Sacudiendo las sábanas
Su cama de la cámara blanca y negra del castillo era mucho más cómoda que la mazmorra, aunque Tiffany echó de menos los relajantes eructos de las cabras.
Soñó con fuego otra vez. Y alguien la observaba. Podía sentirlo, y en esta ocasión no eran las cabras. Alguien observaba el interior de su cabeza, pero no era un acto hostil: había alguien cuidando de ella. Y en el sueño el fuego estaba desbocado, y una figura oscura apartó las llamas como si fueran cortinas, y allí estaba la liebre, sentada junto a la figura oscura como una mascota. La liebre cruzó la mirada con Tiffany y saltó a las llamas. Y Tiffany supo.
Alguien llamó a la recia puerta. Tiffany despertó de sopetón.
—¿Quién es?
Una voz dijo desde el otro lado:
—¿Qué sonido hace el despiste?
Apenas le hizo falta pensar.
—El sonido del viento en la hierba muerta de un día caluroso de verano.
—Sí, creo que es suficiente —dijo la voz de Preston al otro lado de la puerta—. Por no andarme por las ramas, hay un montón de gente abajo, señorita. Creo que necesitan a su bruja.
Hacía buen día para un funeral, pensó Tiffany mientras miraba por la estrecha ventana del castillo. En los funerales no debería llover. Ponía demasiado triste a la gente. Ella siempre intentaba no estar triste en los funerales. La gente vivía, y moría, y se la recordaba. Ocurría del mismo modo en que el invierno seguía al verano. No era algo malo. Había lágrimas, por supuesto, pero se derramaban por los que se habían quedado: los desaparecidos no las necesitaban.
El personal se había levantado muy temprano y había sacado las mesas largas al vestíbulo para servir el desayuno a todo el que llegara. Era una tradición. Rico o pobre, señor o dama, la comida del funeral estaba allí para todo el mundo, por respeto al barón. Y por respeto a una buena comida, el lugar se estaba llenando. La duquesa estaba allí, con un vestido negro que era más negro que cualquier negro que Tiffany hubiera visto en la vida. Aquel vestido relucía. El vestido negro de la típica bruja solo era negro en teoría. En la práctica, estaba más bien gris del polvo, y seguramente remendado en la cercanía de las rodillas, y algo deshilachado por los bordes y, por supuesto, casi desgastado del todo por los frecuentes lavados. Era lo que era: ropa de trabajo. No podía imaginarse a la duquesa asistiendo un parto con aquel vestido… Tiffany parpadeó. Sí que podía imaginársela. Si hubiera una emergencia, lo haría. Abusaría, protestaría y daría órdenes a todo el mundo, pero lo haría. Era esa clase de persona.
Tiffany volvió a parpadear. Notaba la cabeza lúcida, clara como el cristal. El mundo le parecía comprensible aunque un poco frágil, como si pudiera romperse, como una bola de espejo.
—¡Buenos días, señorita! —le dijo Ámbar, que llegaba por delante de sus padres. El señor Rastrero tenía un aspecto limpio y sumiso y también bastante avergonzado. Se veía a la legua que no sabía qué decir. Tiffany tampoco.
Hubo un ajetreo en la entrada principal, hacia el que Roland fue corriendo para volver acompañado del rey Verence de Lancre y de Magrat, su reina. Tiffany ya los conocía. Era imposible no cruzárselos en Lancre, un reino muy pequeño, sobre todo teniendo en cuenta que allí vivía también Yaya Ceravieja.
Y Yaya Ceravieja estaba allí, en aquel preciso momento, con Tú[29] echada en torno a los hombros como una bufanda, detrás de la pareja real y justo enfrente de una voz estridente y alegre que exclamó:
—¿Cómo andamos, Tiff? ¿Va todo bien o qué?
Significaba que medio metro por debajo pero oculta por razones de tamaño se hallaba Tata Ogg, de quien se comentaba que era más lista que Yaya Ceravieja, y al menos lo bastante lista para no dejar que su amiga lo descubriera.
Tiffany se inclinó hacia ellas como dictaba la costumbre. Pensó: Sí que les gusta juntarse, ¿verdad? Sonrió a Yaya Ceravieja y dijo:
—Es un placer verla aquí, señora Ceravieja, además de una sorpresa.
Yaya la miró fijamente, pero Tata Ogg comentó:
—La carretera desde Lancre hasta aquí es larga y tiene mucho bache, así que hemos pensado que mejor bajábamos a Magrat y a su rey en escoba.
Tal vez fueran imaginaciones de Tiffany, pero la explicación de Tata Ogg sonaba a que había dedicado tiempo a trabajarla. Daba la sensación de que estuviera recitando un guión.
Pero no hubo más tiempo para hablar. La llegada del rey había desatado algo en el ambiente, y por primera vez Tiffany vio al pastor Huevo, con su sotana blanquinegra. Se ajustó el sombrero puntiagudo antes de acercarse al religioso, que pareció aceptar la compañía con gusto porque le dedicó una sonrisa agradecida.
—Anda, una bruja, por lo que veo.
—Sí, el sombrero puntiagudo siempre nos delata, ¿verdad? —admitió ella.
—Pero ¿veo que no lleva vestido negro…?
