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UN COLETAZO DE LA GUERRA CIVIL

No sé si sabes que están haciendo circular por ahí que en tus viejos tiempos le pegaste un martillazo en la cabeza a un policía muerto o moribundo —me comentó José Luis Gutiérrez, ex director de Diario 16, periódico hundido desde el poder en una maniobra típicamente antidemocrática. Estábamos sentados en la terraza de un café, subiendo hacia el Retiro, enfrente del Jardín Botánico.

—Sí, algo de eso he leído de un tipejo en la cadena de El Periódico, y Tusell venía a insinuarlo en su articulillo pidiendo la censura contra mí, a raíz de la entrevista de Dávila[1]. Estoy esperando a ver si lo oficializan en El País, para responder. De hecho ya lo había indicado Martín Prieto hace unos años, sin nombrarme y probablemente con buena intención, pero que me cabreó bastante. Como entonces yo no tenía cancha en ningún periódico, le envié a él y a otras personas una nota sobre ello.

—¿Qué decías?

—Bueno, creo que la cosa viene de un informe policial sobre la acción del 1 de octubre de 1975 cuando, como quizá recuerdes, el PCE(r) mató a cuatro policías en Madrid. Esa es la acción de la que más tarde tomó nombre el GRAPO: «Grupos de Resistencia Antifascista Primero de Octubre». Según el informe, algunos testigos habían dicho que me habían visto golpear con un martillo a un policía a quien acababa de balear Fernando Cerdán, entonces el jefe de la «sección técnica», es decir, la sección armada del PCE(r). No hubo ningún martillazo, desde luego, pero le decía a Martín Prieto que no era cuestión de palabra contra palabra, pues un buen informador podía comprobar el hecho simplemente con la autopsia de la víctima.

—De todas formas esa gente está haciendo correr por ahí el asunto, con el peor afán de perjudicarte.

—A esa gente le importan un bledo las víctimas, sino sólo cómo pueden utilizarlas, aunque haya pasado un cuarto de siglo. Ahora utilizan a aquélla para replicar a Los mitos de la guerra. Esos buitres no cambian. De todas formas tendré que hablar más de eso, aunque sea muy doloroso, porque también permite entender otras cosas. Ya que ahora me dedico a historiar a otros, tendré que aplicarme el cuento. Lo esencial está ya escrito, en De un tiempo y de un país, sin citar nombres. Ahora lo contaré con detalle.

El contexto

En 1975, la Organización de Marxistas Leninistas Españoles (OMLE), fundada en París a raíz de las revueltas de mayo de 1968, consideró que había madurado lo suficiente para transformarse en el Partido Comunista de España, al que se agregó la coletilla de «reconstituido», para diferenciarlo del PCE oficial, el de Carrillo, degenerado por el revisionismo. El nuevo partido pertenecía a la corriente maoísta, enfrentada a la revisionista o neoburguesa de la URSS y de los partidos de ella dependientes. Trataba de recuperar las buenas y puras tradiciones marxistas-leninistas que habían llevado al PCE a dirigir la guerra de 1936-39 contra el fascismo. Yo pertenecía a la dirección ejecutiva del PCE(r), como responsable de propaganda. Había entonces numerosos grupos maoístas, como el PCE(ml)-FRAP (con lo de m-l pretendía reivindicar la doctrina marxista-leninista, a la que habría traicionado Carrillo), pero nosotros los considerábamos, en general «oportunistas de izquierda». Uno de nuestros objetivos fundamentales era desarrollar la lucha armada.

En nuestra teoría, vivíamos bajo un régimen básicamente indiscernible del nazismo, basado en la violencia permanente y nacido de una guerra en la que «el pueblo» había sido aplastado salvajemente. A un régimen así no se le podría doblegar jamás de otro modo que por la lucha armada de masas, la cual debía empezar, como siempre había ocurrido, por pequeños grupos capaces de golpear y revelar con sus golpes la íntima fragilidad del fascismo, animando así al pueblo a incorporarse a la lucha, hasta hacerla arrolladora. Pues parecía evidente que si el pueblo soportaba al régimen de Franco se debía exclusivamente a desmoralización causada por la derrota en la guerra y la posterior degeneración burguesa del partido revolucionario, el PCE.

Vale la pena señalar cómo en estos últimos años están proliferando los estudios que presentan al franquismo como un régimen espeluznante, bárbaro sin matices, contra el cual, implícitamente «valdría todo», aunque no es muy seguro que quienes así escriben hubieran actuado en consecuencia en aquella época. En realidad, no pocos de ellos realizaron entonces una excelente carrera profesional, a menudo en los rangos funcionariales de un régimen que tan insoportable pintan… algo tardíamente.

En los años sesenta y hasta el final de la dictadura, la actividad terrorista fue muy escasa en comparación con la que vendría después, y surgió en un período muy avanzado, cuando el régimen se había liberalizado considerablemente. Ya no era, desde luego, la dura época del maquis. La ETA, como ejemplo más típico, empezó en 1960 matando a un bebé con una bomba, aunque nunca reivindicó el hecho, lógicamente. Su primera acción mortal reconocida ocurrió ya en 1968: el asesinato por la espalda de un guardia civil. Sería su método preferido en lo sucesivo. En los cinco años siguientes asesinó a tres personas más. A partir de 1973 su actividad crece, incluyendo el atentado contra Carrero Blanco y la matanza en una cafetería en la calle del Correo, de Madrid. En la primavera de 1975 inició una escalada, matando sucesivamente a siete u ocho policías, y en el verano se le unió en los atentados el mencionado PCE(m-l)-FRAP, que ya el 1 de mayo de 1973 había matado a navajazos a un policía.

Por entonces la ETA gozaba del apoyo, moral al menos, del grueso de la oposición antifranquista, la cual pintaba a los terroristas como «patriotas vascos», o «luchadores antifranquistas» o «antifascistas», y sus asesinatos merecían todo género de excusas y hasta felicitaciones. No es que esa oposición practicase, en general, el terrorismo, pero veía en esta actividad algo aprovechable y positivo. Al final volveré sobre ello.

Las acciones de la ETA y el FRAP encontraban también total simpatía en el PCE(r), pues armonizaban con nuestros proyectos de lucha armada, aun si considerábamos «pequeño burgueses» a los dos grupos. Nosotros planeábamos organizar la violencia más en serio y en vasta escala. No lo hacíamos aún porque no nos sentíamos preparados, pero el partido había realizado muchas acciones violentas, con cócteles molotov, o atracos, y similares. Y con vistas a desarrollarlas en mayor escala había formado un pequeño aparato especial, la «Sección Técnica», encargado de obtener armas, atracar bancos, falsificar documentos de identidad, etc. A su frente estaba Enrique Cerdán, y lo integraban Abelardo Collazo, Fernando Hierro y algún otro. Al llegar el verano de 1975, su arsenal consistía básicamente en tres pistolas, no muy buenas.

