Tiffany le dio un beso educado en lugar de decirle lo improbable que sería ver a un hombre ocupándose del trabajo de ella.
—¿Qué vais a hacer con la familia Rastrero? —preguntó.
—Tu madre y yo podríamos acoger a la señora Rastrero y a su hija, y… —El señor Dolorido se quedó callado y le dirigió una mirada extraña, como si Tiffany le diera miedo—. Estas cosas nunca son simples, mi niña. Seth Rastrero era un tipo bastante decente, de joven. No era precisamente una lumbrera, eso te lo reconozco, pero a su manera sí que era buena gente. El que estaba loco era su padre. O sea, en aquellos tiempos las cosas se hacían más a lo bruto, y si desobedecías te caía un bofetón, pero el padre de Seth tenía un grueso cinturón de cuero, con dos hebillas, y la tomaba con Seth solo con que lo mirara un poco raro. De verdad que no exagero. Siempre decía que iba a enseñarle una lección.
—Parece que lo consiguió —dijo Tiffany, pero su padre levantó una mano.
—Y luego estaba Molly —siguió explicando—. Nadie habría dicho que Molly y Seth estuvieran hechos el uno para el otro, porque en realidad ninguno de los dos estaba hecho para nadie, pero supongo que juntos eran más o menos felices. Por aquel entonces Seth era pastor, y a veces se llevaba a los rebaños hasta la gran ciudad. Para ese trabajo no hacía falta mucho aprendizaje, y puede que alguna oveja fuese un pelín más lista que él, pero era un trabajo necesario y así se ganaba un sueldo y nadie le miraba por encima del hombro. El problema era que a veces dejaba sola a Molly durante semanas, y… —El padre de Tiffany dejó la frase en el aire, con cara de vergüenza.
—Sé lo que vas a decirme —señaló Tiffany para echarle una mano, pero él se negó a asirla.
—No es que fuera mala chica —continuó—. Es que la pobre nunca se enteraba muy bien de las cosas, y no había nadie que se las explicara, y por aquí siempre estaban pasando extranjeros y viajantes. Algunos de ellos, unos tipos bastante atractivos.
Tiffany se apiadó de él, allí sentado con expresión abatida, avergonzado de estar explicando a su niñita cosas que su niñita no debería saber.
Así que Tiffany se inclinó hacia él y le dio otro beso en la mejilla.
—Lo sé, papá. De verdad que lo sé. En realidad Ámbar no es hija suya, ¿verdad?
—Bueno, yo no he dicho eso, ¿eh? Podría serlo —dijo su padre, nervioso.
Y ahí estaba el problema, seguro, pensó Tiffany. A lo mejor si Seth Rastrero hubiera sabido la verdad, fuera cual fuese, podría haber llegado a un acuerdo con el «quizá». Tal vez. Nunca se sabe.
Pero él tampoco lo sabía, y tendría temporadas en las que creía saberlo y temporadas en las que se ponía en el peor caso. Y para un hombre como Rastrero, de poco pensar, las ideas oscuras se retorcerían en su cabeza hasta enredarle el cerebro. Y cuando el cerebro deja de pensar, intervienen los puños.
Su padre estaba observándola con mucha atención.
—¿Tú sabes de esta clase de cosas? —preguntó.
—Lo llamamos «hacer la ronda por las casas». Todas las brujas la hacemos. Papá, por favor, intenta comprenderme. He visto cosas horribles, y algunas de ellas son más horribles todavía porque eran… bueno, normales. Todos los trapos sucios guardados a puerta cerrada, papá. Cosas buenas y cosas espantosas de las que no voy a hablarte. ¡Forma parte de la brujería, y punto! Aprendes a sentir las cosas.
—Bueno, ya sabes que la vida no es pan comido para nadie… —empezó a decir su padre—. Hubo una vez en que…
—Cerca de Tajada había una anciana —le interrumpió Tiffany—. Murió en la cama. Tampoco fue una gran desgracia: se le había acabado la vida, sin más. Pero estuvo allí muerta dos meses sin que nadie se preguntara qué había pasado. En Tajada son gente un poco rara. Lo peor de todo fue que sus gatos no podían salir y empezaron a comérsela. A ver, era una loca de los gatos y no creo que le hubiera importado, pero una de ellos tuvo gatitos en su cama. En su misma cama. Luego nos costó muchísimo encontrar sitios donde no hubiera llegado la historia para poder regalar a los gatitos. Y eso que eran unos gatitos preciosos, con unos ojos azules encantadores.
—Hum —respondió su padre—. Cuando dices «en su cama», te refieres a…
—A que ella seguía dentro, sí —dijo Tiffany—. Y he tenido que ocuparme de muertos, sí. La primera vez vomitas un poco, pero luego te das cuenta de que la muerte es, en fin, parte de la vida. No es tan malo si piensas en ello como en una lista de cosas por hacer y las haces una detrás de la otra. A lo mejor también lloras un poco, pero todo forma parte del asunto.