Tiffany captó los signos de interrogación al vuelo.
—Cuando sea vieja, me vestiré de medianoche —dijo.
—De lo más apropiado —respondió el pastor—, pero ahora vistes de verde, blanco y azul, los colores de las lomas, si me permites el comentario.
Tiffany estaba impresionada.
—Entonces ¿no está interesado en la caza de brujas? —Se sintió un poco boba por preguntárselo a las claras, pero estaba nerviosa.
El pastor Huevo negó con la cabeza.
—Puedo asegurarle, señorita, que ya hace siglos que la iglesia no se involucra de verdad en cosas como esa. Por desgracia hay gente que recuerda el pasado lejano. Es más, hace solo unos años el famoso pastor Avena dijo en su famoso Testamento de las montañas que las mujeres conocidas como brujas son la encarnación solícita y práctica de los mejores ideales del profeta Brutha. Para mí basta y sobra con eso. Confío en que al menos baste para usted.
Tiffany le dedicó su sonrisa más dulce, que tampoco era de una dulzura extrema por mucho que lo intentase. Nunca había acabado de cogerle el tranquillo al dulce.
—Estas cosas es importante aclararlas, ¿no le parece?
Tiffany olisqueó, pero no había más olor que un asomo de loción de afeitado. Aun así, tendría que mantener la guardia alta.
El funeral salió bien. Desde el punto de vista de Tiffany un funeral bueno era aquel en que el protagonista era muy viejo. Había acudido a algunos —a demasiados— en que era muy pequeño y lo velaban amortajado. Los ataúdes eran muy poco habituales en la Caliza, y lo cierto es que lo era en casi todas las demás partes. La buena madera era demasiado cara para dejarla pudrir bajo tierra. Un práctico sudario de tela blanca valía para la mayoría de la gente: era fácil de hacer, no muy caro y beneficiaba a la industria lanera. Sin embargo, el barón descansaría para siempre en un sepulcro de mármol blanco que, al ser un hombre práctico, había diseñado, encargado y pagado veinte años antes. Dentro había una mortaja blanca, porque dentro del mármol refresca bastante.
Y ese fue el final del anciano barón, aunque solo Tiffany sabía dónde estaba de verdad. Estaba paseando con su padre entre los rastrojos mientras se quemaban los tallos de maíz y las malas hierbas, en un día perfecto de finales de verano, un instante ideal y eterno, retenido en el tiempo…
Tiffany ahogó un grito.
—¡El dibujo!
Aunque lo había dicho entre dientes, las cabezas de su alrededor se volvieron para mirarla. Pensó: ¡Seré egoísta! Y luego pensó: Espero que aún esté allí.
Tan pronto como hubieron deslizado la tapa del sepulcro de piedra con un sonido que Tiffany recordaría para siempre, fue a buscar a Brian, que estaba sonándose la nariz. Cuando el sargento levantó la mirada hacia ella, tenía los ojos enrojecidos.
Tiffany lo cogió del brazo con suavidad e intentó no sonar apremiante.
—¿La habitación que ocupaba el barón está cerrada con llave?
Brian se quedó estupefacto.
—¡Por supuesto! Y el dinero está en la caja fuerte grande del despacho. ¿Por qué lo preguntas?
—Allí había una cosa muy valiosa. Una carpeta de cuero. ¿También la guardaron en la caja fuerte?
El sargento negó con la cabeza.
—Créeme, Tiff, después de… —Vaciló—. Después de los problemillas, hice inventario de todo lo que había en esa habitación. No salió nada de allí sin que yo lo viera y lo apuntara en mi cuaderno. Con mi lápiz —añadió, en aras de la máxima concreción—. No salió nada parecido a una carpeta de cuero, de eso estoy seguro.
—No. Porque ya se la había llevado la señorita Pulcro —dijo Tiffany—. ¡Dichosa enfermera! ¡No me preocupé del dinero porque nunca había contado con él! ¡A lo mejor pensó que en la carpeta había escrituras o algo así!
Tiffany volvió corriendo al vestíbulo y miró a su alrededor. Ahora Roland era el barón a todos los efectos. Y el primer efecto era que la gente se había acumulado en torno a él para decirle cosas como «Era una persona muy amable» y «Tenía buen fondo» y «Al menos no sufrió» y todas las cosas que dice la gente después de un funeral cuando no sabe qué decir.
Tiffany se acercaba resuelta hacia el barón, pero se detuvo cuando una mano se le posó en el hombro. Siguió el brazo con la mirada hasta la cara de Tata Ogg, que se las había ingeniado para hacerse con la jarra de cerveza más grande que había visto nunca Tiffany. Con más exactitud, se fijó en que era una jarra de cerveza medio llena.
—Da gusto ver que estas cosas se hacen como es debido —dijo Tata—. No llegué a conocer al difunto, pero por lo que dicen era buen tipo. Me alegro de verte, Tiff. ¿Va todo bien?
Tiffany miró su sonrisa de ojos inocentes, y luego la cara mucho más adusta de Yaya Ceravieja que estaba detrás, y por fin el ala de su sombrero. Hizo una inclinación.
Yaya Ceravieja carraspeó con un sonido como de gravilla.
