Quemando el rey
Tiffany sabía que aquella noche no iba a dormir, así que ni lo intentó. La gente estaba charlando sentada en grupos y todavía quedaba comida y bebida en las mesas. Tal vez como consecuencia de la bebida, nadie se daba cuenta de lo rápido que estaban desapareciendo esta y la comida, pero Tiffany estaba segura de oír tenues sonidos entre las vigas del alto techo. Por supuesto, las brujas tenían una proverbial destreza en guardarse comida en los bolsillos para más tarde, pero era muy posible que los feegles estuvieran cogiéndoles delantera por pura superioridad numérica.
Tiffany vagó de grupito en grupito y, cuando la duquesa por fin se marchó escaleras arriba, no la siguió. Se dijo con bastante énfasis que no estaba siguiéndola. Solo dio la casualidad de que iba en la misma dirección. Y cuando cruzó como un rayo el suelo de piedra para llegar a la puerta de la duquesa justo en el momento en que se cerraba, no fue para escuchar a hurtadillas. Desde luego que no.
Llegó a tiempo de oír el principio de un chillido de furia, y luego la voz de la señora Proust:
—¡Vaya, vaya, Deirdre Perejil! ¡Cuánto tiempo sin verte las enaguas! ¿Todavía puedes quitarle el sombrero a un hombre de una patada alta?
Y entonces hubo silencio. Tiffany se alejó deprisa, porque la puerta era muy gruesa y alguien acabaría dándose cuenta si seguía allí plantada con la oreja pegada a ella.
Así que bajó a tiempo de poder hablar con Flaca Alta Bajita Gorda Sally y la señora Chiripa, de quien ahora reparó en que era ciega, lo que era una lástima pero tampoco demasiada tragedia para una bruja. Siempre tenían unos cuantos sentidos adicionales que lo compensaban.
Y después bajó a la cripta.
Había flores alrededor de la tumba del barón, pero no encima porque la cubierta de mármol era tan hermosa que sería una lástima cubrirla aunque fuese con rosas. En la piedra, los canteros habían tallado al propio barón, con armadura y sosteniendo su espada; estaba labrado con tanto detalle que parecía que en cualquier momento iba a levantarse y marcharse de allí. En cada esquina de la losa ardía una vela.
Tiffany se paseó entre los otros barones muertos de piedra. De vez en cuando había una esposa, tallada con las manos juntas y aspecto sereno. Era… raro. En la Caliza no había lápidas. La piedra era demasiado escasa. Había cementerios, eso sí, y en algún lugar del castillo un libro antiguo de mapas descoloridos señalaba dónde reposaban los restos de la gente. La única persona común que tenía un monumento en su recuerdo, aunque en casi todos los aspectos había sido alguien muy poco común, era la abuela Dolorido; las ruedas de hierro y la estufa redonda que eran todo lo que quedaba de su cabaña de pastoreo sobrevivirían como mínimo otros cien años. Eran de metal del bueno, y el inagotable pastar de las ovejas mantenía el terreno circundante liso como un tapete, y además la grasa del vellón que dejaban al frotarse contra las ruedas era tan buena como el aceite para que el metal se mantuviera en tan buen estado como el día en que salió de su molde.
En tiempos remotos, antes de que un caballero se armara caballero, debía pasar una noche en su salón con sus armas, pidiendo fuerza y sabiduría a los dioses que quisieran escucharle.
Tiffany estuvo segura de oír las palabras que pronunciaban, al menos en su mente si no a través de las orejas. Se giró para mirar a los caballeros durmientes, preguntándose si la señora Proust tendría razón y la piedra conservaba la memoria.
¿Y cuáles son mis armas?, pensó. La respuesta llegó al instante: el orgullo. Sí, se decía que era un pecado y que presagiaba la derrota, pero no podía ser cierto. El herrero se enorgullece de una buena soldadura; el carretero se enorgullece de que sus caballos estén bien atendidos, de que brillen como castañas recién recogidas al sol; el pastor se enorgullece de que el lobo no se acerque al rebaño; la cocinera se enorgullece de sus tartas. Todos sentimos orgullo de que nuestra vida tenga una buena historia, una que valga la pena contar.
Y también tengo miedo, miedo a decepcionar a las demás; y como tengo miedo, superaré ese miedo. No dejaré en evidencia a las mujeres que me han entrenado.
Y tengo confianza, aunque no esté muy segura de en qué confío.
—Orgullo, miedo y confianza —dijo en voz alta. Y delante de ella, las cuatro velas ardieron con fuerza, como si las hubiera azuzado el viento, y por un instante, en la avalancha de luz, estuvo segura de ver la silueta de una bruja anciana fundiéndose con la piedra oscura—. Ah, sí, y tengo el fuego. —Y entonces, sin saber del todo por qué, dijo—: Cuando sea vieja, me vestiré de medianoche. Pero hoy no.
