LA OPOSICIÓN ANTIFRANQUISTA EN LA HISTORIA [1]
Tengo la impresión de que una de las causas del fracaso de la oposición antifranquista durante casi cuarenta años, fue su anclaje en los mitos y concepciones de la guerra civil. Y, en más de un sentido, la izquierda actual y los nacionalistas siguen anclados en el pasado, intentando por todos los medios derrotar a Franco. Tampoco me parece casual que el eje de la oposición al franquismo fuesen los comunistas, en especial el PCE —pues hubo otras corrientes, como la maoísta—, es decir, el partido que durante la guerra llegó a hacerse hegemónico en el Frente Popular.
En cuanto al libro De un tiempo y de un país creo que, aparte su carácter testimonial, refleja también la militancia antifranquista de los años sesenta y setenta. He expuesto, por ejemplo, cómo agitaba, cómo se organizaba, sus contradicciones y dudas ideológicas y políticas, ciertas actitudes corrientes en ella, etc. De modo que empezaré aquí examinando el contexto histórico de aquellos movimientos.
Por entonces, España era uno de los países de mayor crecimiento del mundo, hasta el punto de que muchos especialistas calculaban que en los años ochenta dejaría atrás a Italia y Gran Bretaña. Rápidamente iban siendo superados los fenómenos de miseria y desigualdad tan extendidos desde el siglo XIX, y que habían contribuido, como sustrato explotado demagógicamente, a la guerra civil. España había llegado a ser el tercer país del mundo en expectativa de vida, detrás de Suecia y Japón, y por encima de Usa, Alemania o Francia, cuando en los años treinta era uno de los europeos más atrasados al respecto. El hambre, tradicional plaga, había sido erradicada ya en los años cincuenta, el analfabetismo se había reducido a porcentajes marginales, y la enseñanza superior se iba masificando, en buen y mal sentido. En muchos aspectos era un país envidiable, donde la creciente riqueza apenas iba enturbiada por fenómenos como la droga y el alcoholismo juvenil, en que la familia parecía una institución sólida, y los índices de delincuencia estaban entre los más bajos del mundo, con la población reclusa proporcionalmente menor de Europa, ausencia de policías privadas, etc.
Conviene recordar estos hechos, que debieran ser una obviedad de conocimiento general, porque han sido oscurecidos o tergiversados de tal manera en estos años, que un joven actual no tiene la menor idea de ellos, o tiene una imagen de aquel tiempo contraria a la realidad.
Pues bien, paradójicamente fue en aquellos tiempos cuando el movimiento antifranquista cobró mayor amplitud y violencia, si exceptuamos los años del maquis. Naturalmente, esto podría explicarse por la falta de libertades políticas, pero me temo que no era esa la causa. Aunque la oposición activa no dejaba caer de la boca las palabras libertad y democracia, era un lugar común en ella el desprecio por las llamadas «libertades formales», que, en opinión de la mayoría antifranquista, carecían de sustancia y sólo servían para encubrir la dominación burguesa. En una opinión muy extendida —incluso hoy día—, lo que contaba era la miseria o la riqueza de las masas, el materialista bienestar, por así decir. Desde ese punto de vista, los logros económicos del franquismo deberían haber sido mirados con el máximo aprecio por aquella oposición, pero ocurría lo contrario. Dichos logros se negaban, contra toda evidencia, como ahora siguen negándose, o más bien silenciándose. Los modelos admirados por la oposición eran dictaduras como la de Castro, la de Mao o la de Bréshnief, incomparablemente más férreas que la franquista. El partido más fuerte y activo de la oposición era sin duda el Partido Comunista, cuyos dirigentes se llevaban especialmente bien con regímenes de tanta libertad como el rumano, el de Corea del Norte o el de Alemania oriental… apellidada «democrática» para mayor sarcasmo.