—No hemos venido por trabajo, chica. Solo queríamos que el rey hiciera una buena entrada.
—Ni tampoco hemos venido por el Hombre Astuto —añadió Tata Ogg con alegría.
Había sonado como si se le hubiera escapado tontamente, y Tiffany oyó el bufido de reproche de Yaya. Pero en términos generales, cuando Tata Ogg salía con algún comentario tonto y vergonzoso por casualidad, era porque lo había pensado con mucho detenimiento de antemano. Tiffany lo sabía, y sin duda Tata sabía que Tiffany lo sabía, y Tiffany también sabía eso. Pero era la forma en que solían comportarse las brujas, y todo funcionaba a las mil maravillas siempre que nadie cogiera un hacha.
—Ya sé que es problema mío. Yo lo resolveré —dijo.
A primera vista era una estupidez como un piano. Le convendría mucho tener de su parte a las brujas expertas. Pero ¿cómo quedaría entonces? Aquella era una encomienda nueva, y debía mostrar orgullo.
No podía decir: «He hecho cosas difíciles y peligrosas antes», porque ya se entendía. Lo importante era lo que hiciera aquel día. Era cuestión de orgullo. Era cuestión de estilo.
Y también era cuestión de edad. Al cabo de veinte años, si pedía ayuda, quizá la gente pensara: Bueno, hasta una bruja experta puede toparse con algo auténticamente extraordinario. Y la ayudarían sin darle más vueltas al tema. Pero si ahora pedía ayuda, pues… las demás ayudarían. Las brujas siempre ayudaban a otras brujas. Pero todas pensarían: ¿De verdad era buena? ¿Podrá aguantar lo que venga? ¿Es lo bastante fuerte para afrontar el futuro? Nadie diría nada, pero todas lo dudarían.
Tiffany pensó todo eso durante un segundo y, cuando parpadeó, las brujas estaban observándola.
—La confianza en uno mismo es la mejor amiga de una bruja —dijo Yaya Ceravieja con severidad.
Tata Ogg convino con un asentimiento y añadió:
—En la confianza en uno mismo puedes confiar, es lo que digo yo siempre. —Se rió al ver la expresión de Tiffany—. ¿Crees que eres la única que ha tenido que enfrentarse al Hombre Astuto, querida? Yaya tuvo que vérselas con él cuando tenía tu edad. Lo envió al lugar de donde venía rapidito, rapidito, créeme.
Sabiendo que era en vano, pero intentándolo de todos modos, Tiffany se volvió hacia Yaya Ceravieja y dijo:
—¿Puede darme algún consejo, señora Ceravieja?
Yaya, que había empezado a gravitar a propósito hacia la mesa del bufet, se quedó quieta un momento, giró la cabeza y respondió:
—Confía en ti misma. —Se alejó unos pasos más, se detuvo como abstraída y añadió—: Y no pierdas.
Tata Ogg dio una palmada a Tiffany en la espalda.
—Yo no he conocido a ese cabronazo, pero dicen que es bastante duro. Oye, ¿la radiante novia va a tener despedida de soltera esta noche? —La anciana guiñó el ojo y se terminó su jarra de un solo trago.
Tiffany trató de pensar deprisa. Tata Ogg se llevaba bien con todo el mundo. Tiffany solo tenía una idea aproximada de lo que era una despedida de soltera, pero parte de las existencias de la señora Proust servían como pistas y, si Tata Ogg también sabía de ellas, era una certeza que habría alcohol de por medio.
—No creo que una fiesta como esa sea apropiada la noche después de un funeral, ¿no te parece, Tata? Aunque creo que a Leticia podría venirle bien una pequeña charla —añadió.
—Sois amigas, ¿no? Supongo que lo normal sería que tuvieras tú esa pequeña charla con ella.
—¡Ya la he tenido! —protestó Tiffany—. Pero me parece que no me creyó. ¡Y tú has tenido al menos tres maridos, Tata!
Tata Ogg la miró un momento y luego dijo:
—De ahí saldrá bastante conversación, supongo. Muy bien. Pero ¿qué pasa con el novio? ¿Cuándo va a tener la despedida de soltero?
—¡Ah, de esas he oído hablar! Son cuando sus amigos lo emborrachan, se lo llevan muy lejos, lo atan a un árbol y luego… Creo que a veces interviene un cubo de pintura y una brocha, pero normalmente lo echan a una pocilga. ¿Por qué lo preguntas?
—Ah, porque la despedida de soltero siempre es mucho más interesante que la de soltera —contestó Tata con un brillo travieso en los ojos—. ¿El afortunado prometido tiene amigos?
—Bueno, hay más jóvenes nobles de otras familias encopetadas, pero en realidad solo conoce a la gente de aquí, del pueblo. Crecimos todos juntos, ¿sabes? ¡Y ninguno se atrevería a tirar al barón a una pocilga!
—¿Qué me dices de ese joven tuyo de ahí? —Tata hizo un gesto en dirección a Preston, que estaba cerca. Siempre parecía estar cerca.
