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CAPÍTULO 12

El pecadu de pecadus

La paja resultó ser bastante cómoda. Las casas pequeñas no suelen tener dormitorios libres, así que las brujas que llegaban por trabajo, como el nacimiento de un niño, tenían suerte si podían echarse en el establo. Mucha suerte, en realidad. Solía oler mejor, y Tiffany no era la única que pensaba que el aliento de una vaca, cálido y con regusto a hierba, era una especie de medicina por derecho propio.

Las cabras de la mazmorra eran casi igual de buenas. Se quedaban allí tumbadas y tranquilas, masticando la cena una y otra vez sin quitarle de encima sus solemnes miradas, como esperando que se pusiera a hacer malabarismos, o tal vez algún número musical.

Su último pensamiento antes de quedarse dormida fue que alguien tenía que haberles dado de comer, y por tanto se había percatado de que en la mazmorra había una prisionera de menos. Si era el caso, tendría problemas, pero costaba ver cuántos problemas más podía tener. Probablemente no muchos, por lo visto, ya que cuando despertó una hora más tarde alguien la había tapado con una manta mientras dormía. ¿Qué estaba ocurriendo allí?

Lo averiguó al ver aparecer a Preston con una bandeja de huevos con beicon, aderezados con un poco de café que se había salido de la taza al bajar la larga escalera de piedra.

—De parte del señor del castillo, con sus saludos y sus disculpas —dijo Preston, sonriente—. Y tengo orden de transmitirte que, si quieres, puedes tener un baño caliente preparado en la cámara blanca y negra. Y cuando estés lista, el barón… el nuevo barón querría hablar contigo en su despacho.

La idea de un baño sonaba estupenda, pero Tiffany sabía que no iba a tener tiempo y, además, cualquier baño digno de ese nombre requeriría que unas pobres chicas subieran un montón de cubos pesados cuatro o cinco tramos de escaleras de piedra. Tendría que conformarse con un lavado rápido cuando tuviera ocasión de usar alguna palangana.[26] Pero recibió de mil amores los huevos y el beicon. Mientras devoraba el plato se propuso intentar conseguir otro más adelante si aquel iba a ser un día-de-ser-amable-con-Tiffany.

A las brujas les gustaba aprovechar al máximo la gratitud antes de que se enfriara. La gente solía volverse un poco olvidadiza al cabo de un día más o menos. Preston estuvo observándola con la expresión de quien ha desayunado gachas saladas, y cuando acabó de comer le dijo con cautela:

—¿Ahora irás a ver al barón?

Está preocupado por mí, pensó Tiffany.

—Antes querría ir a ver al anterior barón —anunció.

—Sigue muerto —informó Preston, con aire preocupado.

—Bueno, al menos algo va bien —dijo Tiffany—. Imagínate qué bochorno si no. —Sonrió al ver el asombro de Preston—. El funeral es mañana, así que debo ir a verle sin falta hoy, Preston, ahora mismo. ¿Por favor? En estos momentos, él es más importante que su hijo.

Tiffany notó las miradas de la gente mientras daba grandes zancadas hacia la cripta, con Preston casi corriendo para no perderla, y luego bajando de dos en dos el largo tramo de escalones. Le dio un poco de lástima porque el joven siempre había sido amable y respetuoso con ella, pero nadie debía pensar que un guardia la trasladaba a ningún sitio. De eso ya había habido bastante. Las miradas de la gente parecían más temerosas que enfadadas, y Tiffany no supo si era buena señal o no.

Se detuvo al pie de la escalera e inspiró una profunda bocanada de aire. Solo notó el olor habitual de la cripta, fresco y con un matiz de patatas. Se permitió una sonrisita de orgullo. Y allí estaba el barón, tendido en la misma postura pacífica en que lo había dejado, con las manos cruzadas sobre el pecho, con todo el aspecto de haberse quedado dormido.

—Todos pensaban que practiqué la brujería aquí abajo, ¿verdad, Preston? —preguntó.

—Hubo habladurías, sí, señorita.

—Sí que la practiqué. Tu abuela te enseñó cosas de cómo preparar a los muertos, ¿verdad? Entonces sabrás que no deben quedarse mucho tiempo en la tierra de los vivos. Aún no refresca del todo, y este verano ha hecho calor, y las piedras que podrían estar igual de frías que una tumba no lo están tanto. Así que Preston, ve a traerme dos cubos de agua, ¿quieres?

Se sentó en silencio a un lado de la losa mientras el guardia se marchaba.

Tierra, sal y dos monedas para el barquero eran las cosas que se daban a un muerto, y entonces se observaba y se escuchaba, como la madre de un recién nacido…

Preston regresó con dos grandes baldes y una escasa cantidad de derramamiento, para aprobación de Tiffany. Los dejó a su lado deprisa y se giró para marcharse.

—No, quédate, Preston —le ordenó ella—. Quiero que veas lo que hago para que puedas contar la verdad si alguien pregunta.

El guardia asintió sin hablar. Una impresionada Tiffany colocó uno de los cubos junto a la losa y se arrodilló a su lado, metió una mano en el gélido cubo, apoyó la palma de la otra en la piedra y susurró:

—El equilibrio lo es todo.

La rabia ayudaba. Era increíble lo útil que podía resultar, si se acumulaba hasta poder darle buen uso, como había explicado a Leticia. Oyó que el joven ahogaba un grito cuando el agua del cubo empezó a soltar vapor, y luego a burbujear.

Preston se puso en pie de un salto.

—¡Lo he entendido, señorita! Me llevo el cubo que hierve y traigo otro frío, ¿verdad?

Tuvo que tirar tres cubos de agua hirviendo antes de que el aire de la cripta volviera a tener una gelidez invernal. Tiffany subió la escalera con los dientes a punto de castañetear.

—A mi abuela le habría encantado poder hacer algo así —susurró Preston—. Siempre decía que a los muertos no les gusta el calor. Has puesto el frío en la piedra, ¿verdad?

—En realidad, he sacado calor de la losa y del aire y lo he enviado al cubo de agua —dijo Tiffany—. No es exactamente magia. Es una… habilidad. Solo hay que ser bruja para poder hacerlo, nada más.

Preston suspiró.

—Yo curaba de embuchado a las gallinas de mi abuela. Tenía que abrirlas con un cuchillo para sacar lo que se hubieran tragado, pero luego las cosía. No se me murió ni una. Y una vez que un carro atropelló al perro de mi madre, lo limpié, volví a meterle dentro todas sus cosas y se quedó como nuevo, menos por una pata que no pude salvar. Pero le tallé una de madera, con arnés de cuero y todo, ¡y aún persigue a los carros!

Tiffany intentó no parecer desconfiada.

—Abrir a las gallinas cuando tienen algo embuchado no funciona casi nunca —objetó—. Conozco a una bruja de cerdos que también cura aves cuando es necesario, y dice que a ella nunca le ha salido bien.

—Ah, será porque no conoce la raíz de retuerzo —replicó Preston, animado—. Si mezclas el jugo con un poco de poleo, se curan de maravilla. Mi abuela sabía mucho de raíces y me enseñó a mí.

—Bueno —dijo Tiffany—, si puedes coser una molleja de gallina, podrás arreglar un corazón roto. Oye, Preston, ¿por qué no te haces aprendiz de médico?

Habían llegado a la puerta del despacho del barón. Preston llamó con los nudillos antes de abrirla para que entrara Tiffany.