En los últimos años ha habido intentos de difuminar el protagonismo del PCE en la oposición antifranquista, resaltando en cambio el de los socialistas u otros, como los democristianos, monárquicos, etc. Sin embargo, quien no haya perdido totalmente la memoria recordará que el PCE fue el único partido que combatió al régimen de Franco desde el principio al final, y que en los años sesenta dominó asociaciones tan importantes como Comisiones Obreras, la Asamblea de Cataluña, los clubes de amigos de la UNESCO, el Sindicato Democrático de Estudiantes, numerosas asociaciones profesionales y círculos de barrio, etc. Además, en los años sesenta y setenta surgen nuevas formaciones, menores pero muy activas y violentas, como los partidos maoístas o algunos grupos trotskistas, todos ellos variantes del comunismo. La misma ETA y diversos grupos nacionalistas gallegos y catalanes lo eran también en gran medida.
Sin duda alguna, la oposición activa a Franco tuvo carácter comunista en una proporción muy elevada. Otros sectores, como los nacionalistas catalanes o el PNV, anarquistas, republicanos, democristianos, socialistas, monárquicos, etc., no pasaban de círculos restringidos y poco activos, que, salvo los anarquistas, autores de golpes esporádicos, se limitaban a esperar la muerte de Franco para ver si se les presentaba una oportunidad. Entre tanto, algunos de ellos colaboraban en las organizaciones amplias fundadas por los comunistas, como la Asamblea de Cataluña, o en los grupos de profesionales, o en el llamado Pacto para la libertad.
Los comunistas constituyeron, por tanto, la parte esencial y el eje de la oposición. Tradicionalmente empleaban poco la consigna de comunismo, y muchísimo la de democracia y antifascismo o antifranquismo, a fin de arrastrar al mayor número posible de personas y crear una dinámica que impulsara a todo el movimiento hacia la llamada dictadura del proletariado, o socialismo. Pero nadie podrá cuestionar seriamente que se trataba de un partido fundamentalmente antidemocrático. Identificar antifranquismo y democratismo es una clara falsificación propagandística, inadmisible en una visión objetiva de nuestro pasado. Los demócratas pesaban muy poco en aquella oposición.
Las ideas y concepciones comunistas tuvieron un influjo extraordinario, siguen teniéndolo en muchos ámbitos, y se extendieron a las mismas derechas, como quedó de relieve en un episodio sumamente revelador: la visita de Solyenitsin a España, a poco de la muerte de Franco y cuando aún subsistía su régimen prácticamente intacto.
Solyenitsin, premio Nobel de literatura y uno de los grandes testigos y denunciadores del totalitarismo en el siglo XX, describió el panorama que había encontrado en España, incomparablemente más libre que el de la URSS, dando al respecto una buena cantidad de ejemplos. Los antifranquistas reaccionaron con auténtica furia. Y lo más significativo es que la reacción no provino sólo, ni mucho menos, de los comunistas, claramente presentes en revistas como Triunfo, de gran tirada e influencia por entonces. Fue una reacción casi general, con alguna excepción como la de J. P. Quiñonero. Intelectuales prestigiosos y no comunistas, como Benet, defendieron abiertamente el Gulag para gente como Solyenitsin. Incluso Cela o Jiménez de Parga añadieron su voz al coro que fustigaba al gran escritor ruso, por haber tenido la audacia de comparar a la URSS con España. Insultos como «payaso», «paranoico clínicamente puro», «embustero», «turista privilegiado», «chorizo», «espantajo», «mendigo desvergonzado», «hipócrita», «bandido», «mercenario», «viejo patriarca zarista», etc., menudearon en los comentarios de la oposición[2].
Aquella reacción contra Solyenitsin no debe considerarse una simple salida de tono, sino una plena revelación, el autorretrato al desnudo de un antifranquismo que generalmente disimulaba con más cuidado su verdadera ideología, pero que en esa ocasión perdió los nervios. Pues la defensa, o al menos la simpatía y el respeto por la tiranía soviética, y la ocultación de su realidad, formaban parte muy importante de la conducta de aquella oposición antifranquista, y por ello le hirieron tan en lo vivo las palabras de Solyenitsin, realzadas por su prestigio internacional y su obra literaria. La identificación de antifranquismo y democracia, insisto, es básicamente falsa.