El gobierno respondió a los golpes de ETA y FRAP endureciendo las leyes y prohibiendo en la prensa cualquier comentario que, a su entender, pudiera servir de propaganda al terrorismo, lo que ocasionó el secuestro de números de revistas como Cambio 16, Destino, Doblón y Posible, y la suspensión durante cuatro meses de la procomunista Triunfo. La Asociación de la Prensa protestó (el 1 de septiembre) señalando: «El vigoroso desacuerdo con todo tipo de actividad terrorista por parte de la Prensa ha sido y es unánime», pero el decreto del gobierno «afecta a nuestra actividad informativa, y (…) amenaza con debilitar más aún el cordón umbilical que une a los lectores con la realidad noticiable». En realidad el «desacuerdo» era algo menos «vigoroso y unánime» de lo que la nota indicaba, como Juan Tomás de Salas, director de Cambio 16, expondría años después: «La gente que estaba en este tipo de prensa, que además era la prensa que tenía mayor credibilidad, mayores lectores, y no estoy hablando solamente de nuestra publicación, sino de varias otras, de alguna manera nos habíamos sentido durante muchos años solidarios de ETA»[2]. Y así, parte de la prensa sabía presentar los atentados del modo más favorable posible a sus autores, mientras aparentaba cubrir las exigencias informativas. Los asesinos, aun cogidos in fraganti, eran «presuntos», los policías no caían asesinados, sino que «morían», a veces en imaginarios «enfrentamientos», y a manos de «jóvenes» etarras, etc. Tardaría mucho, ya bien entrada la democracia, en cambiar esa actitud, como observaba también Salas.

Pero a finales de julio y principios de agosto de aquel año, último de la vida de Franco, la policía asestaba golpes demoledores a la ETA y al FRAP, deteniendo a gran número de sus activistas y jefes. Daba la impresión de que la ofensiva terrorista se venía abajo. Ante ello, los dirigentes del PCE(r) nos reunimos para examinar la situación, y coincidimos en que era imprescindible impedir que el fascismo triunfase una vez más. En plena euforia de la represión, debíamos demostrar que no lograba aplastar la lucha armada. Entonces, el 2 de agosto, la Sección Técnica atacó cerca del canódromo madrileño a dos guardias civiles, matando a uno e hiriendo al otro. Creo que era el primer atentado, desde la época del maquis, contra una pareja, pues la ETA y el FRAP habían atacado siempre a policías aislados. La acción incrementó el arsenal del partido con un pistolón del nueve largo, en perfecto estado.

El partido no reivindicó el golpe, para no atraer sobre sí la represión. Aunque se ha insistido mucho en que debía de estar infiltrado, la realidad es que no lo estaba, y de ello teníamos bastante seguridad por los informes de los interrogatorios que nos pasaban los camaradas ocasionalmente detenidos. La policía parecía considerarnos uno de tantos grupúsculos maoístas, trotskistas o anarquistas como por entonces hablaban a troche y moche de lucha armada, sin dar pasos reales hacia ella. Tampoco nos sentíamos capaces de insistir, de momento, en tales acciones. Bastaba con el efecto psicológico de haber arrebatado al régimen el triunfo en aquel momento crucial. Aun así, hacia mediados del mes la Sección Técnica dio un golpe de especial audacia, quizá sin precedentes desde la guerra, al ocupar un pequeño cuartel de ingenieros electrónicos, o cosa parecida, en la calle madrileña de la Princesa, vestidos los asaltantes con ropa de oficiales del ejército. No hubo víctimas, pero no se encontraron las armas buscadas, unas metralletas que se creía estaban allí.

Sin embargo el mes de septiembre se anunciaba desastroso para la oposición. Fueron juzgados y condenados a muerte, por tribunales militares, diversos militantes de ETA y del FRAP acusados de los atentados (en uno de ellos, del FRAP, el juez desestimaba el agravante de alevosía, al haberse producido los disparos de frente y contra un policía a su vez armado, pero la condena siguió siendo de muerte).Y en nuevas redadas caían decenas de militantes y dirigentes de ambos grupos. Hacia mediados del mes, la ETA recibía otro golpe demoledor, en Madrid y en Barcelona, con la detención de varios máximos dirigentes y muerte de dos militantes cuando preparaban nuevos asesinatos. Las condenas a muerte seguían, hasta totalizar once, entre ellas a un viejo amigo mío, de la Escuela de Periodismo y líder del PCE(m-l)- FRAP, Manuel Blanco Chivite.

¿Qué ocurriría? Los obispos pidieron clemencia, intelectuales franceses de izquierda vinieron a España a protestar y fueron expulsados sin contemplaciones, el papa Pablo VI pidió también clemencia, como lo hicieron diversos gobiernos. En Francia, Italia, Bélgica y Alemania abundaban las manifestaciones, a veces violentas, si bien no especialmente nutridas. El Centro Cultural Español en París fue atacado con cócteles molotov y parcialmente incendiado, y en esa ciudad se reunían representantes de FRAP, ETA y IV Internacional, trotskista, para hacer frente común contra Franco. En Italia y Francia se organizaba el boicot a todas las comunicaciones con España por mar, aire, correo o teléfono. El gobierno portugués se expresaba con dureza. Otros gobiernos y políticos presionaban también.

La cantidad y calidad de las presiones hizo creer a muchos que el gobierno de Madrid conmutaría las sentencias, como había hecho en 1970, cuando el juicio de Burgos contra varios dirigentes etarras. Sin embargo el ambiente no era el mismo. La anterior conmutación no había servido para disminuir el terrorismo o rebajar las tensiones, y la oposición no la había visto como una medida de gracia sino como una derrota del régimen. En todo caso, ahora fueron conmutadas seis de las once condenas, y el día 27 se cumplían las otras cinco: tres del FRAP y dos de ETA.

Inmediatamente cundieron por Europa los disturbios, quema de banderas y asalto a embajadas españolas, como en Bruselas, y a locales turísticos o de otro tipo, al tren talgo París-Barcelona, alarmas de bombas, etc. Los comunistas franceses exigieron la ruptura diplomática con España, y bloquearon la frontera en Hendaya. En París se produjeron los más graves disturbios desde mayo de 1968, y los comercios de los Campos Elíseos quedaron devastados. En Italia abundaron también las violencias. El Parlamento europeo propuso congelar las relaciones con España. El gobierno holandés encabezó una manifestación en Utrecht, mientras era incendiada la embajada española en La Haya. Holanda, Alemania occidental, Alemania comunista, Suecia, Bélgica, Dinamarca, Gran Bretaña, Noruega, incluso el Vaticano, llamaron a sus embajadores. Méjico destacó en su dureza, expulsando a todos los funcionarios españoles y reclamando la reunión del Consejo de Seguridad de la ONU. El suceso más grave fue el asalto, saqueo e incendio de la embajada en Lisboa, no acudiendo la policía hasta que la destrucción se hubo completado. Este ataque, junto con la imagen del primer ministro sueco, el socialdemócrata Olof Palme, pidiendo dinero con una hucha para «la libertad de España» y ofreciendo un millón de pesetas a la oposición española, quedan para la historia como las imágenes más características de la oleada de protestas y disturbios. (Palme sería asesinado, a su vez, en un atentado terrorista, y no sobra señalar que su actitud hacia una dictadura muchísimo más dura y cercana a él, como la soviética, jamás tuvo ese grado de dureza y espectacularidad. Muy al contrario).

