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CAPÍTULO 1

Un buen rapaciño grandullón

¿Por qué será que a la gente le gusta tanto el ruido? ¿Por qué el ruido es tan importante?, se preguntó Tiffany Dolorido.

Algo situado bastante cerca de ella sonaba como una vaca dando a luz. Resultó ser un viejo organillo, accionado por un hombre harapiento que llevaba un sombrero de copa maltrecho. Tiffany se alejó con toda la educación posible, pero el sonido era pegadizo: daba la sensación de que, si se lo permitía, intentaría seguirla hasta casa.

Pero el sonido del organillo era solo uno entre el gran caldero de ruidos que Tiffany tenía alrededor, y todos emitidos por gente que intentaba hacer más ruido que la otra gente que hacía ruido. Discusiones en los tenderetes improvisados, personas hundiendo la cabeza en barreños para sacar manzanas o sapos,[1] vítores dirigidos a los boxeadores y a una funámbula con lentejuelas, vendedores anunciando su algodón de azúcar a grito pelado y, por decirlo sin finuras, gente cogiendo una borrachera de mucho cuidado.

El aire de las verdes lomas estaba cargado de ruido. Era como si todos los habitantes de dos o tres pueblos hubieran subido en masa hasta la cima de las colinas. Por eso ahora, donde lo único que solía oírse era el esporádico graznido de un gavilán, se oía el permanente graznido de… bueno, de todo el mundo. Lo llamaban «diversión». Los únicos que no hacían ruido eran los ladrones y carteristas, que se dedicaban a su negocio en un silencio encomiable y, además, nunca se acercaban a Tiffany: ¿quién iba a meter la mano en el bolsillo de una bruja? Tendría suerte si la sacaba con todos los dedos. Al menos eso era lo que ellos temían, y toda bruja sensata hacía lo posible por alentar ese miedo.

Cuando se es bruja, se es todas las brujas, pensó Tiffany Dolorido mientras caminaba entre la multitud tirando de su escoba atada con un cordel. El palo flotaba casi un metro por encima del suelo, lo que empezaba a molestar un poco a Tiffany. Parecía dar bastante buen resultado pero, dado que por toda la feria había niños que llevaban globos atados también con un cordel, no podía evitar la sensación de estar haciendo un poco el ridículo, y lo que hiciera quedar ridícula a una bruja hacía quedar ridículas a todas las brujas.

Por otra parte, si la dejara atada a algún seto, seguro que algún niño acabaría retado por los demás a desatar el cordel y subirse a la escoba, en cuyo caso probablemente saldría disparado en vertical hasta el final de la atmósfera, donde el aire se congelaba. Y aunque en teoría Tiffany podía hacer volver la escoba, las madres solían irritarse mucho si tenían que descongelar a sus hijos en un día soleado de finales de verano. Quedaría feo. La gente hablaría. La gente siempre hablaba de las brujas.

Tiffany se resignó a seguir tirando de la escoba. Con un poco de suerte daría la impresión de que estaba amoldándose al ambiente festivo, con propósito humorístico.

Había que guardar las apariencias, incluso en acontecimientos de tan engañosa jovialidad como las ferias. Ella era la bruja: ¿quién sabía qué desastres podría provocar si no recordaba el nombre de alguien o, peor aún, si se equivocaba? ¿Qué pasaría si olvidaba todas las pequeñas afrentas y enemistades, qué gente no se hablaba con sus vecinos, etcétera, etcétera, y mucho más et y más cétera todavía? Tiffany no tenía la menor noción de la palabra «polvorín», pero si la conociera, le habría venido a la mente.

Ella era la bruja. A lo largo y ancho de la Caliza, ella era la bruja. Ya no solo la bruja de su propio pueblo, sino también la de todos hasta llegar a Senda-del-Perdedor, que estaba a todo un día de camino a pie. El territorio que una bruja consideraba propio y por cuyos habitantes hacía lo que era necesario se llamaba encomienda, y la de Tiffany era de las buenas. A pocas brujas les tocaba un promontorio geológico para ellas solas, aunque la Caliza estuviera cubierta sobre todo de hierba y la hierba estuviera cubierta sobre todo de ovejas. Y aquel día, las ovejas de las lomas se habían quedado solas para hacer lo que fuera que hiciesen cuando estaban solas, que casi a ciencia cierta sería más o menos lo mismo que hacían si se las vigilaba. Y las ovejas, que en general siempre estaban mimadas, pastoreadas y observadas, aquel día no despertaban el menor interés en nadie porque estaba celebrándose el acontecimiento más maravilloso y atractivo del mundo.