—¿Y no te ayudó nadie?
—Bueno, un par de señoras me ayudaron cuando llamé a sus puertas, pero en realidad esa mujer no importaba a nadie. A veces pasa. La gente se escurre por las grietas. —Calló un momento—. Papá, seguimos sin usar el viejo cobertizo de piedra, ¿verdad? ¿Podrías pedir a un par de los chicos que me lo limpiaran?
—Claro —respondió su padre—. ¿Te molesta que te pregunte por qué?
Tiffany oyó la educación en sus palabras: estaba hablando con una bruja.
—Creo que se me está ocurriendo una especie de idea —dijo—. Y me parece que puedo dar buen uso al cobertizo. No pasa de ahí, pero en todo caso tampoco vendrá mal que lo arreglemos un poco.
—Bueno, pero aun así no sabes lo orgulloso que me siento cuando te veo corriendo arriba y abajo con esa escoba tuya —insistió su padre—. Eso es magia, ¿no?
Todo el mundo quiere que exista la magia, pensó Tiffany. ¿Y qué vas a decirles? ¿Que no, que no la hay? ¿O que sí, pero que no es como ellos creen? Todos quieren creer que podemos cambiar el mundo con solo chasquear los dedos.
—Las hacen los enanos —respondió—. No tengo ni idea de cómo funcionan. El truco está en mantenerse encima.
La música brusca ya se había extinguido, probablemente porque no tenía nada que hacer, o tal vez porque —y esto era bastante plausible— si los músicos bruscos volvían pronto al pub, podía quedarles tiempo para una última ronda antes de que cerrara.
El señor Dolorido se levantó.
—A esta niña tendríamos que llevárnosla a casa, ¿no te parece?
—Mujer —le corrigió Tiffany inclinándose sobre ella.
—¿Cómo?
—Mujer —dijo Tiffany—. Como mínimo se merece eso. Y yo creo que antes tendría que llevármela a otro sitio. Necesita de una clase de ayuda que yo no puedo darle. ¿Puedes ir a pedir una cuerda, por favor? Tengo una correa de cuero en la escoba, claro, pero me parece que no bastará. —Oyó unos crujidos en el pajar elevado y sonrió. Algunos amigos podían ser de lo más fiables.
Pero el señor Dolorido se quedó atónito.
—¿Quieres llevártela del pueblo?
—No muy lejos. Es necesario. Pero tú no te preocupes. Si mamá prepara una cama más, volveré a traerla pronto.
Su padre bajó la voz.
—Son ellos, ¿a que sí? ¿Aún te siguen?
—Bueno —respondió Tiffany—, ellos dicen que no, ¡pero ya sabes lo mentirosos que son los Nac Mac Feegle!
Había sido un día muy largo y bastante duro, o Tiffany nunca habría sido tan injusta, pero —qué raro— no llegó ninguna réplica delatora de arriba. Para su sorpresa, de repente la ausencia de feegles resultaba casi tan perturbadora como una sobredosis.
Y entonces, para su deleite, una vocecilla comentó:
—Ja ja ja, esta vez non pillonos, ¿eh, rapaces? ¡Non dijimos ni esta boca es mía! ¡La arpiíña grandullona non sospecha nada! ¿Rapaces? ¿Rapaces?
—Wullie Chiflado, júrote que non tienes sesos ni para sonarte la nariz —dijo una voz parecida pero enfadada—. ¿Cuál parte de «a chistar el boquerón todo el mundo» non entendiste? ¡Aj, pardiez!
La última observación llegó seguida del ruido de una escaramuza.
El señor Dolorido lanzó una mirada nerviosa al techo y se acercó a Tiffany.
—¿Sabes que tienes muy preocupada a tu madre? Ha vuelto a ser abuela hace poco, ya lo sabes. Está muy orgullosa de todos ellos. Y de ti también, claro —añadió a toda prisa—. Pero todo este asunto brujeril… bueno, no es lo que los jóvenes buscan en una esposa. Y ahora que tú y el joven Roland…
Tiffany lidió con aquello. Lidiar también formaba parte de la brujería. Su padre parecía tan desgraciado que Tiffany puso su cara de alegría y aseguró:
—Si yo fuera tú, papá, me volvería a casa y dormiría toda la noche. Yo me encargo de esto. En realidad, ahí hay un rollo de cuerda, pero ahora estoy segura de que no va a hacerme falta.
Su padre puso cara de alivio al oírlo. Los Nac Mac Feegle podían resultar bastante preocupantes para quienes no los conocieran muy bien, aunque, ahora que lo pensaba, podían resultar bastante preocupantes por mucho que se les conociera; si un feegle entraba en tu vida, no tardaba en cambiarla.