Las ejecuciones en España en los anteriores quince o veinte años y por motivos más o menos políticos habían sido las de dos anarquistas, en 1963, que habían matado, con bombas, a varias personas, y, el mismo año, la de Julián Grimau, dirigente comunista acusado de organizar el terror contra la derecha durante la guerra. Once años más tarde, en 1974, habían sido ejecutados otro anarquista y un súbdito polaco, por la muerte de un policía cada uno. Hasta aquí un breve resumen del contexto de los hechos del 1 de octubre.

Los hechos

Seguiré básicamente la exposición del libro De un tiempo y de un país, con ligeros añadidos y precisiones personales, ya que allí está relatado lo que pasó. Pongo entre corchetes las aclaraciones o comentarios ajenos al texto del libro.

García Sanz, Chiqui, Sánchez Bravo, Otaegui y Baena fueron fusilados. Las hojas que teníamos preparadas pensando en la conmutación no volaron.

Compré un par de periódicos en un kiosco de Manuel Becerra y bajé hacia Ventas, aturdido, como ebrio. Miraba a los ojos de los paseantes: no traslucían nada especial. Entré en un bar, comentarios vagos, un leve sobrecogimiento, unas frases serias, aunque no preocupadas, por las protestas exteriores…

Seguí Alcalá abajo, con los ojos bajos y húmedos. Torcí a la derecha y me llegué a unos jardincillos donde solía contactar con Pérez Martínez [«Arenas» o «Pedro», el secretario general]. También él estaba visiblemente afectado, con un matiz extraño en su ademán. Caminamos en silencio. Al poco espetó:

—¡Bueno, qué! Ahora está claro que hay que hacer algo, ¿no?

Le miré sorprendido. Su tono era de reproche.

—Naturalmente que hay que hacer algo. Lo más duro que podamos. Quién dice lo contrario.

Renegamos de asesinos y oportunistas. Como comprendí luego, su pesar se teñía de resentimiento por su resbalón en lo de las conmutaciones que él había dado por seguras. Uno le llamó la atención al respecto y respondió con su agresividad característica, y elaboró un documento clamando que «no es el momento de tirar papelitos»: cuando temía que su nimbo palideciera por traspiés indisimulables, hacía suyo el proverbio de «la mejor defensa, el ataque».

¿Qué respuesta debíamos dar al régimen? La Comisión ejecutiva deliberó. Por lo pronto, llamar a la huelga general. Una huelga lo más violenta posible.

En San Sebastián y algunos lugares más del País Vasco se manifestaron unos pocos miles de personas. En numerosos países extranjeros hubo movilizaciones masivas, con asaltos a embajadas y establecimientos españoles. La Iglesia hizo signos ostensibles de desvinculación con el franquismo. Confluían a tornar crítica la posición de éste el envenenado problema del Sahara y los acuerdos militares pendientes con Washington. La oposición blanda presionaba a su vez decididamente, y la crisis económica mundial ensombrecía el presente, y más aún el porvenir para la población. Se anunciaban sanciones económicas de la CEE.

Sin embargo el régimen no daba la impresión de conmoverse en exceso, y hasta se alzaba desafiante, echando en cara a los gobiernos que le condenaban las brutalidades recientes o lejanas que ellos hubieran cometido a su vez [como la todavía reciente masacre de estudiantes en Tlatelolco por el gobierno mejicano del PRI, uno de los más destacados en las condenas].

En la calle, la incertidumbre privaba sobre la indignación. Pocos pensaban que el franquismo fuera a sostenerse como hasta la fecha, pero pocos también se hacían una idea clara de la eventual salida.

La huelga general… No se percibían señales de nada parecido.

Proyectamos un magno sabotaje contra las comunicaciones madrileñas.

—Si no quieren ir a la huelga, tendrán que quedarse en casa de todas formas —barbotó Pérez, y de inmediato se desdijo [pues era reconocer que el pueblo no se sentía afectado por las ejecuciones. Por lo demás, el resto de la izquierda lo sabía, y ni siquiera intentó una cosa así, que yo recuerde].

Las fuerzas y datos disponibles para el atentado probaron ser ridículamente insuficientes. ¿Por dónde se abastecía de electricidad el metro? Ni idea. Y con los autobuses, ¿cómo actuar?

Aun así se formaron cuatro partidas.

Al caer la noche, cada una se dirigió a un depósito de autobuses. Antes se aprovisionaron de combustible.

—¿Otro más? Esta noche no para de venir gente a por latas de gasolina —gruñó el encargado de la gasolinera.

De modo que varios comandos habían ido a la misma gasolinera. ¿Y si el empleado recelase y avisaba a la policía? Cosa muy concebible. En fin, ojo avizor y a continuar.

Dos grupos coinciden ante unas enormes cocheras. Discuten rápidamente, tumbados en el césped, entre arbustos. «Esas cocheras corresponden a nuestra zona».

«Es que no hemos encontrado otra». Se desaniman contemplando la gran explanada repleta de vehículos, de los que les separa una alta alambrada. «Por mucha gasolina que les echemos, mañana habrá tráfico normal». «Quememos diez o veinte por lo menos». «Bien, yo salto la alambrada y vosotros me pasáis la gasolina». «Nosotros tenemos nuestro plan». «“Cagon” la leche, pongámonos de acuerdo». «Esperemos a que haya menos movimiento». [Yo estaba allí, y como era bastante ágil, pensaba saltar la alambrada.]

Bajo las flojas luces circulaban los vigilantes y empleados, estacionando o revisando los pesados armatostes.

De repente una lata de gasolina cae con estruendo sobre un autobús. Una partida se yergue al unísono, y como una exhalación se mete en un coche y huye. La segunda vacila ligeramente y opta por retirarse. Alguien, sobreexcitado, ha mandado arrojar la lata, y quien la tiró olvidó prenderle fuego.

Resumen: sólo un grupo ha logrado incendiar un autobús, cerca de la plaza de Castilla.

La policía patrulla los barrios con sus jeeps. La vigilancia, aunque nerviosa, no parece más intensa que habitualmente. Supondrán que tras las ejecuciones pocos tendrán ganas de jugarse el pellejo.

De madrugada, soñolientos, los activistas intentan paralizar el metro sin saber muy bien cómo. «Si se rompen los semáforos de una o dos estaciones, la línea quedará cortada». Un grupo se hace con una llanta, la rocía de gasolina y la tira ardiendo a la vía. Sale una humareda espesa. Los viajeros se asustan y cabrean: «¡Gamberros!». Un policía trata vanamente de detener al grupo. En otra estación, el jefe de la misma se tira al suelo a la intimación de un pecerrista armado, mientras dos del comando destrozan los semáforos.

Nada, interrupciones de minutos en el tráfico. Cunde un leve desaliento. El partido no estaba tan preparado como creíamos.

Se barajan alternativas. Lo mejor sería realizar sabotajes fuertes, contra locomotoras, por ejemplo. U hostigar las comisarías desde coches en marcha. «Lo ideal es cargarse a un pez gordo. Es fácil coger sus direcciones, por la guía telefónica, y esperarlos cuando vayan a sus despachos. Ahora andarán desprotegidos». «Ca, imposible. Necesitaríamos conocer sus costumbres, hasta la hora en que van a cagar. Esos tipos están muy protegidos». «De nada sirve darle vueltas. No hay datos, y ya está». «Se puede localizar a alguno de los que sentenciaron a los cinco. Sus nombres vienen en la prensa y en la guía de teléfonos también aparecen». «Demoraría mucho».

