LOS CRÍMENES DE LA GUERRA CIVIL [1]
Como en otros aspectos, el de los crímenes de la guerra española hay que inscribirlo en la corriente general del siglo XX. Suelen considerarse crímenes de guerra los ataques deliberados a la población civil, los asesinatos de retaguardia, el exterminio de prisioneros, el uso de armas de acción indiscriminada y especialmente destructiva, etc. Este siglo ha alcanzado probablemente las cotas más altas de la historia en criminalidad de guerra, y ya se estrenó con la invención de los campos de concentración, organizados por los británicos durante la guerra de los bóers. En ellos se encerró a miles de mujeres y niños, tras ser despojadas sus familias de sus bienes y a menudo incendiadas sus casas. La mortandad por maltrato y agotamiento fue elevada y alzó una ola de indignación en Europa, indignación que no iba a impedir un próspero y tétrico futuro para tales campos. Muy grosso modo, la proporción de bajas civiles respecto de las militares ofrece un buen indicio de la magnitud de esos crímenes —aun si no todas las bajas civiles son efecto de crímenes y sí lo son muchas militares—. Así, suele estimarse que de la Primera a la Segunda Guerra Mundial el porcentaje de víctimas civiles creció de acaso un 20 por ciento a un 50 por ciento o más, y ha seguido aumentando en las guerras subsiguientes, como las de Argelia, Vietnam, etc.
Los sucesos de la guerra española deben contemplarse en este marco histórico, si bien con rasgos especiales. Aquí hubo pocas víctimas civiles de bombardeos, o prisioneros exterminados por hambre y brutalidades. En cambio fue muy alto el número de asesinatos por motivos ideológicos.
Los bombardeos terroristas sobre la población civil repugnan especialmente, por implicar poco riesgo y aniquilar sobre todo a niños, mujeres, ancianos y varones no movilizados. Un tópico archirrepetido presenta la contienda española como el ensayo sistemático de este tipo de crimen, pero las cifras no autorizan tal presunción: unos 15.000 civiles muertos en casi tres años y en centenares de acciones, tanto por accidentes como por ataques deliberados. El máximo de víctimas en un solo ataque (unas 800) correspondió a Barcelona, al caer una bomba sobre un camión de municiones, que magnificó la explosión[2].
Contra lo que suele decirse, fue el Frente Popular el iniciador de estos bombardeos, de los cuales se jactó en numerosos partes de guerra, siendo Oviedo y Huesca las ciudades más masacradas. El mando franquista los prohibió, aunque no siempre. Pese a ello, los populistas denunciaron a todos los vientos los bombardeos nacionales, con el eco de escritores tan influyentes como Hemingway, sobre todo durante la batalla de Madrid, exagerando de manera escandalosa sus efectos[3].
Guernica marcó otro hito, más que por los muertos —unos 120, como prueba la investigación, no superada, de Jesús Salas Larrazábal—, por su efecto internacional. Habitualmente se citan para Guernica trece y hasta treinta veces más víctimas de las reales, siguiendo a la prensa conservadora inglesa, que buscaba, probablemente, impresionar a la opinión pública británica, influida por el pacifismo laborista, para que aceptase la necesidad del rearme frente a Alemania[4]. No obstante, algunos historiadores pasan arbitrariamente por alto la investigación de Salas, y ofrecen datos sin base alguna, como el de 1.600 muertos que da Avilés Farré, todavía en 1996. No hubo, como afirmó la propaganda, el propósito de destruir los edificios simbólicos de la tradición vasca, que ni fueron atacados ni sufrieron daños, pese a haber situado el PNV, imprudentemente, cuarteles en sus cercanías.
Al principio, la prensa vizcaína se abstuvo de reproducir las exageraciones difundidas en Inglaterra y Usa, hasta que el gobierno de Aguirre comprendió su utilidad propagandística. La estudiosa P. Aguilar recoge, sin crítica y olvidando a Salas, la versión de que el bombardeo trataba de destruir los símbolos de las libertades vascas y tuvo que ver con la crueldad de Franco. ¿En qué grado de crueldad clasificaría, para ser coherente, a Churchill, Roosevelt o Truman? Los franquistas achacaron el incendio de Guernica a sus enemigos, falsedad que apenas fue creída, aunque se apoyaba en los precedentes de Irún y Éibar, donde los populistas en retirada incendiaron buena parte de las localidades. A. Viñas ha hecho consideraciones muy elaboradas sobre la responsabilidad que pudo caber a las autoridades franquistas —que no habían autorizado el bombardeo—, pero olvida mencionar la cifra de víctimas, aunque conoce el estudio de Salas, que cita secundariamente. Lamentablemente Viñas no extiende su indignación a las responsabilidades por los bombardeos de Oviedo o Huesca.
Estos hechos no admiten comparación con los bombardeos terroristas de la Segunda Guerra Mundial, en los que destacaron norteamericanos e ingleses, mitificadores, por paradoja, de Guernica. Ambos multiplicaron casi por mil la mortandad de Guernica en sus gigantescas incursiones aéreas sobre Tokio, Dresde o Hamburgo, y lanzaron decenas de otras acciones de exterminio contra poblaciones, aparte de las dos bombas atómicas sobre Japón. Si bien el método lo iniciaron los nazis, es cierto que éstos encontraron discípulos muy aventajados, y que los useños no pueden alegar el argumento inglés sobre quién empezó.
Otro crimen típico fue el asesinato de presos y prisioneros. El más masivo se realizó en Paracuellos del Jarama, durante la batalla de Madrid, y también fue muy sangrienta la represión en Badajoz, aunque hay pocas dudas de la falsedad de la leyenda de la matanza en la plaza de toros, con banda de música y toreo de prisioneros. La versión más difundida fue la del periodista useño Jay Allen, un incondicional del Frente Popular y verdadero agente de su propaganda, ausente de la ciudad por aquellos días y que inventó numerosos detalles escabrosos. La sensibilidad de Allen por la matanza que no presenció, desaparecía ante las que sí pudo comprobar en el bando de sus preferencias. Ricardo de la Cierva sugiere, razonablemente, que el reportaje de Allen fue elaborado para contrarrestar la impresión mundial causada por la matanza de presos en la cárcel Modelo madrileña.
En los campos de concentración de ambos bandos durante el conflicto, y en la inmediata posguerra, menudearon los malos tratos y la escasa alimentación, ocasionando un número de muertos difícil de evaluar, quizá entre diez y veinte mil. Estas atrocidades tampoco llegan a ser un verdadero precedente de lo ocurrido durante la guerra mundial, cuando masas de prisioneros fueron eliminadas por hambre, tratos brutales y trabajo agotador. Suele calcularse que los alemanes acabaron así con entre dos y cuatro millones de prisioneros soviéticos, y los soviéticos con dos millones de alemanes. Terna apenas tratado ha sido el del exterminio de prisioneros en los campos franceses y useños, cuidadosamente ocultado durante años y desvelado por el historiador canadiense James Bacque, con documentación convincente, en su libro Other losses. La cifra de prisioneros así aniquilados, en terribles condiciones, podría pasar del millón, muchos más que todos los muertos por todas las causas en la guerra de España[5].
Tampoco tiene parangón en España el asesinato de entre cuatro y seis millones de judíos, además de gitanos y otros, en los campos de concentración de Hitler. Crimen que en rigor no fue de guerra, pues ni los judíos ni las otras minorías habían declarado la guerra a Alemania. Se trató de uno de los genocidios más espeluznantes de la historia, hijo de la razón ideológica.
El crimen practicado con preferencia en España fue el asesinato de enemigos políticos en la retaguardia, una «limpia», como se la llamó, hecha con saña por uno y otro bando. El tema, especialmente siniestro, conserva en parte, aún hoy, el carácter polémico y confuso que le prestó la propaganda. Ese terror dio a los contendientes una poderosa argucia para descalificar al adversario como esencialmente criminal, y para aplicarle la misma represalia. Y volvió más tenaz la lucha, por la seguridad de que quien venciese ejecutaría una cumplida venganza. Prieto lo anunció tres días antes de la sublevación: «Será una batalla a muerte, porque cada uno de los bandos sabe que el adversario, si triunfa, no le dará cuartel»[6]. Es evidente que se trató de una explosión de odio ideológico, acumulado desde muy pronto en la república, y especialmente desde el año 1934, cuando se sublevaron el PSOE y los nacionalistas catalanes de izquierda, y más todavía en los meses siguientes a las elecciones del 36, como hemos visto.
En ese ambiente, cada parte exageró sin tasa la barbarie del contrario. Al final de la guerra, Franco creía que sus enemigos habían sacrificado a 400.000 personas. La investigación posterior, la «Causa general», bajó el número a 86.000, para decepción de quienes deseaban mayor excusa para su ansia vengativa. Y aún había de bajar más, pues muchos nombres aparecían repetidos en varios registros. Pero en cuanto a exagerar, los republicanos superaron a sus contrarios. Todavía en un libro publicado en 1977, el socialista Vidarte, uno de los organizadores de la sublevación de 1934 contra el gobierno democrático, considera «quizá» exagerada la cifra dada por el novelista R. Sender de 750.000 ejecuciones de izquierdistas hasta mediados del 38, y atribuye 150.000 a Queipo de Llano en parte de Andalucía sólo hasta principios de dicho año, o suma 7.000 en Vitoria (ciudad de 43.000 habitantes). Si fuera cierto, los nacionales habrían matado a no menos de un millón de izquierdistas, incluyendo 200.000 en la posguerra, cuentas que darían visos de realidad a la propaganda del Frente Popular, según la cual Franco planeaba exterminar literalmente a los trabajadores. En 1965 Jackson no dudaba en cargar 400.000 muertes a la represión franquista, aunque posteriormente las redujo a la mitad. Tamames hablaba, en 1977, de 208.000. Preston, en su biografía de Franco, de 1993, repetía el bulo de las 200.000 ejecuciones sólo en la inmediata posguerra. Estas desmesuras, típica arma de propaganda bélica, pierden toda justificación en la paz, salvo que se pretenda alimentar un espíritu de guerra civil[7].
