NEGRÍN NO ACABA DE PASAR A LA HISTORIA
Dentro de la historiografía académica de tendencia progre o políticamente correcta, como ahora suele decirse, acaba de salir una biografía de Negrín, del profesor Ricardo Miralles. Prologa el libro P. Preston, para quien las críticas a Negrín procederían sobre todo de Burnett Bolloten, autor del famoso libro titulado, en su versión última, La guerra civil española. Revolución y contrarrevolución. Bolloten estaría condicionado por «los renegados ex comunistas que publicaron sus memorias bajo la dirección de Gorkin y financiados por (…) la CIA». ¡No podemos quejarnos de la cantidad de estofa empaquetada en una sola frase! Obviamente, Preston prefiere a los comunistas no renegados. Ello apenas extrañará a quien compare sus estudios de historia con la propaganda estaliniana, pues el autor inglés no hace mucho más que reproducir y ampliar esa propaganda, con métodos que ya he expuesto en otras ocasiones. Métodos visibles también en su generosa (y estaliniana) sugerencia de que quien difiera de sus enfoques ha de estar subvencionado por el «imperialismo».
Desde luego, el apasionante libro de Bolloten no se apoya, ante todo, en informes de la CIA o de renegados, sino en una ingente labor documental e investigadora, con pocos paralelos en las historias de nuestra guerra, y apuntalada con un cuidadoso razonamiento sobre los distintos puntos de vista y posibles críticas.
A su lado, obras como la de Miralles no pasan de libritos intrascendentes, retrocesos en metodología y veracidad. Despachar con tal desenvoltura un trabajo de la calidad del de Bolloten también arroja luz sobre una historiografía progresísta que resultaría chistosa si no hubiera tenido durante largos años los medios de marginar las réplicas y de publicitarse a sí misma como única historiografía profesional y científica. Vale la pena observar el libro de Miralles, no tanto por su información sobre Negrín como por sus métodos.
El autor empieza asegurando que sobre Negrín sólo ha habido hasta ahora «juicios y sentencias, opiniones y fallos». Presenta libros como el de Bolloten y otros como una colección de asertos infundados y posiciones viscerales: «Entre sus detractores ha existido una rara unanimidad que podríamos resumir en un Todos contra Negrín»[1].
¡Deplorable panorama! Pero, por fortuna, Miralles lo cambiará desbaratando «las tres grandes acusaciones hechas a Negrín», según él las entiende: «que entregó la República a los comunistas, que fue el causante de la división interna del PSOE (durante la guerra y en el exilio posterior) y que su obstinación en una política de “resistencia a ultranza” condujo a un final catastrófico de la guerra»[2]. ¿No olvida la referente al envío del oro a Rusia? Por otra parte, esas tres acusaciones son las hechas a Negrín por sus correligionarios socialistas, pero Miralles debiera sospechar, al menos, la existencia de otras. Como no lo hace, las trataré luego, aunque primero conviene un vistazo a la lógica de su argumentación.
Los presupuestos del autor, que éste ni siquiera cuestiona, son los tradicionales: la II República continuaba en pie, aunque con daños, después de que el gobierno de Azaña-Giral abriese las compuertas a una rugiente revolución. Semanas después, los daños a la democracia serían reparados por el gobierno de Largo Caballero, demócrata reconocido dentro y fuera de España. Y Stalin, por convicción o por interés, se habría erigido en protector de la libertad en España, ante la traición de las democracias. Presentada la cuestión en términos tan convenientes, hasta una persona poco enterada, podrá rebatir «las tres grandes acusaciones», o al menos relativizarlas mucho.
Las críticas a Negrín dentro del PSOE quedan bien expuestas en el intercambio epistolar entre él y Prieto, cuando ambos, ya en el exilio, disputaban a cara de perro por el cargamento del yate Vita, una enorme cantidad de valiosos objetos robados al patrimonio histórico español y a propietarios privados. Negrín acusaba a Prieto de haber contribuido a la derrota con su actitud vacilante y derrotista, y éste replicaba: «Después de haber presidido tan colosal desastre, después de haber originado, con el uso de un poder personal, ejercido en beneficio exclusivo de determinada agrupación [se refiere al Partido Comunista], disensiones hondísimas que condujeron a millares de hermanos a despedazarse entre sí, y teniendo todavía ante los ojos el espectáculo de medio millón de españoles debatiéndose en la miseria y sometidos a las más viles humillaciones, de las que una elemental previsión reiteradamente aconsejada les hubiera librado [esto está escrito apenas concluida la guerra. Antes de que terminase aquel año 1939, casi tres cuartas partes de los exiliados habían vuelto a España, dato generalmente olvidado por “historiadores” de esta línea], después de todo eso, ¿se atreve usted a decir que yo incubaba la catástrofe? Jamás conocí un sarcasmo tan terrible como el contraste entre sus inmensas responsabilidades y su jactanciosa actitud que le permite condenar caprichosamente a los demás, y encima exigir, a guisa de premio, el reconocimiento de su jefatura de Gobierno con carácter permanente por indefinido». Negrín, por su parte, insistía en que «A nuestra causa no la han vencido los facciosos. No. La han vencido las asechanzas de unos cuantos malandrines»[3].