Por supuesto, la feria del desbrozo solo era el acontecimiento más maravilloso y atractivo del mundo para quienes no solieran alejarse más de unos siete kilómetros de casa. Quienes vivían cerca de la Caliza siempre coincidían con todos sus conocidos[2] en la feria. Muy a menudo encontraban allí a la persona con quien posiblemente acabarían casados. Las chicas lucían sus mejores vestidos, y los chicos lucían la esperanza en el rostro y un pelo alisado con pomada barata o, en la mayoría de los casos, con saliva. En general salían mejor parados quienes habían optado por la saliva, ya que la pomada barata era barata de verdad y les caía derretida por la cara cuando hacía calor, provocando que los jóvenes no resultaran interesantes a las chicas, como deseaban con tanto fervor, sino a las moscas, que se agolpaban para comer en sus cueros cabelludos.

Aun así, como tampoco iban a llamar al acontecimiento «la feria a la que se va con la esperanza de llevarse un beso y, con suerte, la promesa de otro», la llamaban feria del desbrozo.

El desbrozo se celebraba durante tres días al final del verano. Para casi todos los habitantes de la comarca, equivalía a sus vacaciones. Era ya el tercer día, y solía decirse que si para entonces no te habían dado un beso, ya podías irte a casa. A Tiffany no le habían dado un beso pero, al fin y al cabo, era la bruja. A saber en qué podías acabar transformado.

Si a finales de verano hacía buen tiempo, no era raro que la gente se quedara a dormir bajo las estrellas, y también bajo los arbustos. Por eso había que ir con cuidado si se daba un paseo nocturno, para no tropezar con los pies de los demás. Dicho sin rodeos, había cierta cantidad de lo que Tata Ogg (una bruja que había tenido tres maridos) llamaba «fabricarte tu propia diversión». Era una pena que Tata viviera en las montañas porque la feria le habría encantado, y a Tiffany le habría encantado mirarle la cara cuando viese el gigante.[3]

Era un hombre —definitivamente un hombre, sin la menor duda posible— tallado en los pastos miles de años atrás. Una silueta blanca en contraste con el verde, herencia de los tiempos en que los habitantes de un mundo peligroso debían pensar en la supervivencia y la fertilidad.

Ah, y además lo habían tallado, o esa impresión daba, antes de que se inventaran los pantalones. De hecho, afirmar que no llevaba pantalones era quedarse corto. Su ausencia de pantalones llenaba el mundo. Era imposible pasear por el caminito que recorría el pie de las colinas sin fijarse en que había una enorme, por así decirlo, ausencia de algo (es decir, pantalones) y en qué ocupaba su lugar. Era, sin el menor género de duda, la figura de un hombre sin pantalones, y ciertamente no una mujer.

Se esperaba que todos los asistentes al desbrozo trajeran una pala pequeña, o incluso una navaja, y bajaran por la escarpada ladera arrancando cualquier maleza que hubiera crecido desde el año anterior para que la caliza brillara lozana y el gigante se irguiera con nitidez, como si no estuviera haciéndolo ya.

Siempre había muchas risitas cuando las chicas trabajaban en el gigante.

Y el motivo de las risitas, y las circunstancias de las risitas, hacían imposible a Tiffany no pensar en Tata Ogg, a quien solía verse en algún lugar detrás de Yaya Ceravieja con una sonrisa de oreja a oreja. La gente la tenía por una mujer dicharachera, pero la anciana era mucho más que eso. Nunca había sido la maestra oficial de Tiffany, pero Tiffany no había podido evitar aprender de ella. Sonrió para sus adentros al pensarlo. Tata sabía de lo antiguo y lo oscuro, de la vieja magia, la magia que no necesitaba a brujas, la magia que estaba incorporada a las personas y al terreno. Concernía a asuntos como la muerte, el matrimonio y los compromisos. Y las promesas que eran promesas aunque no hubiera nadie para escucharlas. Y todas esas cosas que hacían que la gente tocase madera y nunca, jamás, pasara por debajo de un gato negro.

No hacía falta ser bruja para entenderlo. El mundo se volvía más… bueno, más real y fluido, en aquellos momentos especiales. Tata Ogg los llamaba numinosos, una palabra de peculiar solemnidad en una mujer mucho más propensa a decir: «Querría tomar un coñac, muchas gracias, y ya que estamos mira a ver si me lo pones doble». Tata había hablado a Tiffany de los viejos tiempos, de cuando parecía que las brujas se divertían un poco más. De cosas que se hacían al cambiar de estación, por ejemplo; de costumbres que ya habían muerto excepto en la memoria popular que, como decía Tata Ogg, es profunda y oscura y palpitante y nunca se disipa del todo. Pequeños rituales.

