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CAPÍTULO 11

La pira de las brujas

—Ya te he dicho que siempre quise ser bruja —dijo Leticia—. No sabes lo difícil que puede ponerse cuando tu familia vive en una mansión gigantesca y tiene un árbol genealógico tan grande que hay que ampliarle el jardín. Todo eso me lo impidió a mí, y no te ofendas, pero me encantaría haber nacido con tus desventajas. Si sé que existe el catálogo Boffo es porque una vez que entré en la cocina vi a dos chicas del servicio riéndose mientras lo hojeaban. Se fueron corriendo sin dejar de soltar risitas, por cierto, pero se lo dejaron allí. No puedo pedir todas las cosas que querría porque mi doncella me espía para mi madre. Pero la cocinera es buena persona, así que le doy dinero y las referencias del catálogo y entregan las cosas a su hermana, que vive en Senda-del-Perdedor. Pero no puedo encargar nada grande, porque siempre hay doncellas quitando el polvo y limpiando por todas partes. Me encantaría tener un caldero de esos con burbujas verdes, pero por lo que me dices son de broma.

Leticia había sacado otros dos palos del seto y los había clavado en el suelo delante de ella. Cada uno tenía un brillo azul en la punta.

—Bueno, para todos los demás son de broma —reconoció Tiffany, asombrada—, pero pienso que para ti sacarían hasta pollos fritos.

—¿De verdad lo piensas? —preguntó Leticia, ilusionada.

—No estoy segura de poder pensar nada mientras siga bocabajo y con la cabeza metida en un cubo de arena —dijo Tiffany—. ¿Sabes que suena un poco a magia de mago? Ese truco… dices que estaba en el libro de la señora Bugloss. Escucha, me sabe fatal, pero en realidad todo eso es boffo. No es de verdad. Es para quienes creen que la brujería consiste en flores y pociones y bailar sin las calzas puestas, cosa que no me imagino haciendo a ninguna bruja de verdad… —Tiffany vaciló, porque era sincera por naturaleza—. Bueno, quizá a Tata Ogg si le apeteciera mucho. Es brujería con la corteza quitada, y la brujería de verdad es toda corteza. ¡Pero tú cogiste uno de sus ridículos conjuros que hacen reír a las chicas de la cocina, lo usaste sobre mí y funcionó! ¿Hay alguna bruja de verdad en tu familia?

Leticia negó con la cabeza y su melena rubia centelleó hasta con luz de luna.

—Nunca he oído hablar de ninguna. Mi abuelo era alquimista, pero no profesional, claro. Fue por él que la casa ya no tiene ala este. Mi madre… no me la imagino haciendo magia, ¿tú sí?

—¿A ella? ¡Desde luego que sí!

—Bueno, pues yo no la he visto hacerla nunca, y de verdad que tiene buena intención. Dice que solo quiere lo mejor para mí. Perdió a toda su familia en un incendio, ¿lo sabías? Lo perdió todo —explicó Leticia.

Tiffany no podía tenerle antipatía a la chica. Sería como tenérsela a un cachorrito desconcertado, pero tampoco pudo evitar decir:

—¿Y tú tenías buena intención? Ya sabes, cuando hiciste una figurita de mí y la metiste del revés en un cubo de arena.

Leticia debía de tener un embalse en algún sitio. Nunca le faltaba más de un pelo para soltar la lágrima.

—Escucha —dijo Tiffany—, de verdad que no me importa. ¡Aunque me encantaría creer que todo ha sido cosa de un hechizo! Tú saca la figurita y no se hable más del tema. Por favor, no te eches a llorar otra vez, que lo empapas todo.

Leticia se sorbió la nariz.

—No, es que… bueno, no lo hice aquí. Me lo dejé todo en casa. Está en la biblioteca.

La última palabra de la frase tintineó en la cabeza de Tiffany.

—¿Biblioteca? ¿Con libros? —Se suponía que a las brujas no les preocupaban mucho los libros, pero Tiffany leía todos los que caían en sus manos. Nunca se sabía lo que podía sacarse de un libro—. Hace calor para la época del año —comentó—, y tu casa no queda muy lejos, ¿verdad? Podrías estar de vuelta en tu cama de la torre dentro de un par de horas.

Por primera vez desde que Tiffany la había conocido, Leticia dejó ver una sonrisa auténtica.