—¿Preston? —dijo Tiffany—. No creo que conozca mucho al barón. Y de todas formas…
Dejó de hablar y pensó: ¿Cómo que «ese joven tuyo»? Se volvió hacia Tata, que tenía las manos cogidas tras la espalda y estaba mirando al techo con la expresión de un ángel, aunque no pondría pegas a admitir que en sus tiempos había conocido a algunos demonios. Y así es como era Tata Ogg: cuando se trataba de asuntos del corazón, o de otras partes del cuerpo, no había forma de engañarla.
Pero Preston no es «ese joven mío», insistió Tiffany para sí misma. Solo es un amigo. Que resulta que es chico.
Preston se acercó y se quitó el casco delante de Tata.
—Me temo, señora, que iría contra mis ordenanzas como hombre de la milicia poner la mano encima a mi comandante en jefe —informó—. De no darse esa situación, lo haría con la mayor celeridad.
Tata asintió en aprecio a la respuesta polisilábica y dedicó un guiño de ojo a Tiffany que la hizo sonrojar hasta las suelas de las botas. Ahora la sonrisa de Tata Ogg era tan ancha que se le podría haber puesto a una calabaza.
—Bueno, bueno, bueno —dijo—. Se nota que a este sitio le falta un pelín de diversión. ¡Menos mal que he venido!
Tata Ogg tenía un corazón de oro, pero tan pronto como abriera la boca habría que tapar los oídos a la gente más impresionable. Y de todas formas, allí debía imperar el sentido común, ¿verdad?
—¡Tata, estamos en un funeral!
Pero su énfasis jamás haría desistir a Tata Ogg.
—¿Era un buen hombre?
Tiffany vaciló solo un instante.
—Aprendió a serlo.
Tata Ogg se fijaba en todo.
—Ah, claro, tu abuela Dolorido le enseñaría modales, supongo. Pero murió siendo un buen hombre, ¿verdad? Bien. ¿Se le recordará con cariño?
Tiffany intentó no hacer caso al nudo de su garganta y logró decir:
—Sí, por todo el mundo, eso seguro.
—¿Y te ocupaste de que muriera bien? ¿Mantuviste apartado el dolor?
—Tata, aunque esté feo que lo diga yo, tuvo una muerte perfecta. La única muerte mejor habría sido no morir.
—Así me gusta —dijo Tata—. ¿Sabes si tenía alguna canción favorita?
—¡Ya lo creo! Era Las alondras cantaban melodiosas —indicó Tiffany.
—Ah, me parece que es la que en casa llamamos Alegre y deliciosa. Tú sígueme, ¿de acuerdo?, y enseguida los tendremos a todos bien animados.
Y dicho eso, Tata Ogg agarró por el hombro a un camarero que pasaba, cogió de su bandeja una jarra llena, subió de un salto a una mesa y pidió silencio a gritos con el brío de una chiquilla y la voz enérgica de un sargento mayor.
—¡Damas y caballeros! Para celebrar la buena vida y la pacífica despedida de nuestro difunto amigo y barón, me han pedido que cante su canción favorita. ¡Únanse si les llega el aliento!
Tiffany escuchó, fascinada. Ver a Tata Ogg era como recibir una clase magistral sobre la gente. Trataba a perfectos desconocidos como si los conociera de hacía años, y de algún modo ellos actuaban como si de verdad fuese así. Arrastrados en cierto modo por la excelente voz musical de una anciana con un solo diente, después del segundo verso los perplejos invitados estaban alzando la voz por encima del murmullo, y al acabar la primera estrofa ya armonizaban como una coral, y Tata los tenía comiendo de su mano. Tiffany lloró un poco, y entre las lágrimas vio a un niño con su chaqueta nueva de tweed que olía a pis, paseando con su padre bajo estrellas distintas.
Y entonces vio el brillo de lágrimas en los rostros, incluidos los del pastor Huevo y la duquesa. La canción traía ecos de pérdida y recuerdo, y el propio vestíbulo respiraba con aliento propio.
Tendría que haber aprendido esto, pensó. Quise aprender el fuego y el dolor, pero debí aprender a la gente. Debí aprender a no graznar cuando canto…
La canción había terminado y el público empezaba a cruzar miradas de vergüenza, pero la bota de Tata ya estaba aporreando la mesa.
—«Bailad, bailad, sacudiendo las sábanas. Bailad, bailad, si oís tocar al flautista» —cantó.
Tiffany pensó: ¿Es la canción apropiada para un funeral? Y enseguida se respondió: ¡Pues claro que sí! Tiene una melodía maravillosa y nos dice que todos moriremos un día pero, y esto es lo importante, que aún no estamos muertos.
Tata Ogg había saltado de la mesa, había agarrado al pastor Huevo y, mientras le daba vueltas, cantó: «Pues ningún predicador apartará a la muerte de los hombres», y el pastor tuvo la elegancia de sonreír y bailar con ella.
La gente aplaudió, algo que Tiffany no esperaba ver en un funeral. Deseó con toda su alma poder ser como Tata Ogg, que entendía de verdad las cosas y sabía cómo forjar la risa a partir del silencio.
Y entonces, mientras se apagaban los aplausos, una voz masculina cantó:
—«Abajo en el valle, en el fondo del valle, descansa la cabeza y oye soplar el viento…»
Y el silencio se hizo a un lado ante el inesperado chorro de voz del sargento.
Tata Ogg fue al lugar donde se había quedado Tiffany.