—Es por las letras esas que tienes que ponerte detrás del nombre —susurró—. ¡Son letras muy caras! A lo mejor no hace falta dinero para hacerse bruja, señorita, pero si necesitas tener las letras esas… ¡ya te digo si hace falta!

Cuando Tiffany entró, Roland estaba de pie mirando hacia la puerta, con la boca llena de palabras vertidas que se apelotonaban para no decirse. Lo que sí atinó a decir fue:

—Hum, señorita Dolorido… Quiero decir, Tiffany, mi prometida me ha asegurado que todos fuimos víctimas de una intriga mágica que te tenía a ti como objetivo. Espero que sepas disculpar cualquier malentendido por nuestra parte, y confío en que no te haya supuesto una incomodidad excesiva. Permíteme añadir que me consuela un poco saber que claramente fuiste capaz de escapar de nuestra pequeña mazmorra. Hum…

Tiffany quería gritar: «¡Roland! ¿Te acuerdas de que nos conocimos cuando yo tenía cuatro años y tú siete, y los dos correteábamos por ahí en camiseta? Me caías mejor cuando no hablabas como un viejo abogado con una escoba metida trasero arriba. Suenas como si estuvieras dando un mitin». Pero lo que dijo fue:

—¿Leticia te lo ha contado todo?

Roland puso ojos de cordero degollado.

—Tengo la pertinaz sospecha de que no, Tiffany, pero sí ha sido muy sincera. Incluso me atrevería a calificarla de rotunda. —Tiffany intentó no sonreír. Por su rostro, parecía que Roland empezaba a entender algunos hechos de la vida matrimonial. El pobre carraspeó—. Me ha contado que fuimos víctimas de una especie de enfermedad mágica, que en estos momentos se halla atrapada dentro de un libro de Villa Florilegio… —Sonaba más a pregunta que a afirmación, y a Tiffany no le extrañó que estuviera perplejo.

—Sí, es verdad.

—Y… por lo visto ahora está todo arreglado porque Leticia ha sacado tu cabeza de un cubo de arena. —Con aquello pareció perdido del todo, y Tiffany lo comprendía.

—Me parece que las cosas pueden haberse embrollado un poco —dijo, diplomática.

—Y también me ha dicho que va a hacerse bruja. —Lo dijo en un tono algo abatido. Tiffany sintió lástima por él, pero no mucha.

—Bueno, creo que tiene una aptitud básica. Depende de ella hasta dónde quiera llevarla.

—No sé lo que dirá su madre.

Tiffany se echó a reír.

—Bueno, siempre puedes explicar a la duquesa que la reina Magrat de Lancre es bruja. No es ningún secreto. Está claro que reinar tiene prioridad, pero hay pocas mejores que ella con las pociones.

—¿En serio? —dijo Roland—. El rey y la reina de Lancre han tenido la gentileza de aceptar la invitación a nuestra boda. —Y Tiffany estuvo segura de ver la mente de Roland funcionando. En aquella extraña partida de ajedrez que era la nobleza, una reina viva y auténtica vencía a casi cualquiera, por lo que la duquesa tendría que hacer reverencias hasta que le crujieran las rodillas. Captó las palabras vertidas: Por supuesto sería de lo más desafortunado. Era increíble, pero Roland podía medir hasta sus palabras vertidas. Lo que no pudo detener fue una pequeña sonrisita.

—Tu padre me dio quince dólares de Ankh-Morpork de oro de verdad. Fueron un regalo. ¿Me crees?

Roland vio el brillo en sus ojos e inmediatamente respondió:

—¡Sí!

—Bien —dijo Tiffany—. Pues averigua dónde se ha metido la enfermera.

Tal vez una pequeña parte de la escoba siguiera metida en el trasero de Roland, porque preguntó:

—¿Crees que mi padre era consciente del valor real de ese regalo?

—Tuvo la mente clara como el agua hasta el final, y lo sabes. Puedes confiar en él, igual que puedes confiar en mí, y ahora confía en mí si te digo que seré yo con quien te cases.

Su mano taponó la boca un instante demasiado tarde. ¿De dónde había salido eso? Y Roland parecía tan estupefacto como se sentía ella.

Habló él, con una voz alta y firme para ahuyentar el silencio.

—No he oído bien lo que acabas de decir, Tiffany… Imagino que el duro trabajo de estos últimos días ha abrumado tu sensibilidad, de algún modo. Creo que todos nos quedaríamos mucho más tranquilos si supiéramos que descansas bien. Yo… amo a Leticia, ¿sabes? No es muy… bueno, complicada, pero lo haría todo por ella. Cuando es feliz, me hace feliz a mí, y la felicidad nunca se me ha dado muy bien. —Tiffany vio caer una lágrima por su mejilla e, incapaz de detenerse, le tendió un pañuelo más o menos limpio. Roland lo cogió para intentar sonarse la nariz, llorar y reír al mismo tiempo—. A ti te tengo cariño, Tiffany, mucho cariño… pero es como si siempre tuvieras un pañuelo para ofrecérselo al mundo entero. Eres muy, muy lista. No, no digas que no. Eres lista. Una vez, de pequeños, recuerdo que estabas fascinada por la palabra «onomatopeya». Era como hacer un nombre o una palabra a partir de un sonido, como cuco o zumbar o…

—¿Tintineo? —sugirió Tiffany antes de poder evitarlo.

—Eso es, y recuerdo que decías que «muermo» es el ruido que hace el aburrimiento, porque suena como una mosca muy cansada que vuela contra la ventana cerrada de un desván viejo en el bochorno de un día de verano. Y yo pensé: «¡No voy a entenderlo en la vida!». Para mí no tiene sentido, y sé que tú eres lista y para ti sí. Creo que hace falta un tipo especial de cabeza para pensar de esa manera, un tipo particular de listeza. Y yo no tengo una cabeza de ese tipo.

—¿Qué sonido hace la amabilidad? —dijo Tiffany.

—Sé lo que es la amabilidad, pero no concibo que haga ruido. ¡Ya estás otra vez! El caso es que mi cabeza no vive en un mundo donde la amabilidad tiene un sonido propio. La mía vive en un mundo donde dos más dos son cuatro. Tiene que ser muy interesante, y no sabes cómo te envidio, pero creo que a Leticia la comprendo. Leticia no tiene complicaciones; ya sabes lo que quiero decir.

Una chica que exorcizó a un fantasma escandaloso del lavabo como quien cumple una tarea doméstica más. No sabes la que te espera con ella, amigo. Pero no lo dijo en voz alta. Dijo:

—Creo que te has comprometido con mucha sabiduría, Roland.

Para su sorpresa, el joven barón puso cara de alivio antes de volver detrás de su mesa como un soldado se cubriría tras las almenas.

—Esta tarde empezarán a llegar los invitados que vienen de más lejos para el funeral de mañana, y algunos de ellos se quedarán hasta la boda. Ha querido la fortuna… —Ahí había otro trozo de escoba—. El pastor Huevo tiene que pasar por aquí en su ronda, y será tan amable de decir unas palabras en la ceremonia de mi padre, y luego se quedará alojado aquí para oficiar la boda. Es miembro de una secta omniana moderna. Mi futura suegra aprueba a los omnianos pero, por desgracia, no a esta secta concreta, así que hay un poco de tensión al respecto. —Puso la mirada en blanco—. Para colmo de males, tengo entendido que viene directo desde la ciudad y, como ya sabes, a los predicadores de ciudad no suele irles muy bien aquí.[27]

»Lo consideraría un gran favor, Tiffany, si pudieras ayudar a evitar cualquier complicación o alboroto, sobre todo si es de naturaleza oculta, en los duros días que nos esperan. ¿Por favor? Ya circulan bastantes historias.