[Esta fue una discusión entre Pérez, Cerdán, Delgado y yo, que componíamos la máxima dirección del partido. Discutíamos mientras caminábamos por el barrio de Aluche, debió de ser en la mañana del día 29.Yo fui quien propuso atentar contra el juez militar, ya había visto su dirección en la guía de teléfonos, y Pérez quien se opuso. Por entonces la protección de personajes, edificios e instalaciones solía ser inexistente o muy rutinaria, como habíamos comprobado a menudo —nada que ver con la actualidad—. Pero en cierto modo nos creíamos nuestras propias leyendas, según las cuales los jerarcas fascistas disfrutaban de una protección cuidadosa debido al «odio del pueblo». Más adelante el GRAPO emplearía el simple método de esperar a sus víctimas cuando salían al trabajo.]

El debate se agría. Existe de todos modos una posibilidad al alcance. Pero conviene actuar sin pérdida de tiempo, antes de que se enfríe el sentimiento por el crimen fascista.

«Hemos dicho que únicamente quien responda en el momento adecuado al terror del régimen será escuchado por las masas. Tenemos que responder como sea». «Como sea, no; hay un solo golpe justo para el momento». «Hay muchos golpes posibles. Da igual». «No ha de haber vacilaciones».

Si no se replica, el régimen obtendrá una victoria política decisiva y para rato. No es igual que haya manifestaciones en el extranjero, o algunas pequeñas en el interior, a que se responda aquí mismo y con sus mismos métodos, sangre por sangre. Así comprobarán que no pueden con la lucha armada. El diario Ya lo dice sin tapujos: más vendavales ha capeado el régimen. Ya se aplacará lo del extranjero, como tantas veces. «Los gobiernos europeos ayudan en realidad al franquismo, y lo más que defienden es una muda de su vestuario. Siempre lo han apoyado, aunque hagan el paripé de las sanciones y protestas, para cubrir las apariencias delante de sus propios pueblos».

«¿Estamos preparados?». «Sólo nos prepararemos haciendo frente al reto». «Quien no dé la medida en el instante decisivo, no la dará ya».

«¿Qué comentan los oportunistas?». «La eterna melodía. Pura farfolla». «En realidad están muy contentos, porque imaginan que el terrorismo gubernamental les ha dejado sin enemigos a su izquierda. Así podrán conchabarse más tranquilos con los oligarcas». «Eso ya lo sabíamos. ¡Qué va a hacer la Junta Democrática!». «Pero ¿no entienden que los fascistas les van a cargar todas sus condiciones, y se hundirán ante las masas?». «¡Más hundidos que están…! Además, su labor en situaciones revolucionarias o prerrevolucionarias nunca varía: se echan en manos de la reacción, zapan el movimiento popular. Lenin lo explicaba sin dejar lugar a dudas».

«Debemos probar que el terror no le servirá de nada al régimen. Si no, le bastará con la amenaza de recurrir a él para mantener al pueblo perpetuamente de rodillas».

[La decisión que entonces tomamos es la que luego se narra. Formamos cuatro grupos, o quizás eran los mismos que habían actuado contra el metro y los autobuses, no recuerdo bien ahora. Como había sólo cuatro pistolas, no se podían formar más, aparte de que tampoco había tanta gente suficientemente probada y de confianza como para ampliar mucho el número. Cada grupo constaba de tres hombres: uno conducía el coche; otro, miembro de la sección técnica, no sé si con la excepción de Delgado de Codes, llevaba la pistola, y un tercero iría con un martillo u otra herramienta, para caso de que la pistola o el tirador fallasen. Toda la máxima dirección del PCE(r), con la excepción de Pérez, formó parte de ellos: Cerdán, Delgado y yo. Nadie vio mal que Pérez permaneciese al margen, pues, si las cosas salían mal, alguien de la dirección, lógicamente su máximo dirigente, debía quedar a salvo para proseguir las tareas. Otra observación: en la terminología comunista «las masas» era un concepto clave, y no tenía, ni mucho menos, el carácter peyorativo que en otros contextos. Las «masas», por ejemplo, eran quienes realmente «hacían la historia»… si bien en ninguna otra ideología, ni siquiera en la nazi, han sido más glorificados, endiosados propiamente, los dirigentes, como Lenin, Stalin o Mao.]

Primero, los automóviles. Había que robarlos. En el transcurso de la tarde, cada partida logró apoderarse del suyo, no sin tropiezos. Detrás de un «R-12», un individuo corpulento y de elevada estatura, en actitud de espera, el chófer, sin duda, mira con aburrimiento a los peatones. De pronto el auto se desliza y gana velocidad. Lo contempla pasmado un par de segundos, antes de comprender que es el suyo, que se aleja misteriosamente. Salta, frenético, a la calzada en pos de él. Doscientos metros más abajo, un vehículo policial, parado. Advertido, arranca bruscamente, ululando. Pero la presa se ha perdido ya de vista [esto ocurrió junto a la glorieta de Ruiz Giménez y a lo largo de la calle Alberto Aguilera, y correspondió al grupo en que estábamos Cerdán, Brotons y yo. Brotons debía conducir el coche. Cerdán y yo estábamos en la acera, y salimos corriendo detrás del chófer, por si se hacía necesario actuar contra él, pero no fue preciso].

Habíamos descubierto que el método más simple de «expropiar» un coche consistía en buscar los aparcados de los que el conductor se hubiera apeado un momento a tomar una copa, comprar el periódico o abrir la puerta de un garaje, dejando las llaves puestas.

Meses después ocurrirá un caso similar al relatado. Un Seat de lujo parado al sol y el chófer en la acera opuesta, a la sombra, aguardan al propietario. Un autobús se detiene ante el semáforo, interponiéndose entre el chófer y el coche. Luz verde, y el autobús pasa. El chófer echa un vistazo distraído. Sobresalto: su coche se ha esfumado. Atónito, mira arriba y abajo de la calle, cruza la calzada de una carrerilla, pregunta a la gente… Fuera de peligro, el comando descubre con placer que el vehículo pertenece a Blas Piñar, uno de los principales líderes de la extrema derecha. Lo escudriñan a fondo, pero no hallan nada de interés: un álbum de fotos familiares, una barra de hierro envuelta en papel blanco que le da el aspecto de un plano enrollado… En fin, prenden fuego al auto. Unos días después, los fachas birlan a Ramón Tamames su coche y lo dinamitan. Ojo por ojo [Tamames era entonces un conocido personaje del PCE, lo cual no le había impedido hacer una brillante y merecida carrera como uno de los economistas más distinguidos en el régimen de Franco]. Uno del PCE(r) [Cerdán, aficionado a hacer chistes] propone asistir a los mítines de Blas Piñar, y cuando éste se encontrase en el clímax de su elocuencia, gritarle: «¡Sí, sí, pero te roban el coche!».