—¿Esta vez me dejas ir delante?

Tiffany volaba casi al ras de las lomas.

Faltaba poco para la luna llena, y era una auténtica luna de cosecha, con el color cobrizo de la sangre. Se debía al humo de la quema de rastrojos, suspendido en el aire. Lo que Tiffany no entendía era por qué el humo azul de quemar trigo volvía roja la luna, pero no tenía intención de volar hasta ella para averiguarlo.

Y Leticia daba la impresión de hallarse en una especie de paraíso personal. No dejó de hablar en todo el trayecto, lo que ciertamente era mejor que sus sollozos. La chica solo era ocho días más joven que Tiffany, cosa que la segunda sabía porque se había tomado muchas molestias para averiguarlo. Sin embargo, eran solo números. Tiffany no lo veía de ese modo. En realidad, se sentía lo bastante mayor para ser la madre de Leticia. Era raro, pero Petulia, Annagramma y las demás chicas de las montañas le habían comentado lo mismo: que las brujas se hacían viejas por dentro. Como bruja, tenías que hacer las cosas que debían hacerse pero que te dejaban el estómago revuelto como una rueca. A veces veías cosas que nadie debería tener que ver. Y, casi siempre a solas y a menudo a oscuras, debías hacer lo necesario. En los pueblos aislados, cuando una madre primeriza estaba dando a luz y las cosas se habían torcido del todo, deseabas que en la zona hubiera alguna comadrona para que al menos te diera algo de apoyo moral. Pero en todo caso, cuando llegaba la hora de la verdad y había que tomar una decisión a vida o muerte, la tomabas tú, porque eras la bruja. Y a veces la decisión no era entre algo bueno y algo malo, sino entre dos cosas malas: no había una opción correcta, solo… opciones.

Entonces vio que algo recorría como una exhalación el pasto alumbrado por la luna, igualando sin problemas el avance de la escoba. Mantuvo el ritmo durante unos minutos hasta que, cambiando de dirección con un salto, volvió a perderse entre las sombras de la luz de la luna.

La liebre corre al fuego, pensó Tiffany, y tengo la sensación de que yo también.

Villa Florilegio estaba al final de la Caliza, y de verdad era el final porque allí la caliza dejaba paso a la arcilla y la grava. Había parques, bosquecillos de árboles altos y fuentes delante de la casa en sí, que estiraba la palabra «villa» hasta casi romperla porque en realidad parecía media docena de mansiones pegadas entre sí. Había anexos, alas, un gran lago ornamental y una veleta con forma de garza, contra la que casi se estrellaron.

—¿Cuánta gente vive aquí? —logró preguntar Tiffany mientras estabilizaba la escoba y aterrizaba en lo que había tomado por césped pero resultó ser hierba seca de casi metro y medio de altura. Salieron conejos huyendo en todas direcciones, alarmados por la incursión aérea.

—Ahora solo mi madre y yo —dijo Leticia. La hierba muerta crujió bajo sus pies cuando bajó de la escoba—. Y el servicio, claro. Tenemos muchos sirvientes. No te preocupes, a estas horas estarán todos en la cama.

—¿Cuántos sirvientes hacen falta para dos personas? —preguntó Tiffany.

—Unos doscientos cincuenta.

—No te creo.

Leticia giró la cabeza mientras seguía andando hacia una puerta que se veía al fondo.

—Bueno, incluyendo a los familiares, hay como unos cuarenta en la granja, otros veinte en la lechería, veinticuatro más que trabajan en el bosque y setenta y cinco en los jardines, que incluyen el invernadero de plátanos, el foso de piñas, el plantadero de melones, el criadero de nenúfares y el acuario de truchas. Los demás trabajan en la casa y la alberguería.

—¿Eso qué es?

Leticia se detuvo con la mano en el pomo de latón oxidado.

—Piensas que mi madre es grosera y mandona, ¿verdad?

Tiffany no veía alternativa a decir la verdad, aunque supusiera un riesgo de lágrimas a medianoche.

—Sí, eso pienso.