¿Quién tenía razón? En apariencia, Prieto. Algo muy llamativo en los líderes republicanos y revolucionarios es su total ausencia, al menos en sus escritos, de sentimiento de responsabilidad o culpa por los desastres ocurridos bajo su mando. Azaña y Alcalá-Zamora, en cuyas presidencias del gobierno y del estado respectivamente rodó el país a la catástrofe, se las arreglan para cargar todas las responsabilidades sobre lo demás, y otro tanto hace Negrín al discutir con Prieto.
Y sin embargo es Negrín quien sin duda acierta… si damos por válidos los presupuestos antedichos sobre la continuación de la república y la democracia, el papel de Stalin, etc. Pues para vencer al fascismo no había otro remedio que apoyarse en Stalin y sus agentes, los comunistas españoles, ante el triste hecho de que las democracias no acabaran de reconocer como una de las suyas al régimen edificado sobre el derrumbe revolucionario de julio del 36. Sólo los comunistas rusos y españoles disponían de medios y, más importante que los medios, de una auténtica estrategia y una acerada disciplina. Esto fingen no entenderlo Prieto y los críticos socialistas de Negrín, pero es la evidencia misma. ¿Podría haberse organizado alguna lucha seria sobre el conglomerado de anarquistas, azañistas, socialistas de Prieto o de Largo Caballero, y nacionalistas catalanes y vascos, siempre a la greña entre ellos, siempre indisciplinados y dispuestos a la zancadilla mutua y a la maniobra a espaldas de sus aliados? En verdad, la guerra sólo podía afrontarse en los términos en que Stalin y Negrín lo hacían, aun si ello causaba serios perjuicios a sus veleidosos aliados. No dejaba de tener motivo Negrín para maldecir a los «malandrines» perturbadores de sus esfuerzos (y a quienes se había propuesto ajustar cuentas cuando hubiera oportunidad, como informaba a Stalin). Y tampoco podía hablarse de una paz negociada, porque Franco no estaba dispuesto a ella (tampoco Negrín, claro, pero esa es otra historia). Cuando, al final de la guerra, anarquistas, republicanos y socialistas se levanten contra Negrín, invocarán una posible negociación, pero sólo como un pretexto en que ellos mismos no podían creer, pues Franco no les alentaba lo más mínimo a ello. La causa efectiva de su alzamiento fue que preferían rendirse a seguir bajo el poder comunista, como expuso Besteiro en sus muy reproducidas palabras: «Estamos derrotados nacionalmente por habernos dejado arrastrar a la línea bolchevique, que es la aberración política más grande que han conocido quizá los siglos». No estaban derrotados por eso, pero se habían dejado arrastrar a aquella aberración. Posiblemente no tuvieran otra salida, vistos los antecedentes desde la insurrección de octubre del 34. Otra razón consistía, claro, en acabar con los sufrimientos de la población. Pero quienes mantengan la teoría de una lucha entre la democracia y el fascismo podrán ver esas razones como una traición a la democracia y una entrega del «pueblo» al fascismo. No, las críticas de Prieto, Largo, Araquistáin, Azaña y tantos otros a Negrín sólo cobran sentido si renuncian a ese falso presupuesto. Y como no renuncian a él, su argumentación resulta inconsecuente, cuando no sospechosa. La justificación de Negrín por Preston, Miralles, Viñas, etc., se vuelve fácil, desde ese punto de vista.
Negrín y la Hacienda española
Para salir del embrollo adonde nos lleva como quien no quiere la cosa este tipo de historiografía, debemos aproximarnos a Negrín considerando, no los costes que impuso su política al PSOE, Azaña, etc., sino los que impuso al país como tal. Y podemos empezar por el capítulo donde Miralles explica «cómo se financió aquella guerra», en especial la financiación a través de la URSS, previo envío allí del grueso de las reservas de oro españolas.