Retrocedamos. Para el 1 de octubre, el franquismo convoca una imponente manifestación en la Plaza de Oriente, para ratificar las ejecuciones y respaldar su desafío a las presiones externas, cosa esta última que muchos, sin ser franquistas, ven bien. Mas, poco antes de la concentración, cuatro policías que custodiaban locales bancarios en distintos puntos de Madrid caen abatidos a balazos.

El atentado es, con mucho, el más atrevido y técnicamente perfecto llevado a cabo por cualquier organización hasta entonces, si se exceptúa el asesinato de Carrero. En el exterior, el FRAP da saltos de alegría y permite generosamente que la opinión pública le atribuya la acción. Aún están lejos los tiempos en que moteje de polizontes a los jefes del PCE(r).

Sin embargo, la imagen de perfección engaña. El partido emplea todo su arsenal (…).Tres policías mueren en el acto, pero a uno de los homicidas se le encasquilla el arma al primer tiro. Enloquecido, se ve en la necesidad horripilante de rematar a culatazos a su víctima. Ésta fallecería días después, en el hospital. Previendo tales percances, miembros de cada comando portan martillos o instrumentos con que impedir que el policía se halle de pronto con su arma lista frente a una inservible. No tendrán que usarlos (…). Un golpe de mano guerrillero especialmente afortunado: casi medida por medida a las cinco ejecuciones de cuatro días antes.

«¡Pobre hombre, pobre hombre! No ha podido ni hacer ademán para defenderse». «¿Qué querías, que nos friera él a nosotros?». «No fue una cobardía. Ha sido una acción necesaria». «Una acción de guerrilla, estoy de acuerdo, y tiene que ser así, sin dar facilidades de defensa». «Ellos hacen igual». «Sí, es cierto, pero yo no vuelvo a una operación así, maldita sea. Si es para cargarse a un pez gordo, sí, pero a un pobre diablo de éstos, no». «¡Qué dices, si son unos hijos de puta! Les mandan disparar contra su padre y se lo cargan sin miramientos». «Para qué discutir».

«Ha sido un golpe brillante, y en el momento apropiado. Como cuando un boxeador se echa adelante para atacar y en ese tris recibe de lleno un puñetazo en todo el rostro. Los fachas creían celebrar su victoria con la manifestación y, cuando menos se lo esperan, se les convierte en luto. Se les ha caído el cielo encima».

«Fulano y zutano se han pirado a esconderse no sé dónde. ¡Qué cojones! Nosotros nos quedamos aquí, al pie del cañón». «Como no tenía nada en las manos, me fui a los clientes del banco gritándoles con toda la mala leche: ¡que nadie se mueva, mecagon…!». «Los participantes son unos héroes, yo así lo considero». «Hemos actuado cuando nadie se atrevía a mover un dedo». «En adelante habría que mejorar la información y centrarse en los peces gordos». «Qué va, debemos centrarnos en los “pasmas”. Ellos son los más odiados por el pueblo, que los tiene delante continuamente». «Oye, la gente no odia tanto a los “polis”. En general, no se los mira tan mal, incluso la gente politizada piensa que son solamente unos mandados». «Al contrario, ésa es la versión que difunden los oportunistas». «Si el partido ha hecho esto, es porque estaba preparado para hacerlo». «Sí, es horrible acercarse a una persona y dispararle, pero, mira, a su familia el fascismo le proporciona pensiones y auxilios, mientras que si se cargan a uno de los nuestros, ¡le dan hostias a la suya!». «Deberíamos reivindicarlo. El pueblo debe saber quién ha sido». «Yo creo que no es el momento». «¿Será posible que la policía no se aclare todavía de que esto no es el FRAP ni la ETA?». «Tienen que darse cuenta de que nuestra propaganda tiene un lenguaje especial». «Debemos actuar como si lo supieran, y reforzar los organismos. Lo mejor es no reivindicarlo, de todas formas».

Hasta aquí, el relato de De un tiempo y de un país. Las últimas citas reflejan las conversaciones que tuvimos inmediatamente después de la acción, sin citar autor de tales o cuales palabras. La primera frase, y algunas más, son mías, aunque no quiere decir que mi sensibilidad fuese mayor que la de los otros. Y paso a explicar más en detalle cómo fue aquello, en lo que me concernió. Debido a lo que tienen de horribles, acciones de este género no suelen ser relatadas con pelos y señales, en particular por quienes han tomado parte en ellas. De todas formas, lo haré en todo lo que recuerde.

La víspera del atentado, por la mañana, Cerdán y yo habíamos estado buscando una sucursal bancaria adecuada. La presencia de policías en esos establecimientos databa de poco tiempo atrás. Tradicionalmente estaban desprotegidos, pero el aumento de los atracos, no pocos de ellos realizados por grupos políticos, hizo que el gobierno pusiera un policía armado de vigilancia en muchos establecimientos de Madrid. Descubrimos uno en la sucursal de Banesto en la Avenida del Mediterráneo. El local era alargado, con el servicio al público al fondo, en el lado contrario a la puerta. Cerca de ésta vimos al policía. La calle era ancha y de mucho tráfico, pero inmediatamente la cruzaba otra calle más estrecha que daba a otra cercana más o menos paralela a la avenida, por la que sería fácil huir. Un problema sería la hora, porque si la acción coincidía con el relevo, podría ocurrir que ninguno de nosotros saliera con vida. Por eso decidimos actuar todos los grupos poco después de que abrieran los bancos hacia las nueve y media. Cada grupo había localizado una sucursal distinta, de modo que no volviera a ocurrir lo del intento de quema de los autobuses. Por la tarde robamos el coche, propiedad de alguna señora adinerada o aristocrática de Córdoba (¡qué le diría al pobre chófer!), y después nos fuimos a dormir, creo que a casa de Brotons.

La mañana siguiente, temprano, fuimos adonde estaba aparcado el coche, por el paseo de Extremadura, si no me falla la memoria. Ir a una acción así, por mucho que uno la crea necesaria, es algo inmensamente distinto de considerarla desde fuera o meramente ordenarla a otros. Hay una vaga sensación de miedo (¿y si el policía reacciona con rapidez y los cazadores resultábamos cazados? ¿Y si había otro policía o militar en el local, por motivos particulares? ¿Y si coincidiese un vehículo policial por las cercanías?…), y además algo físico se revuelve dentro de uno ante la idea de quitar la vida a una persona deliberadamente. Claro que evitaba pensar mucho en todo ello. La decisión estaba tomada y no había vuelta atrás. Pero seguía con esa sensación angustiosa, que tendrían también los otros, aunque ninguno hablara de ella. Dije: «Esperad un momento, que voy a mear». Y me metí en un bar, y de paso tomé un coñac de dos tragos. No me hizo el menor efecto.

Fuimos hasta el lugar designado y paramos en la calle estrecha más o menos paralela a la avenida del Mediterráneo. Yo llevaba un jersey muy grande y ancho, y, oculto en la manga, un martillo de soldador que me había traído de los astilleros de Bilbao. Cerdán llevaba una pistola pequeña, que casi parecía de juguete. Brotons quedó esperando al volante.