Tiffany alzó su farol y todas las sombras se movieron excepto una, muy parecida a la silueta de una mujer mayor vestida de negro, que se desvaneció por completo. Y ahora sé por qué la liebre corre al fuego, y mañana… no, hoy mismo saltaré yo también a su interior. Sonrió.
Cuando Tiffany regresó al vestíbulo, todas las brujas estaban observándola desde la escalera. Tiffany se había preguntado cómo iban a llevarse Yaya y la señora Proust, dado que las dos eran más orgullosas que un gato que se hubiera comido a un pavo. Sin embargo, parecían tener una relación bastante cordial, por lo menos lo suficiente para hablar del tiempo, de lo malcriados que estaban los jóvenes hoy en día y de lo carísimo que se había puesto el queso. Pero Tata Ogg tenía un aspecto preocupado muy poco propio de ella. Ver a Tata Ogg preocupada era preocupante. Ya había pasado la medianoche, que en teoría era la hora de las brujas. En la vida real cualquier hora era la hora de las brujas, pero aun así la forma en que las dos manecillas del reloj apuntaban juntas hacia arriba daba un poco de escalofrío.
—He oído que los chicos ya han vuelto de la despedida de soltero —dijo Tata—, pero creo que no recuerdan dónde han dejado al novio. Tampoco creo que vaya a ir a ninguna parte. Están bastante seguros de que le quitaron los pantalones y lo ataron a algo. —Carraspeó—. Es el procedimiento habitual. En teoría el padrino debería recordar el lugar, pero a él sí que lo han encontrado y no recuerda ni cómo se llama.
El reloj del vestíbulo dio la medianoche; nunca acertaba la hora. Cada tañido fue como un martillazo en la columna vertebral de Tiffany.
Y allí, caminando en su dirección, estaba Preston. Y a Tiffany le pareció que desde hacía un tiempo, mirara donde mirase allí estaba Preston, con aspecto limpio y listo y… en cierto modo esperanzado.
—Escucha, Preston —le dijo—. No tengo tiempo para explicar las cosas, y tampoco estoy segura de que fueras a creértelas… No, seguramente sí que te las creerías si te las dijera. Tengo que salir a matar a ese monstruo antes de que me mate a mí.
—Entonces yo te protegeré —respondió Preston—. ¡De todas formas, mi comandante en jefe podría estar ahí fuera en una pocilga con alguna cerda olisqueándole los inmencionables! ¡Y yo represento al poder temporal!
—¿Tú? —saltó Tiffany.
Preston sacó pecho, aunque no llegó muy lejos.
—Resulta que sí. Los chicos me han nombrado guardia de pleno derecho para poder tomarse unas copas y ahora mismo el sargento está en la cocina, vomitando en el fregadero. ¡Ha pensado que podía beber más que Tata Ogg! —Hizo el saludo marcial—. Voy a acompañarte ahí fuera, y no puedes impedirlo. Sin ánimo de ofender, por supuesto. Además, por el poder que me ha otorgado el sargento entre arcada y arcada, querría requisaros a ti y a tu escoba para que me ayudéis en mi búsqueda, si te parece bien.
Era una pregunta espantosa para hacérsela a una bruja. Pero por otra parte era Preston quien la hacía.
—De acuerdo —dijo Tiffany—, pero no quiero que le hagas ni un rasguño. Y antes tengo que ocuparme de una cosa. Disculpa. —Se alejó un poco hacia la puerta abierta del vestíbulo y se apoyó en la piedra fría—. Sé que hay feegles escuchándome —dijo.
—Aj, sí —confirmó una voz a menos de dos centímetros de su oreja.
—Muy bien, pues no quiero que me ayudéis esta noche. Esto es asunto de arpías, ¿entendido?
—Ah, sí, ya vimos a toda la cuadrilla de arpías. Está claru que esta es noche de arpiadas.
—Tengo… —empezó Tiffany, y entonces se le ocurrió una idea—. Tengo que enfrentarme al hombre sin ojos. Y ellas han venido para ver lo buena guerrera que soy, así que no debo hacer trampas utilizando feegles. Es una regla importante de las arpías. Desde luego respeto que las trampas son una honorable tradición feegle, pero las arpías no hacemos trampas —siguió, consciente de que aquello era una mentira enorme—. Si me ayudáis, lo sabrán, y todas las arpías me mirarán con desprecio.
Y pensó: Y si pierdo, será feegles contra arpías, y esa batalla sí que la recordará el mundo para siempre. Pero sin presión, ¿eh?
En voz alta continuó:
—Lo entendéis, ¿verdad? Por esta vez, aunque sea solo por esta vez, haréis lo que os digo y no me ayudaréis.
—Sí, sí, ya entendímoste. Pero sabes que Jeannie dispuso que debémoste cuidar en todu momento, porque eres nuestra arpía de las colinas —objetó Rob.