Tiffany aún estaba sonrojada después de su arrebato. Asintió y logró farfullar:

—Escucha, eso que he dicho hace un momento no lo…

Calló porque Roland había levantado una mano.

—Es un momento difícil para todos nosotros. Todas las supersticiones tienen una razón de ser. Las bodas y los funerales provocan grandes tensiones en todos los implicados, salvo en el caso de los, digamos, protagonistas de los segundos —dijo—. Mantengamos la calma y la cautela. Me alegro de que le hayas caído bien a Leticia. No creo que tenga muchas amigas. Y ahora, si me disculpas, tengo más cosas que supervisar.

Mientras salía del despacho en la cabeza de Tiffany seguía resonando su propia voz. ¿Por qué había dicho eso de casarse? Siempre había pensado que acabaría siendo cierto. Bueno, no hacía tanto que había dejado de pensarlo, pero seguía siendo el pasado, ¿verdad? ¡Claro que sí! Qué vergüenza haber saltado con aquella chiquillada tan tonta.

Y ahora, ¿dónde iba? Bueno, había muchas cosas que hacer, como siempre. La necesidad nunca acababa. Ya había recorrido la mitad del gran vestíbulo cuando una doncella se acercó nerviosa y le dijo que la señorita Leticia quería hablar con ella en su dormitorio.

Encontró a la chica sentada en la cama, retorciendo un pañuelo —Tiffany se alegró de constatar que era uno limpio— con aire de preocupación, es decir, con aire de más preocupación que su aire habitual, el de un hámster al que se le ha parado la rueda de andar.

—Muchas gracias por venir, Tiffany. ¿Podemos hablar en privado? —Tiffany miró a su alrededor; allí no había nadie más—. En confianza —dijo Leticia, y dio otra vuelta al pañuelo.

No tiene muchos amigos de su edad, pensó Tiffany. Seguro que no le dejaban jugar con los niños del pueblo. No sale mucho. Va a casarse en un par de días. Ay, madre. No era una conclusión muy difícil de alcanzar. Una tortuga coja podría cazarla al vuelo. Y luego estaba Roland. Secuestrado por la Reina de los Elfos, retenido en su asqueroso país muchísimo tiempo sin crecer, mangoneado por sus tías, siempre angustiado por su anciano padre; normal que le parezca necesario comportarse como si tuviera veinte años más de los que tiene. Ay, madre.

—¿En qué puedo ayudarte? —inquirió en tono alegre.

Leticia carraspeó.

—Después de la boda nos iremos de luna de miel —dijo mientras su rostro adquiría un delicado matiz rosa—. ¿Qué se supone que ocurrirá exactamente? —Las últimas palabras las había murmurado a toda prisa, notó Tiffany.

—¿No tienes ninguna… tía? —preguntó. Las tías solían ser buenas para aquellas cosas. Leticia negó con la cabeza—. ¿Has probado a hablar con tu madre? —aventuró Tiffany, y Leticia giró hacia ella una cara que estaba roja como una langosta cocida.

—¿Tú hablarías de esto con mi madre?

—Ya veo el problema. Bueno, a grandes rasgos, y no te lo tomes como una opinión de experta…

Pero lo era.[28] Las brujas no podían evitar hacerse expertas en cómo llegaba la gente al mundo; cuando ella tenía doce años, las brujas mayores ya confiaron en que atendiera un parto ella sola. Además había ayudado a nacer a los corderos, incluso de muy pequeña. Las cosas fluían por naturaleza, como decía Tata Ogg, aunque a veces no fluían tanto como cabría esperar. Se acordó del señor y la señora Bache, una pareja bastante simpática que había tenido tres niños seguidos antes de que se les ocurriera cuál podía ser el motivo. Desde entonces Tiffany se preocupó de tener una charla con las niñas del pueblo cuando llegaban a una cierta edad, por si acaso.

Leticia la escuchó con la actitud de alguien que iba a tomar apuntes después, y a quien posiblemente examinarían el viernes. No hizo ninguna pregunta hasta más o menos la mitad de la explicación, cuando dijo:

—¿Estás segura de eso?

—Sí. Estoy bastante convencida —respondió Tiffany.

—Bueno, hum… Complicado no parece. Por supuesto, me imagino que los chicos lo saben todo sobre estas cosas… ¿Por qué te ríes?

—Es cuestión de opiniones.

¡Ah, ahora te veo! ¡Te veo, inmundicia, pestilencia, nociva abominación!

Tiffany miró el espejo de Leticia, que era inmenso y tenía un marco lleno de querubines gordos y dorados que iban a morirse de un constipado. Allí estaba el reflejo de Leticia, y allí, tenue pero visible, estaba el rostro sin ojos del Hombre Astuto. Su contorno empezó a ganar consistencia. Tiffany sabía que no había cambiado la expresión de su propio rostro. Lo sabía. No voy a contestarle, pensó. Ya casi me había olvidado de él y todo. No respondas. ¡No le des por dónde agarrarte!

Forzó una sonrisa mientras Leticia sacaba de cajas y arcones lo que llamaba su ajuar, pero que en opinión de Tiffany, contenía todo el suministro mundial de volantes. Se concentró en ellos para que el volantismo le llenara la mente y se llevara las palabras que no dejaba de escupirle él. Las que podía entender ya eran bastante malas, pero eran peores las que no. Pese a todo, la voz cascada y ahogada se abrió paso de nuevo:

Crees que has tenido suerte, bruja. Confías en volver a tenerla. Tú necesitas dormir. Yo nunca duermo. Tú tienes que tener suerte una y otra vez. A mí solo me hace falta una. Solo una vez y… arderás.

La última palabra fue suave, casi amable, después de las frases chirriantes, entrecortadas y rasposas que la habían precedido. Sonó peor.

—¿Sabes qué? —dijo Leticia mirando pensativa una prenda que Tiffany sabía que nunca podría permitirse—. Aunque tengo ganas de ser la señora de este castillo, debo decir que el sistema de desagües huele que apesta. Vamos, que huele como si no lo hubieran limpiado desde el principio de los tiempos. De verdad, hasta me imagino a monstruos prehistóricos haciendo sus necesidades en él.

Así que puede olerlo, pensó Tiffany. Es una bruja, no hay duda. Una bruja que necesita formación porque si no la recibe será una amenaza para todos, empezando por ella misma. Leticia seguía cotorreando; no podía describirse de otra forma. Tiffany, todavía obstinada en ahogar la voz del Hombre Astuto por pura fuerza de voluntad, preguntó en voz alta:

—¿Por qué?

—Ah, porque me parece que las presillas quedan mucho más bonitas que los botones —dijo Leticia, que sostenía un camisón de esplendor considerable, otro recordatorio para Tiffany de que las brujas nunca tenían dinero.

¡Ya ardiste antes igual que ardí yo!, graznó la voz en su mente. ¡Pero esta vez no me atraparás! ¡¡¡Seré yo quien te atrape a ti y a tu confederación de la maldad!!!

