EL FATAL DESENFOQUE [1]
El persistente apasionamiento sobre la guerra civil, y las consecuencias extraíbles de ella con respecto a la política actual, impiden que el debate historiográfico acabe de encarrilarse por las vías intelectuales y serenas que debiera. Mi insistencia en ese debate ha sido contestada mayoritariamente con una sarta de improperios, maldiciones, ataques personales y llamamientos a la censura contra mis libros. Diversos comentaristas han lanzado en radio y prensa diatribas contra mi persona y trabajos, naturalmente sin dejarme replicar, y luego me han acusado de «habilidad publicitaria» por denunciar ese tratamiento. Ilustres profesores han alardeado de disuadir a sus alumnos de leerme. Corresponsales de periódicos extranjeros, como The Guardian o el Frankfurter Allgemeine Zeitung se han permitido informar a sus lectores sobre Los mitos de la guerra civil tras consultar con diversos historiadores… pero no con el autor del libro. Etcétera.
Las anécdotas sobre estas reacciones viscerales componen un muestrario curioso, tanto más cuanto que sus protagonistas suelen atribuirse en exclusiva la dignidad de historiadores «profesionales» y «científicos», y asignarse una representación corporativa que nadie les ha otorgado. Un profesor me escribía: «Yo, como otros, opino que sus libros se aproximan bastante a la realidad histórica, pero no puedo decirlo en voz muy alta, porque podría verse afectada mi posición profesional e incluso laboral». Pues, desde luego, muchos profesores e historiadores están de acuerdo con mis tesis, o se han adelantado a muchas de ellas, pero el caciquil dominio de los departamentos por ciertos personajes y tendencias produce el ambiente que vemos.
Aunque todo esto pueda resultar cómico, revela un panorama universitario bien triste en relación con la historiografía contemporánea. Los departamentos, muy influidos por determinadas ideologías, han elaborado una versión peculiar de nuestra historia reciente, y, lógicamente, se oponen con uñas y dientes a su revisión. Harían bien, desde luego, en defender sus puntos de vista, pero eso es precisamente lo que no hacen, quiero decir, no lo hacen con métodos intelectualmente válidos.
No obstante, si bien lentamente y jurando que debatir es echar margaritas a los cerdos, perder el tiempo con un seudo historiador «escandaloso», «indocumentado», «neofranquista», de «oscuro pasado», «vendido», y sesudas lindezas aún peores, mis contradictores no tienen más remedio que ir haciendo algún esfuerzo de argumentación. Así Enrique Moradiellos o, ahora, Santos Juliá en réplica a las opiniones de Stanley Payne. Algo avanzamos, sin estar todavía cerca de un debate de cierta elevación, o que simplemente merezca la pena, como vamos a ver al tratar dicha réplica, que comento como directamente aludido.
Payne señala, muy acertadamente, a mi juicio, que la mayoría de los estudios sobre la guerra producidos en España en los últimos años, son «predecible y penosamente estrechos y raramente plantean preguntas nuevas». El aserto hiere a Juliá, que lo replica alegando la abundancia de dichos estudios, e incluso enumera 37 de ellos, españoles y extranjeros, los cuales, a su juicio, clarifican aspectos clave de la república, la guerra y el franquismo. Los clarifican, naturalmente, al gusto de Juliá, que omite con elegancia los libros de distinto enfoque, y pretende justificar sus opiniones con simples argumentos de autoridad.
No negaré el relativo valor de varias obras loadas por Juliá, pero en su mayoría adolecen de un defecto esterilizante, que vuelve sus aportaciones aprovechables sólo al modo del material de desguace. Ese defecto consiste en un errado enfoque global de la república y la guerra, a partir del cual las distorsiones y errores de detalle proliferan. Se trata de la asunción acrítica de la república como un régimen reformista y democrático permanentemente amenazado por la derecha, la cual habría terminado por alzarse contra las reformas que amenazaban sus privilegios, dando lugar a una guerra consistente en un enfrentamiento entre la democracia y el fascismo o, más vagamente, «la reacción».