Por la cristalera del banco vimos al policía, que estaba sentado leyendo un periódico. «Ahí está, vamos, rápido», dije. Entramos. Al fondo del local, algunos clientes esperaban ante los mostradores. Cerdán se puso frente al policía, y yo del lado donde éste tenía el arma. En caso de que la pistola de Cerdán fallase y él quisiera sacar la suya, pensaba destrozarle la mano de un martillazo. Era un hombre joven, de facciones agradables, que al notar nuestra proximidad se levantó en actitud amable, creyendo, según indicaba su expresión, que íbamos a preguntarle algo[3]. En ese momento Cerdán le disparó, no recuerdo si una o más veces. Los estampidos sonaron poco fuertes, y una bala debió de acertarle en el corazón. La sangre, saltando a chorros, le empapó inmediatamente la camisa y llegó a la guerrera. La expresión de su cara apenas tuvo tiempo de cambiarse en mueca de horror. El hombre cayó, despacio al principio, derrumbándose sobre su costado derecho. La escena era espantosa. Cerdán dijo: «Venga, vámonos», y salió.

El cuerpo del policía, quizá ya cadáver, tapaba la funda de su pistola. Me incliné sobre él, lo volteé ligeramente para poner la funda al descubierto, y, procurando emplear los nudillos y no las yemas de los dedos, para no dejar huellas dactilares, la abrí y extraje el arma. Era una Star corta, de bellas líneas. Por el rabillo del ojo percibí a gente moviéndose hacia mí, y me incorporé rápidamente, apuntándoles con la pistola. No me molesté en montarla, porque vi al instante que no había peligro. La expresión de sus caras era de miedo, y simplemente trataban de acercarse a la salida. Les hice gestos con la pistola para que retrocedieran, y salí a mi vez. Subían por la acera dos obreros con mono de trabajo y se me quedaron mirando. Entonces me di cuenta de que seguía con la pistola en la mano, y la oculté inmediatamente en el jersey. Di la vuelta por la calle lateral y subí al automóvil que esperaba con el motor en marcha. Iba bastante indignado, y la conversación fue aproximadamente la ya reseñada.

No hubo, por tanto, martillazo, aunque algunos testigos, viendo desde atrás que me inclinaba sobre el cuerpo con un martillo en la mano, pudieron imaginar otra cosa (también dijeron que habíamos salido corriendo y al mismo tiempo Cerdán y yo). Años después, cuando me juzgaron en relación con el secuestro de Villaescusa (pues al de Oriol le incluyó la amnistía), un jefe de la policía se me acercó y me dijo que había visto la gorra ensangrentada de uno de los guardias muertos en aquella ocasión. Le contesté: «Hombre, golpear a un moribundo es asqueroso, pero no ocurrió. Como tenéis que saber con seguridad, el de los golpes en la cabeza fue Collazo». Éste había golpeado al policía con la culata, no, desde luego, por ensañarse, sino porque se le encasquilló la pistola. Collazo era extraordinariamente fuerte, y su víctima, malherida, moriría días después. No era un hombre insensible, sino todo lo contrario, de los más humanos entre nosotros. Comentando el caso me dijo: «¡Qué medo lle teñen á morte!». No habló con jactancia ni menos aun con burla, sino con una expresión sombría y algo enigmática. Según instruía Mao, citando un antiguo dicho: «Quien no teme la muerte puede matar al emperador», pero ¡quién no teme la muerte!

La cuestión, en todo caso, es secundaria, y un poco hipócrita darle vueltas. ¿Qué habría pasado si el arma de Cerdán hubiese fallado? No es difícil imaginarlo. Por otra parte, quienes estábamos en la dirección de un partido así éramos responsables de los actos que cometiera el grupo, aun si no participásemos directamente en ellos.

Después de la acción seguimos hacia el Retiro y yo me bajé no recuerdo ahora dónde. Me quité el jersey y envolví en él la pistola y el martillo y me fui hasta casa de una amiga, a quien dejé el paquete por unas horas, sin decirle su contenido (ella lo averiguaría por su cuenta, de todas formas).A continuación fui a la plaza de Oriente, donde los fascistas celebraban su triunfo. Vuelvo a De un tiempo y de un país:

La euforia de los congregados revelaba que no sabían palabra de cuanto acababa de ocurrir. Ufanos y entusiastas coreaban las consignas: “España, unida, jamás será vencida.” También el desfasado juego de palabras: “Si ellos tienen uno, nosotros tenemos dos” [por UNO, las siglas en inglés de la ONU, en referencia a las manifestaciones de 1946 contra el boicot internacional a Franco. Había muchas más consignas, claro]. Calculé que, si hiciera correr el rumor de las muertes, se originaría un movimiento desordenado y brutal, que acaso ayudara a descomponer la situación. El Gobierno, de sobra se notaba, no tenía intención de comunicar la mala novedad a la muchedumbre. Pero deseché enseguida la siniestra idea.

Trepé al monumento central de la plaza, donde se arracimaban, en torno al caballo [es decir, la estatua ecuestre de Felipe IV], un montón de exaltados. Alguno me puso mala cara, pero estaban demasiado orondos y pendientes del balcón del palacio para detener la atención en elementos impasibles. Ondeaban banderas y levantaban el brazo extendido. Traté de estimar la concurrencia: pensé que acaso se aproximara a las doscientas mil personas. Predominaba la clase media y la media-alta. Se distinguían caras de campesinos y cierto número de trabajadores. Bastantes jóvenes, de origen patentemente burgués en su mayoría. Franco pronunció un breve discurso. Su voz cascada y vacilante, de enfermo, se entendía muy mal. De vez en cuando gritaban desde un sector vivas o mueras, dirigidas principalmente a ETA los últimos, y el rugido y los aplausos de la multitud se extendía como una tormenta. Por unas horas, hombres y mujeres de diferentes clases sociales confraternizaban y se felicitaban (…). Franco y sus ministros estaban al tanto de los atentados. El Ya, al día siguiente, describía con dramatismo su congoja al recibir las fúnebres noticias [según parece, Franco comentó: “¡Qué solas se sentirán ahora las familias de esos policías!”].

Los dos sucesos de la jornada consternaron a muchos izquierdistas. Casi se creían la cifra de un millón de manifestantes dada por los órganos oficiales. La relativa abundancia de juventud contribuía a turbarlos, pues era antiguo y firmemente arraigado el tópico de que el franquismo sólo conservaba la fiel adhesión de carcamales nostálgicos. Ante la acción del PCE(r) temblaban igualmente. La tachaban de provocación. Recuerdo a quien aseguraba que más trascendencia que el atentado había tenido una manifestación de unos cientos de personas organizada por la ORT en la plaza de Legazpi, pues en ella habían participado las sagradas masas. Se comprendía su miedo, pues la plaza de Oriente había reunido a masas mucho más amplias. Expresiones así nos dejaban sin habla, hirviendo de indignación o riéndonos a mandíbula batiente. ¡Qué miserables, qué siervos nauseabundos del fascismo esa horda de monjas oportunistas! Mientras el destino se jugaba en la calle, a tiros, los malditos gusanos no acertaban más que a gimotear porque sus manejillos oficinescos bailaban en la cuerda floja.