Cabría pensar, por tanto, que la oposición activa al franquismo atacaba a éste, no por ser una dictadura, sino por serlo demasiado poco, por no alcanzar ni de lejos la dureza de las dictaduras de tipo marxista. Decir esto puede sonar a sarcasmo, pero creo que describe bien los hechos. Lo que queríamos la mayoría de quienes militábamos en la oposición activa era una dictadura mucho más completa y estricta que la de Franco, totalitaria y no meramente autoritaria, y enfocábamos nuestro uso y abuso de las consignas de libertad y democracia como una artimaña o táctica indirecta para alcanzar el objetivo anhelado.
Vista así la cuestión, puede parecer que cuantos militábamos en el comunismo y similares éramos unos malvados y embusteros de raíz, pero aquí no trataré esa cuestión, sino que intentaré hacer ver cómo siguieron ese camino bastantes personas intelectualmente inquietas y despiertas, a veces muy capaces, y moralmente dispuestas a arrostrar grandes sacrificios por defender su causa. Dicho de otro modo, trataré de exponer en qué consistía el atractivo de la doctrina marxista.
Creo que hay tres causas fundamentales de la fascinación ejercida por el marxismo, al margen de la avidez de poder y rencor social por él fomentados.
Para empezar, dicha doctrina ofrecía una aparente explicación de carácter científico para todos los problemas humanos. No se presentaba como una teoría utópica más, basada en fáciles buenos deseos, sino como la aclaración del sentido de la historia a través de la lucha de clases entre explotadores y explotados. El capitalismo vendría a ser la culminación de las sociedades de clases, un sistema promotor de un inmenso desarrollo de las fuerzas productivas, pero incapaz de distribuir los frutos de su producción. El marxismo examinaba el sistema burgués y predecía su evolución necesaria: el capital, explotador de la gran mayoría, creaba sus propios sepultureros, pues las masas proletarizadas, sometidas a condiciones de vida cada vez peores, terminarían rebelándose. El proletariado, guiado por la teoría científica, se emanciparía y emanciparía a la humanidad entera de siglos de opresión, abriendo paso a una etapa superior de la historia humana.
La potencia explicativa de la teoría de la lucha de clases atrajo a miles de intelectuales, y conquistó en buena medida las ciencias sociales en las universidades de Occidente. Su influencia persiste hoy, pues aquellos profesores, aunque sorprendidos y deprimidos por la caída del muro de Berlín, no acaban de entender lo ocurrido, y siguen inmersos en las mismas formas de pensamiento y análisis, e influyendo en la juventud.
Sin embargo, la pretensión científica del marxismo había sido concienzudamente refutada ya a finales del siglo XIX por economistas como Böhm-Bawerk, que demostraron el absurdo de la teoría de la explotación de Marx, apoyada en una idea falsa del valor de las mercancías, fundamento del no menos falso concepto de plusvalía. Pese a lo cual, el marxismo prosiguió su carrera triunfal en el siglo XX, en el cual dejó una profunda marca de sangre y fuego.
Por consiguiente, el atractivo de tal doctrina no se explica sólo por la ilusión de su carácter científico, sino, ante todo, por otra ilusión complementaria: la de una nueva sociedad, igualitaria y repleta de bienes, donde el ser humano alcanzaría el pleno desarrollo de sus capacidades, superando los factores que le «alienaban». Este era el impulso y la ilusión fundamentales. No se creía en esa sociedad maravillosa porque la ciencia marxista demostrara la posibilidad y necesidad de ella, sino al revés: se creía en la supuesta ciencia porque prometía la utópica sociedad anhelada.