Contra la opinión de Largo Caballero, Prieto, Araquistáin y muchos otros, Miralles no ve en la operación nada objetable, como aclara mediante una comparación concluyente: «El 14 de junio de 1940, cuando los alemanes ocupaban París (…) 2.398 toneladas de oro salían apresuradamente hacia Casablanca, en Marruecos, y hacia Halifax, en América (…). El 24 de junio de 1940 el crucero de guerra Emerald salía del puerto escocés de Greenock, escoltado por varios destructores, con dos mil grandes cajas de oro en barras y otras quinientas con títulos, con destino a Canadá». Y luego hubo otros envíos semejantes, decididos por los gobiernos francés e inglés[4].
Por tanto, viene a indicar Miralles, ¿a qué tanta algarabía por una decisión de Negrín perfectamente normal y lógica, adoptada también por otros gobiernos democráticos? No tan normal, sin embargo, incluso si nos empeñamos en creer democrático al Frente Popular. Pues hay una diferencia abismal entre depositar las reservas en una democracia de funcionamiento financiero claro y reglado internacionalmente, y depositarlas en un régimen totalitario, de finanzas completamente opacas, burocracia cerrada y difícil comunicación, como recuerda Martín Aceña en su estudio El oro de Moscú y el oro de Berlín. La primera y más grave consecuencia de tal decisión fue, no que el estado español se pusiese a merced de una estafa sin apenas trabas —y realizada, según tantos historiadores, aunque dudo que en tan gran escala como dicen, pues la ganancia para Stalin no era tanto el dinero como el poder—, sino que el Kremlin tomó el control, de hecho, del tesoro español e, indirectamente, del propio Frente Popular, al cual podía presionar, y presionó, para imponerle su política.
¿No perciben Miralles o Preston la diferencia? Pero está ahí, y es determinante. Y hay muchas más diferencias. Por ejemplo, la decisión fue tomada de manera a su vez opaca, por tres ministros socialistas (Largo Caballero, Prieto y, sobre todo, el propio Negrín, entonces ministro de Hacienda), contraviniendo diversas leyes y al margen del resto del gobierno y del mismísimo presidente de la «república», Azaña, según explica el mismo Largo y corrobora Prieto, los dos enfrentados a su vez entre sí. Tan poco confiaban unos en otros. ¿Obró Churchill de modo semejante?
Para apreciar la situación en su conjunto debe recordarse que Negrín, ya antes de heredar el puesto de Largo[5], desempeñaba su cometido en Hacienda con autonomía inusual en gobiernos normales. Coinciden en señalarlo Zugazagoitia, de tendencia negrinista; el anarquista Abad de Santillán, para quien el ministro «ha hecho, con la tapadera de la guerra, lo que ningún gobernante, ni siquiera la monarquía absoluta, había podido hacer en España», o Largo Caballero, en unas patéticas quejas: «El señor Negrín, sistemáticamente, se ha negado siempre a dar cuenta de su gestión»; «De hecho, el Estado se ha convertido en monedero falso [alude a que las reservas debían respaldar el valor internacional de la peseta, el cual se desplomaría si trascendiese la noticia de su envío a Moscú]. ¿Será por esto y por otras cosas por lo que Negrín se niega a enterar a nadie de la situación económica? (…) ¡Desgraciado país, que se ve gobernado por quienes carecen de toda clase de escrúpulos!»[6]. Desde luego, conductas tan fuera de lo común no se daban en el bando franquista ni, seguramente, en el británico o el francés.
Otra manifestación de tan extraño funcionamiento, todavía como ministro de Hacienda con Largo Caballero, la describe así el propio Miralles: «Negrín creó unidades de elite (…) mandadas por hombres de su confianza (…) perfectamente equipadas, con intendencia especial, equipamiento sanitario de primer orden (…) muy disciplinadas (…), los Cien mil hijos de Negrín, como se les conocía popularmente». Que un ministro de Hacienda utilice los recursos del estado para organizar algo así como un ejército particular, difícilmente puede considerarse de otro modo que como un inmenso fraude, y no falta base a la indignación de Abad de Santillán: «Tenía la llave de la caja y lo primero que se le ocurrió (…) fue crearse una guardia de corps de cien mil carabineros (…). Los que consintieron ese desfalco al tesoro público (…) de un advenedizo sin moral ni escrúpulos, también deben ser responsabilizados por su negligencia o su cobardía». Sin embargo a Miralles tal arbitrariedad, por llamarla de algún modo, le parece ¡toda una «realización»! del ministro[7].