En ese maremágnum empezó a poner orden, en 1977, Ramón Salas Larrazábal, el primero en abordar de forma seria el asunto, apartándolo de la propaganda e introduciéndolo en la historiografía. En su concienzudo estudio Pérdidas de la guerra, Salas empieza metódicamente por demostrar la inconsistencia de los cálculos vistos, y de otros aportados por historiadores franceses. Calcula luego la magnitud global de la mortandad en la guerra, mediante un detenido análisis de las estadísticas demográficas y teniendo en cuenta las deficiencias del censo de 1940. Esta aproximación global tiene el mayor interés, pues marca ciertos límites máximos y descarta numerosas fantasías. De otro modo sólo sería posible acumular testimonios documentales, orales, rumores, etc., con obvia imposibilidad de comprobarlos fehacientemente[8].
Según las diferencias de población, las víctimas de la guerra debían ascender a unas 625.000, incluyendo las causadas por combates, represión, enfermedad, ejecuciones de posguerra, maquis y participación en la Segunda Guerra Mundial. Si excluimos las de posguerra (159.000 por enfermedad, 23.000 por ejecuciones y 10.000 por el maquis y la guerra mundial), la cuenta se reduce a 433.000. De éstas, 165.000 se deben a enfermedades, con lo que las muertes violentas sumarían unas 268.000. Computados con bastante seguridad los caídos en combate (cerca de 160.000), quedan las víctimas de la represión, que rondarían las 108.000. Cifras aproximadas, pero orientadas correctamente, incomparablemente más correctas que las hasta entonces manejadas. Salas, pues, introdujo la cuestión en el ámbito del debate racional.
En 1964, Jesús Salas, hermano del anterior, hizo una investigación de la sobremortalidad masculina, mediante análisis comparativos de los decenios 1930-40 y 1940-50. Puesto que las víctimas femeninas directas de la guerra fueron escasas, debía obtenerse así una buena aproximación al total de muertos. El resultado coincide grosso modo con los datos más precisos de su hermano Ramón: un cuarto de millón de víctimas varones. De ellas, J. Salas estima en 165.000 los caídos en combate y 85.000 los represaliados. La semejanza de cifras logradas con métodos distintos es un indicio a favor de la corrección de ambos[9].
En cuanto a la distribución de las ejecuciones y asesinatos, Salas estima en 72.500 los realizados por el Frente Popular, y 58.000 por los franquistas (incluyendo los 23.000 de la represión de posguerra). Otro dato es que el 95 por ciento de los muertos serían varones, salvo en la Barcelona izquierdista, donde la proporción femenina más que dobló la normal en el resto de la zona populista: 13,05 por ciento frente a un 6,32 en Valencia. La proporción sería menor aún en la zona nacional.
Salas funda estos datos en los del Movimiento Natural de la Población y en un muestreo de los registros municipales. Para ello supuso que todas las víctimas habían sido registradas (muchas de ellas con bastantes años de posterioridad al conflicto), y que las inscripciones en los registros habían sido hechas de manera correcta. Estos supuestos han sido severamente criticados por varios autores, pero no parece fácil que las críticas alteren el valor fundamental de Pérdidas de la guerra[10].
Aun si las cifras de Salas hubieran de ser corregidas con cierta amplitud, no hay duda de que su investigación introducía por primera vez, como hemos dicho, el rigor científico en cuestión tan vidriosa. Ahora bien, este decisivo mérito, a cuyo reconocimiento obliga la honradez intelectual, ha sido despreciado en bastantes medios, proclives, en cambio, a creer fantasías que apoyen sus ideas previas. De lo vivas que en esos medios continúan las pasiones da idea la acogida a Pérdidas de la guerra, obra silenciada en lo posible o atacada con lenguaje reminiscente de las viejas contiendas, impidiéndose al autor la réplica en ciertas publicaciones[11]. Parece que la guerra no acaba de entrar en el campo del estudio desprejuiciado y sereno.
Así las cosas, en 1999, veintidós años después del libro de Salas, ha salido otro, intensamente promocionado, de los estudiosos Julián Casanova, Josep María Solé, JoanVillarroya y Francisco Moreno, coordinados por Santos Juliá y titulado Víctimas de la guerra civil (aunque trata sólo las de la represión).Vale la pena compararlo con el anterior para constatar cómo no siempre el paso del tiempo mejora la historiografía. Las tesis básicas de Víctimas… son:
Estos asertos, nada nuevos, son, precisamente, los de Vidarte, elaborados por la propaganda republicana ya durante la guerra. De ser veraces, la represión populista tendría toda clase de atenuantes —en rigor, no podría hablarse de crímenes, sino de excesos—, mientras que la represión contraria cargaría con todos los agravantes posibles. Sin embargo, el examen de los hechos muestra una realidad algo diferente. ¿Fue el republicano un terror de respuesta, como asegura Víctimas…? J. Casanova lo expone así: «Para respuesta brutal la que se dio contra los militares sublevados que fracasaron en su intento, y a quienes se consideraba responsables de la violencia y la sangre que estaba esparciéndose por ciudades y campos de la geografía española.»[12] La tesis tiene suma importancia, pues claro está que a quien se ve agredido y con su vida en inminente peligro, no puede exigírsele un ánimo tranquilo y ponderado, sino admitir que reaccione con lógica y justificable furia. Pero, como creo haber dejado claro en este libro (El derrumbe de la II República y la guerra civil), el terror frentepopulista tenía unas raíces propias y nada debía a las violencias franquistas. Fue practicado ya desde 1933, y sobre todo en 1934 y después de las elecciones de 1936, y nacía de una propaganda que cultivaba abiertamente el odio como una imprescindible virtud revolucionaria. Ya hemos visto el papel crucial que desempeñó la campaña sobre la represión en Asturias, eje de la política de las izquierdas hasta las elecciones de 1936 y aun después. Si el terror populista respondió a algo, fue precisamente a esa propaganda martilleante, y Besteiro sabía de qué hablaba al prevenir contra aquellas prédicas que, a su entender, «envenenaban» a los trabajadores y preludiaban la matanza. Un estudio que olvide estas cosas queda privado de cualquier rigor o de simple seriedad.
De hecho, las izquierdas comenzaron textualmente la guerra civil en octubre de 1934 y con todas sus consecuencias, aunque fracasaran entonces (al precio de 1.400 muertos). El odio volvió a manifestarse en la primera mitad de 1936 en forma de constantes asesinatos, en su mayoría cometidos por los populistas, y en la destrucción de iglesias, obras de arte, asaltos a locales y prensa conservadora, etc., no correspondidos por las derechas. Al estallar la guerra y derrumbarse los restos de legalidad republicana debido al reparto de armas a los sindicatos, ese ambiente se transformó en terror masivo, y la ola de incendios y asesinatos por parte de las izquierdas comenzó el mismo 19 de julio, sin aguardar noticias de la represión en el campo contrario. Los dos bandos actuaban, ante todo, porque consideraban llegada la hora de una «limpieza» definitiva. El terror ha sido un rasgo acentuadísimo en todos los países y momentos en que se han desatado revoluciones obreristas o jacobinas, y España no fue excepción.
En cuanto a la derecha, el examen de su prensa y documentación a lo largo de la república, no muestra, ni en intensidad ni en sistematicidad, una comparable incitación al odio. Parece más veraz, entonces, sostener que si hubo terror «de respuesta» fue más bien por parte de las derechas, que durante cinco años habían soportado infinidad de agresiones y asesinatos sin apenas respuesta (los atentados de la Falange, muy pocos relativamente, lo fueron también en respuesta a los que dicha organización sufrió previamente del bando contrario).
También alentó estas conductas la creencia —que ahuyentaba los escrúpulos— en una pronta derrota de los nacionales. Como por entonces escribía Araquistáin a su hija, «la victoria es indudable, aunque todavía pasará algún tiempo en barrer del país a todos los sediciosos. La limpia va a ser tremenda. Lo está siendo ya. No va a quedar un fascista ni para un remedio»[13]. Idea sin duda muy generalizada. La euforia, o al menos despreocupación por estas cosas estaba muy extendida entre los dirigentes. Cuenta Vidarte: «Cuando le dije [a Companys] que hacía el viaje acompañado de un fraile, soltó la carcajada: “De esos ejemplares, aquí no quedan”».
El carácter «popular» de la represión republicana tiene similar valor propagandístico, y nulo historiográfico: el lector tiende a alinearse instintivamente con «el pueblo», aunque sea un «pueblo en armas», como reza un epígrafe de Casanova. Así, los crímenes izquierdistas constituirían una especie de «justicia popular», justicia histórica, acaso irregular y brutal, pero explicable y en definitiva justificable, máxime si replicaba a fechorías contrarias. Esta idea, que empapa el libro citado, la exponen francamente en otro lugar dos de los autores, J. Villarroya y J. M. Solé: «La represión ejercida por los jornaleros y campesinos, por trabajadores y obreros, y también por la aplicación de la ley entonces vigente, era para defender los avances sociales y políticos de uno de los países con más injusticia social de Europa. Los muchos errores que indudablemente se cometían, pretendían defender una nueva sociedad. Más libre y más justa. La represión de los sublevados y de sus seguidores era para defender una sociedad de privilegios»[14]. Estas frases renuevan el tono bélico, aunque mencionen «errores», muy comprensibles dadas las circunstancias. De ahí a gritar: «¡Bien por el terror contra los opresores!» no media ni un paso, pues la conclusión está implícita.
Estos enfoques demuestran mucho sobre la honradez intelectual que quienes los emplean. Los revolucionarios no defendían avances sociales y políticos, o una sociedad «más libre y más justa». En los países donde triunfaron los correligionarios de los frentepopulistas españoles, la población perdió cualquier libertad y derecho, sometida al poder omnímodo de una casta burocrática dueña de un estado policial. Que España fuera «uno de los países con más injusticia social de Europa», es afirmación muy discutible, pero de lo que no hay duda es de que el remedio propuesto por los revolucionarios era mucho peor que la enfermedad, si de libertad, justicia y riqueza hablamos. Solé y Villarroya tienen derecho a preferir remedios tales, pero no tanto a invocar en su beneficio la libertad y la justicia.
Y no menos siniestra es la identificación que hacen ambos autores entre el pueblo y las minorías de sádicos y ladrones (los crímenes solían acompañarse de robo) que al hundirse la ley obraron a su antojo. Esta no es precisamente una falsificación menor. Ejercieron el terror supuestamente popular los partidos y sindicatos, y dentro de ellos sujetos politizados y fanáticos, y también delincuentes comunes liberados por aquellos. No el pueblo, ciertamente. En las elecciones del 16 de febrero, los votantes se dividieron mitad por mitad, aparte un tercio de abstenciones. Sólo apoyaba al Frente Popular, pues, una fracción del pueblo, alrededor de un tercio, y es probable que esa proporción disminuyese en los meses siguientes a las elecciones. Desde luego, ni siquiera ese tercio fue el que tomó las armas, sino, básicamente, los miembros de las organizaciones obreristas, de los cuales sólo una minoría, a su vez, cometió atrocidades: los que permanecieron en retaguardia, más bien que los que marcharon a los frentes. Ese es el «pueblo» de Solé y Villarroya.