—¿Estabais aquí todo el rato? —preguntó con firmeza, tan pronto como su padre se hubo marchado.
Hubo una lluvia momentánea de trocitos de paja y feegles enteros.
El problema de enfadarse con los Nac Mac Feegle era que servía para lo mismo que enfadarse con un cartón o con el tiempo: para nada. Tiffany lo hizo de todos modos, porque ya se había vuelto una especie de tradición.
—¡Rob Cualquiera! ¡Prometiste que no me espiarías!
Rob levantó una mano.
—Ya, ben, ahí dístele, eso es verdad, peru trátase de una de esas confunciones, porque en realidad non estábamos espiandu para nada, ¿a que non, zagales?
La masa de pequeñas figuras rojiazules que ahora cubría el suelo del granero alzó la voz en un coro de mentiras descaradas y perjurios. Se ralentizó a medida que iban viendo la expresión de ella.
—¿Por qué, Rob Cualquiera, insistes en mentir cuando te pillan con las manos en la masa?
—Ah, buenu, esa es fácil, señorita —respondió Rob Cualquiera, que en teoría era el cabecilla de los Nac Mac Feegle—. Al fin y al cabu, ¿para qué vas a mentir si non hiciste nada malo? En todu caso, oféndeme mortalmente hasta los menudillos que háyase calumniado mi buen nombre —dijo, con una amplia sonrisa—. ¿Cuántas veces mintiérate yo a ti?
—Setecientas cincuenta y tres veces —dijo Tiffany—. Cada vez que prometes no volver a meterte en mis asuntos.
—Ah, bueeeno —replicó Rob Cualquiera—, pero sigues siendo nuestra arpiíña grandullona.
—Ese puede ser o no ser el caso —declaró Tiffany, altiva—, pero ahora soy mucho más grandullona y considerablemente menos «iña» que antes.
—Y muchu más arpía —puntualizó una voz alegre. Tiffany no tuvo que buscar para saber quién había hablado. Solo Wullie Chiflado podía meter la pata tan hasta el cuello. Bajó la mirada hacia su carita sonriente. Además, Wullie nunca acababa de entender qué había hecho mal.
¡Arpía! Sonaba fatal, pero para los feegles todas las brujas eran arpías, por jóvenes que fuesen. No lo decían con segundas… bueno, probablemente no lo dijeran con segundas, aunque no se podía estar segura, y a veces Rob Cualquiera sonreía al decirlo, pero no era culpa suya que para todo el que midiera más de quince centímetros la palabra sugiriese alguien que se peina con rastrillo y tiene peores dientes que una oveja vieja. Que llamen a alguien arpía cuando tiene nueve años puede ser hasta gracioso. Ya no lo es tanto cuando se tiene casi dieciséis y se ha pasado un día muy malo y se ha dormido muy poco y de verdad, de verdad se necesita un baño.
Rob Cualquiera a todas luces se percató de ello, porque se volvió hacia su hermano y dijo:
—Supongu que recordarás, hermano mío, que a veces deberías meter la testa por el traseru de un pato en vez de hablar.
Wullie Chiflado se miró los pies.
—Siéntolo, Rob. Es que non encontré ningún pato agora mesmo.
El líder de los feegles miró a la chica tumbada en el suelo, durmiendo reposada bajo la manta, y de repente se impuso la seriedad.
—Si hubiéramos estadu aquí cuando pasó todo esu del cinturón, habría sido un mal día para él, eso asegúrotelo yo —aseveró Rob.
—Pues entonces, me alegro de que no estuvierais —respondió Tiffany—. No queréis que la gente suba a vuestro túmulo con palas, ¿verdad que no? Alejaos de los grandullones, ¿entendido? Les ponéis nerviosos. Cuando la gente se pone nerviosa, se enfada. Pero ya que estáis aquí, podéis ayudarme y hacer algo útil. Quiero subir a esta pobre chica al montículo.
—Sí, sabémoslo —dijo Rob—. ¿Acasu non fue la kelda en persona quien envionos aquí abaju a buscarte?
—¿Lo sabía? ¿Jeannie sabía esto?
—Non sé —respondió Rob, nervioso. Tiffany sabía que siempre le ponía nervioso hablar de su esposa. La amaba con locura y le temblaban las rodillas ante la mera idea de que Jeannie frunciera el ceño en su dirección. La vida de los demás feegles consistía en pelear, robar y emborracharse, con algunas partes adicionales como conseguir comida, que en general robaban, y hacer la colada, que en general no hacían. Como marido de la kelda, a Rob Cualquiera además le correspondía hacer la Explicamienda, que nunca era tarea fácil para un feegle—. Jeannie tiene la sabienda de las cosiñas, ya sabes —añadió, sin mirar directamente a Tiffany.
En ese momento sintió lástima por él, al pensar que tenía que ser preferible estar entre la espada y la pared que entre una kelda y una arpía.