La Gran Promesa tenía otro aspecto fascinante: su carácter épico. Proponía un combate gigantesco contra las fuerzas acusadas de encadenar al ser humano, una reedición de la lucha de los titanes contra los dioses, el asalto a los cielos, como expresaba agudamente Marx valiéndose de la mitología griega. En la mitología vencían los dioses, pero ahora triunfarían el titán Prometeo y los suyos. Este ímpetu intensamente bélico se manifiesta en la extrema violencia con que siempre se impuso el marxismo. No debe despistar al respecto su constante empleo de las consignas de paz y de «lucha por la paz», pues se trataba sólo de una táctica para desarmar a la burguesía, al «imperialismo», etc., pintados como los únicos interesados en la guerra. De igual modo, la consigna de «libertad y democracia» nunca persiguió otro objetivo que socavar las libertades «formales» y las democracias «burguesas».
En la propuesta titánica contra los «dioses» radica, a mi juicio, lo esencial de poder de atracción del marxismo. Los dioses aluden a la insuficiencia y culpabilidad del ser humano. En la religión, y de modo muy explícito en la cristiana, el bien y el mal se encuentran en el individuo, aunque sus raíces sean misteriosas. De ahí nace el insoportable sentimiento de culpa por el mal, pero también la responsabilidad y la libertad. Las ideologías, en cambio, postulan la bondad esencial del ser humano, atribuyendo el mal, que aliena o deforma al hombre, a factores de alguna manera exógenos o circunstanciales, desde el trabajo asalariado a la religión, o, más vagamente, a la «sociedad». Este modo de entender la vida parece una liberación: la culpa personal se desvanece, es proyectada íntegramente sobre el llamado sistema burgués y, naturalmente, sobre cuantos lo defienden. Los llamados burgueses cargan con toda la culpa existente, y merecen, por tanto, ser aplastados sin escrúpulo o remordimiento, en bien de la emancipación humana.
No por casualidad este ideal exaltado ha generado un prodigioso empuje de agresión, así como una capacidad asombrosa para mentir, calumniar, desfigurar la realidad, tácticas siempre justificadas en pro del fin grandioso, aunque bien podrían verse, a la inversa, como indicios o pruebas del carácter fraudulento de ese fin. Tampoco es casual que, al proyectar la culpa de ese modo, cayera por tierra la libertad en los regímenes socialistas. Sólo podía admitirse el pensamiento y la acción marxistas, cualesquiera otros debían ser eliminados como un mal absoluto. En definitiva, cuanto contribuyera a acabar con los explotadores era bueno. Y eran malas cualesquiera actitudes que pudieran ayudar al enemigo designado, así se presentaran como respeto a la verdad o a la vida humana: prejuicios burgueses, en definitiva.
Y sin embargo, después de haber derrocado a los culpables burgueses, ¡el mal y la culpa resurgían misteriosamente en el seno del mismo partido, vanguardia ilustrada de la nueva sociedad! Las diversas facciones comunistas se acusaban, en su sangrienta lucha por el poder, de «burguesas», «fascistas», «agentes del imperialismo», o, de modo más colorista, de «perros rabiosos», «víboras lúbricas», etc. Los culpables y la culpa reaparecían sin cesar en el corazón del movimiento marxista, y la lucha contra el mal nunca concluía. Peor, si cabe: tras las purgas estalinistas, que habían mantenido la unidad del movimiento comunista mundial, esa unidad se rompía a principios de los años sesenta, apareciendo un sector pro soviético y otro pro chino, que se atacaban con ferocidad.
Un tercer elemento de fascinación en el marxismo, parejo al de la serpiente sobre su presa, fue su enorme éxito práctico. Hoy, caído el muro de Berlín, el comunismo parece haberse esfumado como un fantasma, pero durante setenta años fue un poder de un impulso expansivo sin paralelo en la historia. En tan pocos decenios extendió su poder sobre más de un tercio de la humanidad y organizó en todas partes movimientos de masas y partidos muy activos y disciplinados, fuerzas de choque fanatizadas y auténticamente temibles, hasta el punto de derrotar, en Vietnam, a la mayor superpotencia del mundo. Junto a ello, la URSS alcanzó logros técnicos y científicos tan notables como colocar el primer satélite artificial o el primer hombre en el espacio, o un gran poderío atómico. Según se decía, en esas sociedades no había desempleo ni hambre, y se había abolido la explotación del hombre por el hombre.