El que más gustaba a Tiffany era el del fuego. Le gustaba el fuego; era su elemento favorito. Estaba considerado como algo tan poderoso y tan temible para los poderes oscuros que los novios hasta se casaban saltando juntos una hoguera.[4] Por lo visto convenía entonar un pequeño cántico, según decía Tata Ogg, que había procedido a transmitir a Tiffany su letra, e inmediatamente se le había quedado pegada al cerebro. Buena parte de lo que decía Tata Ogg tendía a ser pegadizo.

Pero esos tiempos habían pasado. Ahora todo el mundo era más respetable, excepto Tata Ogg y el gigante.

En las tierras de la Caliza había otras tallas. Una de ellas era un caballo blanco del que Tiffany creía que una vez se había liberado del suelo para galopar en su rescate. Se preguntó qué ocurriría si el gigante hiciera lo mismo, porque sería complicado encontrar unos pantalones de veinte metros sin previo aviso. Y pensándolo bien, sería muy, muy deseable que hubiera un aviso previo.

Ella solo había soltado risitas por el gigante una vez, y había sido mucho tiempo atrás. En realidad solo había cuatro tipos de persona en el mundo: hombres, mujeres, magos y brujas. Los magos solían vivir en la universidad de las grandes ciudades del llano y no tenían permitido casarse, aunque Tiffany no le veía el menor sentido a la prohibición. En todo caso era muy raro verlos por allí arriba.

Las brujas eran claramente mujeres, pero casi ninguna de las más mayores que conocía Tiffany se había casado, sobre todo porque Tata Ogg ya había agotado todos los candidatos a marido, pero probablemente también porque no tenían tiempo. Por supuesto de vez en cuando había alguna bruja que se casaba con un hombre importante, como Magrat de Lancre, antes apellidada Ajostiernos, aunque todo el mundo decía que ahora ya no pasaba de recomendar hierbas. Pero la única bruja joven conocida de Tiffany que había encontrado tiempo para el cortejo era su mejor amiga de las montañas, Petulia, una bruja que estaba especializándose en magia porcina e iba a casarse pronto con un buen chico que no tardaría en heredar la porqueriza de su padre,[5] lo que lo convertía prácticamente en aristócrata.

Pero las brujas no solo estaban muy ocupadas, sino también apartadas. Tiffany lo había aprendido muy pronto. Se movía entre la gente, pero no era igual que ellos. Siempre había una especie de distancia, de brecha. No era necesario provocarla: sucedía por sí misma. Chicas a las que había conocido de tan pequeñas que aún correteaban todas por ahí y jugaban en camiseta interior ahora le hacían una leve reverencia al cruzarse con ella en el camino, y hasta los ancianos se llevaban una mano a la sobreceja, o a lo que pensaban que era la sobreceja, cuando la veían pasar.

No lo hacían solo por respeto, sino también por una especie de miedo. Las brujas tenían secretos. Estaban allí para ayudar cuando nacían los bebés; si había una boda, era bueno tener a una bruja cerca (aunque nadie estaba seguro de si daban buena suerte o evitaban la mala); y al morir, también habría una bruja sentada al lado para mostrarles el camino. Las brujas guardaban secretos que nunca contaban… bueno, nunca a quienes no eran brujas. Entre ellas, cuando podían reunirse en alguna ladera para tomar un par de copas (en el caso de la señora Ogg, una docena), chismorreaban como cotorras.

Pero nunca sobre los secretos de verdad, los que nunca se explicaban en voz alta, los que trataban de cosas hechas, oídas y vistas. Había tantos secretos que daba miedo que se desbordaran. Ver a un gigante sin pantalones apenas sería digno de comentario, comparado con algunas de las cosas que podía ver una bruja.

No, Tiffany no envidiaba a Petulia su romance, que sin duda habría tenido lugar con botas grandes, delantales de caucho poco favorecedores y lluvia, por no mencionar la ingente cantidad de «oink».

Lo que sí le envidiaba era lo sensata que había sido. Petulia lo tenía todo calculado. Sabía qué futuro quería tener y se había arremangado para hacerlo ocurrir, aunque tuviera que meterse hasta las rodillas en «oink» de cerdo.