Lo mismo vale el tópico de la espontaneidad. Nada de espontáneo tuvo el largo e intenso cultivo de una propaganda irreconciliable, llegada al paroxismo ante la sublevación del 36, como refleja la prensa republicana de entonces. La rabia, apenas contenida durante meses, se desató por fin gracias al reparto de armas por el gobierno, acuerdo político de consecuencias sobradamente previsibles. No sin razones de peso rechazó el reparto, mientras tuvo fuerzas, el último jefe de gobierno de la República, o de lo poco que de ella quedaba, Casares Quiroga. La decisión de armar a los sindicatos hace al gobierno de Giral y a Azaña plenamente responsables de sus efectos, tanto si éstos se tienen por buenos (así lo pensaron y piensan muchos políticos e historiadores) como si se los juzga nefastos. Pero, además, ocurre que el terror fue organizado por los organismos oficiales del gobierno de Giral, en competición con los partidos y sindicatos izquierdistas. Así aparece con claridad en la lista de «checas» ofrecida por Javier Cervera en su libro Madrid en guerra. La ciudad clandestina, 1926-1939: la checa de Fomento, «la más importante de Madrid y sólo su mención producía escalofríos a los madrileños», fue montada por el director general de Seguridad de Giral[15]. La disolvió Santiago Carrillo en noviembre, y no precisamente para disminuir el terror. La checa de Marqués de Riscal funcionaba bajo los auspicios de la Primera Compañía de enlace del Ministerio de Gobernación. Otras checas tenían carácter ácrata, comunista o socialista, y a menudo se interrelacionaban entre sí[16].
La tesis de que la responsabilidad de las atrocidades, incluso las realizadas por los republicanos, recae sobre los rebeldes, por haberse éstos alzado sin la menor justificación moral o política contra una legalidad democrática y normal, es otra forma de decir lo anterior. En referencia tanto al golpe de Primo de Rivera en 1923 como al de julio del 36, S. Juliá dice: «La historia comienza realmente cuando los militares vuelven a intervenir en el normal desarrollo de la política con el propósito de imponer por las armas un cambio de Gobierno[17]». Definir como «normal desarrollo» la política española después de las elecciones de 1933, cuando las izquierdas rechazaron el triunfo electoral del centro derecha e impulsaron inmediatamente golpes de estado y campañas desestabilizadoras culminantes en octubre del 34; y sobre todo después de febrero del 36, con su oleada de atentados y crímenes, debe de ser una humorada. Hay que esperar que el propio Juliá no desee una vuelta de España a tales normalidades.
Vale la pena observar que casi todos los historiadores y políticos que defienden con puntillosidad extrema la legalidad republicana de 1936, muestran total desprecio por esa misma legalidad cuando se trata de la revolución de octubre del 34, muy justificada, a su entender. Pero desde esta última, el régimen no volvió a ser normal: quedó tambaleante, y los hechos siguientes lo llevaron al derrumbe. Madariaga ha escrito que con la insurrección de Asturias las izquierdas habían perdido cualquier derecho moral a condenar el alzamiento derechista de 1936; pero debe añadirse que no sólo porque fueran las izquierdas las que empezaron a dinamitar la legalidad, sino, sobre todo, porque no cejaron en su actitud. ¿Puede escribirse la historia olvidando esos desarrollos?
Los autores de Víctimas… van más allá. Admiten que en julio del 36 se produjo una revolución en la zona populista, pero no ven en ella nada irreparable. La República del 14 de abril se habría rehecho a los pocos meses, cuando Largo Caballero sustituyó a Giral: «El golpe no derribó al Estado republicano, pero (…) destruyó su cohesión y le hizo tambalearse», opina J. Casanova, y detalla Juliá: «No es que la República quedase liquidada, sino que su Gobierno carecía de los recursos necesarios para imponer su poder, que se dispersó (sic) entre las manos de los comités sindicales (…). Sólo lentamente, y tras levantar de la nada un ejército en toda regla, pudo el estado republicano recomponerse»[18].
Ese ejército, el verdadero órgano de poder y única institución que, junto con la policía, funcionó con eficacia en el Frente Popular, era abiertamente político, y sin nada o casi nada en común con el que había diseñado Azaña. Hay algo de extravagancia y de insulto a la inteligencia en la pretensión de que el régimen del 14 de abril fue recompuesto en septiembre o noviembre del 36 gracias a los esfuerzos conjugados de los anarquistas (inconciliables con la república, a la que asestaron gravísimos golpes desde su implantación), los socialistas (que hicieron otro tanto a partir de 1934) o los comunistas, simples peones de Stalin, como ha quedado demostrado desde la derecha y desde la izquierda; sin olvidar a la Esquerra catalana, coautora del golpe revolucionario de 1934. Juliá y sus compañeros no vacilan en presentar a esos partidos como ardientes paladines de la democracia, quizá porque sea ése el tipo de democracia con que simpatizan. Pero los tozudos hechos demuestran que la revolución de julio del 36 destruyó la república en tal medida que el gobierno Giral quedó como un simple adorno, y cuando en septiembre surgió un gobierno real, sus fuerzas determinantes eran precisamente las que con mayor insistencia y dureza habían vapuleado a la república los años anteriores.
El gobierno de Largo, sucesor del de Giral, significaba el intento de asentar un nuevo régimen, no la república del 14 de abril. Necesitado de imponer su autoridad y consciente del enorme perjuicio moral que fuera de España le estaba causando la oleada de terror, procuró racionalizar éste y someterlo a trámites jurídicos. El fenómeno ocurrió en los dos campos después de la feroz siega de verano y otoño del 36, cuando cayeron la mayoría de las víctimas de uno y otro color. Ello no impidió que hasta el final mismo de la contienda siguiesen siendo frecuentes los asesinatos, y muy discutible la legalidad de muchas ejecuciones, también en los dos bandos.
¿Cómo se distribuyeron las ejecuciones y asesinatos entre las partes? El estudio de Salas, pese a la hostilidad con que fue acogido por historiadores apasionados y de dudosa solvencia —aunque a menudo influyentes—, ha pesado por fuerza en los investigadores posteriores, destruyendo las exageraciones tradicionales. Aun así, a partir de él se desató en diversos sectores una carrera por recontar las víctimas y probar que en realidad los nacionales habían matado en retaguardia más que los populistas. Víctimas…, en concreto, reduce las causadas por los populistas a 50.000 (72.000 en Salas), y aumenta las de los nacionales a unas 150.000 (58.000 en Salas), lo que hace sumando resultados obtenidos a menudo con métodos dudosos (informes orales, rumores, etc.) y acumulando los obtenidos en diversas provincias, cuando es frecuente la doble contabilidad, al estar registrada una misma persona en la localidad de ejecución y en la de nacimiento. El investigador A. D. Martín Rubio ha echado por tierra esas cifras, y, más comedido, calcula en 60.000 las víctimas del terror populista y en 80.000 las de sus contrarios (incluyendo unos 23.000 en la posguerra). Considera, no obstante, más alta la tasa de la represión populista, al haberse ejercido sobre una población muy inferior, algo más de la mitad del país que estuvo bajo su control, comparada con el total del país, sobre el que pudo ejercerse la represión nacional[19].
El historiador Francisco Torres hace esta interesante observación: «Al finalizar la guerra (…) se diligenció la denominada Causa General, que no debe confundirse con el libro-resumen editado. Las fichas personales abiertas, con los posibles errores que pudieran contener, colocaban la cifra de asesinados, con nombres y apellidos, en zona roja, en algo más de 85.000 personas. Los historiadores que revisan los registros locales los reducen a cifras que van de las 37.000 a las 60.000. ¿Puede haber errores en 30.000 o 40.000 nombres? En los cincuenta se realizó una relación nominal, provincia a provincia, de los caídos, que (…) fue depositada en el Santuario de la Gran Promesa, en Valladolid. Es cierto que las listas contienen algunos errores (…) pero en varias comparaciones puntuales efectuadas la exactitud es casi rigurosa. Esa relación nominal ascendía a 119.960 asesinados (…). Esto significaría que si aplicásemos el método, aunque sea de una forma un tanto aleatoria, seguido por esos autores, podríamos afirmar que los asesinados o ejecutados por los nacionales difícilmente sobrepasarían las treinta mil personas. ¿Por qué no se han revisado las listas y los expedientes denunciando con pruebas su hipotética falsedad?»[20].
No obstante, Martín Rubio me ha llamado la atención sobre el hecho de que los nombres del Santuario incluyen tanto a los asesinados y fusilados en la retaguardia izquierdista como a los caídos en combate por el bando nacional, y sabiendo que estos últimos ascendieron a cerca de 60.000, quedan otros tantos para las víctimas del terror, lo que corrobora sus estimaciones.
Existe gran dificultad para establecer los datos precisos, pues las estadísticas demográficas dejan un cierto margen de error, y el recuento caso por caso se funda a menudo en rumores o testimonios dudosos. Además, las comparaciones deben tener en cuenta que, como ha señalado Martín Rubio, la represión frentepopulista sólo pudo afectar a algo más de la mitad del país, en disminución según avanzaba la guerra, mientras que la contraria llegó a extenderse por el país entero. También resulta incomparable la represión de posguerra, al verse los populistas imposibilitados de ejercerla. Cabría presumir que tampoco la hubieran ejercido de haber sido ellos los vencedores, pero la presunción resulta más que aventurada, habida cuenta de los precedentes, de las ideas de «limpieza» con que se planteó ya la insurrección del 34 y de la llamada permanente al odio, mucho más masiva y tenaz que las ocasionales y tardías apelaciones de Azaña y otros a la piedad y el perdón. Aparte, debería investigarse el terror ejercido entre los propios izquierdistas, cuyos datos conocidos permiten hacerse una idea de lo que habría ocurrido al enemigo común, de haberle vencido.