Ante las concepciones que permiten a Miralles, a Viñas y otros, presentar como normal y hasta meritorio este conjunto de actuaciones, un ciudadano común sólo podrá desear fervientemente que tales historiadores no lleguen a estar nunca al cargo de las finanzas españolas.
Deseo más acentuado si cabe cuando leemos las frases de Miralles en torno a otras «realizaciones» de Negrín, en particular la utilización de «otras dos fuentes de recursos financieros puestos en marcha a partir del verano de 1938, coincidiendo con el agotamiento del oro. Me refiero a los activos financieros captados de particulares y/o incautados a aquellas personas e instituciones incursas en colaboración con la rebelión militar (…). Desde muy pronto, ya en su etapa de ministro de Hacienda del gobierno de Largo Caballero, Negrín había puesto en marcha las medidas legislativas necesarias para la captación de activos metálicos en manos del público»[8]. Notable la elegancia del autor al definir como «captación» lo que comentaristas menos aficionados al eufemismo describirían probablemente como saqueo generalizado de bienes de particulares y del patrimonio artístico e histórico español. El mismo Azaña cuando, en vísperas de su dimisión, rechazó firmar un decreto para enajenar a una sociedad anónima creada por Negrín todos los bienes muebles e inmuebles del estado español en el extranjero, alegó su repugnancia a «aparecer a última hora como un salteador» de los bienes de la nación, según señala Cipriano Rivas Cherif. No tendrían escrúpulo semejante muchos otros intelectuales, según vamos viendo[9].
El proceso de lo que tan finamente llama Miralles «captación» resultó muy sencillo: por decreto, el primero de fecha tan temprana como el 3 de octubre de 1936, los particulares eran constreñidos, bajo muy severas amenazas, a entregar al Banco de España todos los metales preciosos y divisas que poseyeran. El gobierno afirmaba su compromiso de «salvaguardar los intereses» de los propietarios y «garantizar su integridad». Al cabo de un mes, las cajas de seguridad de los bancos fueron descerrajadas y el gobierno se apoderó de toda la propiedad allí depositada, haciendo lo mismo incluso con la de la gente humilde guardada en los montes de piedad. Esto, cuando el Frente Popular aún disponía íntegramente de los enormes recursos en oro y plata del Banco de España.
En realidad, todos los bienes particulares a que tuvieron acceso las autoridades «republicanas» fueron pura y simplemente saqueados, como asimismo una infinidad de edificios religiosos, domicilios privados, palacios, museos e instituciones diversas. Esas labores produjeron un inmenso botín en joyas, obras de arte, colecciones numismáticas y hasta filatélicas, libros antiguos, relojes valiosos, ropajes, utensilios de culto, etc. Los mismos cuadros del Museo del Prado sufrieron incautación y exposición a muy graves peligros, y traslado a Francia, aunque a última hora serían recuperados por España. El desvalijamiento se organizó a veces con el pretexto de cargar los daños de la guerra sobre «los que han tenido participación directa o indirecta en el movimiento rebelde» (lo de «indirecta» abría un campo amplísimo), a cuyo efecto se constituyó una llamada Caja de Reparaciones. Los pillajes tuvieron lugar a menudo con tal desorden que, como señalaba un informe comunista, muchos bienes desaparecían en los bolsillos de los ejecutores y de «los numerosos García Atadell que operaban por su cuenta»[10].
¿Qué valor alcanzaron esos tesoros? Es imposible saberlo, siquiera por aproximación. Miralles da una cifra máxima de 29 millones de dólares para los objetos vendidos en Francia y Usa, pero sólo el tesoro del yate Vita está valorado por el mismo Negrín en 40 millones de dólares de la época. Se ha perdido la pista a innumerables objetos, como colecciones de monedas antiguas de oro robadas por el Frente Popular en el Museo de Arqueología, o incunables y libros valiosos saqueados en bibliotecas particulares o eclesiásticas (otros miles de ellos quedaron reducidos a cenizas), alhajas fundidas, relojes, etc. La cifra pudo muy bien superar los 100 millones de dólares.