—Bueno, parece que ya los he calentado. ¿Oyes cómo se aclaran las gargantas? ¡Seguro que acaba cantando hasta el pastor! Y a mí me vendría bien otra cerveza. Cantar da una sed que no veas. —Hizo un guiño, y después dijo a Tiffany—: Primero ser humano, después bruja; difícil de recordar, fácil de hacer.
Era magia. La magia había convertido un vestíbulo lleno de gente que no conocía a mucha de la otra gente en seres humanos que se sabían rodeados de otros seres humanos y, en ese momento, no hacía falta que importara nada más. Preston dio un golpecito en el hombro de Tiffany. Tenía una sonrisa de preocupación bastante curiosa en la cara.
—Lo siento, pero tengo la desgracia de estar de servicio y creo que deberías saber que tenemos tres visitantes más.
—¿No puedes hacerles pasar? —preguntó Tiffany.
—Me encantaría hacerlo, señorita, pero es que ahora mismo no pueden moverse del tejado. El sonido que hacen tres brujas es un montón de palabrotas, señorita.
Si había habido palabrotas, las recién llegadas se habían quedado sin aliento cuando Tiffany localizó la ventana apropiada y salió al tejado de plomo del castillo. No había muchos agarraderos y se había levantado bastante niebla, pero Tiffany avanzó a gatas con mucha cautela en dirección a los murmullos.
—¿Hay alguna bruja aquí arriba? —preguntó.
Y desde la penumbra le llegó la voz de alguien que ni siquiera intentaba contener su mal humor.
—¿Y qué diablos haría usted si le dijera que no, señorita Tiffany Dolorido?
—¿Señora Proust? ¿Qué está haciendo aquí?
—¡Agarrarme a una gárgola! Bájanos ahora mismo, querida, porque estas no son mis piedras y la señora Chiripa tiene que ir al excusado.
Tiffany gateó un poco más, muy consciente de la caída que había a meros centímetros de su mano.
—Preston ha ido a traer una cuerda. ¿Tienen escoba?
—Una oveja se ha estampado contra ella —dijo la señora Proust.
Tiffany ya empezaba a distinguirla entre la niebla.
—¿Se ha estampado contra una oveja en el aire?
—A lo mejor era una vaca o algo así. ¿Cómo se llaman esos bichos que hacen «grumfi, grumfi»?
—¿Se ha dado contra un erizo volador?
—No, no ha sido así. Estábamos en tierra, buscando un arbusto para la señora Chiripa. —Se oyó un suspiro en las tinieblas—. Es por su problema, pobrecita. ¡Hemos parado en muchos arbustos viniendo hacia aquí, créeme! Y ¿sabes una cosa? ¡Dentro de cada uno de ellos hay algo que pica, muerde, da patadas, chilla, aúlla, chapotea, se tira unos pedos enormes, saca pinchos, intenta derribarte o deja un montón increíble de caca! ¿Es que por aquí no habéis oído hablar de la porcelana?
Tiffany estaba perpleja.
—¡Bueno, sí, pero no en los campos!
—Pues no les vendría nada mal —dijo la señora Proust—. He echado a perder un buen par de botas, para que lo sepas.
Hubo un tintineo entre la niebla y Tiffany se alegró de oír la voz de Preston.
—He forzado la vieja trampilla, señoras. ¿Serían tan amables de gatear hacia aquí?
La trampilla daba a un dormitorio con signos evidentes de haber sido ocupado por una mujer la noche anterior. Tiffany se mordió el labio.
—Creo que aquí es donde se aloja la duquesa. Por favor, no toquen nada; ya es bastante borde sin provocarla.
—¿Ha dicho duquesa? Suena a estirado —comentó la señora Proust—. ¿Qué tipo de duquesa, si puede saberse?
—La duquesa de Florilegio —respondió Tiffany—. Usted la vio cuando tuvimos aquel malentendido en la ciudad, ¿se acuerda? ¿En La Cabeza del Rey? Tienen unos terrenos enormes como a cincuenta kilómetros de aquí.
—Qué cosas —dijo la señora Proust, en un tono que sugería que probablemente aquello no iba a terminar bien, pero sí sería interesante y quizá embarazoso para alguien que no fuera la señora Proust—. Me acuerdo de ella, y me acuerdo de que, después de todo el lío, pensé: «¿De qué me suena usted, señora?». ¿Sabes algo de ella, querida?
—Bueno, su hija me contó que un gran incendio arrasó sus propiedades y se llevó a toda su familia antes de que se casara con el duque.
El rostro de la señora Proust brilló, aunque era el brillo del filo de una navaja.
—Ah, ¿en serio? —comentó con voz acaramelada—. Qué cosas pasan. Espero coincidir otra vez con esa dama para poder darle el pésame…
Tiffany decidió que no tenía tiempo de resolver aquel acertijo, pero había más cosas en las que pensar.
—Eh… —empezó mirando a la mujer muy alta que intentaba ocultarse tras la señora Proust.