Tiffany pensó que hasta podía ver los signos de admiración. Los signos gritaban por él, aun cuando hablaba con voz suave. Brincaban y daban tajos a sus palabras. Tiffany alcanzó a ver su cara fruncida, las gotitas de saliva que acompañaban sus gestos a dedo levantado y los gritos: pegotes de locura líquida que surcaban el aire detrás del espejo.

Leticia tenía suerte de no poder oírlo aún, ya que su mente estaba llena de volantes, campanas, arroz y la perspectiva de ocupar el centro de una boda. Ni siquiera el Hombre Astuto podía abrirse camino a través de aquello.

Tiffany logró decir:

—No va a conjuntarte bien. —Y una parte de ella repetía una y otra vez para sí misma: No tiene ojos. No hay ni rastro de ojos. Son dos túneles en su cabeza.

—No, tienes razón. Creo que quedaría mejor el de color malva —dijo Leticia—, aunque siempre me dicen que mi color es el eau-de-nil. Por cierto, ¿podría compensarte un poco por todo nombrándote mi dama de honor principal? Por supuesto, tengo un montón de primas lejanas pequeñas que, por lo visto, llevan dos semanas sin quitarse sus vestidos de dama de honor.

Tiffany seguía mirando a la nada, o más bien a dos agujeros hacia la nada. En aquel momento eran lo más importante de su mente, y ya tenía bastante sin añadir primitas lejanas a la mezcla.

—Me parece que las brujas no valemos para damas de honor, pero gracias de todas formas —dijo.

¿Damas de honor? ¿Una boda?

A Tiffany se le cayó aún más el alma a los pies. Ya no podía deshacerlo. Salió corriendo del dormitorio antes de que aquella criatura averiguara más cosas. ¿Cómo buscaba? ¿Qué buscaba? ¿Acababan de darle una pista? Bajó corriendo a la mazmorra, que en aquel momento consideraba un refugio.

Allí estaba el libro que le había regalado Leticia. Lo abrió y empezó a leer. En las montañas había aprendido a leer rápido, ya que los únicos libros a los que podía echar mano eran de la biblioteca ambulante y si los devolvías con retraso te cobraban un penique, que no era moco de pavo cuando tu moneda de curso legal era la bota vieja.

El libro contaba historias de ventanas. No de ventanas ordinarias, aunque algunas podían serlo. Y detrás de ellas había… cosas, monstruos a veces. Un cuadro, una página de un libro, incluso un charco en el lugar adecuado podía ser una ventana. Volvió a recordar el espantoso trasgo del viejo libro de cuentos de hadas: a veces reía y a veces sonreía con malicia. Siempre había estado segura de ello. No era un cambio pronunciado, pero seguía siendo un cambio. Y cada vez Tiffany se preguntaba qué expresión había tenido la vez anterior. ¿Lo estaría recordando mal ella?

Las páginas que iba pasando Tiffany susurraban como un ladrón al descubrir que ha entrado a robar en casa de un insomne. El escritor era un mago, y de los prolijos, pero aun así el libro era fascinante. Había gente que entraba en los cuadros y gente que había salido de ellos. Las ventanas eran una forma de pasar de un mundo a otro, y cualquier cosa podía ser una ventana y cualquier cosa podía ser un mundo. Tiffany había oído que se notaba cuando un cuadro era bueno porque los ojos te seguían por la sala, pero según el libro era muy probable que pudieran seguirte hasta casa, escalera arriba y también hasta la cama… una idea que no le apetecía nada rumiar en aquel momento. Al ser mago, el autor había intentado explicarlo todo con gráficas y tablas, que no servían para nada.

El Hombre Astuto había corrido hacia ella dentro de un libro, y Tiffany lo había cerrado antes de que pudiera salir. Le había visto los dedos justo antes de que cayera la prensa. Pero no podía estar aplastado dentro del libro, pensó, porque en el fondo ni siquiera estaba de verdad en el libro, salvo en algún sentido mágico, y además había estado buscándola por otros medios. ¿Cómo? En aquel momento, los días agotadores llenos de piernas rotas, dolores de tripa y uñas de los pies encarnadas le parecieron de pronto bastante atractivos. Siempre decía a la gente que en aquellas cosas consistía la brujería, y era cierto hasta el preciso momento en que algo horrible podía saltar de cualquier sitio. Para aquello no bastaría con una cataplasma.

Un trocito de paja cayó flotando y se posó en el libro.

—Podéis salir tranquilos —dijo Tiffany—. Estáis aquí, ¿verdad?

Y justo al lado de su oreja una voz confirmó:

—Aj, sí, aquí estamos.

Aparecieron feegles desde detrás de balas de heno, telarañas, estantes de manzanas, cabras y otros feegles.

—¿Tú no eres Pequeño Loco Arthur?

—Sí, señorita, correctu. Debo decirle, para gran escarniu mío, que Rob Cualquiera depositó una gran confianza en mí por ser policía, ya que por lo vistu pensó que, si hay que tratar con grandullones, darales más canguelo todavía un agente de la ley. ¡Además, sé hablar en grandullón! Rob está quedándose más tiempu allá arriba, en el montículo, ya sabe. Non confía en que el baronciño ese non acabe subiendo allá arriba con palas.

—Yo me encargaré de que no ocurra —dijo Tiffany con firmeza—. Hubo un malentendido.

Pequeño Loco Arthur no parecía convencido.

—Non sabe cuánto alégrome de oírlo, señorita, comu seguro que tambén alegrarase el gran hombre, porque créame si dígole que cuando clávese la primera pala en el túmulo no quedará un solu hombre vivo en este castillo, y grande será el lamentu de las mujeres, excepcionandu la presente.

Hubo un murmullo general procedente de los otros feegles, con el tema general de degollar a cualquiera que tocara un túmulo y lo mucho que cada uno de ellos lamentaría lo que se vería obligado a hacer.

—Son las perneiras —dijo Jock Un Poco Más Flaco Que Jock Gordo—. Cuandu a un hombre súbele un feegle por las perneiras, sus penas y tribulaciones non hicieron más que empezar.

—Aj, sí, es entonces cuandu llega la gran gesta de los saltos y los brincos para los hombres que sufran tal destino —dijo Jock Pequeño de la Cabeza Blanca.

Tiffany se había quedado pasmada.

—¿Cuándo fue la última vez que los feegles lucharon contra grandullones, entonces?

Después de cierta discusión entre los feegles, se declaró que fue en plena Batalla de los Muladares cuando, según Jock Pequeño de la Cabeza Blanca…

—Nunca hubo tales gritos ni correteos ni pisotones al suelu, ni unos llantos lastimeros comu jamás oyéronse antes, ni tamañas risitas groseras de las mujeres al ver sudar sangre a sus hombres por despojarse de unas perneiras que de prontu ya non eran amigas suyas, ya entiéndesme.

Tiffany, que había escuchado el relato con la boca abierta, se recuperó lo suficiente para cerrarla y luego volvió a abrirla para decir:

—Pero ¿los feegles han matado alguna vez a un humano?

