Una sombra y un susurro
Al final salió una boda bastante buena, en opinión de Tiffany. El pastor Huevo, consciente del inusual número de brujas entre el público, mantuvo la religión al mínimo. La sonrojada novia cruzó el vestíbulo, y Tiffany la vio sonrojarse aún más al distinguir a Tata Ogg, que levantó el pulgar hacia ella con alegría cuando pasó por delante. Y después se arrojó arroz, que por supuesto después se barrió porque está mal desperdiciar la comida.
Y hubo vítores y enhorabuenas y, para sorpresa de algunos, una duquesa feliz y sonriente que charlaba alegre hasta con las doncellas y parecía tener una palabra amable y animosa para todos. Solo Tiffany sabía por qué de vez en cuando lanzaba miradas nerviosas en dirección a la señora Proust.
Tiffany se marchó a hurtadillas para ayudar a Preston en el campo rey, donde el joven estaba cavando un agujero lo bastante profundo para que el arado nunca encontrara los restos calcinados que, entre los dos, reunieron y depositaron en su interior. Se lavaron las manos con un jabón de sosa muy abrasivo, porque toda precaución era poca. No fue, hablando con propiedad, un momento muy romántico.
—¿Crees que volverá alguna vez? —preguntó Preston cuando se quedaron apoyados en sus palas.
Tiffany asintió.
—El Hombre Astuto sí, por lo menos. El veneno siempre es bienvenido en algún sitio.
—¿Qué vas a hacer ahora que ya no está?
—Bueno, ya sabes, todo lo emocionante. Siempre hay alguna pierna que necesita vendajes, o una nariz que necesita que la suenen. No voy a parar en todo el día.
—No suena muy emocionante.
—Ya, supongo que no —convino Tiffany—, pero comparado con ayer, de pronto ese tipo de día me parece muy, muy buen día.
Emprendieron el regreso hacia el castillo, donde el desayuno de la boda iba a servirse como almuerzo.
—Eres un joven de considerables recursos —dijo Tiffany a Preston—, y te estoy muy agradecida por tu ayuda.
Preston asintió, sonriendo.
—Se lo agradezco mucho, señorita, muchísimo, pero con una leve… ¿Cómo decirlo? Corrección. Al fin y al cabo, tú tienes más o menos dieciséis años y yo tengo diecisiete, así que creo que coincidirás conmigo en que llamarme joven… Bueno, reconozco que tengo una personalidad dicharachera y juvenil, pero soy mayor que tú, amiga mía.
Hubo una pausa. Después Tiffany preguntó, cuidando el tono:
—¿Cómo sabes mi edad?
—He preguntado por ahí —respondió Preston, sin que la sonrisa entusiasta abandonara su rostro.
—¿Por qué?
Tiffany no obtuvo respuesta porque en ese momento salió por la puerta principal el sargento, que tenía confeti cayéndole a chorro del casco.
—Ah, ahí está, señorita. El barón ha preguntado por usted, y también la baronesa. —Calló un momento, sonrió y dijo—: Qué bien suena lo de volver a tener baronesa. —Miró a Preston y frunció el ceño—. ¿Otra vez tonteando como siempre, recluta Preston?
Preston hizo un saludo militar de libro.
—Su conjetura es correcta, sargento. Ha expresado una verdad absoluta. —Las frases ganaron a Preston la mirada perpleja que siempre le dedicaba el sargento, acompañada de un gruñido de desaprobación que significaba: «Un día voy a averiguar qué es lo que dices, chaval, y ese día tendrás problemas».
Las bodas guardan cierto parecido con los funerales en que cuando terminan nadie, salvo sus respectivos protagonistas, está muy seguro de lo que debe hacer a continuación, motivo por el que deciden comprobar si aún queda algo de vino. Pero Leticia estaba radiante, como es obligatorio en las novias, y las partes algo chamuscadas de su melena quedaban ocultas por su maravillosa tiara centelleante. Roland se había limpiado bastante a fondo, y había que acercarse mucho a él para notar el olor a cerdo.
—¿Lo de anoche…? —Empezó a decir el barón, nervioso—. Hum, ¿pasó de verdad, entonces? O sea, de la pocilga me acuerdo, y luego estábamos corriendo todos, pero… —Dejó la frase en el aire.
Tiffany miró a Leticia, que vocalizó las palabras: «¡Yo lo recuerdo todo!».
Sí, de verdad es bruja, pensó Tiffany. Esto va a ser interesante.