Todas las familias, incluso en las montañas, tenían al menos un cerdo a modo de cubo de la basura en verano y chuletas, beicon, jamón y salchichas el resto del año. El cerdo era importante; a la abuelita podía dársele trementina cuando no se encontraba bien, pero si el cerdo se ponía enfermo había que llamar a la bruja de cerdos, y además se le pagaba, y se le pagaba bien, generalmente en salchichas.

Además de todo lo anterior, Petulia era especialista en aburrir cerdos, hasta el punto de ser la campeona de aquel año en el noble arte del aburrimiento. Para Tiffany no había otra forma de definirlo que «arte». Su amiga era capaz de sentarse junto a un cerdo y hablarle con calma y suavidad de temas extremadamente aburridos, hasta que se disparaba algún extraño mecanismo porcino por el que el animal daba un leve bostezo de felicidad y caía al suelo, pasando de ser un cerdo vivo a un gran aporte a la alimentación familiar del año siguiente. Para el cerdo tal vez no fuese el mejor resultado posible pero, dada la forma pringosa y sobre todo ruidosa en que morían antes de que se inventara el aburrimiento de cerdos, visto en conjunto era evidente que todos salían mucho mejor parados.

Sola entre la muchedumbre, Tiffany suspiró. Todo era difícil cuando se llevaba el sombrero puntiagudo negro. Porque, quisiera o no, la bruja era el sombrero puntiagudo, y el sombrero puntiagudo era la bruja. La gente la trataba con cautela. Le mostraban respeto, eso desde luego, y en general también un poquito de nerviosismo, como esperando que fuese a mirar dentro de sus cabezas, lo que casi con toda seguridad podría hacer mediante los tradicionales recursos brujeriles de la Primera Vista y los Segundos Pensamientos.[6] Pero esas cosas no eran magia de verdad. Cualquiera podía aprenderlas si tenía una pizca de sentido común, pero a veces hasta una pizca es difícil de encontrar. La gente solía estar tan ocupada en vivir que no se paraba a preguntarse por qué. Las brujas sí lo hacían, y por ello se las necesitaba. Y tanto que se las necesitaba… prácticamente a todas horas, aunque a ella siempre le dejaban claro, de forma muy educada y definitivamente tácita, que necesitar no es del todo lo mismo que querer.

Aquello no eran las montañas, donde todo el mundo estaba muy acostumbrado a las brujas. La gente de la Caliza podía ser amistosa, pero no eran sus amigos, no sus auténticos amigos. La bruja era distinta. La bruja sabía cosas que tú no. La bruja era una persona de otro tipo. La bruja era alguien a quien mejor no enfadar por si acaso. La bruja no era como los demás.

Tiffany Dolorido era la bruja, y se había hecho bruja porque necesitaban una. Todo el mundo necesita una bruja, aunque a veces no lo sepa.

Y estaba funcionando. La imagen de cuento infantil de una arpía babeante se iba desdibujando cada vez que Tiffany ayudaba a una joven madre primeriza o suavizaba el camino de un anciano hacia su tumba. Sin embargo, las viejas historias, los viejos rumores y los viejos cuentos ilustrados parecían tener su propia forma de aferrarse al recuerdo del mundo.

Lo que dificultaba las cosas era que en la Caliza no había tradición de brujas, ya que ninguna habría osado instalarse allí mientras vivía la abuela Dolorido. Todo el mundo sabía que la abuela Dolorido era una mujer sabia, y lo bastante sabia como para no hacerse bruja. Jamás ocurría nada en la Caliza que la abuela Dolorido viese con malos ojos, o al menos no durante más de unos diez minutos.

Así que Tiffany era bruja sola.

Y no era solo que ya no tuviera el apoyo de brujas de la montaña como Tata Ogg, Yaya Ceravieja o la señorita Cabal, sino que la gente de la Caliza estaba poco acostumbrada a las brujas. Por supuesto, si Tiffany lo pidiera, lo más probable es que vinieran a ayudarla otras brujas pero, aunque no le dirían nada, lo interpretarían como que tal vez no podía con la responsabilidad, no estaba a la altura, no tenía confianza, no era lo bastante buena.

—Disculpe, señorita.

Hubo una risita nerviosa. Tiffany miró a su alrededor y encontró a dos niñas pequeñas que llevaban puestos sus mejores vestidos nuevos y sombreros de paja. Estaban mirándola con impaciencia, y tal vez con una pizca de travesura en los ojos. Tiffany pensó deprisa y sonrió.

—Ah, sí, Becky Perdón y Nancy Erguido, ¿verdad? ¿Qué puedo hacer por vosotras?