—Y tienes razón —dijo Leticia girando el pomo—. Pero es leal a la gente que es leal a nosotras. Siempre lo hemos sido. Nunca despedimos a nadie por ser muy viejo, estar muy enfermo o andar muy perdido. Si no pueden apañárselas en sus casitas, los alojamos en un ala de la villa. ¡En realidad, la mayoría de los sirvientes cuidan de los sirvientes mayores! Estaremos pasadas de moda y seremos algo estiradas y atrasadas, pero nadie que trabaje para los Florilegio tendrá que mendigar comida al final de su vida.

El reticente pomo giró por fin y abrió la puerta hacia un largo pasillo que olía a… que olía… que olía a viejo. Era la única forma de describirlo, aunque con tiempo suficiente para pensar podría decirse que era una mezcla de moho reseco, madera húmeda, polvo, ratones, tiempo muerto y libros antiguos, que tienen su propio olor intrigante. Era eso, decidió Tiffany. Allí habían muerto en silencio los días y las horas sin que nadie se diera cuenta.

Leticia se afanó junto a un estante del pasillo y encendió una lámpara.

—Aquí ya no entra nunca nadie que no sea yo —dijo—, porque el lugar está encantado.

—Sí —confirmó Tiffany intentando mantener un tono conversacional—. Por una mujer sin cabeza que lleva una calabaza bajo el brazo. Ahora mismo viene hacia nosotras.

¿Había esperado sorpresa o lágrimas? Lo que desde luego no esperaba era que Leticia dijera:

—Ah, es Mavis. Tengo que cambiarle la calabaza cuando maduren las de este año. Con el paso del tiempo se ponen todas… bueno, asquerosas. —Levantó la voz—. ¡Soy yo, Mavis, no te asustes!

Con un ruido que recordaba a un suspiro, la mujer decapitada dio media vuelta y empezó a desandar el pasillo.

—Lo de la calabaza se me ocurrió a mí —siguió charlando Leticia—. Antes no había quien la aguantara. Buscaba su cabeza, ¿sabes? Con la calabaza se queda más tranquila, porque me parece que la pobre no ve la diferencia. No la ejecutaron, por cierto. Creo que quiere que lo sepa todo el mundo. Fue solo un accidente rarísimo relacionado con un tramo de escalones, un gato y una guadaña.

Y esta es la chica que se pasa el día llorando, pensó Tiffany. Pero este es su terreno. En voz alta dijo:

—¿Tienes más fantasmas que enseñarme, por si me entran ganas de volver a mearme encima?

—Bueno, ahora mismo no —respondió Leticia echando a andar pasillo abajo—. El esqueleto chillón dejó de chillar cuando le di un osito de peluche viejo, aunque no sé muy bien por qué funcionó, y… ah, sí, ahora el fantasma del primer duque solo encanta el cuarto de baño que hay al lado del comedor, y ese no lo usamos mucho. Tiene la mala costumbre de tirar de la cadena en los momentos más incómodos, pero es mejor que las lluvias de sangre que hacía antes.

—Eres una bruja. —Las palabras salieron de la boca de Tiffany por iniciativa propia, incapaces de quedarse en la intimidad de su mente.

La chica la miró anonadada.

—No digas bobadas —objetó—. Las dos sabemos cómo funciona, ¿verdad? Cabello largo y rubio, piel lechosa, cuna noble… bueno, lo bastante noble, y rica, al menos en teoría. Oficialmente soy una dama.

—No sé —dijo Tiffany—. A lo mejor no deberías basar tu futuro en un libro de cuentos de hadas. Normalmente las chicas que van para princesa no se dedican a aliviar las penas de fantasmas sin cabeza dándoles una calabaza para que la paseen. Y debo decir que lo de acabar con los chillidos del esqueleto chillón dándole un osito de peluche me ha impresionado. Es lo que Yaya Ceravieja llama cabezología. La mayor parte de nuestro arte es cabezología, en el fondo; cabezología y boffo.

Leticia parecía aturullada y agradecida al mismo tiempo, lo que le dejó la cara a manchas blancas y rosadas. Tiffany tuvo que reconocer que era el tipo de rostro que miraba anhelante por las ventanas de una torre, esperando a un caballero que no tuviera nada mejor que hacer que salvar a su dueña de dragones, monstruos y, en ausencia de ambos, del aburrimiento.

—No tienes por qué hacer nada al respecto —añadió Tiffany—. El sombrero puntiagudo es optativo. Pero si estuviera aquí la señorita Lento, seguro que te recomendaría hacer carrera. No es bueno ser bruja sola.