La pregunta llevó a cierta cantidad de miradas evitadas entre los feegles, además de a bastante remover de pies y rascar de cabezas, con el habitual desprendimiento de insectos, reservas de comida, piedras interesantes y otros objetos inenarrables. Al final, Pequeño Loco Arthur dijo:

—Dado que soy, señorita, un feegle que descubrió hace muy poco que non es un hada remendona, non tengo orgullo que perder contándole que pasé un tiempo hablandu con mis nuevos hermanos. Aprendí que, cuando los suyos vivían en las montañas lejanas, tuvieron que luchar contra los humanos a veces, cuando llegaban para excavar en busca del oro de las hadas, y en esos casos hubo terror…eh… ables luchas y, en efectu, los bandoleiros que eran demasiado tontos para correr descubriéronse lo bastante listos para morir. —Carraspeó—. Aun así, debo señalar en descargu de mis nuevos hermanos que siempre aseguráronse de que fuera una lucha justa, es decir, un feegle por cada diez hombres. Non puédese ser más justo. Non es culpa de ellos que hubiera hombres emperrados en suicidarse.

En los ojos de Pequeño Loco Arthur había un brillo que llevó a Tiffany a preguntar:

—¿Cómo se suicidaban exactamente?

El feegle policía levantó sus pequeños pero amplios hombros.

—Llevandu una pala a un montículo feegle, señorita. Yo soy hombre de ley, señorita. Non había visto nunca un montículo hasta conocer a estos caballeros, pero aun así hiérveme la sangre, señorita, hiérveme, y es así. Palpítame el corazón, y aceléraseme el pulso, y despiértaseme la garganta con el aliento de un dragón ante la mera idea de que una pala de brillante aceru hiéndase en la arcilla de un montículo feegle, cortando y aplastando. Mataría al hombre que hiciéralo, señorita. Mataríalo ben muerto, y perseguiríalo por el siguiente mundo para volver a matarlo, y haríalo una y otra vez más, porque habría cometido el pecadu de pecadus, matar a un pueblo entero, y una sola muerte non sería retribución suficiente. Pero como soy el susodichu agente de la ley, espero que el malentendido actual puédase resolver sin necesidad de carnicerías al por mayor ni sangraduras ni gritos ni lamentus ni sollozos ni gente cuyos trociños acaban clavados a los árboles como nunca antes los hubo, ¿de acuerdo? —Pequeño Loco Arthur, que sostenía su placa de policía de tamaño humano como un escudo, miró a Tiffany con una mezcla de conmoción y desafío.

Y Tiffany era una bruja.

—Tengo que decirte una cosa, Pequeño Loco Arthur, y tú tienes que comprender lo que digo. Has encontrado tu hogar, Pequeño Loco Arthur.

El escudo se le cayó del brazo.

—Sí, señorita, agora compréndolo. Un policía non debería decir las palabras que acabu de decir yo. Un policía tendría que hablar de jueces, cárceles y condenas, y diría que non puédese tomar la ley por la propia mano. Así que devolveré mi placa, sí, y quedareme aquí con mi propio pueblo, aunque debo señalar que cuidandu mejor la higiene.

La declaración levantó aplausos entre los feegles reunidos, aunque Tiffany no estaba segura de que muchos de ellos comprendieran bien el concepto de higiene o, ya puestos, el de obedecer la ley.

—Tienes mi palabra —dijo Tiffany— de que nadie volverá a tocar el túmulo. Me encargaré de ello, ¿entendido?

—Ah, bueeenu —replicó Pequeño Loco Arthur entre lágrimas—. Non es que non aprécielo, señorita, pero ¿qué pasará a sus espaldas cuando esté volindreando y zumbando por ahí para cumplir con sus muy importantes asuntos por todas las colinas? ¿Qué pasará entonces?

Todos los ojos se volvieron hacia Tiffany, incluidos los de las cabras. Ya no solía hacerlo porque sabía que era de mala educación, pero Tiffany levantó a Pequeño Loco Arthur del suelo y lo sostuvo frente a sus ojos.

—Soy la arpía de las colinas —dijo—. Y juro ante ti y ante todos los demás feegles que el hogar del clan nunca volverá a afrontar la amenaza del hierro. Jamás estará a mis espaldas, sino delante de mis ojos. Y mientras así sea ningún hombre vivo lo tocará si pretende seguir siendo un hombre vivo. Y si fallo a los feegles en esto, que se me arrastre por los siete infiernos en una escoba hecha de clavos.

Tomadas al pie de la letra, pensó Tiffany, eran unas amenazas más bien vanas, pero los feegles no apreciaban un juramento si no iba cargado de rayos y truenos y fanfarroneo y sangre. De algún modo la sangre lo hacía oficial. Y es cierto que me ocuparé de que nunca pongan la mano encima al túmulo, pensó. Ahora no hay forma de que Roland me lo niegue. Y además, cuento con un arma secreta: la confianza y las confidencias de la joven que va a casarse con él. En esas circunstancias, no hay hombre que esté a salvo.

Con la euforia de la tranquilidad renovada, Pequeño Loco Arthur dijo:

—Bien dichu, señora, y debo agradecerle en nombre de mis nuevos amigos y familiares que hace un rato explicara todu eso de los nupciales de la boda. Fue muy interesante para los que non tenemos muchu que ver con esas cosiñas. Algunos estábamos pensandu si tal vez podríamos hacer unas preguntas…

La amenaza de un horror espectral era terrible y acuciante para Tiffany pero, de alguna manera, la idea de que los Nac Mac Feegle le preguntaran sobre hechos de la vida matrimonial humana era incluso peor. No tenía sentido explicarles por qué no se lo iba a explicar, así que Tiffany lo dejó en un «no» pronunciado con voz de acero antes de bajar a Arthur al suelo.

—No deberíais haber escuchado —añadió.

—¿Por qué non? —dijo Wullie Chiflado.

—¡Porque no! No voy a explicároslo. No deberíais y punto. Y ahora, caballeros, querría estar sola un rato, si no os importa.

Pensó que, por supuesto, algunos de ellos la seguirían. Lo hacían siempre. Volvió a subir al vestíbulo y se sentó tan cerca como pudo del gran fuego de la chimenea. El vestíbulo del castillo estaba gélido incluso a finales del verano. En las paredes de piedra había tapices colgados para aislar del frío. Eran los habituales: hombres con armaduras que blandían espadas, arcos y hachas en dirección a otros hombres con armaduras. Las batallas siempre son rápidas y ajetreadas, por lo que seguro que tuvieron que dejar de pelear cada dos minutos para que las tejedoras tuvieran tiempo de ponerse al día. Tiffany conocía al dedillo el tapiz más cercano a la chimenea, igual que todos los niños. En la Caliza la historia se aprendía de los tapices, cuando había algún anciano cerca para explicar lo que estaba pasando. Pero cuando Tiffany era pequeña, siempre había sido más divertido inventarse historias sobre los distintos caballeros, como el que corría desesperado para alcanzar a su caballo o el que se había caído del suyo y, como su yelmo acababa en punta, ahora estaba bocabajo con la cabeza clavada en el suelo; incluso de niños, Tiffany y sus compañeros habían concluido que no era muy buena posición a mantener en un campo de batalla. Los tapices eran como viejos amigos, congelados en una guerra cuyo nombre ya no se recordaba en la Caliza.

Y… de pronto hubo otro hombre, otro que no había estado antes y ahora corría hacia Tiffany entre el fragor de la lucha. Tiffany se lo quedó mirando mientras su cuerpo le exigía que durmiera un poco ahora mismo y las partes de su cerebro que aún funcionaban insistían en que hiciera algo. Su mano agarró un leño del borde de la chimenea y lo alzó resuelta hacia el tapiz.

El tejido ya casi se había desmoronado de viejo. Ardería como la hierba seca.