Roland carraspeó. Tiffany sonrió.
—Querida señorita Dolorido —dijo, y por una vez Tiffany le perdonó su «voz de mitin»—, soy muy consciente de haber sido partícipe de un craso error de justicia natural respecto a su persona. —Paró un momento para carraspear de nuevo y Tiffany pensó: Espero que Leticia pueda quitarle un poco de ese almidón—. Con ello en mente, he hablado con el joven Preston aquí presente, que a su vez ha hablado con las chicas de la cocina en su habitual tono afable y ha descubierto dónde había ido la enfermera. Ya se había gastado parte del dinero, pero hemos recuperado la mayoría y me alegra decir que le pertenece.
Entonces alguien dio un codazo a Tiffany.
Era Preston, que susurró:
—También hemos encontrado esto.
Tiffany bajó la mirada y él le pasó una desgastada carpeta de cuero. Tiffany hizo un gesto de agradecimiento con la cabeza y miró a Roland.
—Tu padre quería que tuvieras esto —explicó—. Para ti puede ser más valioso que todo ese dinero. Yo de ti esperaría a estar a solas antes de abrirla.
Roland le dio vueltas entre sus manos.
—¿Qué es?
—Un recuerdo —dijo Tiffany—. Solo un recuerdo.
El sargento dio un paso adelante y vació una pesada bolsa de cuero en la mesa, entre las copas y las flores. Los invitados ahogaron una exclamación.
Mis hermanas brujas están observándome como halcones, pensó Tiffany, y también me miran prácticamente todos mis conocidos, y quienes me conocen a mí. Esto tengo que hacerlo bien. Y tengo que hacerlo de forma que todo el mundo lo recuerde.
—Creo que debería quedárselo usted, señor —dijo. Roland puso cara de alivio, pero Tiffany continuó hablando—. Sin embargo, tengo algunas peticiones que hacerle en nombre de otras personas.
Leticia dio un codazo en las costillas a su marido, que separó los brazos.
—¡Hoy es el día de mi boda! ¿Cómo podría negarme a una petición?
—La joven Ámbar Rastrero necesita una dote, que por cierto permitiría a su joven novio pagarse el aprendizaje con un maestro artesano; tal vez no sepa que fue quien cosió el vestido que lleva puesto su bella esposa. ¿Alguna vez ha visto algo más hermoso?
Aquello provocó un aplauso inmediato, acompañado de silbidos de los amigotes de Roland y caprichosos gritos del estilo de: «¿El qué, la chica o el vestido?». Cuando todo aquello remitió, Tiffany prosiguió:
—Y no solo eso, señor. Con su venia, me gustaría que se comprometiera a satisfacer todas las peticiones similares que le hagan los chicos o chicas de la Caliza. Supongo que estará de acuerdo en que le pido mucho menos de lo que le estoy devolviendo.
—Tiffany, creo que tiene usted razón —convino Roland—, pero sospecho que aún guarda algún as en la manga.
—Qué bien me conoce, señor —dijo Tiffany, y Roland se sonrojó por un breve instante—. Quiero una escuela, señor. Quiero una escuela aquí, en la Caliza. Llevo mucho tiempo dándole vueltas a esto; en realidad, le estuve dando vueltas desde antes de poner nombre a lo que quería. En la Granja Hogar hay un viejo cobertizo de piedra que no se está usando, y creo que podríamos dejarlo bastante aceptable más o menos en una semana.
—Bueno, los profesores itinerantes pasan por aquí cada pocos meses —dijo el barón.
—Sí, señor, lo sé, señor, y no sirven para nada, señor. Enseñan hechos, no a entenderlos. Es como enseñar una sierra a la gente para enseñarle qué son los bosques. Quiero una escuela como debe ser, señor, donde se enseñe a leer y escribir, y sobre todo a pensar, señor, para que la gente pueda averiguar qué se le da bien, porque alguien que hace lo que de verdad le gusta es un gran recurso para cualquier país, y demasiado a menudo la gente no lo averigua hasta que es demasiado tarde. —Se preocupó de no mirar al sargento, pero la alegró constatar que sus palabras habían levantado murmullos en la sala. Los ahogó diciendo—: Últimamente ha habido momentos en los que ansiaba poder cambiar el pasado. En fin, no puedo, pero sí puedo cambiar el presente para que cuando se convierta en pasado resulte ser uno que valga la pena haber tenido. Y querría que los chicos aprendieran sobre chicas, y las chicas sobre chicos. Aprender consiste en descubrir quién eres, qué eres, dónde estás, en qué te apoyas, en qué eres bueno, qué te depara el futuro y… bueno, todo. Consiste en encontrar el lugar donde encajas. Yo descubrí dónde encajaba, y querría que todos los demás también lo hicieran. Y si me lo permite, propongo a Preston como primer maestro de la escuela. Prácticamente ya sabe todo lo que es posible saber.