La señora Proust giró la cabeza y dijo:
—Pero bueno, ¿qué habrá sido de mis modales? Ah, no, que no los tenía desde el principio. Tiffany Dolorido, esta es la señorita Batista, más conocida como Flaca Alta Bajita Gorda Sally. La señorita Batista está aprendiendo de la señora Chiripa, que es la que has visto corriendo escalera abajo con un objetivo claro en mente. Sally tiene una afección grave con las mareas, pobrecita. He tenido que traerlas a las dos porque la única escoba útil que he podido encontrar era la de Sally, y no quería marcharse sin la señora Chiripa. No sabes lo que me ha costado mantener centrada la escoba. No te preocupes, dentro de unas horas volverá a medir un metro setenta. Por supuesto, no para de darse contra los techos. Y Sally, tú mejor que vayas ahora mismo con la señora Chiripa.
Hizo un gesto con la mano y la bruja joven se marchó al trote, con cara de nerviosismo. Cuando la señora Proust daba órdenes, tendían a obedecerse. Se volvió hacia Tiffany.
—La cosa que te persigue ahora tiene cuerpo, jovencita. Ha robado el de un asesino que estaba encerrado en el Rapapolvo. Y ¿sabes qué? Antes de salir del edificio el tipo ha matado a su canario. Ellos nunca matan a su canario. Es algo que no se hace y punto. Puedes pegar a otro preso en la cabeza con una barra de hierro durante una trifulca, pero nunca matas a tu canario. Sería un acto de maldad.
Era una forma extraña de sacar el tema, pero la señora Proust no se andaba con chiquitas ni, ya puestos, con paños calientes.
—Me imaginaba que ocurriría algo parecido —dijo Tiffany—. Es más, lo sabía. ¿Qué aspecto tiene?
—Lo hemos perdido un par de veces —respondió la señora Proust—. La llamada de la naturaleza y tal. Puede haber entrado en alguna casa para cambiarse de ropa, no sabría decirte. El cuerpo le traerá sin cuidado. Lo usará hasta que encuentre el siguiente o este se caiga a cachos. Estaremos atentas por si aparece. ¿Esta es tu encomienda?
Tiffany suspiró.
—Sí. Y ahora él me está dando caza como un lobo a un corderito.
—Entonces, si te preocupa la gente de aquí, debes librarte de él bien deprisa —dijo la señora Proust—. Cuando un lobo está hambriento, come lo primero que encuentra. Y ahora, ¿qué ha sido de tus modales, señorita Dolorido? Estamos heladas y empapadas, y por el ruido parece que abajo dan de comer y beber, ¿me equivoco?
—Es verdad, discúlpeme. Y con lo lejos que han venido para avisarme —se excusó Tiffany.
La señora Proust le quitó importancia con un gesto de la mano.
—Supongo que Flaca Alta Bajita Gorda Sally y la señora Chiripa querrán un tentempié después de viajar tanto, pero yo lo que estoy es cansada —dijo, y entonces, para horror de Tiffany, se dejó caer hacia atrás cuan larga era sobre la cama de la duquesa, con solo las botas asomando por el extremo y goteando—. Esta duquesa… ¿te ha seguido dando problemas?
—Bueno, sí, me temo que sí —respondió Tiffany—. No tiene respeto a nadie por debajo del rango de rey, y ni entonces estoy segura del todo. También mangonea a su hija —añadió, y recordó con quién hablaba—. Clienta suya, por cierto.
Y entonces explicó a la señora Proust todo acerca de Leticia y la duquesa, porque aquella bruja era la clase de persona a la que se explicaba todo. Y mientras la historia se desarrollaba la sonrisa de la señora Proust iba creciendo, y a Tiffany no le hacía falta ninguna habilidad de bruja para sospechar que la duquesa iba a pasar algunos apuros.
—Ya me parecía. Yo nunca olvido una cara. ¿Has oído hablar de los espectáculos de variedades, querida? No, claro que no. Aquí fuera es normal que no. Son todo monologuistas y cantantes y espectáculos de perros parlantes. Y, por supuesto, bailarinas. Creo que vas haciéndote una idea, ¿verdad que sí? No es mal trabajo para una chica que sepa doblar una pierna bonita, sobre todo porque después del número todos los caballeros ricachones se quedan esperando en la entrada de los artistas para invitarlas a una cena encantadora, etcétera, etcétera. —La bruja se quitó el sombrero puntiagudo y lo soltó en el suelo al lado de la cama—. No soporto las escobas. Me hacen callos en sitios donde nadie debería tener callos.
Tiffany no sabía qué hacer. No podía exigir a la señora Proust que se levantara de la cama porque no era suya. No era su castillo. Sonrió. En realidad, no era su problema. Qué agradable topar con un problema que no fuera suyo.
—Señora Proust —dijo—. ¿Qué le parece si vamos abajo? Hay otras brujas a las que me gustaría mucho presentarle. —Si puede ser, no estando yo en la sala, pensó, aunque dudo que vaya a ser posible.
—¿Brujas de seto? —La señora Proust dio un bufido—. Bueno, en realidad la magia de seto no es mala del todo. Una vez conocí a una mujer que podía imponer las manos a un seto de alheña y, tres meses más tarde, crecía con la forma de dos pavos reales y un perrito ofensivamente mono que sostenía en la boca un hueso hecho de alheña, y ojo, todo sin acercarle nunca unas tijeras de podar.