Becky Perdón sacó un ramito de flores que llevaba escondido tras la espalda y se lo tendió con timidez. Tiffany lo reconoció, por supuesto. Ella misma había reunido ramilletes como aquel para las chicas más mayores cuando era pequeña, simplemente porque era lo que se hacía, porque formaba parte del desbrozo: unas cuantas flores silvestres recogidas en las lomas, atadas para formar un ramo con —y esto era lo importante, lo mágico— hierba de la que se había arrancado para dejar al descubierto la piedra caliza.

—Si lo deja bajo la almohada esta noche, soñará con su pretendiente —aseguró Becky Perdón, ahora con el rostro bastante serio.

Tiffany estudió el ramo de flores, que ya empezaban a marchitarse.

—Veamos —dijo—. Hay dulce murmullo, cojín de dama, trébol de siete hojas, que da mucha suerte, una espiga de pantalón de viejo, trepadora sorpresa… hum, amaranto y…

Tiffany se quedó mirando las florecitas blancas y rojas. Las niñas dijeron:

—¿Se encuentra bien, señorita?

—¡Nomerrecuerdes![7] —exclamó Tiffany, con una brusquedad que no pretendía. Pero las niñas no se dieron cuenta, así que siguió diciendo en tono alegre—: Es raro verlas por aquí. Debe de haber escapado de algún jardín. Y supongo que ya sabéis que habéis atado el ramo con carrizos, que hace mucho tiempo se usaban para hacer velas de junco. Qué sorpresa tan encantadora. Muchas gracias a las dos. Espero que os lo paséis muy bien en la feria…

Becky levantó la mano.

—Disculpe, señorita.

—¿Querías algo más, Becky?

Becky se sonrojó y entabló una conversación apresurada con su amiga. Se giró de nuevo hacia Tiffany, un poco más sonrojada pero aun así decidida a llegar hasta el final.

—No te puedes meter en líos por hacer una pregunta, ¿verdad, señorita? O sea, ¿solo por preguntar?

Va a ser «¿Cómo puedo hacerme bruja de mayor?», pensó Tiffany, porque solía serlo. Las niñas la veían montar en escoba y pensaban que ser bruja consistía en eso. En voz alta dijo:

—Conmigo no, al menos. Hazme tu pregunta.

Becky Perdón bajó la mirada hacia sus botas.

—¿Usted tiene partes apasionadas, señorita?

Otro de los talentos necesarios para una bruja es la capacidad de que la cara no revele los pensamientos, y sobre todo la de impedir a toda costa que se quede rígida e inexpresiva. Sin que la voz le temblara lo más mínimo ni asomara una sonrisilla, Tiffany logró replicar:

—Es una pregunta muy interesante, Becky. ¿Me dices por qué quieres saberlo?

La niña parecía mucho más contenta ahora que la pregunta era, por así decirlo, de dominio público.

—Bueno, señorita, es que pregunté a mi abuela si podía ser bruja de mayor, y ella me dijo que mejor me lo quitara de la cabeza porque las brujas no tienen partes apasionadas, señorita.

Tiffany pensó a toda velocidad frente a las dos solemnes miradas de búho. Son niñas de granja, pensó, así que tienen que haber visto a gatas teniendo gatitos y a perras teniendo perritos. Han visto nacer corderos, y posiblemente a una vaca pariendo a un ternero, que suele ser un acontecimiento ruidoso y difícil de pasar por alto. Saben lo que me están preguntando.

En ese momento Nancy metió baza:

—Lo decimos porque, si es así, señorita, querríamos que nos devolviera las flores, ahora que ya se las hemos enseñado, porque tampoco vamos a echarlas a perder, no se ofenda.

Dio un rápido paso atrás.

Tiffany se sorprendió de su propia risa. Hacía mucho tiempo que no reía. Algunas cabezas se volvieron para enterarse del chiste, y Tiffany logró agarrar a las dos niñas antes de que huyeran y les dio la vuelta.

—Me parece muy bien vuestra actitud —les dijo—. Da gusto oír ideas sensatas de vez en cuando. Nunca dudéis antes de hacer una pregunta. Y la respuesta a la que me habéis hecho es que las brujas son iguales que todo el mundo en lo que respecta a las partes apasionadas, pero siempre están tan ocupadas yendo de un lado para otro que no tienen tiempo de pensar en ellas.

Las niñas pusieron cara de alivio al comprobar que su trabajo no había sido del todo en vano, y Tiffany se preparó para la siguiente pregunta, que volvió a ser de Becky.

—Entonces ¿tiene algún pretendiente, señorita?