A cualquier historiador reflexivo debería hacerle sospechar el dato de que ese enfoque haya sido divulgado masivamente por una propaganda tan democrática como la estaliniana, y que lleve a conclusiones tan improbables como que el Kremlin defendió la libertad política interna y externa de España, mientras las verdaderas democracias la traicionaron. Y ésta es sólo una de las muchas incongruencias producidas por tal enfoque o, más propiamente, desenfoque inicial.
Pues, en efecto, ¿cómo encaja en esa concepción de la república el hecho de que en octubre de 1934 las izquierdas (socialistas, nacionalistas catalanes, comunistas y bastantes anarquistas, apoyados políticamente por los republicanos jacobinos) se levantaran en armas contra un gobierno democrático de centro derecha, salido de las urnas? ¿O que, ante tal ataque, la derecha defendiera la Constitución? ¡Es un hecho bien notable, pero inexplicable con el desenfoque dicho, que las izquierdas asaltaran la legalidad republicana que ellas mismas habían impuesto en 1931, y que las derechas la defendieran! ¿Y cómo explicar que, por contraste, ante la sublevación derechista de julio de 1936, el gobierno de izquierdas no defendiera la Constitución, sino que acabara de arrasarla al repartir las armas a las masas y abrir paso a una revolución en extremo violenta? ¿Cómo interpretar, además, que, entre febrero y julio del 36, el gobierno supuestamente democrático de izquierdas no pusiera coto a los avances revolucionarios y rehusara aplicar la ley a quienes imponían su propia ley desde la calle, como le pedían las derechas? Estos datos clave, definitorios, como otros muchos de menor enjundia, no hay modo de integrarlos en la interpretación de Juliá y los suyos.
Asimismo precisa una dosis muy alta de retorcimiento y desfachatez llamar democracia al Frente Popular durante la contienda, pero los defensores de ese enfoque no se arredran. Reconocen unos primeros meses de «descontrol», pero, aseguran, el gobierno democrático se recompuso en septiembre. Ese gobierno estaba dominado por los más radicales entre quienes habían asaltado la democracia en 1934, y pronto les acompañarían los ácratas, los auténticos verdugos de Azaña en el primer bienio y un verdadero cáncer de la república. ¿Se volvieron demócratas de pronto todos ellos? ¿Y cómo se explica que entre tales «demócratas» se hiciera hegemónico el Partido Comunista, agente directo e indisimulado de Stalin?
Podríamos seguir así largamente, hasta llegar al suceso, igualmente inexplicable en el esquema de Juliá, de que una gran parte de la misma izquierda terminase por preferir entrar en guerra civil con sus propios aliados, para rendirse sin condiciones a un Franco inclemente, antes que seguir bajo la férula de Negrín y los comunistas.
Quien lea con espíritu crítico percibe fácilmente las continuas incoherencias, omisiones y distorsiones por parte de esa historiografía que quiere pasar por última y definitiva palabra sobre la guerra civil. Y quien acceda a la prensa y documentación de la época, o simplemente estudie los diarios de Azaña, comprueba en qué alto grado esa historiografía, lastrada por la propaganda, enturbia la realidad histórica.
Tratadas estas cosas en mis libros, no insistiré ahora en ellas. Sí señalaré cómo esos desenfoques y falsos métodos historiográficos se aplican también en el ataque —pues todavía no es debate— a quienes los desafían. Es sabido, o debe serlo, el ocultamiento en la universidad de obras clave como las de los hermanos Salas Larrazábal, Bolloten o Martínez Bande. O la marginación, entre insidias y descalificaciones gratuitas, de Ricardo de la Cierva, operación que parecen querer repetir ahora conmigo.