—¿Para qué quería hacer una cosa así? —preguntó Tiffany, atónita.
—Dudo mucho que de verdad quisiera hacerlo, pero se lo encargó alguien que pagaba bien y, sobre el papel, la poda artística no es ilegal, aunque sospecho que un par de personas van a acabar delante de ese seto cuando llegue la revolución. Brujas de seto es como llamamos en la ciudad a las brujas de campo.
—Anda, ¿en serio? —dijo Tiffany con inocencia—. Bueno, no sé cómo llamamos a las brujas de ciudad en el campo, pero seguro que la señora Ceravieja estará encantada de decírselo. —Sabía que debería sentirse culpable por aquello, pero había sido un día muy largo para rematar una semana muy larga, y una bruja tenía que divertirse de vez en cuando.
El recorrido hacia el vestíbulo las llevó por delante de la habitación de Leticia. Tiffany oyó voces y una risa, la de Tata Ogg. No había forma de confundirla: era el tipo de risa que daba palmadas en la espalda. Entonces la voz de Leticia dijo:
—¿Eso funciona de verdad?
Y Tata respondió algo en voz baja que Tiffany no alcanzó a oír pero que, fuera lo que fuese, casi hizo ahogarse de la risa a Leticia. Tiffany sonrió. La tímida novia estaba recibiendo lecciones de alguien que, con toda probabilidad, no había sentido timidez en su vida, y parecía muy buen arreglo. Por lo menos ya no se deshacía en lágrimas cada cinco minutos.
Tiffany guió a la señora Proust por el animado vestíbulo. Era asombroso ver que para ser feliz la gente solo necesitaba comida, bebida y más gente. Incluso sin la dirección de Tata Ogg estaban llenando el vestíbulo de… bueno, gente siendo gente. Y de pie en un lugar desde donde veía a casi todo el mundo estaba Yaya Ceravieja, hablando con el pastor Huevo.
Tiffany se fue acercando a ella con cautela, juzgando por la expresión del sacerdote que no le molestaría nada que los interrumpiera. Yaya Ceravieja podía ser muy directa con el tema de la religión. Vio que el sacerdote se relajaba cuando empezó a hablar:
—Mi querida señora Ceravieja, querría presentarle a la señora Proust. Es de Ankh-Morpork, donde regenta un emporio muy notable. —Tragando saliva Tiffany se volvió hacia la señora Proust y dijo—: Señora Proust, le presento a Yaya Ceravieja.
Dio un paso atrás mientras las brujas se miraban entre sí y contuvo el aliento. El vestíbulo quedó en silencio y ninguna de las dos parpadeó. Y entonces —¡no podía ser!— Yaya Ceravieja guiñó un ojo y la señora Proust sonrió.
—Encantada de conocerla —saludó Yaya.
—El placer es mío —respondió la señora Proust.
Volvieron a cruzar la mirada y se giraron hacia Tiffany Dolorido, que de pronto comprendió que las brujas viejas y listas llevaban mucho más tiempo que ella siendo más viejas y más listas.
Yaya Ceravieja casi se echó a reír cuando la señora Proust comentó:
—No necesitamos saber el nombre de la otra para reconocernos, pero permíteme sugerirte, jovencita, que vuelvas a respirar.
Yaya Ceravieja tomó del brazo a la señora Proust con suavidad y educación y se volvió en la dirección de Tata Ogg, que bajaba las escaleras seguida de Leticia, sonrojada en lugares donde la gente no suele sonrojarse. Dijo:
—Acompáñeme, querida. Tiene que conocer a mi amiga, la señora Ogg, que es muy buena clienta suya.
Tiffany se alejó. Por un breve momento, no tenía nada que hacer. Recorrió con la mirada los grupitos que la gente seguía formando en el vestíbulo y vio sola a la duquesa. ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué se acercó a la mujer? Tal vez, pensó, si sabes que vas a enfrentarte a un monstruo horrible, va bien coger un poco de práctica. Pero para su absoluta sorpresa la duquesa estaba llorando.
—¿Puedo ayudar en algo? —preguntó Tiffany.
Fue el objetivo inmediato de una mirada iracunda, pero las lágrimas no dejaron de caer.
—Ella es todo lo que tengo —explicó la duquesa mientras miraba a Leticia, que aún seguía a Tata Ogg—. Estoy segura de que Roland será un marido muy gentil. Espero que mi niña piense que le allané bien el terreno para que pueda desenvolverse en el mundo.
—Creo que sin duda le ha enseñado muchas cosas —declaró Tiffany.
Pero la duquesa estaba distraída mirando a las brujas y, sin volver la vista hacia Tiffany, dijo:
—Sé que hemos tenido nuestras diferencias, jovencita, pero me preguntaba si podrías decirme quién es esa mujer de ahí, una de tus hermanas brujas, la que está hablando con esa otra tan alta.
Tiffany miró un momento.
—Ah, es la señora Proust. Es de Ankh-Morpork, ¿sabe? ¿Es que era amiga suya? Hace un momento estaba preguntándome por usted.
La duquesa sonrió, pero fue una sonrisa enclenque y extraña. Si las sonrisas tuvieran color, aquella habría sido verde.