Y aquí termino con De un tiempo… Conviene recordar que entre los grupos antifranquistas casi nunca reinaba una armonía medianamente aceptable. Nosotros los considerábamos a casi todos ellos, incluyendo otros maoístas, como oportunistas dispuestos a sacrificar la revolución y colaborar con un «cambio de fachada» del aparato fascista, a cambio de puestos burocráticos y prebendas parecidas. No dejábamos de tener razón, a nuestro modo, pues aquellos partidos y grupos, al paso que, en su mayoría, conservaban los tics de la guerra civil y simpatizaban con las revoluciones marxistas, buscaban arreglos con los fascistas para imponer una «democracia burguesa». Luego indicaré algo más al respecto.

No recuerdo dónde fui a comer, supongo que en algún restaurante barato, y por la tarde quedé en el bar «El anciano rey de los vinos», muy cerca del palacio de Oriente, con José María Sánchez Casas, que años después sería acusado de la bomba en la cafetería California 47, de Madrid, que causaría ocho muertos, y que también había participado en los atentados de la mañana. Fue él quien comentó con algún desdén que varios participantes en la acción habían huido de Madrid. Él sabía ya que los cuatro grupos habían cumplido su objetivo, sin ninguna baja propia. Eso nos proporcionó un gran alivio, pues parecía muy difícil que, sin experiencia previa en cosas así por parte de la mayoría, hubiera salido todo según lo deseado.

Los de la Comisión política volvimos a reunirnos. Estuvimos tentados de reivindicar el golpe, pero una elemental prudencia nos indujo al silencio. Claramente, la policía aún no nos identificaba, y eso nos daba todavía un margen de tiempo para prepararnos mejor. La acción sería reivindicada casi nueve meses más tarde, después de haber decidido crear el GRAPO (Grupos de Resistencia Antifascista Primero de Octubre) como una organización armada «de masas», teóricamente autónoma con respecto al partido, pero estrictamente sometida a la Comisión Política de éste lo mismo que la Sección Técnica.

Unas consideraciones generales

Como he dicho, yo prefería atacar a un alto cargo que a un simple «sicario», como llamábamos a los policías. Y, de manera algo absurda, me dolía que nuestra víctima hubiera sufrido una sorpresa tan total, y no hubiera podido hacer nada por defenderse, quizá porque de otro modo habría disminuido mi sentimiento de culpa. Pensar en la vida segada y en el sufrimiento de sus familiares me producía gran tensión. Años después, en un programa de radio de Luis del Olmo me preguntaron si pediría perdón a las víctimas. Creo que se lo hubiera pedido también en 1975. Pero esa culpa no impedía otros sentimientos paralelos más fuertes. Pues también me sentía especialmente orgulloso de una respuesta tan contundente a las ejecuciones del día 27, y en momento tan oportuno. Además, siempre me había repugnado la gente que, amparándose en su posición, manda o incita a otros a realizar actos de los que ella sería incapaz. A raíz de esta acción o de alguna otra, comenté a Brotons: «Estamos formando una dirección del partido en que todos sus miembros tienen experiencia de organización, de agitación, de propaganda y de lucha armada. Esto nos diferencia de los oportunistas y de las direcciones burocráticas».

Por otra parte, doctrinas como el marxismo empujan a ver a las personas en abstracto, privadas de su individualidad. Los individuos existirían ante todo como miembros de una clase social, y de estas clases una, el proletariado, estaría destinada a traer el paraíso a la tierra, mientras otras se oponían ferozmente a tan bello designio. Esas clases «reaccionarias» podían ser barridas, incluso exterminadas sin demasiado remordimiento. La concepción materialista del ser humano, la idea de que la muerte acaba con todo, relativiza terriblemente y hasta destruye el valor de la vida humana, salvo —para los creyentes marxistas— que esa vida sirva al objetivo grandioso. De una grandiosidad arbitraria y sin sentido. ¿Era éste un modo de pensar absurdo e irreal? Por lo menos ha sido muy compartido en el siglo XX. Poetas e intelectuales reconocidos han llegado a cantar loas hasta a instrumentos de exterminio como la Cheka soviética, y en más de un sentido nosotros éramos un producto —aunque no irresponsable, por supuesto— de aquellas propagandas e ideologías.

La lucha traía inevitablemente acciones como aquella, en las que caían personas individualmente inocentes, pero cuya función práctica apuntalaba al régimen e imponía el temor a «las masas». Nuestra tarea consistía en despertar a éstas y llevarlas a la victoria, así fuera a largo plazo. Por ello, pese al espanto de tales golpes, estábamos persuadidos de su necesidad.

Así, considerándonos en guerra, creíamos haber cumplido nuestro deber. Pues nuestra doctrina implicaba que la vieja guerra civil continuaba. ¿Cómo podía hablarse de paz cuando el régimen antipopular no sólo se había impuesto por las armas, sino que, en la posguerra, había fusilado a 200.000 «luchadores antifascistas», en cifras de diversos historiadores creídas por nosotros, en parte por nuestra juventud y en parte porque deseábamos creer todo el mal que nos contaran del enemigo, acreciendo nuestra decisión de aniquilarlo? La guerra solo podría cesar con la completa derrota de los «enemigos del pueblo».

Pero, ¿habíamos cumplido realmente un deber? La vida tiene muchas ironías, y quienes más debieran estar de acuerdo en que sí, son precisamente quienes fingen escandalizarse del supuesto martillazo o de acciones como aquella. Pues ellos son quienes, tantos años después de muerto Franco, vienen reanimando hasta el frenesí la vieja propaganda impulsora de nuestra furia: libros, investigaciones subvencionadas, películas, artículos de prensa, documentos televisivos, exposiciones, condenas parlamentarias, novelas, cuentos… Si nos paramos a pensarlo, ¡resulta asombroso! El franquismo no hizo tal esfuerzo de propaganda contra sus enemigos, posiblemente ni en los años cuarenta. A esa gente no le indigna —ni por lo más remoto— el atentado o las víctimas, sino el hecho de que yo haya analizado sus ideas y actos, y llegado a conclusiones tan opuestas a las suyas.

Y no vale aquí gran cosa el argumento de que, en todo caso, la mayoría de la oposición a Franco, con la que mis acusadores se identifican, no cayó en el terrorismo. Es cierto. Pero cayó en una tendencia de especial bellaquería, tradicional en la izquierda desde la época de los atentados anarquistas que terminaron por arruinar la Restauración y traer la dictadura de Primo de Rivera: la tendencia a sacar rentas políticas a los asesinatos, la connivencia abierta o implícita con los terroristas.

La simpatía por el terrorismo se trasluce, todavía bien entrada la democracia, en, por ejemplo, el profesor Aranguren, mentor de tantos jóvenes izquierdistas y progresistas, cuando escribe en Terrorismo y sociedad democrática: «Pienso que la oposición al franquismo fue demasiado poco violenta». Aun recientemente Carrillo justificaba el antiguo apoyo a la ETA, aduciendo que ésta luchaba contra la represión oficial. ¿De veras? La ETA buscaba abiertamente aumentar esa represión mediante la célebre espiral de «accion-represión-más acción». Asesinar y esconderse para provocar la represión más indiscriminada posible, y ganar por ese medio un apoyo popular creciente. Sin olvidar otro ingrediente muy fundamental en el guiso: la organización terrorista era radicalmente antiespañola, resuelta a imponer la separación de las Vascongadas y Navarra. Pero eso tampoco importaba gran cosa a la mayoría de la izquierda, que ensalzaba a los autores de los asesinatos como «luchadores» y «patriotas vascos».