A Miralles todo esto, en cuyos detalles evita entrar, le parece tan normal como el manejo del oro y la hacienda por las izquierdas. Total, una «captación de recursos» para la guerra. Sin embargo, el bando franquista, infinitamente más falto de medios, no hizo nada semejante. Además, el botín no servía sólo para subvenir a las necesidades bélicas, pues, como explica el mismo Negrín en su polémica con Prieto, también debía sufragar las necesidades de los exiliados en caso de perder la contienda: «Gracias a nuestra previsión y diligencia han podido salvarse elementos tales que en su cuantía no lo hubieran soñado quienes hace dos años aseguraban que la guerra estaba a punto de terminar por agotamiento de nuestros recursos», y, fruto de esa previsión, «Nunca se ha visto que un Gobierno o su residuo, después de una derrota, facilite a sus partidarios, como lo hacemos, medios y ayuda que ningún Estado otorga a sus ciudadanos después de una victoria»[11]. No mentía, si bien eran los líderes y afines los más beneficiados por la ejemplar diligencia de «hombres no impulsivos, precavidos, además, contra la improvisación incompetente y amantes de la cavilación, del estudio y del asesoramiento técnico». Los favoritismos y rivalidades causaron pugnas no muy edificantes entre grupos políticos de exiliados.
Estos enormes daños infligidos al conjunto de los españoles, ricos y pobres, al patrimonio artístico e histórico de la nación y no sólo a un partido, deben parecer menudencias a Miralles, pues apenas los alude. Al contrario, tras referirse en términos neutros al affaire del Vita, cuyo tesoro birló Prieto a Negrín en sus narices, como queda documentado, entre otros, en la correspondencia entre ambos líderes, afirma: «Mientras una documentación pertinente no lo aclare, es ocioso hablar de Negrín como el gran estafador»[12]. Esto vale si hablamos del PSOE, pues es difícil decir si fue estafado por Negrín o por Prieto, pero no si hablamos del patrimonio español, o del de tantísimos ciudadanos de toda condición social despojados de sus bienes. Lo único no documentado todavía — y algo indica el hecho— es la gestión de ese botín, pues muchos de los responsables, lógicamente, han tenido interés en borrar las pistas. Aun así, la clave del asunto no reside en cómo se manejaron los tesoros, sino en cómo fueron allegados.
Negrín y los comunistas
Volviendo al oro de Moscú, Miralles, como tantos otros, acepta las justificaciones del Frente Popular: no hubo otro remedio que dejar las reservas bajo el control de Stalin, para salvarse. Si admitimos el argumento, debemos admitir también que esa salvación implicaba una condenación para el país, puesto a los pies de una de las peores tiranías de la historia.
Pero la tesis del «no había más remedio» tampoco se sostiene, como no se sostienen tantas otras tesis servidas como la última palabra de la historiografía profesional. Salta a la vista que Largo, Negrín y demás exageran mucho, para justificarse, los problemas encontrados por sus gobiernos en la banca y los países occidentales, los cuales, en todo caso, reconocieron al gobierno izquierdista hasta casi el fin de la contienda. Problemas en cualquier caso inferiores a los derivados de un sistema financiero cerrado y sin garantías como el soviético. Martín Aceña aclara bastante la realidad al respecto, y éste constituye el principal valor, pocas veces resaltado, de su libro. El Frente Popular pudo negociar con una gran cantidad de oro (unas 200 toneladas) depositada en Francia, en condiciones favorables y de simpatía oficial por parte de las autoridades galas. Y «los bancos franceses, a través de los cuales los agentes republicanos efectuaron los pagos relacionados con la compra de armas, nunca recibieron instrucciones para que obstaculizasen las transferencias o bloqueasen las cuentas. Tampoco al Ministerio de Finanzas o al Banco de Francia se les ocurrió entorpecer las operaciones del banco soviético en París (…) a través del cual operó Negrín cuando el oro ya estaba en Moscú».
En cuanto a Inglaterra, «como el Banco de España no se acercó a Londres a vender oro, ni tampoco Enrique Ramos o Juan Negrín buscaron créditos en la City, los británicos no se vieron obligados a adoptar una postura a favor o en contra de las operaciones financieras de los republicanos. Lo que sí sabemos es que durante los tres años que duró la guerra, ni el Tesoro británico ni el Banco de Inglaterra ejercieron presiones que pudieran dificultar las finanzas de la República en Londres (…). Que algunos bancos británicos (…) ayudaran abiertamente a Franco (…) o que otros (…) obstruyeran algunas operaciones de la República, no quiere decir que la City en su conjunto fuese hostil al gobierno de Madrid».