—Oh —dijo—. Es… hum… —Se detuvo balanceándose un poco—. Muy amable por su parte. —Tosió—. Me alegro mucho de que mi hija y tú os hayáis hecho amigas, y me gustaría ofrecerte mis disculpas si me he portado mal contigo estos últimos días. También querría disculparme contigo y con todo el esforzado personal por lo que puede haberse tomado como un comportamiento altivo, y confío en que lo veréis como la actitud de una madre resuelta a hacer todo lo mejor para su hija. —Lo dijo con mucha cautela, con palabras que salían como los bloques coloreados con los que los niños jugaban a las construcciones, y entre los bloques, como el cemento, estaban las palabras que no pronunció: Por favor, por favor, no digas a nadie que bailaba en un espectáculo de variedades. ¡Por favor!
—Bueno, hemos estado todos muy nerviosos —comentó Tiffany—. Quien mucho habla mucho yerra, como suele decirse.
—Por desgracia —respondió la duquesa—, me parece que yo he hablado mucho. —Tiffany se fijó en que llevaba una gran copa de vino en la mano, casi vacía. La duquesa contempló a Tiffany durante un rato y dijo—: Una boda casi inmediatamente después de un funeral. ¿Eso está bien?
—Hay quienes piensan que da mala suerte retrasar una boda cuando se le ha puesto fecha —contestó Tiffany.
—¿Tú crees en la suerte?
—Creo en no tener que creer en la suerte —puntualizó Tiffany—. Pero excelencia, puedo decirle sin miedo a equivocarme que, en momentos como esos, el universo se acerca un poco más a nosotros. Son tiempos extraños, tiempos de principios y finales. Peligrosos y poderosos. Y los sentimos aunque no sepamos lo que son. Estos tiempos no tienen por qué ser buenos, ni malos. De hecho, lo que sean depende de lo que seamos nosotros.
La duquesa bajó la mirada al vaso vacío que tenía en la mano.
—No sé bien por qué, pero creo que debería echarme un rato.
Se volvió para dirigirse a las escaleras y casi tropezó al dar el primer paso.
Se oyeron risotadas desde el otro extremo del vestíbulo. Tiffany siguió a la duquesa, pero se detuvo a dar un golpecito a Leticia en el hombro.
—Si yo fuera tú, iría a hablar con tu madre antes de que se vaya arriba. Creo que le gustaría hablar contigo. —Se inclinó y le susurró al oído—: Pero no le cuentes mucho de lo que te haya dicho Tata Ogg.
Leticia hizo ademán de protestar, vio la expresión de Tiffany, se lo pensó mejor e interceptó a su madre.
Y de pronto, Yaya Ceravieja estaba al lado de Tiffany. Al cabo de un momento, como si se dirigiera al aire, Yaya dijo:
—Tienes una buena encomienda. Gente maja. Y voy a decirte una cosa: él está cerca.
Tiffany se fijó en que las otras brujas, incluida Flaca Alta Bajita Gorda Sally, estaban formando detrás de Yaya Ceravieja. Tiffany era el blanco de sus miradas, y cuando muchas brujas miran a alguien, lo nota como si fuera el sol.
—¿Hay algo que queráis decirme? —preguntó Tiffany—. Lo hay, ¿verdad?
Tiffany no recordaba haber visto muchas veces… o más bien, ahora que lo pensaba, no había visto nunca a Yaya Ceravieja preocupada.
—Estás segura de poder vencer al Hombre Astuto, ¿no es así? Veo que aún no te vistes de medianoche.
—Cuando sea vieja, me vestiré de medianoche —dijo Tiffany—. Es mi elección. Y Yaya, sé por qué has venido. Es para matarme si fracaso, ¿verdad?
—Maldita sea —protestó Yaya Ceravieja—. Eres una bruja, y de las buenas. Pero entre nosotras hay quienes piensan que lo mejor sería que insistiéramos en ayudarte.
—No —replicó Tiffany—. Mi encomienda. Mi desastre. Mi problema.
—¿A toda costa? —preguntó Yaya.
—¡Por supuesto que sí!
—Bueno, pues te doy la enhorabuena por tu apego a tu puesto y te deseo… no, no suerte, ¡sino certeza! —Hubo susurros entre las brujas y Yaya dijo, con voz firme—: Ha tomado su decisión, señoras, y no se hable más.
—No se la discuto —dijo Tata Ogg con una sonrisa—. Casi hasta me da pena el Hombre Astuto. Dale una buena patada en… ¡Dale una buena patada donde puedas, Tiff!
—Es tu terreno —declaró la señora Proust—. ¿Qué va a hacer una bruja en su terreno sino triunfar?
Yaya Ceravieja asintió.
—Si te dejas dominar por el orgullo, entonces ya has perdido, pero si agarras al orgullo por el pellejo del cuello y lo cabalgas como a un semental, entonces tal vez ya hayas ganado. Y ahora creo que es el momento de que te prepares, Tiffany Dolorido. ¿Tienes un plan para la mañana?
Tiffany miró aquellos penetrantes ojos azules.
—Sí. No perder.
—Es buen plan.
La señora Proust estrechó la mano de Tiffany con la suya, llena de verrugas, y le dijo:
—Por pura casualidad, querida, me parece que yo también tengo un monstruo al que destruir…