Todo ello creaba al comunismo una aureola triunfal, que señalaba el camino a la humanidad entera. Muchos se sumaban al movimiento, sea por oportunismo de apuntarse al probable ganador, sea porque tales logros parecían probar la corrección de la doctrina, por encima de defectos o errores que debían considerarse parciales y pasajeros. Sin esa impresión triunfal, para unos exaltante, para otros intimidatoria, no podrían explicarse actitudes como la de vastos sectores de la Iglesia católica. La Iglesia había sido una de las barreras más eficaces contra el comunismo, pero, en los años sesenta, parte de ella se convirtió en vía de infiltración y penetración de aquél. Baste pensar en la teología de la liberación, o, volviendo al caso de Solyenitsin en España, la actitud de Cuadernos para el diálogo, revista católica donde Benet justificaba los campos de concentración. Carrillo y los soviéticos idearon una estrategia para alcanzar el socialismo «con la hoz y el martillo en una mano, y la cruz en la otra».
Este éxito resultaba paradójico, pues tenía carácter político y militar, a veces científico, pero nunca cumplía sus promesas de mejorar la vida de las masas. Lo más que lograba era instaurar una pasable economía carcelaria, como indicaba Solyenitsin, y ello sólo después de haber causado inmensas hambrunas y privado de todo derecho a los proletarios bajo la imaginaria dictadura de éstos. Ni siquiera cabía el consuelo de una sociedad pobre, pero igualitaria: la oligarquía del partido no sólo gozaba de privilegios inexistentes en los países occidentales, como tiendas exclusivas para ella, sino que de hecho poseía el país entero, disponiendo sin el menor control sobre la vida de sus habitantes. ¿Cabe mayor desigualdad?
La experiencia ha resultado terrible, pero sería iluso pensar que no renacerá algo semejante. La fascinación de las utopías pervive como parte de la condición humana, y ahora mismo constatamos el influjo de formas degradadas del marxismo en multitud de movimientos de tipo tercermundista, ecologista, feminista y similares.
En mi caso personal, pues de ello trata el libro, lo que más me influyó para abandonar el marxismo fue constatar la falsedad de sus pretensiones científicas. Concretamente, el estudio de una teoría fundamental en Marx, la de la tendencia a la caída de la tasa de ganancia, me convenció de que esta teoría y su fundamento en la teoría del valor y la plusvalía, son contradictorias en sus propios términos. Ello me aclaró las cosas, pues mientras uno cree en el carácter científico del marxismo, siempre puede justificar sus crímenes considerándolos errores corregibles, lógicos en una tarea tan gigantesca e históricamente nueva como poner en pie la sociedad paradisíaca. Pero cuando se constata que la supuesta ciencia constituye un fraude, ya no cabe excusar nada: los crímenes y los errores son inevitables, pues surgen forzosamente de una teoría falsa en su raíz.
Mi caso, sin ser único ni mucho menos, tampoco es típico en España. Buena parte de quienes militaron en aquellas organizaciones lo hacían por razones confusas, y la caída de la URSS les sorprendió de muy mala manera. Fueron abandonando en silencio sus militancias y hasta cierto punto sus creencias, aunque éstas subsisten en muchos de ellos de manera vaga, al no haber sido examinadas críticamente ni sustituidas por ninguna otra idea. En bastantes casos, su marxismo sólo respondía a deseos y esperanzas de conseguir un poco o un mucho de poder, y por ello cambiaron con toda naturalidad la militancia en partidos marxistas leninistas por las de otros partidos, en especial el PSOE, que les ofrecían mejores perspectivas prácticas. Pero esas carreras poco brillantes no obstan para que, en conjunto, el significado del movimiento comunista, y las causas principales de su atracción o más bien fascinación sobre tanta gente, fueran las antes señaladas.