Habían llegado al final del pasillo. Leticia giró otro pomo chirriante, que sumó sus protestas a las de la puerta al abrirse.

—Eso lo tengo claro, visto lo visto —dijo Leticia—. ¿Y la señorita Lento es…?

—Viaja por el campo buscando a chicas que tengan talento para el arte —explicó Tiffany—. Se dice que la brujería no la encuentras, te encuentra ella a ti, y normalmente es la señorita Lento quien te da el golpecito en el hombro. Es buscadora de brujas, pero me extrañaría que pasara por muchas mansiones. A las brujas nos ponen nerviosas. ¡Madre mía!

La exclamación se debió a que Leticia acababa de encender un farol de aceite. La sala estaba llena de estanterías, y los libros que contenían brillaban. No eran libros modernos y baratos, sino volúmenes encuadernados en cuero, y no en un cuero cualquiera, sino en cuero procedente de vacas listas que habían dado sus vidas por la literatura tras una existencia feliz en los mejores pastos posibles. Los libros relucieron a medida que Leticia se desplazó por la estancia y fue encendiendo más lámparas. Las izó tirando de sus largas cadenas, cuyo leve balanceo fundió el brillo de los libros con el resplandor de los adornos de latón hasta dejar la sala inundada de vivo y rico oro.

Leticia puso cara de satisfacción al ver a Tiffany quedarse plantada mirándolo todo.

—Mi bisabuelo era un gran coleccionista —dijo—. ¿Ves todo ese metal pulido? Es por la polilla de los libros calibre 0,303, que corre tanto que puede taladrar todo un estante de libros en una fracción de segundo. ¡Ja, pero no si antes se estampa contra un adorno de latón a la velocidad del sonido! Antes la biblioteca era más grande, pero mi tío Charlie huyó llevándose todos los libros sobre… ¿erotismo, era? No estoy segura del todo, pero no lo he encontrado en ningún mapa. En todo caso, ahora la única que entra aquí soy yo. Mi madre opina que leer inquieta a la gente. Perdona, ¿por qué olisqueas? Espero que no se haya muerto otro ratón aquí dentro.

Aquí hay algo que está muy fuera de lugar, pensó Tiffany. Algo… tenso… tensándose. A lo mejor es solo todo el conocimiento que hay en los libros, luchando por salir. Había oído hablar de los tomos que había en la biblioteca de la Universidad Invisible, de todos aquellos libros con alma tan apretados en el espacio-tiempo que por las noches, según se decía, hablaban entre ellos y pasaba una especie de relámpago de libro a libro. Si se juntaban demasiados volúmenes, ¿quién sabía de qué serían capaces? Una vez la señorita Lento le había dicho: «El conocimiento es poder, el poder es energía, la energía es materia, la materia es masa y la masa altera el tiempo y el espacio». Pero Leticia tenía un aspecto tan feliz entre los estantes y las mesas que a Tiffany le supo mal poner pegas.

La chica le hizo un gesto para que se acercara.

—Y aquí es donde hago mis truquitos de magia —dijo, como si enseñara a Tiffany el sitio donde jugaba con las muñecas.

Tiffany había empezado a sudar; le temblaba todo el vello de la piel, una señal para sí misma de que debería dar media vuelta y correr, pero Leticia seguía charlando sin parar, inconsciente de que Tiffany trataba de contener el vómito.

La peste del Hombre Astuto era terrible. Se alzó en la alegre biblioteca como una ballena muerta tiempo atrás que ahora emergía a la superficie, llena de gas y podredumbre.

Tiffany miró desesperada a su alrededor, buscando algo que le quitara esa imagen de la mente. Estaba claro que la señora Proust y Derek habían hecho negocio con Leticia Florilegio: la chica les había comprado la gama completa, con verrugas y todo.

—Pero de momento solo me pongo las verrugas. Creo que dan la sensación adecuada pero sin pasarse, ¿no te parece? —estaba explicando.

—Yo nunca me he molestado —dijo Tiffany con un hilo de voz.

Leticia olfateó.

—Vaya, cómo lamento el olor. Creo que son los ratones. Se comen la cola de los libros, aunque diría que esta vez han encontrado uno muy, muy perturbador.