Preston hizo una profunda reverencia con floritura de casco, que despertó carcajadas.
Tiffany continuó:
—Y su paga por el trabajo de un año como maestro para usted será el dinero suficiente para que compre las letras que se ponen detrás del apellido y lo convierten en doctor. Las brujas no podemos hacerlo todo, y nos vendría muy bien tener un médico en la zona.
Aquello provocó sonoros vítores, que es lo que suele ocurrir cuando la gente deduce que va a conseguir algo por lo que no tendrá que pagar. Al remitir el escándalo, Roland miró al sargento a los ojos y preguntó:
—¿Cree que podrá apañárselas sin la pericia militar de Preston, sargento?
La pregunta provocó nuevas carcajadas. Eso es bueno, pensó Tiffany: la risa ayuda a que empiece el pensamiento.
El sargento Brian trató de aparentar solemnidad, pero estaba disimulando una sonrisa.
—Será un contratiempo, señor, pero creo que lograremos ingeniárnoslas, señor. Sí, creo estar en condiciones de afirmar que la partida del recluta Preston incrementará la eficacia generalizada de la brigada, señor.
La frase provocó aplausos generales entre quienes no la habían entendido y más risas entre los que sí.
El barón dio una palmada.
—Muy bien, señorita Dolorido, parece que ha obtenido todo lo que se proponía, ¿me equivoco?
—En realidad, señor, aún no había terminado con las peticiones. Hay otra cosa que no va a suponerle ningún gasto, así que no se inquiete por ella. —Tiffany se llenó los pulmones e intentó parecer más alta—. Requiero de usted que entregue al pueblo conocido como los Nac Mac Feegle todas las lomas por encima de la Granja Hogar, de modo que sean por siempre de su propiedad por ley además de por justicia. Se puede redactar una escritura formal, y no se preocupe por el coste porque conozco a un sapo que solo le cobrará un puñado de escarabajos. Y en la escritura constará que, a cambio, los feegles concederán derecho de paso ilimitado a todos los pastores y ovejas en las lomas, pero, y esto es importante, sin portar más metal afilado que un cuchillo. Nada de todo ello va a suponerle ningún coste, milord barón, pero lo que usted y su descendencia, porque espero que se proponga tener descendencia… —Tiffany tuvo que dejarlo ahí por la oleada de risas, de la que Tata Ogg formó buena parte, y luego continuó—: Milord barón, creo que con ello se asegurará una amistad que no decaerá nunca y que será ventajosa para ambas partes. Todo beneficios, cero pérdidas.
Hubo que reconocer a Roland que apenas vaciló antes de responder.
—Será un honor para mí ofrecer a los Nac Mac Feegle el título de propiedad de su tierra y lamentar, no, disculparme por cualquier malentendido que hayamos podido tener. Como dice usted, merecen su tierra por derecho y por justicia.
A Tiffany le impresionó el breve discurso. El lenguaje estaba un poco anticuado, pero Roland tenía el corazón en su sitio y, de todas formas, el lenguaje algo pasado de moda entraba bien a los feegles. Escuchó con deleite los murmullos procedentes de las vigas cercanas al alto techo del vestíbulo. Y el barón, que ahora tenía más aspecto de auténtico barón, siguió diciendo:
—Solo lamento no poder decírselo en persona ahora mismo.
Y desde la oscuridad de las alturas, llegó un poderoso grito de:
El viento era de plata y frío. Tiffany abrió los ojos, con el vítor de los feegles resonando aún en sus oídos. Lo reemplazó el susurro del viento entre la hierba seca. Trató de incorporarse, pero no le sirvió de nada, y una voz detrás de ella dijo:
—Por favor, no te revuelvas. Esto es muy difícil.
Tiffany intentó girar la cabeza.
—¿Eskarina?