—Ahora mismo no —respondió Tiffany enseguida reprimiendo su expresión para no revelar nada. Sostuvo en alto el ramito—. Pero quién sabe: si habéis hecho bien esto, pronto tendré otro, y en ese caso seréis mejores brujas que yo, eso está claro.

Las dos sonrieron de oreja a oreja ante aquella muestra evidente de coba, que acabó con las preguntas.

—Y ahora —añadió Tiffany—, está a punto de empezar la carrera de quesos. Seguro que no queréis perdérosla.

—No, señorita —admitieron al unísono.

Y cuando ya iban a marcharse, aliviadas y envanecidas, Becky dio unas palmaditas a Tiffany en la mano.

—Los pretendientes pueden ser muy complicados, señorita —dijo con toda la seguridad de sus, como bien sabía Tiffany, ocho años en el mundo.

—Gracias —respondió Tiffany—. Lo tendré muy en cuenta.

Los entretenimientos que ofrecía la feria, como la gente haciendo muecas con la cabeza metida en un ahogadero de caballo, o las luchas de almohadas en un poste engrasado, o incluso sacar sapos del barreño con la boca, no decían gran cosa a Tiffany, y lo poco que le decían era que no les hiciera caso. Pero siempre le gustaba ver una buena carrera de quesos, que solía celebrarse en una ladera de la colina, aunque no en la que ocupaba el gigante porque entonces nadie querría comerse los quesos después.

Eran quesos duros, en ocasiones fabricados a propósito para la temporada de carreras de quesos, y el creador de la pieza que llegara entera al pie de la colina se llevaba un cinturón con hebilla de plata y la admiración del público.

Tiffany era una quesera experta, pero nunca participaba. Las brujas no podían apuntarse a las competiciones como aquella porque, si ganaban —y Tiffany sabía que uno o dos de sus quesos podrían haber ganado—, todos dirían que era injusto por ser brujas; bueno, es lo que pensarían, aunque muy pocos lo dirían en voz alta. Y si perdían, la gente diría: «¿Qué clase de bruja no puede fabricar un queso que gane a los quesos normales y corrientes que hace la gente normal y corriente como nosotros?».

La multitud empezó a desplazarse poco a poco hacia la línea de salida de la carrera de quesos, aunque el tenderete de sacar ranas del barreño seguía teniendo mucho público, dado que era una fuente de entretenimiento muy humorística y fiable, sobre todo para aquellos que no tenían la cabeza hundida en el barreño. Por desgracia, el hombre que se metía comadrejas en los pantalones, y por lo visto tenía una marca personal de nueve comadrejas, no había venido aquel año, y la gente empezaba a preguntarse si habría perdido su toque. Pero tarde o temprano todo el mundo se acercaría a la línea de salida de los quesos. Era una tradición.

La ladera tenía mucha cuesta y siempre había cierta cantidad de rivalidad bulliciosa entre los propietarios de quesos, lo que llevaba a empujones, patadas y moraduras, y a algún brazo o pierna rota de vez en cuando. Todo iba como de costumbre mientras los hombres alineaban sus quesos, hasta que Tiffany vio, y al parecer fue la única en ver, a un queso peligroso que llegaba rodando colina arriba por sí solo. Era de color negro por debajo del polvo, y llevaba atada una tira de mugrosa tela blanca y azul.

—Oh, no —dijo Tiffany—. Horacio. Y allá donde estés tú, los problemas te siguen. —Giró en redondo esmerándose en buscar cualquier signo de algo que no debiera estar allí—. Muy bien, escuchadme —murmuró entre dientes—. Sé que ha de haber al menos un miembro del clan por aquí cerca. Esto no es para vosotros, es para la gente. ¿Entendido?

Pero era demasiado tarde. El maestro de ceremonias, con su gran sombrero de ala ancha y encaje en el borde, hizo sonar su silbato y la carrera de quesos, en sus propias palabras, procedió a principar, que es una expresión mucho más distinguida que «empezó». Y un hombre con encaje en el sombrero no iba a dejarlo en una sola palabra si podía pronunciar tres.

Tiffany tuvo que obligarse a mirar. No podía decirse que los corredores corrieran tras sus quesos, sino más bien que rodaban y resbalaban. Pero escuchó los gritos que se desataron cuando el queso negro no solo se situó en cabeza, sino que a veces daba media vuelta y regresaba colina arriba para chocar contra alguno de los inocentes quesos normales. Tiffany alcanzó a oír un ruidito gruñón que salía de él mientras casi volvió hasta la cima de la colina.