La biblioteca estaba empezando a poner a Tiffany muy nerviosa. Era como… bueno, como despertar y ver que durante la noche había entrado una familia de tigres y se habían quedado dormidos al pie de la cama: por ahora todo estaba tranquilo, pero en cualquier momento alguien iba a quedarse sin brazo. Allí estaban los artículos de Boffo, que eran como brujería para aparentar. Impresionaban a la gente, y a lo mejor servían para ayudar a una novata a meterse en el papel, pero la señora Proust nunca enviaría cosas que funcionaran, ¿verdad que no?

A su espalda se oyó el tañido del asa de un cubo y Leticia salió de detrás de un estante, sosteniendo el cubo con las dos manos. Derramó un poco de arena al dejarlo en el suelo y hurgar un poco en su interior.

—Ah, ahí estás —dijo sacando algo que parecía una zanahoria mordisqueada por un ratón con poco apetito.

—¿Se supone que eso soy yo? —preguntó Tiffany.

—No se me da muy bien tallar madera —se excusó Leticia—, pero el libro decía que la intención es lo que cuenta… —Fue una afirmación nerviosa, con un matiz interrogativo que amenazaba con otra inundación de lágrimas.

—Lo siento —se lamentó Tiffany—. El libro se equivoca en eso. No es tan fácil. Lo que cuenta es lo que haces. Si quieres lanzar una maldición a alguien, necesitas algo que le haya pertenecido: pelo, o quizá un diente. Y con esas cosas no hay que trastear, porque son peligrosas y es muy fácil equivocarse. —Estudió más de cerca la bruja mal tallada—. Veo que le has escrito la palabra «bruja» con lápiz. Hum… ¿Sabes eso que te decía de que es fácil equivocarse? Bueno, pues hay veces en que más que equivocarte, lo que haces es poner patas arriba la vida de alguien.

Con el labio inferior temblando, Leticia asintió.

La presión en la cabeza de Tiffany estaba empeorando, y ahora la sensación fétida era tan poderosa que parecía una presencia física. Tiffany trató de concentrarse en el montoncito de libros que había sobre la mesa. Eran unos ejemplares pequeños y tristes, del tipo que Tata Ogg, capaz de sacar una sorprendente mordacidad cuando le apetecía, llamaba «cagarrutillas endulzadas para niñas que juegan a brujas».

Pero al menos Leticia había sido minuciosa: había un par de libretas en el atril que dominaba la mesa de biblioteca. Tiffany se giró para decir algo a la chica, pero notó que su cabeza no quería quedarse girada. Su Segunda Vista tiraba de ella para que volviera a la mesa. Y su mano se levantó poco a poco, casi por sí misma, y apartó el montoncito de libros tontos. Lo que había tomado por la superficie del atril era en realidad un libro mucho más grande, tan grueso y oscuro que parecía confundirse con la propia madera. El pavor goteó en su cerebro como almíbar negro, instándola a correr y… No, eso era todo. Solo a correr, y a seguir corriendo, y a no parar. Nunca.

Intentó mantener firme la voz.

—¿Sabes algo de este libro?

Leticia miró por encima de su hombro.

—Es muy antiguo. Ni siquiera reconozco el idioma. Pero tiene una encuadernación espléndida, eso sí, y lo más curioso es que siempre está un poco tibio.

Aquí y ahora, pensó Tiffany, lo tengo delante aquí y ahora. Eskarina dijo que existía un libro escrito por él. ¿Este podría ser una copia? Pero los libros no pueden hacer daño, ¿verdad? Claro que los libros contienen ideas, y las ideas pueden ser peligrosas.

En aquel momento, el libro del atril se abrió con un crujido de su lomo de cuero y un leve susurro al girar la portada. Las páginas pasaron como una bandada de palomas alzando el vuelo hasta llegar a una que llenó la medianoche de la sala con brillante, hiriente luz del sol. Y en esa luz del sol, corriendo hacia ella por un desierto abrasador, había una figura vestida de negro…

Por acto reflejo, Tiffany cerró el libro de golpe y lo mantuvo sujeto con las dos manos, abrazándolo como una colegiala. Me ha visto, pensó. Sé que me ha visto. El libro saltó entre sus brazos como si lo hubiera golpeado algo voluminoso, y Tiffany alcanzó a oír… palabras, palabras que se alegró de no entender. El libro recibió otro impacto que abombó la portada y estuvo a punto de tirarla al suelo. Cuando sintió el siguiente topetazo, se dejó caer hacia la mesa, con el libro por delante para apoyar encima todo su peso.