Y en Usa, «Fernando de los Ríos logró, con pasmosa facilidad, convencer a Henry Morgenthau, secretario del Tesoro, para que éste comprara varios miles de toneladas de plata de las reservas españolas».Ante ciertas presiones en sentido contrario, un alto funcionario del Tesoro aclaró que estaba obligado a adquirir la plata que se ofreciese en el mercado: «La plata es la plata». Esta actitud, puramente pragmática, era seguramente la más común en la banca y los gobiernos occidentales[13].
Así pues, la elección a favor de Moscú no fue una decisión a la desesperada, causada por una especie de boicot de las democracias, sino motivada ante todo por un sentimiento de afinidad con el sistema soviético. Sorprendentemente, casi todos los historiadores olvidan que, desde al menos el verano de 1933, la URSS gozaba de muy amplia admiración en el PSOE, cuya prensa difundía entre ditirambos los estupendos logros del régimen soviético, propuesto generalmente como modelo. La revolución de octubre de 1934, dirigida por Largo Caballero y Prieto, con participación menor, pero indudable, de Negrín, buscaba imponer en España la «dictadura del proletariado». El entusiasmo hacia la URSS caracterizaba al sector hegemónico del partido, el de Largo, y en menor medida al de Prieto. Sólo el grupo de Besteiro denunciaba aquella manía totalitaria.
La identificación con la URSS no hizo sino crecer desde que, a raíz de la revolución de julio del 36, los gobiernos democráticos mostraron una frialdad creciente hacia la «república» española, mientras, por contraste, Stalin otorgaba a ésta un cálido apoyo, moral al principio —pues esperaba y deseaba la implicación de las democracias en la contienda—, y práctico ocho semanas después. Cuando se tomó la decisión sobre el oro, Largo, Prieto y Negrín sentían una fuerte inclinación por Stalin. ¿Qué clase de historiografía puede hacerse olvidando tales cosas? Nada, pues, de «no había otro remedio»: era precisamente lo que querían. Las justificaciones y lamentos de Largo vinieron después, cuando fue presionado y finalmente defenestrado por los comunistas, y las de Prieto cuando le tocó el turno de pasar por lo mismo.
Negrín fue el principal artífice del embarque del oro para Odesa, en su condición de ministro de Hacienda y amigo personal de Stashefski, asesor comercial y agente del espionaje soviético. Este hecho le ataba a la política del Kremlin tan irreversiblemente como irreversible era el viaje del metal, y explica mejor que mil lucubraciones y citas parciales por qué se convirtió en el hombre de Moscú en España. Fue quien mejor comprendió que no había vuelta atrás.
No lo entendió tan bien Largo Caballero, igualmente comprometido por la misma operación, y que llegado un momento se rebeló, o, mejor, se debatió vanamente contra la tutela soviética. Largo fue al principio, el mayor partidario de la URSS. Stalin, en cambio, desconfiaba de su radicalismo, pues deseaba un régimen menos ostensiblemente revolucionario, capaz de atraer a las democracias a la hoguera española. No obstante, el auge del Partido Comunista después de la insurrección de octubre del 34 se debió en buena medida a su alianza con el Lenin español, y durante un tiempo la relación entre ambos partidos marchó como una luna de miel. Pero conforme la guerra avanzaba, Largo iba percatándose de que esa alianza socavaba su poder. Palpaba la creciente influencia comunista en la UGT, y le desazonaba la fusión de ambos partidos en Cataluña, en beneficio también de los comunistas. Pero sobre todo le encolerizaba la unificación de las juventudes socialistas —antes uno de los más robustos y firmes puntales del poder de Largo en el PSOE—, con unas juventudes comunistas muy inferiores en número pero que, de modo increíble, se habían apoderado de la organización única resultante. Con estos precedentes se entiende su disgusto ante las presiones del PCE y del Kremlin en pro de la unificación del PSOE y el PCE. Miralles difumina los hechos e, interpretando documentos sueltos, pretende hacer creer que la unificación, perseguida con tenacidad por el PCE desde octubre del 34, tenía importancia menor. La insistente denuncia de Largo al respecto vendría a ser una especie de paranoia…
También estaba el gobernante español muy angustiado ante la creciente influencia comunista en el ejército, desarrollada por medio de los comisarios políticos, los mandos y un incansable proselitismo. Esta era una estrategia absolutamente esencial para el Kremlin, muy consciente de que quien dominase el ejército dominaría el día de la victoria. Los comunistas podían aceptar dilaciones en la unificación con el PSOE, viendo verdes las uvas, pero en el ejército no estaban dispuestos a ceder un milímetro, y cuando Largo empezó a tomar medidas contra ellos, el encontronazo se hizo inevitable. Miralles señala que no fue Negrín, sino Largo, quien amparó la infiltración comunista, lo cual es cierto, pero también lo es que quiso rebelarse contra la «odiosa servidumbre». Rebelión patética y vana por cuanto era víctima de una situación creada por el mismo Largo. En apariencia, él representaba la fuerza más poderosa y organizada del Frente Popular, era el jefe legítimo de éste, y pensó además en resistir aliándose a la CNT, otra organización muy potente, mientras que el PCE era aún un partido secundario. Pura apariencia todo. El PSOE y la CNT juntos no podían afrontar una guerra cuya áurea llave estaba muy lejos de España, y los comunistas sabrían aprovechar a otros descontentos con el ex Lenin español, en particular Azaña. En abril de 1937 las tensiones habían llegado al borde de la ruptura, y aprovechando las secuelas de la sangrienta lucha de Barcelona entre las izquierdas a principios de mayo, fraguó una alianza entre el PCE, los socialistas de Prieto y los republicanos azañistas. Mediante una magistral intriga Largo salió despedido del poder, y Negrín le sucedió.