Al establecer las cifras se detecta otro fallo importante en Víctimas…, que pinta un cuadro perfectamente irreal, de básica armonía entre quienes llama republicanos, y dedica muy escasa atención al terror desatado entre ellos mismos. Ese terror dejó, sin embargo, una trágica huella de torturas y muertes, con frecuencia encubiertas como bajas en el frente o en intentos de deserción. El SIM destaco como una maquinaria especialmente cruel y mortífera, según testimonios de socialistas y anarquistas. Véase, por contraste, cómo lo enfocan Solé y Villarroya: el SIM «ha sido juzgado de forma crítica incluso desde el propio sector republicano, pero lo cierto es que logró desenmascarar y desarticular casi todas las redes quintacolumnistas, o las dejó semiparalizadas. Sus éxitos se deben a la incorporación de técnicas rusas de contraespionaje, a la utilización de elementos tecnológicos innovadores en su tiempo, a la adecuada selección de personal policial y, quizá lo más importante, al uso del terror. En conclusión, técnica y terror al servicio judicial»[21]. Descripción eufemística y burocrática donde las haya, en la línea, muy estalinista, de recalcar la eficacia. Pero si diversos republicanos juzgaron al SIM «de forma crítica», como dice cortésmente, no se debió a sus éxitos contra la quinta columna, cosa que les parecía bien a todos, por muy salvajes que fueran los métodos empleados, sino al uso de una extraordinaria ferocidad y provocación contra otros frentepopulistas, de la que aquí hemos reseñado algunos casos significativos[22].
En fin, me inclino a creer correctos en lo esencial los datos de Salas, aun si más inseguros de lo que él los consideró. Pero sean cuales fueren los datos precisos, sabemos con certeza que en una y otra zona el terror fue masivo. Si resultase que uno de los dos bandos hubiera asesinado poco y el otro mucho, ello sería un poderoso argumento histórico, moral y político, a favor del menos sanguinario, pero tal cosa no ocurrió. De ahí que sea escaso el valor historiográfico de esta carrera por demostrar quién derramó más sangre, y desproporcionada la energía que le han consagrado tantos estudiosos. Lo cual sugiere que en esa pugna ha influido menos el deseo de clarificar la historia que una motivación de otra índole, política y propagandística.
En contraste con los autores de Víctimas…, Salas, bien consciente de una realidad lo bastante horrible, imposible de justificar con argumentos morales o políticos, no utiliza sus cálculos para disimular o justificar la represión nacional. Si alguna lección extrae es una llamada a la reconciliación: «Todos tenemos mucho de qué avergonzarnos y muy poco que reprocharnos»[23], es su conclusión, con la que nadie medianamente objetivo puede estar en desacuerdo. Actitud muy distinta, como digo, de la de Juliá y sus compañeros, que justifican la represión izquierdista hasta el extremo de cargar su responsabilidad sobre el bando contrario, en una retórica destinada a mantener la llaga en carne viva.
Sean cuales fueren sus inexactitudes y errores, Pérdidas de la guerra fue un trabajo científico y pionero, mientras que Víctimas… tiene un carácter diferente. Ello se percibe desde el mismo lenguaje: sobrio, ponderado, cuidadoso de los posibles fallos u objeciones a su método, en el primer libro; apasionado en extremo, a menudo panfletario, en el segundo. Y no es que un historiador deba ocultar su indignación ante sucesos crueles o injustos, pero cabe dudar de la sinceridad del sentimiento cuando el mismo se esfuma ante hechos semejantes si los comete el bando de sus simpatías. Aparte de la evidente injusticia de meter en el mismo saco, bajo el rótulo de «víctimas», al inocente asesinado y al criminal sádico ejecutado, sea del campo que fuere.
Ya la portada de Víctimas… busca un impacto político: un grupo de prisioneros atados y humillados entre soldados franquistas que les apuntan con fusiles. Ya la frase con que empieza el libro: «¿Cómo fue posible tanta crueldad, tanta muerte?», suena falsa en un historiador, que por su oficio sabe que la crueldad y la muerte están demasiado presentes en la historia de todos los países como para afectar tan especial aflicción en este caso. Aunque el libro admite —no podía dejar de hacerlo sin desacreditarse por completo— la ola de sangre causada por los republicanos, el relato de la crueldad y la muerte se centra con total preferencia en los franquistas, y lo hace con métodos típicos de la propaganda: sus crímenes son expuestos con constantes detalles personales y macabros, a fin de impresionar al lector incauto. Método admisible si lo aplicaran también a los crímenes contrarios, pero de éstos se habla con un estilo impersonal y general, y en un marco de esencial excusa.
El sectarismo llega al extremo de que las víctimas republicanas reciben constante encomio, mientras las otras llegan a ser tratadas con escarnio e insolencia. Así, Maeztu es «el intelectual de mayor prestigio que pudieron pasear como mártir los franquistas». Cabe destacar que las derechas en España han condenado el asesinato de García Lorca y se han sumado a las conmemoraciones del autor, mientras que nada semejante han hecho las izquierdas con Maeztu, Muñoz Seca o cualquiera de los numerosos intelectuales sacrificados por las izquierdas. Todo lo contrario, como aquí se ve. De Ledesma Ramos dice el libro: «El magro pensamiento fascista español [el autor parece creer que el pensamiento socialista o republicano era muy fértil] andaba necesitado de mitos, de jóvenes fogosos caídos por la Patria en la flor de sus vidas». Como si su asesinato hubiera respondido a tal supuesta necesidad. José Antonio resulta «el más insigne de los asesinados por los rojos, el mártir de la Cruzada, el ausente en cuyo honor se levantaron edificios, a la vez que se designaban con su nombre cientos de calles, plazas y escuelas».Y lo caracteriza como jefe del «partido que mejor incorporó la violencia a su retórica y más la practicó en la calle». «En el mes que siguió a las elecciones [de febrero del 36] él y su partido calentaron el ambiente inyectándole buenas dosis de violencia política». La conclusión lógica de un lector que sólo tenga informes como los de este libro, será: ¿por qué no había entonces de ser ejecutado José Antonio, y más en situación de guerra? Claro está que los autores ocultan al lector dos datos esenciales para que éste se forme su juicio: que los atentados falangistas, en 1934 y en 1936, no fueron de iniciativa suya, sino de respuesta a los sufridos por la Falange a manos de socialistas y comunistas; y que, lejos de ser el partido más violento antes de la guerra, fue superado en mucho tanto por el PSOE como por la CNT. Estos hechos indudables no puede pasarlos por alto un historiador, si pretende serlo en serio. Y parece claro que los autores se suman disimuladamente a la «espectacular (…) mofa carnavalesca de la parafernalia eclesiástica».Aparte de lo extremadamente ofensivas que resultaban para los creyentes esas mofas, los cultos historiadores desdeñan la enorme destrucción de libros y obras de arte durante los «espectáculos» de la «parafernalia».Aunque atenuados, en esas frases se perciben los ecos de la propaganda que creó el ambiente político de 1934 a 1936[24].
En la misma línea, las frases feroces de personajes franquistas reciben constante atención, olvidando las correspondientes del Frente Popular, que podrían llenar muchas páginas. Frases, por lo demás, corrientes en todas las guerras. En cambio se destacan las llamadas humanitarias de algunos populistas: «Hubo abundantes voces que se alzaron desde el principio contra la masacre, algo muy raro entre los cruzados del otro bando». De hecho fueron muy poco abundantes, insignificantes en comparación con las prédicas del terror. Y, como recoge el citado Martín Rubio, tampoco faltaron apelaciones humanitarias entre los nacionales. Lo cierto es que para 1936 las pasiones habían llegado a tal extremo que las exhortaciones humanitarias fueron muy poco atendidas en los dos campos. A este respecto conviene poner en su contexto el siempre citado discurso de Azaña pidiendo paz, piedad y perdón. Fue sin duda un noble ruego, que reverdeció su popularidad entre la gente harta de la sangre y los sacrificios impuestos por la lucha, pero también llegaba tarde. Tendría todo su valor de haber sido pronunciado en julio de 1936, cuando la victoria parecía segura para el Frente Popular, pero lo fueron el 18 de julio de 1938, cuando los suyos encaraban la derrota. Los que iban ganando la guerra sólo podían considerar aquellas palabras como un intento de distracción, y quienes la iban perdiendo, pero querían resistir para enlazar la guerra civil con la guerra mundial, tenían que verlas poco menos que como una traición: «A los ocho días de hablar de piedad y perdón me refriegan 58 muertos»[25], clama aquél en sus diarios, refiriéndose a unos fusilamientos ordenados por el gobierno de Negrín[26].
Abundan en el libro errores y omisiones como los citados sobre José Antonio. Así, «el intenso anticlericalismo del primer bienio republicano y de la primavera nunca se había acompañado de actos de violencia». ¿Cómo llamar entonces a la quema de templos, bibliotecas, escuelas y laboratorios, obras de arte, etc., a las decenas de clérigos asesinados en octubre del 34 y todo tipo de agresiones constantes, o episodios como el de los «caramelos envenenados»? El golpe de Primo de Rivera en 1923, aparece como «la primera lección que los españoles del siglo XX recibían acerca de la legitimidad del recurso a la violencia y a las armas para derribar un Gobierno y alcanzar el poder y cambiar de hecho un régimen político». ¿Debemos creer que la huelga revolucionaria de 1917, cinco años antes, no tenía esos objetivos ni recurrió a la violencia y a las armas? ¿O que el constante terrorismo anarquista no pretendía acabar con el gobierno? «El exilio de 400.000 personas, la mayoría catalanas (…) marcaría generaciones», provocando un «vacío cultural y social». Pero los estudios de Javier Rubio muestran que el grueso de esos exiliados (más de dos tercios) regresó a España antes de un año, y otros siguieron luego en un goteo permanente. Contradiciéndose, el mismo Víctimas… suma, entre Francia y América, unos 160.000 exiliados para 1949. La vasta mayoría de los catalanes huidos volvieron enseguida, no siendo su presencia en el exilio más significativa que la de otros españoles; y el «vacío social y cultural» fue mucho menor de lo sugerido por el libro. Como «vacío», simplemente no existió.