—Lamento decir que la kelda no está aquí —dijo Tiffany—. Pero yo sí estoy, y debo deciros que si esta vez me ayudáis, dejaré de ser vuestra arpía de las colinas. Estoy sometida a un mochuelo, ya sabéis, y es un mochuelo de arpía, lo que vuélvelo un mochuelo ben, ben grande. —Oyó un gemido colectivo y añadió—: Va en serio. La arpía jefa es Yaya Ceravieja, y ya la conocéis. —Hubo otro gemido—. Pues eso. Esta vez, por favor, dejadme hacer las cosas a mi manera. ¿Lo habéis entendido?
Hubo un silencio momentáneo, y luego la voz de Rob Cualquiera respondió:
—Aj, sí.
—Muy bien —dijo Tiffany.
Respiró hondo y fue a buscar su escoba.
Llevar consigo a Preston dejó de parecerle tan buena idea mientras se elevaban por encima de los tejados del castillo.
—¿Por qué no me has dicho que te daba miedo volar? —le preguntó.
—Oye, eso no es justo —respondió Preston—. Es la primera vez que vuelo en la vida.
Cuando estuvieron a una buena altura, Tiffany observó el clima. Había nubes sobre las montañas y, de vez en cuando, el relámpago de una tormenta de verano. Oyó el lejano retumbar del trueno. En las montañas siempre había una tormenta a mano. La niebla se había dispersado y la luna estaba alta en el cielo: era una noche perfecta. Y hacía aire. Era lo que había deseado Tiffany. Y Preston le rodeaba la cintura con los brazos; eso no estaba segura de si lo había deseado o no.
Habían bajado hacia las llanuras, al pie de la Caliza, e incluso con luz de luna Tiffany distinguió los rectángulos oscuros de los campos que ya estaban desbrozados. Los hombres siempre cuidaban de que el fuego no se les fuese de las manos. Nadie quería un incendio descontrolado que pudiera llevarse por delante cualquier cosa. El campo al que llegaron era el último de todos. Siempre lo habían llamado «el rey». Cuando quemaban el rey, solía acudir medio pueblo para atrapar a los conejos que escapaban de las llamas. Tendría que haberse hecho aquel mismo día, pero todos habían tenido… otras ocupaciones.
Los gallineros y la pocilga estaban en el bancal de encima, separados por un tramo de ladera, y se decía que las cosechas que daba el rey eran tan abundantes porque resultaba mucho más fácil volcar el abono en el rey que repartirlo entre los campos de más abajo.
Aterrizaron junto a las pocilgas, recibidos por los habituales chillidos feroces de los lechones, que con independencia de la situación real creían en todo momento que el mundo pretendía serrarlos por la mitad.
Tiffany husmeó. El aire olía a cerdo, pero Tiffany estaba convencidísima de que aun así podría oler al fantasma cuando llegara. Por mucho que apestaran a sucio, al menos los cerdos tenían un olor natural. En cambio, el fantasma haría que en comparación los cerdos olieran a violetas. Tiffany tuvo un escalofrío. El viento estaba arreciando.
—¿Estás completamente segura de que puedes matarlo? —susurró Preston.
—Creo que puedo hacer que se mate él. Y Preston, te prohíbo estrictamente que me ayudes.
—Lo siento —dijo Preston—. Poder temporal, ya sabes. Usted no puede darme órdenes, señorita Dolorido, si no le importa.
—¿Estás diciendo que tu sentido del deber y la obediencia a tu comandante significan que debes ayudarme? —preguntó ella.
—Bueno, sí, señorita —respondió Preston—. Y algunas otras consideraciones.
—En ese caso de verdad te necesito, Preston, créeme. Me parece que podría hacerlo yo sola, pero sería mucho más fácil si me ayudaras. Lo que quiero que hagas es…
Estaba casi segura de que el fantasma no podría oírles, pero aun así bajó la voz. Preston absorbió sus palabras sin pestañear y luego se limitó a decir:
—Parece bastante sencillo, señorita. Puede fiarse del poder temporal.
—¡Puaj! ¿Cómo he terminado aquí?
Algo gris, pegajoso y que olía mucho a cerdo y a cerveza intentó pasar por encima de la valla de la pocilga. Tiffany sabía que era Roland, pero solo porque era muy improbable que hubieran tirado a otro novio a una pocilga en la misma noche. Y Roland se alzó como algo horrible salido de un pantano, dejando caer gotas de… bueno, gotas. No había mucha necesidad de entrar en detalles. Partes de él se desprendían y salpicaban.
Dio un hipido.