Ahora la silueta avanzaba con cautela. Tiffany aún no distinguía los detalles, ni le interesaban. Los caballeros del tapiz estaban representados sin ninguna perspectiva, tan planos como dibujos de guardería.

Pero el hombre de negro, que había empezado como una mancha lejana, ganaba tamaño a medida que se acercaba, y ahora… ya podía verle la cara y los agujeros vacíos de los ojos, que iban cambiando de color a medida que el hombre adelantaba a caballeros de armaduras pintadas. La figura echó a correr, cada vez más grande… ¿Cuánto dinero costaría aquel tapiz? ¿Tiffany tenía el menor derecho a destruirlo? ¿Con aquella cosa a punto de salir? ¡Sí! ¡Oh, sí!

¡Quién pudiera ser un mago y conjurar a esos caballeros para una última batalla!

¡Quién pudiera ser una bruja que no estuviera allí! Levantó el leño crepitante y clavó la mirada en los agujeros que ocupaban la posición de los ojos. Había que ser bruja para poder vencer en duelo a una mirada que no estaba allí, porque daba la extraña sensación de que intentaba sacarle sus propios globos oculares de la cabeza.

Esos túneles en el cráneo eran hipnóticos, y entonces el Hombre Astuto empezó a balancearlos despacio de un lado a otro, como una serpiente…

—Por favor, no te muevas.

La voz sorprendió a Tiffany. Era apremiante pero bastante amistosa… y pertenecía a Eskarina Herrero.

El viento era de plata y frío.

Tiffany, tumbada sobre su espalda, miró hacia un cielo blanco. En el borde de su visión había hierbas secas zarandeadas por el viento pero, curiosamente, detrás de aquel trocito de campo estaban la gran chimenea y los caballeros batallando.

—De verdad es muy importante que no te muevas —dijo la misma voz desde detrás—. Este lugar está, como solemos decir, montado deprisa y corriendo para esta conversación. No existía hasta que tú has llegado, y dejará de existir tan pronto como salgas. Hablando con propiedad, y según las definiciones habituales de casi todas las disciplinas filosóficas, no puede afirmarse en absoluto que tenga existencia.

—O sea, es un lugar mágico, ¿no? ¿Como los Solares Irreales?

—Una forma muy acertada de expresarlo —dijo la voz de Eskarina—. Quienes sabemos de esto lo llamamos el ahora viajero. Es una forma fácil de hablar contigo en privado. Cuando se cierre, estarás exactamente donde estabas y no habrá transcurrido el tiempo. ¿Lo comprendes?

—¡No!

Eskarina se sentó en la hierba a su lado.

—Menos mal. Sería bastante inquietante si lo comprendieras. ¿Sabes? Eres una bruja muy, muy inusual. Hasta donde puedo ver, tienes un talento natural para hacer queso, que es un don bastante bueno dentro de lo que cabe. El mundo necesita queseros. Un buen quesero vale su peso en… bueno, en queso. No naciste con talento para la brujería.

Tiffany abrió la boca para replicar antes de tener la menor idea de lo que decir, una reacción nada rara en los seres humanos. La primera en abrirse paso por el embrollo de preguntas fue:

—Un momento. Tenía una rama ardiendo en la mano. Pero ahora me has traído aquí, dondequiera que sea este sitio. ¿Qué ha pasado? —Miró al fuego. Las llamas estaban quietas—. La gente se fijará en mí —dijo, y dada la naturaleza de su situación, añadió—: ¿Verdad?

—La respuesta es no; el motivo es muy complejo. El ahora viajero es… tiempo domesticado. Es tiempo que está de tu parte. Créeme, en el universo hay cosas más raras. Ahora mismo, Tiffany, vivimos en auténtico tiempo prestado.

Las llamas seguían paralizadas. Tiffany tuvo la sensación de que deberían estar frías, pero notaba su calidez. Y había tenido tiempo de pensar.

—¿Y cuando vuelva?

—No habrá cambiado nada —dijo Eskarina— excepto el contenido de tu cabeza, que en estos momentos es muy importante.

—¿Y te tomas tantas molestias para decirme que no tengo talento para la brujería? —preguntó Tiffany sin levantar la voz—. Muy amable por tu parte.

Eskarina rió. Era su risa joven, que sonaba extraña al fijarse en las arrugas de su cara. Tiffany nunca había visto a una persona vieja que pareciera tan joven.

—Te he dicho que no naciste con talento para la brujería, y no te fue fácil conseguirlo; trabajaste mucho en ello porque lo querías. Obligaste al mundo a dártelo, sin importar el precio, y el precio es y siempre será alto. ¿Te suena el dicho «La recompensa por cavar agujeros es una pala más grande»?

—Sí —dijo Tiffany—. Se lo oí decir una vez a Yaya Ceravieja.

—Lo inventó ella. La gente dice que la brujería no la encuentras, que te encuentra ella a ti. Pero tú la encontraste, aunque en aquel momento no supieras lo que encontrabas, y la agarraste por su flaco pescuezo y la hiciste funcionar para ti.

—Todo eso es muy… interesante —declaró Tiffany—, pero tengo cosas que hacer.

—No en el ahora viajero —replicó Eskarina con voz firme—. Mira, el Hombre Astuto ha vuelto a encontrarte.

—Creo que se esconde en libros y dibujos —sugirió Tiffany—. Y en tapices. —Se estremeció.

—Y en espejos —confirmó Eskarina—, y en charcos, y en la luz reflejada en un cristal roto, y en el destello de un filo. ¿Cuántas otras formas se te ocurren? ¿Cuánto miedo estás dispuesta a tener?

—Tendré que enfrentarme a él —dijo Tiffany—. Creo que lo sabía desde el principio. No me parece alguien de quien se pueda huir. Es como un niño abusón, ¿verdad? Ataca allí donde cree que ganará, así que tengo que encontrar la forma de ser más fuerte que él. Me parece que puedo ingeniármelas… Al fin y al cabo, se parece un poco al colmenero, y la verdad es que aquello fue bastante fácil.

Eskarina no gritó; habló en un tono medido y bajo que, en cierto modo, resultó más estruendoso que un chillido.

—¿Sigues empeñada en no admitir lo importante que es esto, Tiffany Dolorido la quesera? Tienes una oportunidad de derrotar al Hombre Astuto y, si fallas, falla la brujería… y caerá contigo. Él poseerá tu cuerpo, tus conocimientos, tus talentos y tu alma. Y por tu propio bien, y también por el de todos, tus hermanas brujas apartarán sus diferencias y os mandarán a los dos al abismo antes de que podáis hacer más daño. ¿Entiendes eso? ¡Esto es importante! Tienes que ayudarte a ti misma.

—¿Las otras brujas me matarán? —dijo Tiffany, horrorizada.

—Por supuesto. Eres una bruja, y ya sabes lo que dice siempre Yaya Ceravieja: «Hacemos lo correcto, no lo agradable». Es tú o él, Tiffany Dolorido. El perdedor morirá. En su caso, lamento decir que tal vez volvamos a encontrárnoslo dentro de unos siglos; en el tuyo no voy a especular.

—Pero espera un momento —objetó Tiffany—. Si están preparadas para luchar contra él y contra mí, ¿por qué no nos unimos todas ahora para enfrentarnos a él?