También, a juicio de Solé y Villarroya, el SIM era cosa de «Madrid», aunque fue montado desde Valencia y Barcelona, bajo inspiración soviética: «Policía novel, conversa de nuevo cuño al comunismo estaliniano, fuera de Madrid no entendía la compleja vida sociopolítica de la sociedad catalana». Esa «incomprensión», como la llaman eufemísticamente, se manifestó de forma general, y no sólo en la «compleja» sociedad catalana, tan incomprensible, según la ingenua vanidad nacionalista de Solé y Villarroya, para el «madrileño» SIM.
Según dichos autores, los franquistas practicaron una «represión general sobre Cataluña, considerada el baluarte de la República»… aunque lo cierto es que la represión afectó a Cataluña menos que a Madrid. Choca además, en unos historiadores, el anacronismo del «baluarte de la República», consigna en desuso desde octubre del 34. Audaz resulta, a la vista de lo ocurrido, su presunción de que la sociedad catalana «era la más entregada al espíritu republicano, por su talante liberal». Los nacionalistas catalanes de izquierda, la Esquerra, fue probablemente el más exaltado de los partidos republicanos, y ya en 1934 organizó la insurrección y la guerra civil con propósitos nada liberales, y en concomitancia con el PSOE, que buscaba un régimen soviético. Con la misma desenvoltura, los autores atribuyen a Franco «una voluntad de desindustrializar Cataluña, para empobrecerla», cuando la indiscutible realidad, al margen de cualquier propaganda, es que la industria catalana fue muy protegida bajo el franquismo y prosperó como nunca antes. E Moreno, hablando de 1939, pasa buenamente por alto los sucesos de España desde 1934 y los de julio del 36: «Han caído ya, con la victoria militar, las instituciones democráticas». Habían caído mucho antes. O descubre que «la violencia fue un elemento estructural del franquismo»: lo es de todos los regímenes políticos, ¿o hay alguno que no cuente con policías y leyes que castiguen con violencia a los transgresores? Etcétera[27].
Estos errores no son, obviamente, involuntarios, y van más allá de los inevitables yerros de detalle que se cuelan en cualquier libro de historia. Su sentido coincide con el de otras apreciaciones repetidas machaconamente: el terror «fue una parte integral del glorioso Movimiento Nacional, de su asalto a la República y de la conquista gradual del poder, palmo a palmo, masacre tras masacre, batalla tras batalla». «La represión y el terror (…) no eran algo episódico, sino el pilar central del nuevo Estado, una especie de principio fundamental del Movimiento». «A las personas de izquierda, a los vencidos, que anhelaban reconstruir sus vidas, se les negó por completo tal derecho, se les condenó a la humillación y a la marginación (social, económica, laboral). El franquismo les negó la consideración de personas». «Se puede afirmar que Franco convirtió a Madrid en un gran presidio». «El fenómeno de la tortura fue masivo y generalizado». Etcétera.
Estas frases pertenecen a Moreno, cuyo lenguaje, panfletario sin disimulo, sigue la tónica de sus estudios sobre la represión en Córdoba, según los cuales la política franquista fue de «exterminio», de «exterminio de clase», con una represión, además, «muy diferente de la represión republicana», en el sentido que ya vimos en Solé y Villarroya, que identifica a los asesinos con «el pueblo», nada menos. «Las declaraciones de Franco y de sus generales no disimularon nunca su propósito de exterminio», mientras que, asegura osadamente, entre los dirigentes republicanos «jamás se escucharon las rotundas llamadas a la violencia que realizaron, en cambio, los principales militares del franquismo». «Cárceles, torturas y muerte, lejos de disminuir al término de la guerra, se incrementaron al máximo». «Por todas partes se humilla a la gente sencilla», y especialmente, dice él, a las mujeres. Juliá tampoco se queda corto: durante años «el fusilamiento de los derrotados continuó siendo un fin en sí mismo (…). Los enemigos sólo gozaban de un destino seguro: el exilio o la muerte»[28].
Esta retórica recuerda a la de la campaña de 1935 sobre la represión en Asturias, falsa en un porcentaje elevadísimo, como hemos visto[29], pero que forjó el espíritu de odio y terror de 1936. Y, desde luego, desafía a la experiencia, la lógica y la estadística. Aunque hubo una durísima represión en los primeros años de posguerra, en la que debieron de caer responsables de crímenes junto con inocentes, ni de lejos existió tal exterminio de clase o no de clase. La inmensa mayoría de quienes lucharon a favor del Frente Popular (más de 1.500.000 hombres), de quienes lo votaron en las elecciones (4.600.000) o vivieron en su zona (unos 14 millones) ni fueron fusilados ni se exiliaron: se reintegraron pronto a la sociedad y rehicieron sus vidas, dentro de las penurias de aquellos años, comunes a casi todos los españoles. Esto es tan obvio que resulta increíble leer a estas alturas semejantes diatribas energuménicas, quizá pensadas para «envenenar», en expresión de Besteiro, a jóvenes que no vivieron la guerra ni el franquismo.
Ello no impide a los autores proclamar nobles y enjundiosos objetivos: que «el dolor de tantas y tantas víctimas anónimas del odio más irracional no sea inútil y, establecida la verdad tras el necesario debate, la guerra se incorpore definitivamente a nuestra historia». No es nada seguro que la apasionada retórica, las constantes distorsiones y omisiones del libro, cumplan tan loable propósito; ni cabe tomar muy en serio su propósito de «establecer la verdad», y mucho menos la reconciliación, a la que también dicen aspirar. Más bien sirven, precisamente, al objetivo contrario. Queda la impresión de que esta obra, al revés que la de Salas, entra en la categoría de propaganda con un punto de vista político muy definido, y no en la de la investigación histórica.
Para establecer la verdad en lo posible, unas conclusiones como las del historiador José María García Escudero resultan más a propósito: ambas zonas sufrieron represión oficial e incontrolada, en las dos se alzaron peticiones de humanidad y clemencia, y las dos llegaron a superar las manifestaciones más brutales del terror, sin acabar del todo con él. «No sólo hubo odio, miedo y desesperación, sino también heroísmo, perdón, serenidad ante la muerte». La pesadumbre producida por este fenómeno en la conciencia española sólo puede quedar mitigada por el testimonio de la dignidad y el valor que tantas víctimas demostraron, y no por un grotesco pugilato en torno a cuál de los bandos vertió más sangre[30].
Siendo la causa del terror la tensión y odio ideológicos típicos de la época, España no podía ser un caso aislado. Francia e Italia, por ejemplo, sufrieron en 1943-1945 una especie de contienda civil dentro de la guerra mundial. R. Salas calcula, analizando las estadísticas oficiales de mortalidad, que en esos años la represión y los ajustes de cuentas se llevaron por delante a 87.000 franceses y a 67.000 italianos. S. Payne y J. Tusell indican que, en comparación con el número de habitantes, esa proporción es muy inferior a la española, pero la base de la comparación no parece bien elegida, y debe establecerse más bien entre la intensidad de las respectivas guerras civiles. Al experimentar Francia e Italia una contienda mucho menos intensa y prolongada que la española, la proporción de víctimas resulta, por el contrario, mucho más alta en aquéllas que en ésta.
El periodista useño H. Lottman, estudiando, un tanto exculpatoriamente, la depuración realizada en Francia en los últimos tiempos de la guerra mundial, estima en 10.000 el número de los homicidios y ejecuciones cometidos por los franceses antinazis. Sumados a los 60.000 en que De Gaulle cifraba los cometidos por los alemanes y colaboracionistas, da un total cercano al de Salas, aunque suena muy improbable que la proporción fuera realmente de 6 a 1, y las cifras de Lottman son con toda probabilidad muy inferiores a las reales. Otro aspecto de la depuración fue la humillación de miles de mujeres acusadas de «colaboración horizontal» con los alemanes[31].
Una vez más comprobamos que los sucesos de España, con todas sus peculiaridades, no se entienden si no son enmarcados en los característicos de la época en todo el mundo, y especialmente en Europa.
Se ha extendido una tendencia a despreciar a las generaciones que hicieron la guerra, por fanáticas, sectarias u obcecadas. Dudo de que podamos juzgarlas quienes no soportamos las tensiones psicológicas, ideológicas y económicas de entonces. La tranquilidad y bienestar material de hoy son bienes recibidos sin especial mérito nuestro. A nuestros predecesores se debe el esfuerzo y el sacrificio, mejor o peor orientados, de que nos beneficiamos, y cuyos frutos tan fácilmente podemos echar a perder con nuestra arrogancia. No repetir la historia exige, entre otras cosas, apoyarse en ella, buscando acercarnos lo más posible a su verdad y comprensión, sin usar el pasado como arma arrojadiza o para envenenar la aceptable convivencia cívica actual.
Addenda: Desde hace unos años los estudios sobre la guerra civil parecen irse centrándose en su parte más siniestra y sórdida, los asesinatos de retaguardia o la represión practicados por los franquistas. Uno tras otro salen libros, a menudo subvencionados por autoridades locales sobre dicha represión provincia a provincia y aun localidad a localidad, sobre las penalidades de los campos de prisioneros… franquistas, olvidando los contrarios, y con títulos truculentos como Los esclavos de Franco, La columna de la muerte, Las fosas de Franco, etc. Se ha constituido una sociedad, llamada «Recuperación de la Memoria Histórica», dedicada a desenterrar cadáveres de las fosas comunes de la guerra, con la pretensión implícita de que en esas fosas yace la memoria o lo esencial de ella… siempre que los cadáveres sean víctimas del bando nacional, pues las del otro son desdeñados, pese a existir gran número de derechistas cuyos cuerpos nunca se han encontrado. Igualmente se pasa por alto la represión, a menudo feroz, entre los propios izquierdistas. Rasgo común a todos esos estudios es un tono de indignación y un lenguaje muy a menudo de libelo.
Se trata de campañas recurrentes, y que ya hace muchos años tuvo ocasión de denunciar Ramón Salas Larrazábal, en vano. Como si no hubiera pasado un cuarto de siglo de democracia, en el cual las víctimas izquierdistas han recibido una atención más que preferente, los promotores de esas campañas hablan de «recobrar la dignidad de las víctimas», se refieren constantemente a «los cuarenta años en que sólo tenían voz los vencedores» (¡como que habían vencido!), etc. La propia derecha, hija de los vencedores —como, por lo demás, buena parte de la izquierda— ha aceptado, o incluso colaborado, en esa campaña, con la idea de ofrecer una imagen más «moderna» o «democrática».
La utilidad actual de esas campañas es obvia: la derecha queda identificada como producto de una antigua derecha pintada como extraordinariamente criminal y puede ser sometida a un continuo chantaje moral y político.