—Sí. Tengo aquí a alguien que quiere hablar contigo. Ya puedes levantarte; he equilibrado los nodos. No preguntes, porque no ibas a entender las respuestas. Estás otra vez en el ahora viajero. En un ahora nuevo, podría decirse. Te dejo con tu amiga… y me temo que no tendréis mucho tiempo, para un valor dado de tiempo. Pero debo proteger a mi hijo…
Tiffany empezó a decir:
—Entonces ¿tienes…?
No terminó la frase porque ante ella estaba materializándose una figura que, al poco, se concretó en una bruja, una bruja clásica con vestido negro, botas negras —Tiffany se fijó en que bastante buenas— y, por supuesto, el sombrero puntiagudo. Además, llevaba collar. De la cadena pendía una liebre dorada.
La mujer en sí era mayor, pero costaba adivinar cómo de mayor. Tenía un porte orgulloso, como el de Yaya Ceravieja, aunque al igual que Tata Ogg daba la impresión de no estar tomándose demasiado en serio la vejez, o lo que fuera.
Pero Tiffany se concentró en el colgante. La gente se ponía joyas para indicar algo. Siempre tenían significado, si se lo buscabas.
—De acuerdo, muy bien —dijo—. Solo tengo una pregunta: no estoy aquí para enterrarte, ¿verdad?
—Madre mía, sí que eres rápida —respondió la mujer—. En un solo instante has compuesto una narrativa de notable interés y has adivinado quién soy. —Rió. Su voz era más joven que su rostro—. No, Tiffany. Por interesante y macabra que sea tu sugerencia, la respuesta es no. Me acuerdo de cuando Yaya Ceravieja me explicó que, en el fondo, el mundo está hecho de historias; a Tiffany Dolorido se le dan de maravilla los finales.
—¿Ah, sí?
—Ya lo creo. Los finales clásicos de una historia romántica son una boda y un legado, y tú has construido ambos. Bien hecho.
—Eres yo, ¿verdad? —preguntó Tiffany—. A eso venía todo lo de «tienes que ayudarte a ti misma», ¿a que sí?
La Tiffany mayor sonrió, y Tiffany no pudo evitar fijarse en que tenía una sonrisa muy bonita.
—En realidad, solo he intervenido en algunos detalles. Por ejemplo, me he asegurado de que el viento soplara bien fuerte para ti… aunque, si no recuerdo mal, cierta colonia de hombrecillos ha añadido su particular granito de arena a esa empresa. Nunca estoy muy segura de si tengo buena o mala memoria. Son cosas de viajar en el tiempo.
—¿Puedes viajar en el tiempo?
—Con un poquito de ayuda de nuestra amiga Eskarina. Y solo como una sombra y un susurro. Se parece un poco a eso del no-me-veas que hago… que hacemos. El truco está en convencer al tiempo de que no se dé cuenta.
—Pero ¿por qué querías hablar conmigo? —preguntó Tiffany.
—Bueno, la irritante respuesta es que recuerdo haberlo hecho —declaró la Tiffany vieja—. Lo siento, vuelve a ser cosa de viajar en el tiempo. Pero creo que quería decirte que todo acaba saliendo bien, más o menos. Todo acaba encajando. Hoy has dado el primer paso.
—¿Hay un segundo paso? —dijo Tiffany.
—No: hay otro primer paso. Todo paso es un primer paso, si se da en la dirección correcta.
—Un momento, un momento —espetó Tiffany—. ¿Yo seré tú un día? ¿Y entonces hablaré conmigo ahora, por así decirlo?
—Sí, pero la tú con la que hablarás no serás tú exactamente. De verdad que lo lamento, pero estoy intentando hablar de viajes en el tiempo en un idioma que no puede abarcarlo bien. Pero en pocas palabras, Tiffany, y según la teoría de cuerdas elastificadas, por todo el resto de los tiempos habrá una Tiffany vieja que hable con una Tiffany joven, y lo más fascinante es que cada vez que lo hagan será un poco distinto. Cuando tú conozcas a tu yo más joven, le dirás lo que creas que necesita saber.
—Pero tengo una pregunta —dijo Tiffany—, y de esta quiero saber la respuesta.
—Bueno, pues sé rápida —sugirió la Tiffany vieja—. La teoría de cuerdas elastificadas, o lo que sea que usa Eskarina, no nos deja mucho tiempo.
—Bien, ¿al menos puedes decirme si en algún momento me…?
La Tiffany mayor desapareció en la nada con una sonrisa, pero Tiffany pudo oír una palabra. Sonaba como: «Escucha».