—Parece haber un cerdo enorme en mi dormitorio, y todo apunta a que he extraviado mis pantalones —declaró, con la voz entorpecida por el alcohol. El joven barón miró a su alrededor mientras la comprensión, más que iluminarle, lo abrasaba—. No creo que esto sea mi dormitorio, ¿verdad que no? —dijo, y poco a poco resbaló de vuelta a la porqueriza.
Tiffany olió al fantasma. Por encima de la mezcla nasal que llegaba desde la pocilga, su hedor destacó como el de un zorro entre gallinas. Y el fantasma le habló, con una voz cargada de horror y decadencia:
Puedo sentir que estás aquí, bruja, y también a las otras. Ellas no me preocupan, pero este cuerpo nuevo, aun sin ser muy robusto, tiene… sus propias intenciones permanentes. Soy fuerte. Estoy llegando. No puedes salvar a todo el mundo. Dudo que tu diabólico palo volador pueda cargar a cuatro personas. ¿A quién dejarás atrás? ¿Por qué no dejarlos a todos? ¿Por qué no abandonar a la fatigosa rival, al chico que te rechazó y al joven persistente? ¡Ah, sé bien cómo piensas, bruja!
Pero no pienso de ese modo, se dijo Tiffany. De acuerdo, puede que me haya gustado ver a Roland en la pocilga, pero la gente no es solo gente: es gente rodeada de circunstancias.
No como tú. Tú ni siquiera eres gente ya.
A su lado, con un espantoso ruido de succión, Preston sacó a Roland de la porqueriza entre las protestas de la cerda. Qué suerte tenían los dos de no poder oír al Hombre Astuto.
Se quedó parada. ¿«Cuatro personas»? ¿«La fatigosa rival»? Pero allí solo estaban ella, Roland y Preston, ¿verdad?
Miró hacia el extremo del campo, entre la sombra que dejaba el castillo a la luz de la luna. Una figura blanca corría veloz hacia ellos.
Tenía que ser Leticia. Nadie de por allí vestía con tanto blanco vaporoso a todas horas. La mente de Tiffany se enfrascó en el álgebra de la táctica.
—Preston, vete para allá. Coge la escoba.
Preston asintió e hizo un saludo mientras sonreía de oreja a oreja.
—A su servicio, señorita.
Leticia llegó en pleno frenesí y en carísimas zapatillas blancas de estar por casa. Se detuvo en seco al ver a Roland, que reunió la sobriedad suficiente para intentar cubrir con las manos lo que Tiffany supo que a partir de entonces, en su mente, siempre llamaría sus partes apasionadas. El gesto de Roland solo consiguió hacer un ruido líquido, dado que estaba envuelto en una gruesa capa de estiércol de cerdo.
—¡Uno de sus amigotes me ha dicho que lo tiraron a la pocilga para echarse unas risas! —exclamó Leticia, indignada—. ¡Y se hacen llamar sus amigos!
—Creo que ellos creen que para eso están los amigos —dijo Tiffany, distraída. Para sí misma pensó: ¿Esto funcionará? ¿He pasado algo por alto? ¿Entiendo lo que tengo que hacer? ¿Con quién creo que estoy hablando? Supongo que estoy buscando una señal, solo una señal.
Hubo un sonido de hierba removida. Tiffany miró abajo. Una liebre estaba mirándola a ella y entonces, sin dar sensación de pánico, se perdió entre los tallos cortados.
—Me lo tomaré como un sí entonces —dijo Tiffany sintiendo un pánico propio. Al fin y al cabo, ¿aquello había sido un presagio o solo una liebre lo bastante adulta para correr al instante siempre que veía a personas? Y supuso que sería de mala educación pedir un segundo presagio que confirmara que el primero no era solo una coincidencia, ¿verdad?
En aquel preciso instante, Roland empezó a cantar, con toda probabilidad por culpa de la bebida pero tal vez también porque Leticia estaba afanándose en limpiarle mientras cerraba los ojos con fuerza para no tener que ver, como mujer soltera, nada inapropiado o sorprendente. La canción que cantaba Roland decía:
—«Alegre y deliciosa era la clara mañana de estío, con todos los campos y los prados rebosantes de trigo. Los pájaros trinaban posados en el verdor, y las alondras cantaban melodiosas al romper el albor.» —Se detuvo—. Mi padre la cantaba siempre cuando paseábamos por estos campos —dijo. Estaba en el punto en que los borrachos empezaban a llorar, y sus lágrimas dejaron estrechos senderos de color rosa al llevarse el estiércol de sus mejillas.
Pero Tiffany pensó: Gracias. Un presagio era un presagio. Había que elegir los más convenientes. Y aquel era el campo más grande, el campo donde quemaban los últimos rastrojos. Y la liebre corre al fuego. Ah, los presagios. Siempre tan importantes.
—Escuchadme los dos. No vais a discutirme nada de lo que diga porque tú, Roland, vas como una cuba y tú, Leticia, eres bruja. —Leticia sonrió de oreja a oreja al oírlo—. Pero menos experta que yo, por lo que los dos vais a hacer lo que yo os diga. De ese modo, a lo mejor podemos volver todos vivos al castillo.