Desde luego, esa complacencia con el terrorismo no estaba exenta de temor, porque buen número de organizaciones antifranquistas actuaban en un terreno semilegal, estaban seguramente infiltradas por la policía, y serían las primeras afectadas por un posible coletazo represivo. Se movían en la ambivalencia, entre la esperanza de explotar la violencia ajena para debilitar al régimen, y el temor a recibir los palos si éste reaccionaba con demasiada furia. Actitud muy clara en relación con la escalada terrorista de primavera y verano del 75. Cabe comparar, asimismo, la inmensa indignación por el fusilamiento de los miembros de ETA y FRAP, con la perfecta indiferencia hacia sus víctimas.

Ya indiqué cómo buena parte de la prensa progresista se sentía «solidaria» con la ETA. Esta confesión no fue sólo una genialidad de Juan Tomás de Salas. Por poner otro ejemplo sobradamente ilustrativo, todavía ¡en 1983! Juan Luis Cebrián, primer director de El País, escribía en el prólogo al libro reportaje de Joaquín Prieto, Golpe mortal, sobre el atentado a Carrero Blanco: «No puedo aceptar que una valoración política de este género [la simpatía por el terrorismo etarra] constituya un error, como el ministro del Interior del primer Gobierno socialista parece sugerir». El ministro, Barrionuevo, había reconocido un error haber apoyado a ETA durante el franquismo.

El argumento de Cebrián no puede revelar más: la muerte violenta de Carrero habría sido crucial en la marcha hacia las libertades, pues «cambió la faz del desarrollo político español, puso al descubierto las carencias (…) del franquismo», dio «mayor unidad», a la oposición, y «despertó al país en general». Coincide casi punto por punto, en nuestras justificaciones de la «lucha armada».Y difícilmente podría haber echado más flores al atentado y a sus autores. El escritor, bien se ve, no deja de apreciar la sangre si le encuentra beneficio. Si tanto le debía la democracia a un asesinato, pocas razones había para criticar a ETA.

Pero, por suerte, nuestra democracia no viene de ahí. El franquismo llevaba años de progresivo «aperturismo», y ya no tenía apenas relación con la dureza de los años cuarenta. En ese contexto, el magnicidio estuvo a punto, precisamente, de provocar un brutal retroceso. Como se sabe, el general Iniesta Cano, jefe de la Guardia Civil, quiso imponer una línea represiva sin contemplaciones, mientras la ETA y el resto de la oposición se escondían bajo las piedras, incapaces de la menor reacción. Si no triunfó la orientación de Iniesta se debió sólo a que lo impidió el sector aperturista del régimen, y Torcuato Fernández Miranda en particular. Al final fue el impulso evolutivo del propio régimen, manifiesto en la reforma —contraria a la ruptura deseada por la oposición—, el que desembocó en la actual democracia. En cierto sentido, el atentado contra Carrero abrió la transición, pero no por el atentado mismo, que pudo tener perfectamente el resultado contrario, sino por la reacción del propio franquismo, inscrita en una tendencia liberalizadora general, cada vez más afianzada.

El apego izquierdista por el terror etarra siguió en vigor bastantes años, ya en plena democracia. Había en esa simpatía una mezcla de agradecimiento en el sentido expresado por Cebrián, y de culpa, visible en las palabras de Aranguren, por no haberse atrevido a imitar su violencia. Después de todo, la consecuencia lógica de la propaganda de la oposición, que pintaba al franquismo con tan negros colores, era actuar como la ETA, el FRAP o el PCE(r). ¿Por qué esa oposición no lo hizo? Sospecho que, o porque no acababa de creerse su propia propaganda, o porque se veía demasiado débil: si eludía la violencia no era por principios, basta observar la conducta de sus afines en Europa con motivo de los fusilamientos. También porque, creyéndose muy inteligente, especulaba con ser ella quien aprovechara políticamente el sacrificio y la sangre vertida por otros, a quienes de un modo u otro estimulaba y a quienes consideraba gente decidida, pero ingenua. De ahí su pena, su sorpresa y su indignación al comprobar cómo los «luchadores» y «patriotas» seguían asesinando en la democracia, y con mucha más saña que en tiempos de Franco. La oposición no violenta parece haber sido menos inteligente de lo que ella creía: sólo un partido, el PNV, ha logrado extraer, año tras año, altas rentas políticas de la sangre.

De acuerdo con concepciones como la de Cebrián, Aranguren y tantos otros, el PCE(r) habría cumplido su deber, y sólo podría achacársele, en todo caso, un error táctico si su acción del 1 de octubre hubiera traído malas consecuencias, fortaleciendo al odiado régimen de Franco. A veces los actos mejor intencionados tienen efectos dañinos. Pero ni siquiera esa objeción viene al caso, pues nadie puede dudar de que aquel golpe conmocionó al régimen y arruinó algunas de sus expectativas. He oído tildar al terrorismo de «herencia del franquismo». Por el contrario, es una herencia del antifranquismo, y puede considerarse, en rigor, un último coletazo de la guerra civil y un tardío reflejo de la realidad de ésta.

Nuestra acción de entonces tuvo ciertamente muchos rasgos del heroísmo. Fue un golpe tremendo de un grupo insignificante, como éramos nosotros, a un gigante como era el régimen, y cuando el resto de la oposición se reconcomía entre el temor y la rabia impotente. Un golpe asestado con medios mínimos, y en el que hubo de volcarse toda la dirección del partido corriendo un riesgo muy elevado, pues había muchísimas probabilidades, dada nuestra impreparación e inexperiencia, de que al menos parte de la operación fracasase, con fatales consecuencias para cuantos participábamos en ella.

Sin embargo, para ser un acto realmente heroico le faltaba un elemento esencial: la justificación. Algunos afirman que la violencia es injustificable en cualquier caso, pero eso me parece una majadería. La violencia puede ser el único recurso ante una opresión insoportable y sin salida visible. Aunque la orientación general del franquismo tendía a una creciente libertad política, su salida no estaba entonces clara, y la reafirmación del régimen con las penas de muerte la hacía todavía más incierta. Pero su opresión distaba muy largo trecho de ser tan insoportable como ahora quieren pintarla muchos, o como la de los regímenes socialistas a que aspiraba o con que simpatizaba una gran parte de la oposición. Además, los fusilamientos provenían de las acciones previas de los terroristas. Ciertamente frustramos un peligroso triunfo represivo del régimen, pero no es menos cierto que aquella represión la provocábamos innecesariamente nosotros, la ETA y el FRAP. E incluso los más radicales enemigos de la pena de muerte deben admitir que la reacción internacional fue totalmente excesiva, pudo haber causado nuevas muertes en Europa y olvidaba por completo a las otras víctimas en España. No, el golpe del 1 de octubre carecía de esa justificación, y aun teniendo en cuenta la desproporción de fuerzas, el riesgo y otros atenuantes, tuvo bastante más de asesinato que de acto heroico. Esto no es nada fácil de decir para quien tomó parte en la decisión y en los actos mismos, pero es la conclusión que impone el respeto a la verdad, sin el cual no habrá reconciliación posible.