Fuego, pensó. ¡Él odia el fuego! Pero no creo que pueda cargar el libro hasta muy lejos y, bueno, las bibliotecas no se incendian y punto. Además, este sitio está más seco que la mojama.

—¿Hay algo intentando salir del libro? —preguntó Leticia.

Tiffany miró su cara blanca y rosada.

—Sí —logró responder, y aplastó el libro contra la mesa cuando volvió a saltarle en los brazos.

—No será como ese trasgo del libro de cuentos, ¿verdad? Siempre me daba miedo que se escurriera de entre las páginas.

El libro brincó en el aire y volvió a caer de sopetón contra la mesa, dejando sin aliento a Tiffany. Consiguió decir entre dientes:

—¡Creo que es mucho peor que el trasgo!

Que es el trasgo de las dos, recordó en muy mal momento. Ambas tenían el mismo libro, al fin y al cabo. No era un buen libro por muchos motivos, pero al crecer se quedaba en una ilustración sin más, aunque una parte de la mente nunca olvidara.

Parecía ocurrirle a todo el mundo. Cuando había contado a Petulia que antes le daba miedo el dibujo de un libro, su amiga había confesado que ella estaba aterrorizada por un esqueleto de aspecto feliz que vio dibujado en un libro de pequeña. Y resultó que todas las otras chicas tenían algún recuerdo parecido. Era como algo inevitable en la vida. Los libros siempre empezaban por asustarte.

—Creo que sé lo que hemos de hacer —dijo Leticia—. ¿Puedes tenerlo ocupado un rato? Vuelvo enseguida.

Se marchó y al cabo de unos segundos Tiffany, que seguía haciendo fuerza para que no se abriera el libro, oyó un chirrido. No le hizo mucho caso porque sus brazos, ceñidos en torno al libro saltarín, estaban casi al rojo vivo. Entonces, detrás de ella, Leticia dijo en voz baja:

—Muy bien, voy a llevarte hasta la prensa de libros. Cuando te lo diga, mete el libro y quita las manos muy, muy deprisa. ¡Es muy importante que lo hagas rápido!

Tiffany se dejó girar por la chica, y juntas avanzaron poco a poco hasta un objeto metálico que las esperaba en la penumbra, sin que el libro dejara de zarandearse con furia y darle golpes en el pecho; era como sostener un corazón de elefante que aún latía.

Los topetazos le impidieron oír bien la voz de Leticia, que estaba gritando:

—Apoya el libro en la placa de metal, empújalo un poquito hacia delante y aparta los dedos… ¡Ya!

Algo giró. Durante un instante aterrador, Tiffany vio que una mano atravesaba la portada del libro antes de que una plancha de metal cayera a plomo encima, cortándole a ella la punta de las uñas.

—Ayúdame con esta manivela, ¿quieres? Apretémosla todo lo que se pueda —sugirió Leticia, que estaba empujando… ¿qué?—. Es la vieja prensa de libros. Mi abuelo la usaba mucho para arreglar los libros viejos cuando se estropeaban. Va muy bien para pegar las páginas que se salen, por ejemplo. Ahora ya no la usamos, menos en la Vigilia de los Puercos. No veas con qué precisión parte las nueces… Hay que dar vueltas a la manivela hasta que empieces a oír crujidos. Suenan un poco a cráneos humanos diminutos.

Tiffany arriesgó una mirada a la prensa, cuyas placas superior e inferior estaban ya apretadas con firmeza, para ver si chorreaba cerebro humano por el lado. No lo vio, pero tampoco se quedó muy tranquila porque en aquel momento salió un pequeño esqueleto humano de una pared, atravesó los estantes de la biblioteca como si fuesen humo y desapareció. Llevaba un osito de peluche en brazos. Fue una de esas cosas que el cerebro archiva como «preferiría no haberlo visto».

—¿Era algún tipo de fantasma? —preguntó Leticia—. No digo el esqueleto; ya te he hablado de él, ¿verdad? Pobrecito. No, digo el otro, el del libro.