El profesor Stanley Payne ha expresado el mayor aprecio por mis investigaciones. Naturalmente, Juliá tiene derecho a pensar de otro modo. Pero, advierte Payne, y en ello debe convenir cualquier intelectual con algún rastro de honradez, «quienes discrepen de Moa necesitan enfrentarse a su obra seriamente y demostrar su desacuerdo en términos de una investigación histórica y un análisis serio que retome los temas cruciales». No es esto, ni remotamente, lo que Juliá hace en su réplica a Payne.
A su entender, no sólo la actual investigación histórica goza de «buena salud», sino que en ella «resulta imposible incluir el libro Los mitos de la guerra civil que tantos elogios merece» a Payne, pues «no pertenece ese libro al ámbito de la investigación, sino, más bien, al de la propaganda». Desdeñosa afirmación, que habrá que creerle bajo palabra, pues otro argumento no da. Según Juliá ha explicado también en El País, yo me he limitado a fusilar a Arrarás. Le contesté en una carta al director: «Cualquiera que haya leído el libro sabe muy bien que, lejos de fusilar a Arrarás, a quien cito pocas veces, lo que fusilo, si así quiere llamarlo, es, entre otros, los archivos de la Fundación Pablo Iglesias, en cuyos documentos se basa lo principal de la investigación. Sin duda Juliá escribe para personas que aún no han leído mis libros, con la esperanza evidente de disuadirles de su lectura. Durante cuatro años él y otros han respondido a mis críticas con el silencio. Ahora lo rompen, y sólo se les ocurre salirse con desvirtuaciones.»[2]
Mi respuesta quedó censurada, es decir, no publicada, y Juliá, con el mismo talante democrático que el Frente Popular de sus escritos, nada hizo por evitar el desafuero (lo mismo que Tusell, hace unos meses). Esto no dice mucho a favor de Juliá (o de Tusell).
Es fácil comprobar que me he basado muy principalmente en documentos, hemerografía y otras fuentes de la izquierda: basta hojear mis libros. A éstos los he calificado, por eso, y con un poco de ironía, como «la auténtica versión de la izquierda», muy distinta de la fabricada luego por su propaganda. Esto lo saben perfectamente Juliá, Moradiellos y demás, quienes, al parecer, encuentran muy difícil criticarme sin falsear mis tesis. En todo caso, tendría gracia que la documentación de la izquierda corroborase a Arrarás. Debieran meditarlo quienes así hablan.
En cuanto a la nulidad de mis aportaciones, idea difundida también en medios historiográficos de derecha, según los cuales mis libros «no dicen nada nuevo», su contenido «ya lo sabían los historiadores», etc., me permitiré señalar algunos detalles que, misteriosamente, han pasado inadvertidos a tan agudos observadores. Cuando Azaña perdió las elecciones en noviembre de 1933, presionó a favor de un golpe de estado para impedir la reunión de las Cortes y organizar nuevos comicios con garantías de triunfo izquierdista. Ese intento golpista es bien conocido, pero yo he podido documentar, a partir de actas de la dirección del PSOE, un segundo intento en julio de 1934 y en complicidad con los nacionalistas catalanes, que no prosperó al negarle su apoyo los socia listas, inmersos entonces en los preparativos de su propia revolución, y reacios al golpismo burgués. Empiezo con este ejemplo porque Juliá, especialista en Azaña, ha tenido ante sus ojos las actas aludidas, probatorias de la trama. ¿Escapó el dato a su perspicacia, o prefirió ocultarlo en pro de la habitual visión de Azaña como demócrata ejemplar? Él sabrá. Y cito esta contribución porque muchos historiadores estarían realmente ufanos de aportar una novedad semejante, nada banal en la explicación de la marcha hacia la guerra.