Cinco artículos sobre el terror y el odio [32]
Causas de la represión de posguerra
La mayor tacha del franquismo fue sin duda la represión de posguerra. El terror contra las izquierdas durante el conflicto, sobre todo en los primeros meses, se explica, por una parte, como una explosión de odio frente al odio sembrado sistemáticamente por las propias izquierdas desde el principio mismo de la república, y por otra por la necesidad de asegurar la retaguardia en un período en que casi todas las bazas de la victoria estaban en manos del Frente Popular. A su vez, el terror de un bando se alimentaba con la constatación del terror contrario. Estoy hablando de causas, no de justificaciones.
Pero la sangrienta represión de la posguerra, cuando el Frente Popular estaba ya vencido, y sin embargo fueron ejecutadas o directamente asesinadas unas 25.000 personas, ¿a qué obedeció?
Si hemos de creer a las izquierdas, la causa se encontraría en la crueldad de Franco. Pero esa explicación no es convincente porque, en general, Franco no se mostró especialmente cruel. Por ejemplo, no ordenó bombardear objetivos civiles, salvo por un breve período en Madrid, y prohibió hacerlo explícitamente a italianos y alemanes (no existen órdenes semejantes en los dirigentes del Frente Popular, que fueron quienes comenzaron ese tipo de bombardeos). En dos ocasiones fue desobedecido, en la campaña de Vizcaya —en especial en Guernica— y en Valencia y Cataluña, aunque finalmente impidió su continuidad. Cabe señalar al respecto que ocasionaron muchas más víctimas los bombardeos italianos que los alemanes, contra lo que suele creerse.
O, si se prefiere decirlo de otro modo, no fue Franco más cruel que sus contrarios. Negrín, por ejemplo, no dudó en prolongar una guerra perdida, multiplicando las víctimas, y con la intención, además, de arrastrar a España a la guerra mundial, lo que habría seguramente duplicado o triplicado el número de muertos. Por no hablar de sus campos de concentración, espeluznantes incluso para otros izquierdistas descontentos con la hegemonía comunista. Sin embargo nadie le acusa de crueldad por todo ello, y muchos lo loan como un ejemplo de heroísmo.
También cabe objetar a la acusación de crueldad a Franco el hecho de que la represión de posguerra se ejerciera mayoritariamente a través de tribunales, y no de manera oscura e incontrolada, como hicieron los vencedores en Francia e Italia al terminar la guerra mundial. Qué duda cabe de que las garantías de aquellos tribunales eran precarias, y que bastantes jueces militares, que no habían combatido en la guerra, aprovecharon para causar las mayores bajas posibles al enemigo en la paz. Pero, con todo, el método era muy superior desde todos los puntos de vista a la pura matanza vengativa, y suponía un considerable coste material y político para el naciente régimen.
Creo que el origen intelectual de esta represión y del modo de aplicarla se encuentra en la rebelión izquierdista de octubre de 1934. Como se recordará, entonces los socialistas, los nacionalistas catalanes y los comunistas, más un sector anarquista, se rebelaron contra el gobierno democrático de centro derecha, con la intención de imponerse, textualmente, mediante una guerra civil. Afortunadamente la población no siguió las consignas bélicas de aquellos partidos, excepto en la cuenca minera asturiana, donde sí cuajó durante dos semanas una dura guerra civil que requirió una difícil intervención del ejército. Hubo, con todo, casi 1.400 muertos en 26 provincias.
Al terminar, la sensación de horror en las derechas era extrema, y en el Parlamento siguió una polémica de lo más esclarecedora. Tanto los sublevados izquierdistas como las derechas relacionaron la intentona revolucionaria con la Comuna de París, y un político republicano y moderado como Melquíades Álvarez señaló: «Thiers, cuando presenció los horrores de la Commune, fusiló y fusiló produciendo millares de víctimas. Con aquellos fusilamientos salvó la República, salvó las instituciones y mantuvo el orden». Lo mismo vino a decir Calvo Sotelo, para horror de Maeztu, que gritó: «¡Cuarenta mil fusilamientos!». Cambó a su vez señaló que España era el país de las amnistías, y que los revoltosos se sentían animados a reincidir en sus violencias. Sabían, en efecto, que si fracasaban estarían en libertad al poco tiempo, y convertidos en héroes.
No debe subestimarse el papel de las violencias políticas en la historia española del siglo XX. Los dirigentes más destacados de la Restauración, Cánovas, Canalejas y Dato, fueron asesinados por las izquierdas, salvándose por los pelos Maura y el propio Alfonso XIII. De aquella época quedaba el recuerdo de la Semana Trágica barcelonesa y de la huelga revolucionaria de 1917. La república se había intentado imponer mediante un golpe militar, y poco después había seguido la quema de bibliotecas, conventos y escuelas. El bienio azañista había dejado cerca de 300 muertos por violencias políticas, la mayor parte de ellos entre las propias izquierdas. Luego, en una pendiente que no parecía haber modo de frenar, había venido la revolución de octubre. Y con el triunfo del Frente Popular la situación iba a empeorar todavía.
No cabe duda de que Franco llegó a pensar como Melquíades Álvarez, Calvo Sotelo y Cambó, adoptando el método Thiers. A diferencia de éste, fusiló siguiendo más o menos un procedimiento judicial, pero indudablemente con la intención de dar un escarmiento que asegurase la paz social, como en Francia, durante mucho tiempo.
Creo que, contra lo pretendido por una corriente explicativa desde el estalinista Tuñón de Lara, es en ese precedente, y no en una especial crueldad de Franco, donde se halla la causa intelectual de la represión de posguerra. Insisto en que aclarar las causas no es lo mismo que justificarlas. Después de todo, Franco tenía también el modelo de la dictadura de Primo de Rivera, que se mantuvo sin necesidad de fusilar a nadie, bien es verdad que sólo menos de siete años.
La columna del enredo
La izquierda viene jaleando mucho el libro de Francisco Espinosa La columna de la muerte, prologado muy elogiosamente por Josep Fontana, a cuyo juicio «no sólo enriquece, sino que renueva en más de un sentido la historia de la guerra civil». Santos Juliá, en Babelia, lo ensalzaba bajo el título «Nueva luz sobre el pasado», contrastando esa luz con la oscuridad por él atribuida a Los mitos de la guerra civil.
La obra de Espinosa rezuma rencor desde la primera a la última página. Esto podría parecer siniestro y miserable si tenemos en cuenta que matanzas de todo tipo tuvieron lugar en los dos bandos (y, en el bando izquierdista, también entre sus propios partidos y sindicatos), como admite Fontana: «Hay una literatura sobre la represión que ha caído con demasiada frecuencia en la trampa de dejarse llevar a considerar ante todo el número de las víctimas de la violencia de uno y otro bando». Pero, afortunadamente, Espinosa no cae del todo en esa trampa: el rencor del libro se justifica en el supuesto de que la represión ejercida por las derechas tuvo un carácter muy diferente, infinitamente peor, que la practicada por las izquierdas.
¿De dónde viene esa especial vileza de la represión derechista? Durante bastantes años se insistió en que fue deliberada y dirigida desde arriba, mientras que la izquierdista fue espontánea, «popular», e impedida o limitada por las autoridades en cuanto a éstas les fue posible. Hoy nadie podría mantener honradamente esa leyenda. Los asesinatos del Frente Popular no fueron realizados por «el pueblo», en quien los ideólogos izquierdistas suelen descargar todos los crímenes, justificándolos (el «pueblo» siempre tiene razón). Fueron perpetrados por minorías muy politizadas, y dirigidos, impulsados y propagados desde arriba.
La exculpación de los crímenes izquierdistas y la condena sin atenuantes de los derechistas sigue en Espinosa otra línea, en realidad más antigua y primaria, que Fontana resume como si fuese nueva: «Las clases dirigentes españolas (…) estaban decididas a exterminar a los elementos articuladores de la sociedad republicana —políticos, sindicalistas, profesionales, maestros…— para impedir que volviera a repetirse un programa de transformación social como el que intentó la República. En el verano de 1936 las derechas españolas no trataban de enfrentarse a una amenaza revolucionaria inexistente, sino de liquidar un proyecto reformista que no aceptaban». Así resume Fontana, muy adecuadamente, la tesis cimentadora del libro de Espinosa.
Fontana, Espinosa y tantos otros partícipes de estas versiones cometen errores demasiado de bulto para considerarlos inconscientes. Pero como insisten en ellos una y otra vez, habrá que replicarles también una y otra vez, a ver si pierden la esperanza de hacerlos «colar».
Para empezar, el «proyecto reformista» de la república fracasó, como ninguno de ellos puede ignorar, en el primer bienio, y no por la oposición o el sabotaje de la derecha. Ésta estuvo esos dos años mal organizada, el fascismo prácticamente no existía, y las conspiraciones militares monárquicas valían tanto como las anteriores republicanas, es decir, muy poco. El golpe de Sanjurjo, aislado de casi toda la derecha, fue la manifestación de su impotencia, y de él se felicitó Azaña. El «proyecto reformista» fracasó ante todo por la ineptitud, la demagogia y el sectarismo que lo envolvió, denunciados inmejorablemente por el propio Azaña; y por el clima de desorden y violencia creado… por las propias izquierdas.
Y como tampoco puede ignorar Espinosa, y mucho menos Juliá o Fontana, el grueso de la derecha acató la legalidad republicana, aunque a disgusto, defendiéndola incluso contra las propias izquierdas en 1934. Más tarde, el Frente Popular triunfante en las elecciones de febrero del 36 se compuso precisamente de los revolucionarios y «reformistas» sublevados en octubre del 34. Las «reformas» del Frente Popular empezaban por tratar de impedir en lo sucesivo la alternancia en el poder, mientras otros querían aplastar a las derechas directamente. Tenían, pues, bastante razón los derechistas para sentirse preocupados, por no decir horrorizados. Las «reformas» se tradujeron entonces en una marejada de asesinatos, incendios, asaltos y huelgas violentas que finalmente obligaron a las derechas a sublevarse. Claro que quizá nuestros autores consideran tales actos como prácticas democráticas y reformistas… Tal vez resida ahí todo el equívoco de esta «columna del enredo» en que forman ellos y tantos otros historiadores y políticos. En todo caso, y contra las pretensiones de Fontana, Juliá, Espinosa y otros, la amenaza revolucionaria cobró forma evidentísima y brutal en octubre del 34 y en los meses siguientes a febrero del 36.