—Es… bueno, supongo que podría decirse que es como una enfermedad, y también un poco como una pesadilla que resulta estar esperándote en tu cuarto al despertar. Y creo que puedes haberlo traído tú. O invocado, si lo prefieres.

—¡No prefiero ninguna de las dos cosas! ¡Lo único que hice fue un hechizo sencillo sacado de un libro que me costó un dólar! Vale, reconozco que fui una niña caprichosa, pero no pretendía que sucediera… ¡eso! —Señaló la prensa, que aún crujía.

—Mujer tonta —dijo Tiffany.

Leticia parpadeó.

—¿Qué has dicho?

—¡Mujer tonta! O mujer caprichosa, si quieres. Te casas dentro de unos días, ¿recuerdas? E intentaste hechizar a alguien por celos. ¿Es que no viste el título de ese libro? ¡Lo he podido ver hasta yo! ¡Era La pira de las brujas! Lo dictó un sacerdote omniano que estaba tan loco que no habría podido ver la cordura ni con telescopio. ¿Y sabes qué? Los libros viven. ¡Las páginas recuerdan! ¿Has oído hablar de la biblioteca de la Universidad Invisible? ¡Tienen libros que hay que mantener encadenados, a oscuras y hasta bajo el agua! Y usted, señorita, jugó a hacer magia a pocos centímetros de un libro que bulle de maldad, de magia vengativa. ¡Claro que te dio resultado! Yo le desperté, y desde entonces no ha hecho otra cosa que buscarme, darme caza. ¡Y tú, con tu hechicito de nada, le indicaste hacia dónde ir! ¡Le ayudaste! ¡Ha vuelto, y acaba de encontrarme! El quemabrujas. Y es lo que te decía: infeccioso, una especie de enfermedad.

Se detuvo para inhalar un aliento que llegó y esperar un torrente de lágrimas que no. Leticia se había quedado parada, como si diera vueltas a algo. Entonces dijo:

—Supongo que no basta con un «lo siento», ¿verdad?

—Ahora que lo dices, sería un buen principio —respondió Tiffany, pero estaba pensando: «Esta chica, que no ha entendido que ya es mayor para ponerse vestidos de niña, entregó una calabaza a un fantasma sin cabeza para que la llevara bajo el brazo y se sintiera mejor, y regaló un osito de peluche a un esqueleto que chillaba. ¿A mí se me habría ocurrido? Desde luego, es lo que haría una bruja»—. Mira, está claro que tienes talento para la magia, te lo digo en serio. Pero vas a meterte en unos líos tremendos como te pongas a trastear sin saber lo que haces. Aunque darle el osito al pobre esqueleto fue una genialidad, eso sí. Si mantienes esa idea en la cabeza y entrenas un poco, puede esperarte un futuro bastante mágico. Tendrás que marcharte y pasar un tiempo con alguna bruja mayor, como hice yo.

—Bueno, es maravilloso, Tiffany —dijo Leticia—. ¡Pero tengo que marcharme y pasar un tiempo casándome! ¿Podemos volver ya? ¿Y qué sugieres que hagamos con el libro? No me hace gracia que se quede aquí. ¿Y si logra escapar?

—Ya está fuera, en realidad. Pero el libro es… bueno, es una especie de ventana que le facilita el trayecto. Para llegar hasta mí. A veces pasan cosas de ese estilo. Es como un portal hacia otro mundo, o puede que hacia otro sitio de este.

Tiffany se había crecido bastante mientras lo explicaba, por lo que le sirvió de escarmiento que Leticia dijera:

—Ah, ya, lo del bosque de jacintos con la casita que a veces echa humo por la chimenea y a veces no; o la chica que da de comer a los patos del estanque, y las palomas de la casa que tiene detrás a veces vuelan y a veces están posadas. Se mencionan en el libro Mundos flotantes de H. J. Anudasapos. ¿Quieres leerlo? Sé dónde está.

Y antes de que Tiffany pudiera abrir la boca, la chica se metió entre las estanterías. Regresó al cabo de un minuto, para gran alivio de Tiffany, trayendo un tomo grande y encuadernado en cuero brillante que, sin avisar, depositó en sus manos.

—Te lo regalo. Te has portado mejor conmigo que yo contigo.

—¡No puedes dármelo! ¡Es de la biblioteca! ¡Dejará hueco!