Y Tiffany volvió a estar en el vestíbulo, como si nunca se hubiera marchado, y la gente seguía vitoreando, y parecía haber feegles por todas partes. Y Preston estaba a su lado. Era como si el hielo se hubiera derretido de pronto. Pero cuando recobró el equilibrio y dejó de preguntarse qué acababa de pasar, qué había pasado de verdad, Tiffany buscó a las otras brujas y las encontró hablando en corrillo, como jueces calculando una puntuación.
El grupo se deshizo y todas avanzaron hacia ella resueltas, encabezadas por Yaya Ceravieja. Cuando la tuvieron delante, se inclinaron y levantaron sus sombreros, que era una señal de respeto entre las practicantes del arte.
Yaya Ceravieja le dedicó una mirada firme.
—Veo que te has quemado la mano, Tiffany.
Tiffany la miró.
—No me había dado cuenta —dijo—. ¿Puedo preguntártelo ahora, Yaya? ¿Me habríais matado entre todas?
Vio cómo cambiaban las expresiones de las otras brujas. Yaya Ceravieja miró a su alrededor y se quedó callada un momento.
—Digamos, jovencita, que habríamos intentado no hacerlo por todos los medios. Pero teniéndolo todo en cuenta, Tiffany, nos da la impresión de que hoy has hecho el trabajo de una mujer. El lugar donde se busca a las brujas es el centro de las cosas. Pues oye, si miramos aquí, lo que se ve es que estás tan en el centro que toda la encomienda gira a tu alrededor. Eres tu propia maestra, en todo caso, y si no empiezas a entrenar a alguien será una lástima. Dejamos esta encomienda en las mejores manos.
Las brujas aplaudieron, y algunos de los otros invitados se unieron a la ovación aunque no habían entendido lo que significaban aquellas pocas frases. Lo que sí captaron, sin embargo, fue que tenían delante a unas brujas ancianas en su mayor parte, expertas, importantes y aterradoras. Y esas brujas habían presentado sus respetos a Tiffany Dolorido, una de los suyos, su bruja. Era una bruja muy importante, y en consecuencia la Caliza debía de ser un lugar muy importante. Por supuesto, ellos ya lo sabían, pero bien estaba que se les reconociera. Irguieron un poco más la espalda y se sintieron orgullosos.
La señora Proust volvió a quitarse el sombrero y dijo:
—Por favor, no tema volver a la ciudad, señorita Dolorido. Creo que puedo prometerle un treinta por ciento de descuento, que no es moco de pavo, en todos los productos Boffo exceptuando los perecederos y consumibles.
El grupo de brujas alzó sus sombreros de nuevo y regresó a la multitud.
—Sabrás que lo que acabas de hacer es organizar la vida a la gente —dijo Preston a sus espaldas, pero cuando Tiffany se giró de golpe lo vio retroceder entre risas y añadir—: Pero bien hecho. Eres la bruja, Tiffany. ¡Eres la bruja!
Y la gente brindó y hubo más comida, y más bailes y risas y amistad y cansancio, y a medianoche Tiffany Dolorido estaba tumbada sola en su escoba, a gran altura sobre las colinas de caliza, mirando al universo y luego hacia el trocito que le pertenecía, debajo de ella. Era la bruja, flotando por encima de todo, pero cabe resaltar que con la correa de cuero bien abrochada.
La escoba ascendió y descendió suavemente a merced del aire cálido y, mientras el cansancio y la penumbra la reclamaban, extendió sus brazos hacia la oscuridad y, por un breve instante, mientras el mundo giraba, Tiffany Dolorido se vistió de medianoche.
No bajó a tierra hasta que el sol ya había puesto una corteza de luz al horizonte. La despertó el canto de los pájaros. Por toda la Caliza, las alondras emprendieron como cada mañana una sinfonía de sonido líquido. Y era cierto que cantaban melodiosas. Se elevaron en torno a la escoba, sin prestarle ninguna atención, y Tiffany escuchó en trance hasta que la última ave se hubo perdido en el cielo brillante.
Aterrizó, preparó el desayuno para una viejecita que no podía moverse de la cama, dio de comer a su gato y fue a ver cómo iba la pierna rota de Trivial Bóxer.[30] A mitad de camino la paró la vecina de la anciana señorita Pivote, que por lo visto había perdido la capacidad de andar de un día para otro. Por suerte, Tiffany pudo señalar que por desgracia había metido las dos piernas en la misma media.
Después bajó al castillo a ver qué más había que hacer. A fin de cuentas, era la bruja.