Pues bien, si, como decía, la oposición activa al franquismo fue muy mayoritariamente comunista o giró en torno a grupos comunistas, está claro que no puede haber sido la autora de la democracia actual —aunque en algo hubiera contribuido—, en contra de una opinión muy extendida. Y no lo ha sido. Como todo el mundo puede recordar, si quiere, fue el grueso de la clase política franquista, empezando por un rey designado por Franco, por un jefe del partido franquista, Adolfo Suárez, y por un ideólogo y político del régimen, Torcuato Fernández Miranda, seguidos por casi todos los miembros de aquellas Cortes, la que diseñó y organizó la transición como reforma desde el régimen, de las leyes a las leyes, y no como ruptura, según quería el antifranquismo. A lo largo de 1976, los opositores, ya en plena libertad de expresión y asociación de hecho, intentaron imponer la vía rupturista, que debía culminar en una gran huelga general en noviembre, pero fracasaron. Y volvieron a fracasar en el referéndum de diciembre, cuando la vasta mayoría de la población respaldó el plan reformista propuesto por Suárez. A mi juicio, eso fue lo mejor que pudo haber ocurrido. Percibiremos los peligros del rupturismo si recordamos que los dos organismos de la oposición, la Junta y la Plataforma democráticas, agrupaban a comunistas tradicionales, maoístas, cristianodemócratas, nacionalistas, socialistas que seguían sintiéndose marxistas, y otros sectores y personajes varios. Todos ellos, salvo el PCE, carecían de organización algo sólida y de raíces en la población. En esas condiciones, la ruptura habría supuesto un salto en el vacío.
Y fue entonces cuando entró en acción el PCE(r)-GRAPO. Como indiqué más arriba, la táctica revolucionaria marxista juega tanto con los métodos violentos como con los pacíficos, los legales como los ilegales, acentuando uno u otro según lo indica su análisis de la situación. Carrillo, después de la derrota del maquis en los años cuarenta, se inclinaba por la vía pacífica, sin excluir nunca la armada si las circunstancias lo favorecían. Todavía en 1978, en plena prédica del llamado eurocomunismo, Carrillo prologaba un libro de discursos de José Díaz, dirigente del PCE antes de la guerra civil y durante ella, recomendándolo a los jóvenes del partido porque «puede encontrarse en él respuesta cumplida a problemas como el de las alianzas con otras clases y capas de la sociedad; la relación entre democracia y revolución, entre la lucha de masas y la lucha armada». Es decir, la política del viejo PCE seguía siendo esencialmente válida en 1978.Y debe recordarse que esa política consistió, antes de la guerra, en preparar milicias y exigir la disolución de todas las organizaciones de derechas y el encarcelamiento de sus líderes; y durante la guerra, en exterminar a la derecha, dominar el ejército e imponer su línea política a los demás partidos del Frente Popular, sin vacilar en ejercer el terror contra ellos.
La diferencia fundamental entre Carrillo y nosotros [los del PCE(r)] en aquel tiempo radicaba en que, en nuestro análisis, había que poner el acento en la lucha armada y no en la acción legal. Para Carrillo, una acción legalista conducida con buena táctica revolucionaria, permitiría socavar la democracia burguesa y adelantar mucho camino hacia el socialismo. Según nuestro análisis, la acción legalista llevaba a lo contrario, a debilitar el movimiento revolucionario e integrarlo en el sistema burgués, un sistema considerado por nosotros inevitablemente fascista. En consecuencia, la línea adecuada debía concentrarse sobre todo en la lucha violenta. Y eso fue lo que hicimos, secuestrando primero a Antonio María de Oriol, ex ministro de Justicia de Franco y cabeza de las mayores empresas del país, y luego al teniente general Villaescusa, presidente del Consejo Supremo de Justicia militar. Buscábamos sabotear el referéndum de la reforma política, denunciar la existencia del fascismo al exigir la libertad de presos condenados por acciones terroristas y a demostrar al pueblo que sólo la acción armada conseguía hacer retroceder a la reacción. Afortunadamente el gobierno no cayó en la trampa de lo que hoy llamaríamos «diálogo», y toda la operación fracasó finalmente, aunque tuvo en vilo al país durante casi dos meses.