Como sabemos, Prieto y Azaña se percatarían pronto de su impotencia ante Negrín y el PCE, y harían amagos de rebelarse, más patéticos todavía que los del mismo Largo a quien habían ayudado a expulsar. Miralles descarta las denuncias, argumentos y documentos de uno y otros, y suscribe las tesis soviéticas. Con la misma delicadeza empleada hacia la «captación de recursos», describe así la infiltración del PCE, en referencia a los intentos de frenarla por parte de Prieto: «Para los comunistas todo esto significaba una despolitización del ejército, que consideraban perjudicial». ¡Y tan perjudicial… para el dominio comunista de la institución decisiva del poder! El fracaso de Prieto y su expulsión del gobierno, como antes había ocurrido con Largo, dan buena prueba de quiénes tenían el poder auténtico.
Para Miralles, como para la propaganda del PCE, las alegaciones de los descontentos carecen de valor. El único problema real estribaba en la conducción de la guerra. Los métodos de Largo y luego los de Prieto, arguyen, llevaban a la derrota y facilitaban los manejos de los traidores. ¡Cómo iban a ganar así la «República» y la «democracia», en cuyo triunfo tan interesados estaban todos! El PCE, tan escandalizado por la línea militar de Largo, desató en su momento una dura campaña de descrédito contra él, criticando las derrotas; y sobre todo aprovechó la caída de Málaga para acusar de traición al principal consejero militar del líder socialista, el general Asensio, inmune a las zalemas comunistas, provocando su destitución y proceso. ¿Qué había de verdad en esas críticas? El general fue absuelto, lo cual ya no tuvo trascendencia política alguna, una vez eliminado del mando.
En cambio bajo Negrín, que nunca planteó problemas a la línea comunista, aquellas feroces campañas denunciando las derrotas y exigiendo responsabilidades cesaron por completo. Como señalaba el despechado Largo, ello no podía deberse a las victorias, pues no hubo una sola, salvo la efímera conquista de Teruel, mientras que él podía jactarse, al menos, de que bajo su dirección habían sido vencidos los italianos en Guadalajara y contenido Franco en sus sucesivas embestidas contra Madrid. Después, Franco ya no sería contenido nunca más. No quiero decir con esto que realmente habría ocurrido algo distinto si Largo Caballero hubiera continuado en el poder, ni negar la evidencia de que el nervio del ejército fueron los comunistas. Lo que sí resulta indudable es que las campañas contra Largo y más tarde Prieto, y la eliminación política de ambos, no se debieron a la conducción militar, sino a los obstáculos que ellos ponían a la hegemonía comunista en el ejército. Miralles, una vez más, no percibe la diferencia.