Los dos la escucharon con atención, aunque Roland se tambaleaba un poco.
—Cuando grite —siguió Tiffany—, quiero que cada uno me coja de una mano y corráis. Girad si giro yo y parad si yo me paro, aunque dudo mucho que vaya a querer pararme. Sobre todo, no tengáis miedo y confiad en mí. Estoy casi segura de saber lo que hago. —Tiffany se dio cuenta de que su última frase no inspiraba mucha confianza, pero ellos no parecieron fijarse—. Y cuando diga que saltéis, saltad como si tuvierais a un demonio pisándoos los talones, porque lo tendréis.
De pronto el hedor se hizo insoportable. El odio puro que contenía aporreó el cerebro de Tiffany. Los pulgares me hormiguean: algo malvado se acerca, pensó mientras escrutaba en la penumbra. Las narices me apestan: algo malvado se presenta, añadió en su mente para no balbucear de miedo mientras registraba el lejano seto del campo en busca de cualquier movimiento.
Y había una silueta.
Allí estaba, fornida, cruzando el campo en su dirección. Aún se movía despacio, pero iba ganando velocidad. Tenía un andar extraño. «Cuando domina un cuerpo, el propietario pasa a formar parte de él. No hay escapatoria, nunca serán libres.» Es lo que le había dicho Eskarina. Nada que fuese bueno, nada que contara con la opción de redimirse podía tener unos pensamientos que apestaran tanto. Tiffany cogió las manos de la pareja sin hacer caso a su conversación y tiró de ellos hasta que corrieron. El… la criatura estaba entre ellos y el castillo. Y avanzaba con más lentitud de la que había esperado. Aventuró otra mirada y vio el brillo del metal en sus manos. Cuchillos.
—¡Vamos!
—Este calzado no es muy bueno para correr —señaló Leticia.
—Me duele la cabeza —aportó Roland mientras Tiffany tiraba de ellos hacia el fondo del campo.
No hizo caso de las quejas mientras los tallos secos de maíz entorpecían su paso, se les enredaban en el pelo, les rascaban las piernas y les pinchaban los pies. Apenas había logrado poner a la pareja al trote. La criatura los seguía sin descanso. Tan pronto como giraran hacia la seguridad del castillo, empezaría a ganarles terreno…
Pero aquella cosa también pasaba por dificultades, y Tiffany se preguntó hasta qué punto podía forzar un cuerpo si no sentía su dolor, la agonía de sus pulmones, el martilleo del corazón, el crujido de los huesos, el horrible dolor que lo llevaba hacia el último aliento y más allá. La señora Proust había acabado explicándole todas las atrocidades que había cometido el hombre llamado Chubasquero; lo hizo en voz baja, por si decir las palabras con fuerza pudiera contaminar el aire. Comparado con todo aquello, ¿qué era aplastar a un pequeño pájaro cantor? Pero por algún motivo, era ese el que se quedaba grabado en la mente como un crimen imperdonable.
No habrá perdón por una canción silenciada. No habrá redención después de matar la esperanza en la oscuridad. Ahora te conozco.
Eres lo que susurró al oído de Rastrero antes de que diera una paliza a su hija.
Eres el primer acorde en la música brusca.
Eres lo que mira por encima del hombro de quien coge la primera piedra y, aunque creo que formas parte de todos nosotros y que nunca nos libraremos de ti, desde luego podemos hacer de tu vida un infierno.
No hay perdón. No hay redención.
Al mirar hacia atrás, vio que la cara del Hombre Astuto era cada vez más grande y redobló sus esfuerzos para tirar de la cansada y reticente pareja por el difícil terreno. Invirtió un precioso aliento en decir:
—¡Miradlo! ¡Mirad esa cosa! ¿Queréis que nos atrape?
Oyó un breve chillido de Leticia y un gemido de repentina sobriedad procedente de su futuro marido. Los ojos del desgraciado Chubasquero estaban inyectados en sangre y abiertos como platos. Sus labios estaban congelados en una sonrisa demente. Trató de aprovechar que había ganado terreno, pero los compañeros de Tiffany habían encontrado fuerzas nuevas en el miedo, y ahora casi tiraban ellos de la bruja.
Tenían por delante una carrera recta en campo abierto. Todo dependía de Preston. Por extraño que le resultara, Tiffany sintió confianza. Es de fiar, pensó, pero seguía teniendo aquel terrible gorgoteo a su espalda. El fantasma estaba exigiendo más y más a su anfitrión, y a ella no le costó imaginar el siseo de un largo cuchillo. La coordinación era crucial. Preston era de fiar. Lo había entendido bien, ¿verdad? Por supuesto que sí. Podía confiar en Preston.