—Por supuesto. ¿Te gustaría que lo hicieran? ¿Qué es lo que realmente quieres, Tiffany Dolorido, aquí y ahora? Tú eliges. Seguro que las otras brujas no pensarían menos de ti. —Eskarina vaciló un momento y luego dijo—: Vamos, seguro que serían de lo más amables al respecto.

¿La bruja que afrontó una prueba y salió por piernas?, pensó Tiffany. ¿La bruja con la que eran amables porque sabían que no era lo bastante buena? Y si no te crees lo bastante buena, es que ya no eres una bruja de ninguna clase. En voz alta respondió:

—Prefiero morir intentando ser bruja que ser la chica con la que todas eran amables.

—Señorita Dolorido, está usted haciendo gala de un aplomo que raya el pecado y de un orgullo y una certeza abrumadores, y permítame decir que no esperaría menos de una bruja.

El mundo se sacudió un poco y cambió. Eskarina desapareció mientras Tiffany acababa de absorber sus palabras. El tapiz volvía a estar delante de ella, que aún levantaba el leño ardiente, pero esta vez lo alzó con confianza. Se sentía como llena de un aire que la elevaba. El mundo se había vuelto extraño, pero al menos sabía que el fuego devoraría el tapiz seco tan pronto como lo tocara.

—Quemaré esta sábana vieja sin pensármelo, créeme. ¡Vuelve ahora mismo al lugar de donde vienes!

Para su asombro, la silueta oscura se retiró. Hubo un siseo momentáneo y Tiffany sintió como si le hubieran quitado un peso de encima, que se llevó el hedor con él.

—Ha sido todo muy interesante. —Tiffany dio media vuelta y se encontró con la sonrisa alegre de Preston—. ¿Sabes? Cuando te has quedado quieta un rato, me he preocupado mucho. Creía que estabas muerta. Al tocarte el brazo, con mucho respeto y sin tejemanejes, ojo, he notado como el aire en un día de tormenta. Así que he pensado: esto es asunto de brujas, y he decidido tenerte echado un ojo, ¡y acabas de amenazar a un tapiz inocente con una muerte espantosa!

Tiffany se miró en los ojos del chico como si fueran un espejo. Fuego, pensó. El fuego le mató una vez, y lo sabe. No querrá acercarse al fuego. El fuego es el secreto. La liebre corre al fuego. Mmm.

—En realidad el fuego me gusta bastante —declaró Preston—. No le tengo ninguna manía.

—¿Qué? —preguntó Tiffany.

—Me temo que estabas hablando entre dientes —dijo Preston—. No voy a preguntarte sobre qué. Mi abuela siempre decía: «No te entrometas en asuntos de brujas, pues te aventarán un sopapo que te dejará fino».

Tiffany se quedó mirándolo un momento y tomó una decisión instantánea.

—¿Sabes guardar un secreto?

Preston asintió.

—¡Ya lo creo! Nunca he dicho a nadie que el sargento escribe poesía, por ejemplo.

—¡Preston, acabas de decírmelo a mí!

Preston le sonrió.

—Ah, pero una bruja no es «nadie». Mi abuela decía que contarle un secreto a una bruja es como susurrar a la pared.

—Bueno, sí —empezó a decir Tiffany, pero se detuvo—. ¿Y tú cómo sabes que escribe poesía?

—Lo difícil era no saberlo —dijo Preston—. Verás, la escribe en páginas del parte de sucesos que tenemos en la caseta de la guardia, supongo que cuando tiene turno de noche. Luego se preocupa de arrancar las páginas, con mucho cuidado para que no se note nada, pero aprieta tanto con el lápiz que se puede leer la impresión en el folio de debajo.

—¿Y los demás no se han dado cuenta? —preguntó Tiffany.

Preston negó con la cabeza, bamboleando un poco su casco sobredimensionado.

—Ah, no, ya sabes cómo son: piensan que leer es cosa de niñas. Además, cuando llego temprano arranco el papel de debajo para que no se rían de él. Ojo, que para ser autodidacta es bastante buen poeta. Domina bien la metáfora. Escribe todos sus poemas a una mujer llamada Millie.

—Su esposa —reveló Tiffany—. Tienes que haberla visto en el pueblo. Nunca he conocido a nadie con tantas pecas, y es muy susceptible con ellas.

Preston asintió.

—Eso explica que el último poema del sargento se titule «De qué sirve el cielo sin estrellas».

—Viéndole nadie lo diría, ¿verdad?

Preston se quedó pensativo un momento.

—Perdona, Tiffany —comentó—, pero tienes mal aspecto. De hecho, y no te ofendas, tienes un aspecto horroroso. Si fueras otra persona y te echaras un vistazo, te dirías que estás muy, muy enferma. Tienes pinta de no haber dormido nada.

—Anoche dormí una hora como mínimo. ¡Y la noche anterior me eché un rato! —protestó Tiffany.

—¿Ah, sí? —dijo Preston, severo—. Y aparte del desayuno de esta mañana, ¿cuándo comiste un plato decente por última vez?

Por algún motivo Tiffany aún se sentía llena de luz.

—Me parece que ayer piqué algo…

—¿En serio? —replicó Preston—. ¿Picar y cabezaditas? Así no es como vive la gente. ¡Así es como muere!

Tenía razón. Tiffany sabía que la tenía. Pero eso solo empeoraba las cosas.

—Mira, me está buscando una criatura horrible que puede dominar a otros por completo, ¡y tengo que enfrentarme a él yo sola!

Preston miró a su alrededor con interés.

—¿Podría dominarme a mí?

El veneno va allí donde es bienvenido, pensó Tiffany. Gracias por esa frase tan útil, señora Proust.

—No, creo que no. Creo que hay que ser el tipo adecuado de persona… es decir, el tipo inadecuado de persona. Ya sabes, alguien que tenga una pizca de maldad.

Por primera vez Preston pareció preocuparse.

—Yo he hecho cosas malas en mis tiempos, lamento decir.

Pese a su repentino cansancio, Tiffany sonrió.

—¿Cuál fue la peor?

—Una vez robé un paquete de lápices de colores en un puesto de mercadillo. —La miró desafiante, como si esperara de ella un chillido o un dedo despectivo.

Pero Tiffany negó con la cabeza y dijo:

—¿Cuántos años tenías?

—Seis.

—Preston, no creo que esa criatura pudiera meterse en tu cabeza jamás. Aparte de todo lo demás, me parece que ya la tienes bastante llena y complicada.

—Señorita Tiffany, necesita descansar, descansar de verdad en una cama. ¿Qué clase de bruja va a cuidar de todo el mundo si no tiene la sensatez de cuidar de ella misma? Quis custodiet ipsos custodes. Significa «quién guarda a los guardias», eso significa. Así que ¿quién brujea a las brujas? ¿Quién se ocupa de la gente que se ocupa de la gente? Ahora mismo parece que debo ser yo.

Tiffany se rindió.

La niebla de la ciudad era densa como un cortinaje mientras la señora Proust llegaba a la oscura y siniestra mole del Rapapolvo, pero los bancos se apartaban obedientes al verla venir y volvían a cerrarse tras su paso.

El alcaide estaba esperándola en la puerta principal, con un farol en la mano.

—Lo siento, señora, pero hemos pensado que esto tenía que verlo antes de que se ponga todo en plan oficial. Sé que las brujas no son muy populares últimamente, pero a usted siempre la hemos considerado de la familia, ya me entiende. Aquí todos nos acordamos mucho de su padre. ¡Qué artesano! ¡Podía colgar a un hombre en siete segundos y cuarto! Nadie ha batido la marca. Ya no se ven hombres como él. —Se puso serio—. Y le diré, señora, que espero que nunca se vea nada como lo que vamos a enseñarle. Nos ha puesto de los nervios, créame. Esto cae en el campo de usted, me parece.