Creo que aquellos secuestros, dentro de su carácter evidentemente desestabilizador, tuvieron un resultado inesperado y positivo, al obligar a la oposición antifranquista a moderarse, pues, como se hallaba prácticamente en la legalidad, estaba a merced de un vaivén represivo, si el gobierno hubiera optado por dar marcha atrás en las reformas. Parte de la derecha sospechaba que el GRAPO dependía en realidad del PCE, y se mencionaba a Romero Marín, un dirigente comunista formado militarmente en la URSS, como el verdadero cerebro. En estas peligrosas circunstancias, la oposición, y sobre todo el PCE, se vio obligada a extremar la prueba de sus propósitos legalistas, y por ello contraatacó asegurando no saber nada del GRAPO, pintando a éste como una organización de provocadores al servicio de los sectores franquistas más retrógrados. Ello era perfectamente falso, pero permitió crear una leyenda, persistente aún hoy, sobre el «misterioso GRAPO». El misterio nadie tenía la menor intención de aclararlo, como comprobé al escribir el libro De un tiempo y de un país: pese a ser el único testimonio de primera mano que exponía los hechos desde dentro, me fue casi imposible publicarlo, y sólo después de un año y medio de intentos en diversas editoriales, accedió el esforzado editor José María Gutiérrez, de ediciones De la Torre, a sacarlo a la luz. Pero así es la política.
Por tanto, la democracia actual no proviene de una ruptura, sino de una reforma; no fue impulsada por la oposición antifranquista, sino fundamentalmente por el franquismo; y si penetramos a través de la niebla de una propaganda machacona, percibiremos dos hechos importantes: que la estabilidad de nuestra democracia depende en medida muy importante de la sociedad creada bajo el régimen anterior, una sociedad próspera, bastante culta, con una clase media muy extendida y de tendencias moderadas. Y que, por el contrario, casi todos los factores de inestabilidad y riesgo para la democracia hunden sus raíces en el antifranquismo. Así el terrorismo, o los nacionalismos balcanizantes, la enorme corrupción de hace unos años o el intento de enterrar a Montesquieu, es decir, de socavar la división de poderes degradando la independencia del poder judicial, ataques muy serios a la libertad de prensa, los intentos de sustituir las urnas por la agitación callejera, la misma falsificación de la historia reciente. Todos esos movimientos tienen la marca, repito, del antifranquismo, cuyo carácter democrático no existió en el pasado y aún hoy sigue sin ser muy fuerte. Señalar estas cosas puede resultar chocante, dado el poderoso influjo de la propaganda contraria en los últimos años, pero basta recurrir a la memoria y al sentido común para darnos cuenta de su completa realidad.
Es más, hoy asistimos a una vasta operación para imponer de una vez la «ruptura», negando o restando valor a la reforma democrática y al proceso transcurridos estos veinticinco años, con vistas a cambiar la Constitución en el sentido deseado por quienes aspiran a ahondar en la disgregación de España, imponiendo la separación de hecho de las Vascongadas y Cataluña. Tal designio me parece en extremo peligroso, y sería conveniente que todos tomásemos conciencia de lo que está en marcha y de la necesidad de frustrar semejantes tendencias, promotoras de un espíritu guerracivilista.
Naturalmente estas concepciones, aunque implícitas en De un tiempo y de un país, no están desarrolladas en él, pues no se trata de un libro de tesis sino sobre todo de un relato, en el que he procurado exponer cómo se organizaba en aquellos años la agitación y la propaganda, el proselitismo, y cómo iba surgiendo poco a poco la práctica de la lucha armada y su inevitable decaimiento en conductas terroristas y mafiosas; cómo eran las relaciones, las ideas y las peripecias personales de quienes participamos en aquella aventura que ahora, con la perspectiva de los años, parece alucinada, pero que puede comprenderse perfectamente desde el marxismo, y no sólo desde el marxismo, razón por la cual me he extendido en las consideraciones anteriores.