Los corredores de queso le increparon a gritos e intentaron agarrarlo y darle varazos, pero el queso pirata se lanzó hacia delante, llegó al pie de la ladera justo por delante del terrible revoltijo de hombres y quesos que iban amontonándose y, entonces, volvió a rodar hasta la cima y se quedó allí con aire coqueto y sin dejar de vibrar suavemente.

En la línea de meta empezaron a estallar peleas entre los participantes que aún podían soltar puñetazos y, como todo el mundo estaba mirando hacia allí, Tiffany aprovechó para agarrar a Horacio y meterlo en su saco. Al fin y al cabo era suyo. Es decir, lo había elaborado ella, aunque debió de colarse algo raro en el cuajo, porque Horacio era el único queso capaz de comer ratones y, si no se le impedía, también a otros quesos. Era normal que se llevase tan bien con los Nac Mac Feegle,[8] que lo habían nombrado miembro honorífico del clan. Era la clase de queso que les caía bien.

Con disimulo, esperando que nadie se fijara en ella, Tiffany sostuvo el saco a la altura de su boca y dijo:

—¿Esto te parece forma de comportarte? ¿No te da vergüenza? —El saco se bamboleó un poco, pero Tiffany sabía que el vocabulario de Horacio no incluía la palabra «vergüenza», ni ninguna otra. Bajó el saco, se apartó un poco de la gente y dijo—: Sé que estás aquí, Rob Cualquiera.

Y allí estaba, sentado en su hombro. Se le olía. Incluso sin tener en cuenta lo poco que se relacionaban con los baños salvo en caso de lluvia, los Nac Mac Feegle olían siempre como a patata un poco borracha.

—La kelda quiso que enterárame de cómu íbate todo —explicó el cabecilla feegle—. Non pasástete por el montículo desde hace dos semanas, y me da que diole canguelo que hubiérate pasadu algo, con lo mucho que trabajas y tal.

Tiffany refunfuñó, pero solo para sí misma. Dijo:

—Es muy amable por su parte. Siempre hay tanto que hacer… Seguro que la kelda lo sabe. Y por mucho que haga siempre quedan cosas pendientes. La necesidad nunca acaba. Pero no hay motivos para preocuparse. Estoy bien. Y por favor, no vuelvas a sacar a Horacio en público, ya sabes que se emociona.

—Buenu, pero el casu es que en esa pancarta de ahí pone que esto es para el pueblu de las colinas, ¡y non hay pueblu que sea más de estas colinas que nosotros, que vivimos debaju! Además, quise venir a presentar mis respetos al rapaz que non lleva perneiras. Es un buen rapaciño grandullón, ya créolo que sí. —Rob calló un momento antes de añadir en voz baja—: Entonces, puedo decir a la kelda que estás bastante ben, ¿non? —preguntó con un aire nervioso, como si hubiera querido decir más pero supiera que a Tiffany no iba a sentarle bien.

—Rob Cualquiera, te agradecería mucho que lo hicieses —respondió Tiffany—, porque o mucho me equivoco o voy a tener que vendar a mucha gente.

Rob Cualquiera, con el repentino aspecto de un hombre con una tarea ingrata, repitió a toda prisa las palabras que su esposa le había encargado decir:

—¡Dice la kelda que hay muchos más peces en el mar!

Y Tiffany se quedó perfectamente quieta durante un momento. Después, sin mirar a Rob ni levantar la voz, añadió:

—Dale las gracias a la kelda por sus consejos de pesca. Tengo que poner manos a la obra, si no te importa, Rob. Pero no te olvides de agradecérselo a la kelda.

La mayoría del público ya estaba llegando al pie de la cuesta, para mirar boquiabierto, rescatar o tal vez practicar unos primeros auxilios de principiante a los quejumbrosos participantes de la carrera. Por supuesto, para los espectadores aquello era otro espectáculo: no era muy habitual ver una buena colisión múltiple de hombres y quesos, y ¿quién sabe? Tal vez hubiera algunas bajas interesantes.

Tiffany, contenta de tener algo que hacer, no tuvo que abrirse camino a empujones. El sombrero negro puntiagudo podía separar a una multitud más rápido que un profeta unas aguas poco profundas. Apartó con gestos al feliz gentío y dio un par de empujones enérgicos a los más despistados. Al final resultó que aquel año no había habido mucha carnicería: un brazo roto, una muñeca rota, una pierna rota y un gran número de cardenales, cortes y sarpullidos provocados por resbalar durante casi todo el recorrido. La hierba no siempre es amistosa. Como resultado, había varios jóvenes sufriendo un dolor evidente, pero dejaron bien claro que no pensaban hablar de sus aflicciones con una señorita, muchas gracias de todos modos, así que Tiffany les recomendó que al llegar a casa se pusieran una cataplasma fría en la zona afectada, fuera cual fuese, y los vio alejarse con paso inestable.