La siembra de odios en los años treinta
Desde el primer momento de la lucha, los dos bandos recurrieron al terror contra sus enemigos. Como reconoce Juliá, la represión «en Sevilla y en Madrid, en Badajoz como en Barcelona, buscaba positivamente la liquidación del otro». Tal era el odio que se había apoderado de la sociedad española. Pero ese odio ¿quién lo había cultivado? Lo había cultivado, y practicado en sus agresiones, la izquierda revolucionaria, y en gran parte la llamada reformista, y desde el primer momento.
La incitación a la violencia alcanzó un ápice en las elecciones de noviembre de 1933. Largo Caballero llamaba a otros izquierdistas: «Cuando se habla de la implantación de un régimen como el que hay en Rusia, yo pregunto: pero eso lo vamos a hacer unidos, ¿no?». Nadie se llamaba a engaño sobre la significación terrorista de un régimen al estilo soviético, pero, por si cabía duda, Largo advertía a las derechas que si antes los suyos habían «respetado vidas y haciendas», nadie debía esperar «esa generosidad en nuestro próximo triunfo. La generosidad no es arma buena. La consolidación ole un régimen exige hechos que repugnan, pero que luego justifica la Historia».Y así sucesivamente. Tras perder las elecciones, en la prensa socialista se multiplicaron las excitaciones a marchar a la guerra civil «con ánimo firme», al «odio imposible de borrar sin una violencia ejemplar y decidida, sin una operación quirúrgica», y expresiones semejantes. Las izquierdas radicales, empezando por el PSOE (con la excepción del grupo marginal de Besteiro), estaban convencidas de que la guerra civil les abriría el camino al triunfo definitivo, y a ese respecto preconizaban el odio de masas como virtud revolucionaria.
Recordemos asimismo que la afición de buena parte de la izquierda por la guerra civil se siguió manifestando después de la derrota, con la organización del maquis. Uno se pregunta qué sentido tendrá hoy día la proliferación de libros exaltando aquel nuevo intento de contienda fratricida.
Determinados historiadores velan estas realidades, y en cambio acusan de tales actitudes a la derecha durante la república. Es falso. Una cosa es que, ante la violencia ambiente, determinados políticos o militares derechistas hicieran previsiones o hablaran de ajustar cuentas a quienes seguían aquellas doctrinas, y otra muy distinta la siembra abierta del encono, cosa que rara vez hicieron. Espinosa, en La columna de la muerte, confunde deliberadamente ambas cosas. Pueden compararse las palabras de Largo con el último discurso electoral de Gil-Robles, principal representante de la derecha, en 1933: «Estamos como un ejército en pie de guerra, y sin embargo yo quisiera que el choque no llegara. Paz y cordialidad a quienes nos voten y a quienes no nos voten». Su conducta se ajustó a esas palabras e, insistamos, porque es un dato definitivo, cuando las izquierdas lanzaron su primer asalto, en octubre del 34, la CEDA defendió una legalidad republicana poco gustosa para ella, en lugar de dar un contragolpe que, al revés que la rebelión de 1936, tenía las mayores probabilidades de triunfar.
Y después de octubre del 34, el cultivo del odio prosiguió sin tregua por parte de la izquierda, tomando un carácter brutal y jactancioso con el Frente Popular. Véase un ejemplo en el comunista Mije, dos meses antes del alzamiento derechista del 36: «El corazón de la burguesía de Badajoz no palpitará normalmente desde esta mañana al ver cómo desfilan por las calles con el puño en alto las milicias uniformadas (…) millares y millares de jóvenes (…) que son los hombres del futuro ejército rojo. Este acto es una demostración de fuerza (…) de las masas (…) que se preparan para muy pronto terminar con esa gente». Tan seguros estaban de su cercana victoria.
Y así, los dos bandos llegaron a la conclusión de que era imprescindible hacer una «limpia» ejemplar de enemigos. Pero, aunque la exasperación y el aborrecimiento se apoderaron por igual de izquierdas y derechas, en éstas se trató de una reacción, una respuesta, y así lo fue también el terror practicado por ellas, en contra de lo que quiere hacer creer Espinosa. La distinción tiene importancia, porque no tiene el mismo carácter la violencia, aun brutal, de quien siente su vida en inminente peligro, que la de quien agrede con la convicción de aplastar fácilmente al adversario.
La consecuencia de este estado de ánimo fueron hechos como las matanzas de Badajoz, de Madrid, de Barcelona o de Sevilla, y tantas otras más. Pero Espinosa no sólo pretende invertir el origen del odio, sino que se empeña en disimular los planes revolucionarios, y pretende que las derechas se alzaron contra unas reformas razonables, simplemente porque ponían en peligro sus «injustos privilegios». Las reformas, como ya quedó indicado, fracasaron en el primer bienio, y no por culpa de la derecha.
Para Espinosa la guerra consistió en un enfrentamiento «de clase» del fascismo contra «el pueblo», de una «oligarquía» de propietarios, militares y curas, contra «los trabajadores». En ese contexto, ¿qué importancia tiene si fueron las izquierdas las que empezaron a amenazar, agredir y aborrecer incondicionalmente? En definitiva, tenían todas las razones para estar descontentos y emplear la violencia. Volvemos a las justificaciones típicas sobre «la represión ejercida por jornaleros y campesinos para defender sus avances sociales». Simplemente no había nada de eso.
Estas interpretaciones están en la línea marxista tradicional, la línea inspiradora del Gulag o de los crímenes presentes, que no pasados, de tiranos como Fidel Castro, y, precisamente, son el manantial del odio propagado por la izquierda española en los años treinta. No por casualidad libros como La columna de la muerte consiguen, aún hoy, despertar rencores en lugar de contribuir a una visión serena y objetiva del pasado.
La matanza de Badajoz
Como hemos visto en anteriores artículos, matanzas como la de Badajoz entran en un contexto muy distinto del que Espinosa pretende en su enredoso libro, y se explican muy de otro modo que el por él ofrecido. Ahora bien, aunque el contexto explicativo sea falso, y falseadas las raíces de la violencia, podría ser fiable la investigación concreta. Esto no parece fácil, pues Espinosa y compañía trabajan con el fin de demostrar la maldad incomparable de los «fascistas». Y, en efecto, es fácil percibir varios puntos débiles en su estudio La columna de la muerte.
La matanza de Badajoz por excelencia, la que dio la vuelta al mundo, fue la supuestamente ocurrida en la plaza de toros el día 15 de agosto, descrita en el diario madrileño La Voz: «Cuando Yagüe se apoderó de Badajoz (…) hizo concentrar en la Plaza de Toros a todos los prisioneros y a quienes, sin haber empuñado las armas, pasaban por gente de izquierda. Y organizó una fiesta. Y convidó a esa fiesta a los cavernícolas de la ciudad, cuyas vidas habían sido respetadas por el pueblo y la autoridad legítima. Ocuparon los tendidos caballeros respetables, piadosas damas, lindas señoritas, jovencitos de San Luis y San Estanislao de Kostka, afiliados a Falange y Renovación, venerables eclesiásticos, virtuosos frailes y monjas de albas tocas y miradas humildes. Y ante tan brillante concurrencia fueron montadas algunas ametralladoras…», con las que habrían masacrado a entre 1.500 y 4.000 prisioneros, según versiones, entre aplausos y griterío de los espectadores. En algunas variantes, muchos presos habrían sido toreados, etc.
Espinosa admira lo «muy bien escrito» que está el artículo de La Voz, una pieza brillante en la siembra de enconos con que a cada paso topamos. Pero él mismo reconoce su falsedad. No existió tal fiesta. Sin embargo la falsedad no deja de tener un alto valor para el columnista del enredo: gracias a ella, «la [matanza] de Badajoz había trascendido y se había convertido en paradigma de lo que el fascismo representaba». Fue una mentira muy útil, porque: «la fiesta, como toda reducción (!) colmó el imaginario colectivo por contener todos los ingredientes necesarios. Al fin y al cabo ¿qué si no una gran orgía de sangre fue lo que los grupos sociales y económicos amenazados por las reformas republicanas (…) hicieron con esa izquierda extremeña eliminada en masa?». En fin, asegura, la inventada fiesta fue, de todos modos, poca cosa al lado de lo realmente ocurrido, y los militares, aunque no presidieran el supuesto jolgorio, eran «capaces de presidir cosas mucho peores que aquella corrida, y sin duda hubieran ocupado un lugar preferente en un posible Nuremberg español. De ahí quizá el arraigo de una historia como la fiesta»[33].
El arraigo no viene de ahí, desde luego, sino de una masiva e inescrupulosa propaganda del odio que ahora continúa Espinosa, cuya calidad moral e historiográfica brilla en estos párrafos. Y sigue brillando cuando pretende justificar como respuesta a las matanzas de Badajoz las perpetradas por las izquierdas en la Cárcel Modelo y las de Paracuellos, en Madrid, «momentos cruciales de violencia revolucionaria», asegura. Y comenta de ellas: «Por más que lo negaran, esa cadena de violencia favorecía los intereses de los golpistas, que así podían justificar su plan de exterminio y al mismo tiempo mostrar al mundo las pruebas del terror rojo». Sólo le falta decir que fueron los golpistas los autores del terror en el bando contrario. Y vuelve a mentir Espinosa. El terror izquierdista tenía ya una sangrienta trayectoria antes de julio del 36, como hemos visto; y a partir de esa fecha, sin esperar a ninguna violencia derechista, se ejerció de forma masiva, con la convicción de que, ganada la contienda, la historia lo justificaría, como predicaba Largo. Decir que aquellos asesinatos revolucionarios «favorecían los intereses de los golpistas» es bellaquería muy propia, la hemos oído al PNV en relación con el terrorismo etarra y el PP.