—No, insisto —dijo Leticia—. De todas formas aquí ya no entra nadie más que yo. Mi madre guarda en su dormitorio todos los libros de historia familiar, genealogía y heráldica, y es la única a la que interesan. Aparte de mí, la única otra persona que viene a veces es el señor Tyler, y me parece que ha entrado para hacer su última ronda nocturna. Bueno —añadió—, es muy mayor y muy lento, y le cuesta como una semana hacer la ronda nocturna porque duerme durante el día. Vamos. Si encuentra a alguien aquí, le dará un infarto.

Como para confirmarlo, se oyó el chirrido de un pomo lejano.

Leticia bajó la voz.

—¿Te importa que salgamos por el otro lado? Puede alterarse mucho si descubre a cualquiera aquí dentro.

Por el largo pasillo se acercaba una luz, aunque había que observarla durante un buen rato para constatar que se movía. Leticia abrió la puerta hacia el mundo exterior y las dos corrieron por lo que habría sido el césped si alguien lo hubiera cortado en la última década. Tiffany se llevó la impresión de que en aquel lugar el cuidado del jardín funcionaba al mismo ritmo decrépito que el señor Tyler. Había rocío en la hierba, y la clara sensación de que el amanecer era un suceso muy probable en algún momento del futuro. Tan pronto como llegaron a la escoba, Leticia musitó su enésima disculpa y corrió de vuelta hacia otra puerta de la casa durmiente, para salir cinco minutos después con un bolso grande.

—Mi ropa de luto —dijo mientras la escoba se elevaba entre el aire calmado—. Mañana será el funeral del anciano barón, pobre hombre. Mi madre siempre se lleva la ropa de luto cuando viaja. Dice que nunca se sabe cuándo va a estirar la pata alguien.

—Es un punto de vista muy interesante, Leticia, pero cuando vuelvas al castillo querría que contaras a Roland lo que hiciste, por favor. Me da igual todo lo demás, pero por favor explícale el hechizo que lanzaste.

Tiffany esperó. Leticia estaba sentada detrás de ella y, en aquel momento, en silencio. En mucho silencio. En tanto silencio que se oía.

Tiffany se entretuvo mirando el paisaje que pasaba por debajo. Aquí y allá, el humo empezaba a salir de las cocinas, aunque el sol aún estaba por debajo del horizonte. Las mujeres de los pueblos solían competir por ser la primera en sacar humo: demostraba que debajo había un ama de casa aplicada. Tiffany suspiró. Lo que tenía volar en escoba era que veías a la gente desde arriba. Era imposible evitarlo por mucho que lo intentaras. Los seres humanos se quedaban en meros puntitos que correteaban de un lado para otro. Y cuando empezabas a pensar de ese modo, había llegado el momento de buscar la compañía de otras brujas, para aclararte las ideas. «No serás bruja sola», decía el dicho. Era más mandamiento que consejo.

A su espalda Leticia dijo, con voz de haber sopesado meticulosamente cada palabra antes de decidirse a hablar:

—¿Por qué no estás más enfadada conmigo?

—¿A qué te refieres?

—¡Ya sabes! ¡Por lo que hice! ¡Estás siendo horriblemente… maja!

Tiffany se alegró de que la chica no le viera la cara y, ya puestos, de no poder ver la suya.

—Las brujas no solemos enfadarnos. Liarse a gritos no lleva a ninguna parte.

Tras una nueva pausa, Leticia confesó:

—Si es así, a lo mejor no estoy hecha para ser bruja. A veces siento mucha rabia.

—Ah, yo a menudo siento mucha rabia, eso sí —dijo Tiffany—, pero la reservo en algún sitio hasta que sirva para algo útil. Es lo que tiene la brujería… y la maguería también, por cierto. No solemos hacer mucha magia, y cuando la hacemos es casi siempre sobre nosotros mismos. Vale, mira, el castillo está ahí delante. Te dejaré en el tejado, y la verdad es que tengo unas ganas tremendas de ver lo cómoda que es esa paja.

—Escucha, de verdad, de verdad que lo…

—Lo sé. Ya lo has dicho. No te guardo rencor, pero tienes que arreglar lo que estropeas. Eso también forma parte de la brujería. —Y añadió para sí misma: «¡Si lo sabré yo!».