Más adelante, lo que recordaría con más nitidez fue el silencio, que solo quebraban los tallos al romperse, los jadeos de Leticia y Roland y el terrorífico resuello de su perseguidor. El silencio de su cabeza lo quebraba la voz del Hombre Astuto.
—Estás tendiéndome una trampa. ¡Escoria! ¿Crees que me dejaré atrapar otra vez tan fácilmente? Las niñitas que juegan con fuego se queman, y tú arderás, te lo prometo. ¡Ya lo creo que arderás! ¿Dónde quedará entonces el orgullo de las brujas? ¡Recipientes de la iniquidad! ¡Siervas de la impureza! ¡Profanadoras de todo lo sagrado!
Tiffany mantuvo la mirada fija en el extremo del campo mientras se le escapaban las lágrimas. No pudo evitarlo. Era imposible aislarse de la vileza, de esa llovizna venenosa que se colaba por sus orejas y fluía hasta sus entrañas.
Otro siseo en el aire por detrás de ellos hizo renovar su empeño a los tres corredores, pero Tiffany sabía que no iban a aguantar mucho más. ¿Era Preston lo que se entreveía allí delante, en la tiniebla? Entonces ¿quién era la oscura figura que tenía al lado, la que recordaba a una bruja anciana con sombrero puntiagudo? Mientras Tiffany seguía mirando la silueta se difuminó hasta desaparecer.
Pero de pronto estalló el fuego, y Tiffany oyó sus chasquidos, que se extendieron como un amanecer que recorría el campo hacia ellos, soltando chispas que llenaron el cielo como nuevas estrellas. El viento sopló con fuerza y Tiffany oyó de nuevo la voz hedionda:
—Arderás. ¡Arderás!
Y el viento arreció y las llamas crecieron, y había una muralla de fuego arrasando los tallos tan deprisa como el propio viento. Tiffany miró abajo y vio que había regresado la liebre, que ahora corría junto a ellos sin esfuerzo aparente. Levantó la mirada hacia Tiffany, viró dando un brinco y corrió directa hacia el fuego, a toda velocidad.
—¡Corred! —ordenó Tiffany—. ¡El fuego no os quemará si hacéis lo que os digo! ¡Corred mucho! ¡Corred mucho! ¡Roland, corre para salvar a Leticia! ¡Leticia, corre para salvar a Roland!
Tenían el fuego casi encima. Necesito la fuerza, pensó Tiffany. Necesito el poder. Y recordó lo que le había dicho una vez Tata Ogg: «El mundo cambia. El mundo fluye. Ahí hay poder, mi niña».
Las bodas y los funerales son momentos de poder… sí, las bodas. Tiffany agarró con más fuerza las manos de los dos. Y ahí llegaba, la crepitante y fragorosa muralla de fuego…
—¡Saltad! —Y mientras se despegaban del suelo chilló—: «¡Salta, granuja! ¡Brinca, zorra!».
Sintió cómo se elevaban mientras los envolvía el fuego.
El tiempo titubeó. Un conejo se cruzó con ellos por debajo, huyendo aterrorizado de las llamas. Y él también huirá, pensó Tiffany. Correrá para alejarse del fuego, pero el fuego correrá hacia él. Y el fuego corre mucho más que un cuerpo que se muere.
Tiffany flotaba dentro de una bola de fuego amarillo. Vio que les adelantaba la liebre, una criatura cómoda en su elemento. No somos tan rápidos como tú, reflexionó Tiffany. Nosotros sí que nos chamuscaremos. Miró a derecha e izquierda, a la novia y al novio, que tenían la mirada perdida hacia delante como si estuvieran hipnotizados, y los atrajo hacia ella. Ahora lo entendía. Seré yo con quien te cases, Roland. Ya te lo había dicho.
Tiffany iba a hacer algo hermoso con aquel fuego.
—¡Vuelve a los infiernos de donde procedes, Hombre Astuto! —voceó por encima del rugido de las llamas—. ¡Salta, granuja! ¡Brinca, zorra! —volvió a chillar—. ¡Yo os caso para siempre a partir de ahora!
Y esto es una boda, se dijo. Un nuevo principio. Y durante unos pocos segundos en el mundo, este es un lugar de poder. Oh, sí, un lugar de poder.
Cayeron rodando al otro lado del muro de fuego. Tiffany estaba preparada y empezó a pisotear brasas y a sacudir todas las llamas que quedaban en la ropa.
De pronto también estaba allí Preston, recogiendo a Leticia y sacándola de las cenizas. Tiffany rodeó con un brazo a Roland, que había aterrizado sobre algo blando (posiblemente su cabeza, pensó una parte de Tiffany) y siguió al guardia.
—Parecen quemaduras muy superficiales y algo de pelo chamuscado —declaró Preston—, y en cuanto a tu antiguo novio, creo que ahora el barro está horneado. ¿Cómo lo has conseguido?