Al llegar a la oficina de la cárcel, la señora Proust se escurrió las gotitas de condensación de la capa y olió el miedo en el aire. Escuchó los sonidos metálicos y los gritos lejanos que llegaban siempre que fallaba algo en prisión. Una cárcel es, por definición, mucha gente apelotonada con todo el miedo, el odio, la preocupación, el desespero y los rumores acumulándose unos encima de otros, luchando por hacerse espacio. La bruja colgó la capa de un clavo que había junto a la puerta y se frotó las manos.

—El chico que me ha enviado decía algo de una fuga…

—Bloque D —anunció el alcaide—. Chubasquero, ¿se acuerda de él? Lo teníamos aquí desde hace como un año.

—Sí, sí, me acuerdo —dijo la bruja—. Tuvieron que suspender el juicio porque el jurado no paraba de vomitar. Una cosa muy fea. Pero del bloque D no ha escapado nunca nadie, ¿verdad? ¿Los barrotes de las ventanas no eran de acero?

—Doblados —informó el alcaide, sin expresión—. Mejor que venga y lo vea. A nosotros nos pone la carne de gallina, no me importa reconocérselo.

—Chubasquero no era un hombre muy fornido, que yo recuerde —comentó la bruja mientras recorrían a buen paso los húmedos pasillos.

—Así es, señora Proust. Bajito y ruin, ese era él. Tenía cita en el cadalso la semana que viene, además. Y ha arrancado unos barrotes que un hombre fuerte no podría mover ni con palanca antes de caer diez metros hasta el suelo. No es natural, no está bien. Pero es lo otro que ha hecho… madre mía, me pongo enfermo solo de pensarlo.

Había un guarda esperando fuera de la celda recién desocupada por el ausente Chubasquero, sin motivo comprensible para la señora Proust dado que el preso ya se había fugado. Se tocó el borde del casco en señal de respeto al verla.

—Buenos días, señora Proust —saludó—. Es todo un honor conocer a la hija del mejor verdugo de la historia. Cincuenta y un años dándole a la palanca y nunca decepcionó a un cliente. El señor Dispuesto es un buen tipo, pero a veces le rebotan un poco y me parece poco profesional. Y el padre de usted no renunciaba a un ahorcamiento bien merecido por miedo a que los fuegos del mal y los demonios le andasen luego detrás. Mire lo que le digo: ¡capaz era de perseguirlos él y colgarlos también! Siete segundos y cuarto, eso sí que es ser un caballero.

Pero la señora Proust tenía la mirada fija en el suelo.

—Nos sabe fatal que tenga que verlo una señora —siguió diciendo el guarda.

Distraída, la señora Proust le corrigió:

—Las brujas no somos señoras cuando estamos de servicio, Frank. —Y entonces olfateó el aire y soltó una palabrota que hizo que los ojos de Frank se humedecieran.

—Cuesta imaginar qué se le metió en el cuerpo, ¿eh?

La señora Proust se enderezó.

—No tengo que imaginármelo, Frank —dijo con gravedad—. Lo sé.

La niebla se amontonó contra los edificios, ansiosa por apartarse del camino de la señora Proust en su regreso a la calle del Décimo Huevo, dejando tras de sí un túnel con forma de señora Proust en la penumbra.

Derek estaba bebiéndose tan tranquilo una taza de cacao cuando su madre entró precedida de los acordes, por así decirlo, de un sonoro pedo. Levantó la mirada arrugando la frente.

—¿A ti te ha sonado a si bemol? Yo creo que no está en si bemol. —Metió la mano bajo el mostrador para sacar el diapasón, pero su madre pasó a su lado sin detenerse.

—¿Dónde está mi escoba?

Derek suspiró.

—En el sótano, ¿te acuerdas? Cuando los enanos te dijeron lo que costaría arreglarla el mes pasado, les dijiste que eran un hatajo de adornos de jardín estafadores, ¿te acuerdas? De todas formas, no la usas nunca.

—Tengo que ir al… campo —dijo la señora Proust mientras rebuscaba en los abarrotados estantes por si contenían alguna escoba operativa.

Su hijo la miró.

—¿Estás segura, madre? Siempre dices que es malo para la salud.

—Es cuestión de vida o muerte —murmuró la señora Proust—. ¿Qué hay de Flaca Alta Bajita Gorda Sally?

—Venga, madre, no deberías llamarla así —le reprochó Derek—. ¿Qué culpa tiene ella de ser alérgica a las mareas?

—¡Pero tiene escoba! ¡Ja! Cuando vienen mal dadas, vienen mal dadas. Prepárame unos sándwiches, ¿quieres?

—¿Esto tiene que ver con la chica que vino la semana pasada? —preguntó Derek, todo sospechas—. No me pareció que tuviera un gran sentido del humor.

Su madre no le hizo caso y hurgó bajo el mostrador hasta encontrar una larga porra de cuero. Los pequeños comerciantes de la calle del Décimo Huevo trabajaban con poco margen de beneficios y tenían una actitud muy directa respecto a los rateros.

—No sé yo, de verdad que no lo sé —gimoteó—. ¿Yo? ¿Haciendo el bien a mis años? Tengo que estar ablandándome. ¡Y ni siquiera me van a pagar! No sé, de verdad que no. Cuando quiera darme cuenta, me pondré a conceder tres deseos a la gente, y si empiezo a hacerlo, Derek, quiero que me des un buen golpetazo en la cabeza. —Le pasó la porra—. Te dejo a ti al mando. Intenta colocar el chocolate de goma y los humorísticos huevos fritos de pega, ¿de acuerdo? Dile a la gente que son puntos de libro graciosos o algo.

Y con eso, la señora Proust salió corriendo a la noche. Las travesías y callejuelas de la ciudad eran muy peligrosas a aquella hora, llenas de atracadores, ladrones y demás molestias. Pero todos desaparecieron en la penumbra a su paso. La señora Proust era mal asunto, y convenía dejarla en paz si se quería que todos los huesos de los dedos siguieran apuntando hacia donde debían.

El cuerpo que había sido de Chubasquero corría en la noche. Estaba lleno de dolor. Al fantasma no le importaba, pues el dolor no era suyo. Sus tendones chirriaban de agonía, pero no era la agonía del fantasma. Los dedos sangraban por haber arrancado barrotes de acero de la pared. Pero el fantasma no sangraba. Nunca sangraba.

Ya no se acordaba de haber tenido un cuerpo que de verdad fuese suyo. Los cuerpos tenían que alimentarse y que beber. Era una de las desventajas de los malditos trastos. Tarde o temprano dejaban de ser útiles. Con frecuencia, no importaba: siempre había alguna mente pequeña que supuraba odio y envidia y rencor y estaría dispuesta a aceptar al fantasma. Pero ahora debía ser cuidadoso, y debía ser rápido. Sobre todo, debía ser prudente. Allí fuera, en los caminos vacíos, sería difícil encontrar otro recipiente adecuado. Lamentándose, permitió que el cuerpo parara y bebiera de las fangosas aguas de un estanque. Resultó estar lleno de ranas, pero los cuerpos también tenían que comer, ¿verdad?