Pero, aunque no fiesta, Espinosa sostiene que hubo matanza en la plaza de toros, y por ello se indigna ante su demolición, pues debiera haberse conservado como eterno recordatorio del crimen. Se apoya para sostenerlo en Southworth, un propagandista similar al mismo Espinosa, aunque, lamenta éste, no dedicara a Badajoz «la extensión y profundidad que dedicó a Guernica». La comparación tiene interés, manifiesto en esta observación de Jesús Salas Larrazábal: «Quien tenga probada paciencia puede estudiar los orígenes del mito de Guernica en las 109 páginas del capítulo primero de La destrucción de Guernica, en las que [Southworth] va exponiendo, una tras otra, las noticias que publicó la prensa mundial en base a los cables enviados desde Bilbao por los cinco corresponsales extranjeros allí destacados. Los que afronten esta lectura podrán conocer insignificantes pormenores pero (…) no serán capaces de hallar rastros de lo más esencial: los relatos de la prensa de Bilbao, numerosa entonces y, hay que suponerlo, mejor informada. Nadie considere esto como un incomprensible olvido de cronista tan minucioso, pues existe una explicación mucho más lógica: los periodistas de Bilbao no comulgaron con las extravagantes tesis de los contados corresponsales extranjeros que fabricaron la leyenda, y no quisieron ver publicados datos que podían ser refutados fácilmente por los evacuados de Guernica». El examen de esa prensa, y la intensa investigación documental y sobre el terreno, han permitido a Salas rebajar a 120 la cifra de víctimas real del bombardeo. Son muchos muertos, pero los creadores del mito necesitaron multiplicarlos por 13, hasta 1.600, e incluso hasta 3.000.
El método de Southworth le parece muy bien a Espinosa: si una patraña o una exageración se repite cientos de veces, un seudo historiador puede recopilar esas repeticiones, y dar al lector desapercibido la impresión de estar leyendo un trabajo concienzudo. Pues bien, Espinosa se basa también en los despachos de los corresponsales Mario Neves, Marcel Dany, Jacques Berthet o Jay Allen. Se trata de testimonios bastante diferentes entre sí, cosa en principio comprensible… excepto en un punto, que expongo así en Los mitos de la guerra civil: «Sin embargo en la plaza de toros no hubo tales matanzas, al menos el día 15 de agosto, como asevera el mito, ni el siguiente. Podemos tener razonable seguridad de ello, por el testimonio del izquierdista portugués Mario Neves. El 15 [tras haber oído rumores de matanzas en aquel lugar] escribe: Nos dirigimos enseguida a la plaza de toros, donde se concentran los camiones de las milicias populares. Muchos de ellos están destruidos. Al lado se ve un carro blindado con la inscripción “Frente Popular”. Este lugar ha sido bombardeado varias veces. Sobre la arena aún se ven algunos cadáveres. Todavía hay, aquí y allá, algunas bombas que no han explotado, lo que hace difícil y peligroso una visita más pormenorizada». Al día siguiente, movido por los insistentes rumores, vuelve al lugar y encuentra el mismo panorama. Nada de fiesta, desde luego, pero también parece difícil fusilar en masa en un lugar con bombas sin estallar.
Esto, naturalmente, no lo cita Espinosa, que en cambio finge dar crédito a Neves cuando, muchos años después, pretenderá respaldar a los otros corresponsales «agraviados por la visión atroz de los cuerpos extendidos en la plaza de toros», o por «la presencia de los desgraciados que aguardaban en los chiqueros» (lugares estrechos donde cabe poca gente). ¿Cómo es que él no vio en 1936 los cientos o miles de cuerpos en el coso? No lo explica, sino que intenta desviar la cuestión afirmando que le impresionaron más los cadáveres «dispersos por la ciudad». Cosa increíble, desde luego. Mal que le pese a Espinosa, el testimonio fiable es el de Neves en 1936, y no el de los años ochenta, cuando el mito había crecido hasta convertirse en dogma de fe, y él intentaba respaldarlo «para descargo —decía— de mi conciencia».
Lo anterior hace difícil creer, por decirlo suavemente, la matanza en la plaza de toros. Pero ¿significa eso que no hubo matanza? En modo alguno. La hubo, o, mejor dicho, hubo varias aunque de forma más dispersa y, por así decir, vulgar. ¿Cuántas fueron las víctimas? Según los datos de A. D. Martín Rubio y E Sánchez Marroyo, a partir de los registros civiles y del cementerio, pueden estimarse, hasta fin de año, entre 500 y 1.500, una represión sin duda larga y despiadada. Pero Espinosa eleva la cifra a unas 7.000, integrando, desde luego, a los caídos en combate y a otras víctimas en diferentes años. No está en mis posibilidades contrastar esos datos ni los métodos empleados, pero advertiré que, vistas las desvirtuaciones tan frecuentes en el autor, y su evidente deseo de revolver bilis, sus datos ofrecen el mayor margen a la desconfianza. Otros podrán hacer sobre el terreno las comprobaciones pertinentes.
Cosa no fácil. Un joven historiador andaluz, que me ha rogado el anonimato, me ha escrito: «En la provincia de Córdoba por los años 80 escribió un historiador dos libros sobre la represión. Se llama Francisco Moreno Gómez y sigue la línea de Tuñón de Lara. Pues de esta semilla, han brotado varios neorrepublicanos en Andalucía que nos la están minando de odio pueblo a pueblo, con una cantidad de publicaciones subvencionadas por los ayuntamientos, diputaciones o junta». Mi comunicante empezó a indagar sobre las huellas de uno de esos investigadores, y pudo asombrarse de la cantidad de falseamientos que encontró. Pero, advierte, es difícil contrarrestar el ambiente creado, pues quien lo intenta recibe de inmediato los títulos de «facha», «reaccionario», «beato», etc.
Juliá dice en su artículo de elogio a Espinosa en Babelia: «Los cerca de 7.000 asesinados por la “columna de la muerte” quedan reducidos [en Los mitos de la guerra civil] a unos cuantos centenares, nada de lo que admirarse, como aconseja el autor, horrorizado, esta vez sí, por la matanza en la cárcel modelo de Madrid». Juliá falsea las cosas una vez más, siguiendo su mal método. Los cientos de muertos en Badajoz, como en tantos otros lugares, me parecen una atrocidad, pero no pierdo el tiempo en poner poses de indignación ni en aconsejar admirarse ni horrorizarse para despertar la «mala leche». Mi posición ha sido en todos los casos buscar los hechos y las raíces de ellos. Y la raíz fundamental, insisto, todos sabemos dónde está. Ojalá todos aprendiésemos del pasado, pero son demasiados los que persisten, aún hoy, en el rencor.
Los muertos matan a los vivos
Aquellos viejos aborrecimientos y sus trágicas consecuencias fueron poco a poco olvidándose en la posguerra, y en los años sesenta todo ello era visto generalmente como cosa de un pasado que casi nadie añoraba. El ambiente cívico español se había vuelto insólitamente moderado. A menudo se destaca la prosperidad de aquellos años como la clave de una exitosa transición democrática, pero tuvo aún mayor relevancia la moderación predominante en el espíritu de la gente. Los rencores estaban superados, y sólo en las Vascongadas pudieron volver, hasta cierto punto, los antiguos fantasmas (con intensa colaboración de buena parte del clero, todo sea dicho).
Pues bien, ese ambiente parece haber disgustado a algunos. Desde hace años soportamos la constante reivindicación del maquis, el desentierro de cadáveres y búsqueda de fosas comunes, acompañados de una sombría propaganda y el recuerdo machacón de las atrocidades más susceptibles de despertar entre los jóvenes y la gente poco informada un rencor retrospectivo… perfectamente proyectable al presente. Por supuesto, se trata siempre de crueldades derechistas.
El libro de Espinosa, La columna de la muerte, es un ejemplo más. El autor sigue la concepción marxista tradicional, la concepción inspiradora del Gulag o de las acciones de tiranos actuales como Fidel Castro. Para Espinosa y compañía, la guerra fue un enfrentamiento «de clase»: el fascismo contra «el pueblo», una «oligarquía» de propietarios, militares y curas, contra «los trabajadores». Tal es el pensamiento, si vale aquí la palabra, que empapa su trabajo, el mismo pensamiento que animaba las consignas de Largo Caballero, de las Juventudes Socialistas y de tantos otros en los años treinta. Pensamiento muy del gusto, al parecer, de Santos Juliá, ensalzador acrítico de Espinosa.
Pero, aunque habla del pasado, esta campaña apunta al presente. Apunta, por un lado, a la transición democrática y sus efectos, cuestionados ahora porque, afirman los desenterradores, se hizo a costa del olvido de la historia, y están lastrados por una falsa reconciliación. La actual democracia habría sido en buena medida una continuación del franquismo, y por esa razón exigiría cambios sustanciales. En el mismo sentido ha caminado estos años la reivindicación de la catastrófica II República, fantásticamente idealizada como un régimen paradisíaco a recuperar de algún modo; o ahora mismo las audacias balcanizantes de los nacionalistas vascos y catalanes, y de varios líderes socialistas: los estatutos de autonomía están «superados», y la Constitución ya no vale, debe ser transformada profundamente según los deseos de los «superadores». En un plano más inmediato, se trata de etiquetar a la derecha como heredera de aquellos asesinos que «aplastaron al pueblo», y por tanto descalificarla moralmente, debilitarla y restarle los votos de quienes se dejen impresionar por tal demagogia. Lo hemos visto con motivo de la guerra de Irak, cuando toda esa gente volvió a la violencia y la prédica del odio con los tonos archisabidos. Por suerte la jugada no les ha salido bien del todo, y ¡hay que ver su amargura tras las últimas elecciones!
Sin embargo sería una necedad creer pasado el peligro. «Los muertos matan a los vivos», hacía decir Esquilo a un personaje en Las coéforas, cuando Orestes vengaba a su padre asesinado. La frase, trágicamente descriptiva, gustaba mucho a Ortega. La transición democrática no se hizo sobre el olvido, como pretenden algunos, y si así fue, el compromiso nunca lo cumplió buena parte de la izquierda y los nacionalismos, que no han cesado en estos años en sus memorias envenenadas. El compromiso real fue más bien el del perdón, el de no permitir que los muertos matasen a los vivos, no permitir que las esperanzas y posibilidades de convivencia en España volvieran a malograrse por la siembra de los viejos fanatismos.
Si queremos impedir la deriva a que algunos quieren empujarnos, debemos denunciar enérgicamente la desvergüenza de la «historiografía» al uso, del «arte» cinematográfico y de mucha literatura en relación a la guerra civil y el franquismo. Ya que tantos izquierdistas se empecinan en su fúnebre labor, será preciso recordarles (como acaba de hacer César Vidal en Las checas de Madrid) los ríos de sangre derramados a su vez por sus antecesores, e invitarles a reflexionar sobre si les conviene insistir en una línea que en el pasado dio frutos tan amargos para todos.