Tiffany respiró hondo.
—La liebre cruza tan rápido las llamas que apenas las nota —explicó—, y suele aterrizar sobre ceniza. El fuego consume muy deprisa la hierba si hay viento fuerte.
Se oyó un chillido a sus espaldas, y Tiffany imaginó a una figura torpe intentando escapar de las llamas que la ventolera le echaba encima, y fracasando. Sintió el dolor de una criatura que había reptado por el mundo durante siglos.
—Vosotros tres quedaos aquí. ¡No me sigáis! ¡Preston, cuida de ellos!
Tiffany recorrió la ceniza que ya se enfriaba. Debo verlo, se dijo. Debo ser testigo. ¡Debo saber qué es lo que he hecho!
Las ropas del hombre muerto humeaban. No tenía pulso. Hizo cosas horribles a la gente, pensó Tiffany, cosas que revolvían el estómago hasta a los guardas de prisión. Pero ¿qué le hicieron a él antes? ¿Era tan solo una versión mucho peor del señor Rastrero? ¿Podría haber llegado a ser una persona decente? ¿Cómo se cambia el pasado? ¿Dónde empieza el mal?
Sintió que las palabras se colaban en su mente como gusanos: ¡Asesina, escoria, depravada! Y sintió la necesidad de disculparse con sus orejas por lo que tenían que escuchar. Pero la voz del fantasma sonaba débil, aguda y quejumbrosa mientras caía hacia atrás en la historia.
No puedes llegar hasta mí, pensó. Estás consumido. Ahora eres demasiado débil. ¿Tanto te agotó obligar a un hombre a correr hacia su muerte? No puedes entrar, aunque note cómo lo intentas. Tiffany se agachó y recogió de entre las cenizas un nódulo de pedernal, aún caliente por el fuego. En el terreno había mucho sílex, la más afilada de las piedras. Nacido de la caliza, igual que en cierto modo había nacido Tiffany. Su suavidad era el contacto de un viejo amigo.
—Nunca aprendes, ¿verdad? —dijo—. No comprendes que hay otras personas que también piensan. Desde luego que no ibas a correr hacia el fuego, pero en tu arrogancia no has llegado a entender que el fuego correría hacia ti.
Tu poder se basa solo en el rumor y la mentira, pensó. Te abres paso al interior de la gente cuando están inseguros, débiles, preocupados y temerosos, cuando creen que su enemigo es otra gente aunque su enemigo eres y siempre serás, tú, el amo de las mentiras. Por fuera eres temible. Por dentro no eres más que debilidad.
Yo por dentro soy pedernal.
Sintió el calor del campo entero, se afianzó sobre el suelo y agarró la piedra. ¡Cómo osas venir aquí, gusano! ¡Cómo te atreves a entrar sin permiso en lo que es mío! A medida que se concentraba sintió que el pedernal se calentaba en su mano, se fundía y fluía entre sus dedos para caer goteando al suelo. Nunca había intentado aquello antes; respiró una profunda bocanada de aire que, de algún modo, las llamas habían purificado.
Y si regresas, Hombre Astuto, habrá otra bruja como yo. Siempre habrá otra bruja como yo porque siempre va a haber cosas como tú, porque nosotros les dejamos espacio. Pero ahora mismo, en este terreno sangrante, yo soy la bruja y tú no eres nada. Los párpados se me cierran: algo malvado se entierra.
Un siseo que había ocupado su mente desapareció y la dejó sola con sus pensamientos.
—No hay perdón —dijo en voz alta—, no hay redención. Obligaste a un hombre a matar a su inofensivo pajarito, y no sé por qué, pero creo que ese fue el peor delito de todos.
Cuando hubo regresado hasta el final del campo, había logrado ser de nuevo la Tiffany Dolorido que sabía fabricar queso y ocuparse de las tareas diarias, la que no estrujaba roca fundida entre los dedos.
La feliz pero algo chamuscada pareja empezaba a darse cuenta de las cosas. Leticia se incorporó.
—Me siento cocinada —declaró—. ¿Qué es ese olor?
—Lo siento, pero eres tú —respondió Tiffany—, y me temo que ese camisón de encaje tan maravilloso tendrá que servir para limpiar ventanas de ahora en adelante. Lamento deciros que no hemos saltado tanto como la liebre.
Leticia miró a su alrededor.
—¿Roland está… está bien?
—Como una rosa —dijo Preston en tono jovial—. Ese estiércol de la pocilga le ha venido de maravilla.
Leticia se quedó un momento callada.
—Y ¿esa… cosa?
—Ya no está —respondió Tiffany.
—¿Estás seguro de que Roland está bien? —insistió Leticia.
Preston sonrió de oreja a oreja.