Como también sabe Juliá, mi tesis esencial —que no viene de Arrarás— consiste en que la guerra civil empezó en octubre de 1934, para reanudarse en julio del 36. La idea no es nueva, y se encuentra en Brenan y en otros, pero sí es nueva la demostración de que los socialistas prepararon la insurrección, literalmente, como una guerra civil, y de que no fue un movimiento provocado por la creencia en un peligro fascista, ni fue exigido por las masas que habrían arrastrado a los líderes izquierdistas, ni perseguía objetivos limitados, como han sostenido muchos historiadores de izquierda, entre ellos Juliá, y también de derecha, sino un régimen de corte soviético. Asimismo he establecido la relación entre aquel alzamiento y los movimientos desestabilizadores que le precedieron durante el verano de 1934, a cargo de socialistas, nacionalistas vascos y catalanes, y republicanos azañistas. Arrarás, por ejemplo, se limita a narrar los hechos de forma poco conexa, sin relacionarlos adecuadamente, porque ignoraba las tramas insurreccionales del PSOE y de la Esquerra.
Creo haber establecido también la crucial importancia, política y psicológica, de la campaña de agitación en torno a la represión de Asturias después de octubre del 34, campaña que la historiografía ha solido tratar como un episodio más, sin clara relación con el desarrollo general de los acontecimientos, y con el clima de guerra civil que la izquierda siguió promoviendo, pese a su fracaso en octubre. Asimismo he analizado el contenido de dicha campaña y sus contradicciones, probando el alto grado de falsedad o exageración de sus acusaciones a la represión derechista. Ese análisis tampoco había sido realizado con anterioridad, salvo algunas referencias generales y en su mayoría equivocadas.
Igualmente he dejado bastante claro, contra lo escrito por muchos historiadores, también bastantes de derechas, la escasa fiabilidad de la explicación de Azaña en su libro Mi rebelión en Barcelona, y su posición en todo el proceso revolucionario, ambigua al principio, cada vez más comprometida con la reivindicación de la insurrección de octubre y la campaña sobre la represión, y en ningún caso democrática. Y opino, si Juliá me permite la inmodestia, que mi exposición sobre los condicionantes de la evolución política de Azaña —que tampoco encontrará en Arrarás— es harto más fundada y coherente que la suya. Puedo citar asimismo como aportación mi análisis de las motivaciones de la persecución religiosa, máxime cuando varios pretextos propagandísticos al respecto habían sido aceptados por la derecha.
También aparecen citados en mis libros, por primera vez, bastantes documentos de diversos partidos, en particular del PSOE. Y entiendo como una aportación considerable mis críticas a diversas interpretaciones en boga, entre ellas varias del propio Juliá, al menos mientras no sean desmentidas de modo convincente.
En fin, no sigo porque lo anterior basta para desautorizar la idea de que mis trabajos no aportan nada. Ciertamente se trata de contribuciones modestas, pues, como en casi todo, «avanzamos a hombros de gigantes», y poco habría logrado yo sin los trabajos de otros historiadores. Pero con ser modestas no son desdeñables, creo que aguantan bien la comparación con las investigaciones de otros historiadores del momento, y Juliá y los demás no podrán borrarlas con simples poses de autoridad o mohines alternativos de desprecio e indignación.
Juliá afirma que los tiempos de la propaganda han sido sustituidos por los del «debate adulto y maduro, del que Payne lamentablemente se excluye» con su artículo en Revista de Libros. Está claro que son Juliá y otros historiadores «adultos y maduros» quienes pretenden excluir a Payne, un clásico en la investigación histórica sobre España, simplemente porque no comparte los desenfoques que ellos intentan pasar por versión definitiva. No tienen un concepto académico del debate, sino sectario, casi policíaco.
Y vuelvo al principio. Clarificar nuestra historia reciente tiene el mayor interés porque, como estamos viendo, muchos de los errores que llevaron a la guerra civil tienden a repetirse, si bien, de momento, con menor intensidad. ¿No vale la pena abordar la cuestión con mayor altura de miras, superando el cerrilismo y la tosquedad intelectual predominantes por ahora?