En fin, lo había hecho bien, ¿verdad? Había puesto en práctica sus habilidades delante de la muchedumbre curiosa y, por lo que oía decir a los ancianos, con bastante pericia. Tal vez solo imaginara que un par de personas se sonrojaron cuando un anciano cuya barba le llegaba a la cintura dijo, sonriente:

—Una chica que sabe colocar huesos no debería tener problema para encontrar marido.

Pero el momento pasó y, sin nada más que hacer allí, la gente empezó el largo ascenso de vuelta a la cima… y entonces pasó el carruaje, y entonces, y eso fue lo peor de todo, se detuvo.

Llevaba el escudo de armas de la familia Florilegio en un lateral. Del carruaje salió un joven. A su manera era bastante guapo, pero también a su manera iba tan envarado que podría usarse para planchar sábanas. Era Roland. No había dado más de un paso cuando una voz desagradable le dijo, desde dentro del carruaje, que debería haber esperado a que el lacayo le abriera la portezuela y que se diera prisa, que no tenían todo el día.

El joven apretó el paso hacia la multitud y hubo un acicalamiento general porque, al fin y al cabo, se acercaba el hijo del barón, dueño de la mayor parte de la Caliza y de casi todas sus casas y, aunque era un anciano decente, sin duda mostrar un poco de educación a su familia era una maniobra sabia.

—¿Qué ha pasado aquí? ¿Está bien todo el mundo? —preguntó.

En general la vida en la Caliza era agradable, y señor y vasallo tenían una relación basada en el respeto mutuo. Sin embargo, los granjeros habían heredado la idea de que podía ser imprudente cruzar demasiadas palabras con los poderosos, por si alguna de ellas resultaba estar fuera de lugar. A fin de cuentas seguía habiendo una cámara de tortura en el castillo y, aunque llevara siglos sin usarse… bueno, mejor no tentar a la suerte, mejor quedarse a un lado y dejar que fuese la bruja quien hablara. Si se metía en apuros, siempre podía salir volando.

—Uno de esos accidentes que tenían que ocurrir, me temo —dijo Tiffany, muy consciente de ser la única mujer presente que no había hecho una reverencia—. Habrá que arreglar algunos huesos rotos y algunas caras rojas. Está todo en orden, gracias.

—¡Ya lo veo, ya lo veo! ¡Buen trabajo, mi joven dama!

Por un instante Tiffany creyó notar un sabor a bilis. ¿«Mi joven dama» en boca de… él? Era casi insultante, aunque no del todo. Pero nadie más parecía haberse dado cuenta. Al fin y al cabo era la forma de expresarse que tenían los nobles cuando intentaban mostrarse amistosos y joviales. Roland intenta hablarles igual que su padre, pensó Tiffany, pero a su padre le sale por instinto y se le da bien. No puede hablarse a la gente como si se diera un mitin.

—Os lo agradezco, mi buen señor —dijo.

Bueno, de momento no iba mal del todo, pero entonces la puerta del carruaje volvió a abrirse y un delicado pie blanco se posó en el pedernal. Era ella: Violeta, o Leticia, o Jacinta, o alguna otra cosa que sonaba sacada de un jardín. En realidad Tiffany sabía de sobra que se llamaba Leticia, pero ¿no podía permitirse ni una pizca de malicia en la privacidad de su propia mente? ¡Leticia! Menudo nombre. A medio camino entre una enfermedad y un estornudo. Además, ¿quién era Leticia para impedir que Roland acudiese a la feria del desbrozo? ¡Tendría que haber estado! ¡Su anciano padre habría estado si hubiera podido! ¡Y mira eso! ¡Zapatitos blancos! ¿Cuánto le durarían si tuviera que hacer un trabajo de verdad? Tiffany lo dejó estar ahí: una pizca de malicia era suficiente.

Leticia miró a Tiffany y a la multitud con algo parecido al miedo y dijo:

—¿Podríamos ir yéndonos, por favor? Mi madre se está enojando.

Y el carruaje se marchó, y el organillero por fin se marchó, y el sol se marchó, y entre las cálidas sombras del ocaso algunas personas se quedaron. Pero Tiffany voló sola hasta su casa, a mucha altura, donde solo los murciélagos y los búhos pudieran verle la cara.