—De perlas, señorita. No se ha quemado nada importante, aunque a lo mejor le duele un poco cuando le quitemos la corteza. Está un poco cocido, ya me entiende. —Leticia asintió antes de volverse poco a poco hacia Tiffany—. ¿Qué era lo que has dicho mientras saltábamos?
Tiffany respiró hondo.
—Os he casado.
—¿Tú, es decir, tú, nos has casado, es decir, unido en matrimonio, a nosotros? —preguntó Leticia.
—Sí —confirmó Tiffany—. Es decir, así es. Saltar juntos un fuego es una ceremonia matrimonial muy antigua. Además, no requiere sacerdotes, lo que supone un gran ahorro en organización.
La posible recién casada sopesó lo que acababa de oír.
—¿Estás segura?
—Bueno, es lo que me explicó la señora Ogg —contestó Tiffany—, y siempre he querido intentarlo.
Dio la impresión de que Leticia lo aprobaba, porque dijo:
—La señora Ogg es una mujer muy sabia, de eso no hay duda. Sabe una cantidad sorprendente de cosas.
Tiffany, manteniendo la expresión tan neutra como pudo, convino:
—Una cantidad sorprendente de cosas sorprendentes.
—Ah, sí… Eh… —Leticia carraspeó con expresión más bien vacilante y remató el «eh» con un—: Hum.
—¿Ocurre algo? —preguntó Tiffany.
—Esa palabra que has dicho mientras saltabas. Creo que era una palabra muy mala.
Tiffany ya se lo había esperado.
—Bueno, se ve que es tradicional. —Con una voz casi tan vacilante como la de Leticia, añadió—: Y tampoco creo que Roland sea un granuja. Y por supuesto las palabras y su uso van cambiando con los años.
—¡Esa no creo que cambie! —exclamó Leticia.
—Bueno, depende de las circunstancias y del contexto —declaró Tiffany—. Pero si te soy sincera, Leticia, en una emergencia las brujas usamos toda herramienta que tengamos a mano. Además, la forma en que pensamos en algunas palabras sí que cambia. Por ejemplo, ¿sabes lo que significa la palabra «ubre»? —Y mientras tanto pensó: ¿Por qué estoy dándole charla insustancial? Lo sé: porque es un ancla, y me confirma que soy un ser humano entre otros humanos, y porque ayuda a limpiar el terror de mi alma…
—Sí —afirmó la futura esposa—. Me temo que no ando muy, hum, sobrada en ese departamento.
—Hace un par de siglos habría sido un problema, porque para la ceremonia nupcial de entonces la novia tenía que acudir ubre hacia su marido.
—¡Tendría que meterme una almohada bajo el corsé!
—En realidad, no. Antes significaba rica, copiosa, entregada —explicó Tiffany.
—Ah, eso puedo serlo —aseguró Leticia—. Al menos las dos primeras, sin problemas —añadió con una sonrisa. Carraspeó—. Oye, aparte de casarnos, cosa que por cierto sigue pareciéndome muy graciosa, ¿qué acabamos de hacer?
—Bueno —respondió Tiffany—, me habéis ayudado a tender una trampa a uno de los peores monstruos que han ensuciado jamás el mundo.
La recién casada se animó.
—¿Ah, sí? Vaya, qué bien —dijo—. Me alegro mucho de que hayamos hecho eso entre todos. Lo que no sé es cómo vamos a compensarte todo lo que tú has hecho por nosotros.
—Bueno, la tela usada pero limpia y las botas viejas siempre son bien recibidas —dijo Tiffany con voz seria—. Pero no tenéis que darme las gracias por ser una bruja. Preferiría que se lo agradecierais a mi amigo Preston, que se ha puesto en auténtico peligro por vosotros dos. Nosotros, por lo menos, estábamos juntos. Él estaba aquí solo.
—A decir verdad —intervino Preston—, eso no es del todo exacto. Aparte de otros contratiempos, mis cerillas estaban todas empapadas, pero por fortuna el señor Wullie Chiflado y sus amigos han tenido la amabilidad de prestarme unas cuantas. Y me han dicho que dígate que non pasa nada, ¡porque ayudábanme a mí y non a ti! Y aunque haya damas presentes, añadiré que han contribuido a la rapidez del fuego avivando las llamas con sus kilts. Una visión, debe decirse, que una vez se ha presenciado es imposible olvidar.
—Me habría gustado mucho poder presenciarla —declaró Leticia con educación.
—De todas formas —dijo Tiffany intentando borrar la imagen mental de su cabeza—, tal vez lo mejor sea concentrarse en el hecho de que mañana os casará el pastor Huevo, con una ceremonia algo más convencional. ¿Y sabéis una cosa muy importante sobre mañana? ¡Que es hoy!
Roland, que estaba agarrándose la cabeza con las dos manos y gimiendo, preguntó:
—¿El qué?