Hay, además de lo visto, un error elemental de perspectiva en Miralles, cuando pretende mostrar una relación por así decir de iguales entre Negrín y los comunistas, o incluso de superioridad del primero. Negrín dependía, como todo el Frente Popular, del «oro de Moscú». Subió al poder mediante una intriga que unía a republicanos, socialistas de Prieto y comunistas, pero ese triple apoyo no deja de ser un espejismo. Los republicanos no pintaban más de lo que los revolucionarios quisieran concederles, y basta la lectura de los diarios de Azaña para comprender hasta qué punto era así. Y los socialistas de Prieto tenían muy poca fuerza real. El PCE recurrió a ellos por conveniencias tácticas, ya que una de sus obsesiones durante toda la guerra fue enmascarar su poder bajo capa de una coalición «democrática»…
Así, no tardaron mucho Azaña y Prieto en entender dónde estaban, y en intentar maniobras de más o menos envergadura contra Negrín. Pero Azaña fue intimidado, y Prieto despedido, sin poder intentar siquiera las resistencias que Largo había llevado a cabo tras su eliminación del poder (y que fueron drásticamente reprimidas). Los verdaderos apoyos de Negrín, sin los cuales él se habría hundido de inmediato pese a la energía y carácter que le distinguían, eran los comunistas. Ellos eran la auténtica fuerza, la columna vertebral del Frente Popular, el partido agente de Stalin sin el cual la guerra habría terminado mucho antes.
En resumen, la situación puede entenderse así: Largo, Prieto y Negrín crearon la «odiosa servidumbre» de cuyos lazos quisieron desprenderse tardía y vanamente los primeros, mientras Negrín, más realista, los aceptó con todas sus consecuencias.
Negrín y las víctimas de la guerra
Con lo visto, queda poco por añadir. Los historiógrafos de la línea de Miralles suelen afirmar con indignación que Franco alargó deliberadamente la guerra. Sin embargo eso es muy poco probable.
Los hechos observables indican que Franco intentó resolver la guerra mediante la toma de Madrid, y estuvo a punto de lograrlo en sólo cuatro meses, viéndose frustrado a causa de la intervención soviética. Luego debió admitir que la victoria sería ardua y no llegaría de la noche a la mañana. Además, tenía necesidad de crear un verdadero ejército y un nuevo estado. Los italianos y los alemanes le hicieron a veces críticas por su aparente lentitud, pero fueron ellos quienes erraron con más frecuencia en sus estimaciones sobre el conflicto español.
A Franco le convenía, visiblemente, terminar lo antes posible. Tenía posibilidades de ganar si el conflicto español quedaba aislado, pero muchísimas menos, casi ninguna, si Francia invadía el país en el contexto de una guerra general. Y ésta se acercaba con rapidez. Él era muy consciente de ese riesgo, contra el que muy poco podía hacer, salvo acelerar su propia contienda, y es muy probable que decisiones como la de librar la batalla del Ebro lejos de la frontera francesa, en lugar de contraatacar por Cataluña, respondieran a esa prevención.
A quien convenía alargar la lucha era precisamente a Negrín, y por las mismas razones que a Franco le perjudicaba. Son bien conocidas y no hará falta reproducirlas aquí, sus apelaciones a una resistencia empecinada con vistas a soldar la guerra civil con la mundial. Llegado un momento, ese fue el eje de toda su política, y con motivo de la ofensiva de los nacionales hacia el Mediterráneo, en marzo-abril de 1938, solicitó la intervención de cinco divisiones francesas. Una vez más, si admitimos la versión propagandística de un conflicto entre fascismo y democracia, Negrín tenía razón frente a sus críticos izquierdistas, empezando por Azaña: la única esperanza de salvación de la «república» residía en enlazar con la guerra mundial. Claro que esa salvación, como en el caso del envío del oro a Rusia, suponía una perdición para el conjunto de los españoles[14].
Según la historiografía tipo Miralles, la imaginaria prolongación de la guerra por Franco obedecía al designio de aumentar el terror y el número de víctimas, a fin de poder luego imponerse y gobernar sin oposición. Esos historiadores exhiben una plausible sensibilidad y preocupación por las víctimas, pero tenemos derecho a dudar de tan profundos sentimientos cuando ellos se desvanecen ante las víctimas de una eventual entrada de España en la guerra mundial, que habría multiplicado fácilmente por dos o tres el coste en sangre, o ante las causadas efectivamente por una resistencia finalmente sin salida. ¿Cuántos muertos se deben a esa política? ¿Cuántos a la prolongación de la lucha después de la batalla de Madrid? Estos terribles costes no impresionan lo más mínimo a Preston o a Miralles, que, en función del objetivo de vencer al franquismo pasan por alto —como Negrín— cualquier sacrificio… ajeno, naturalmente.
¿Y cuántas víctimas más habría causado la política comunista-negrinista después de la campaña de Cataluña, en febrero de 1939? Entonces quedó todavía a las izquierdas la zona centro-levantina, muy extensa y con más de medio millón de hombres en armas y considerables recursos económicos. No podía descartarse una resistencia de cierta duración. Desde luego, Franco disfrutaba de una superioridad militar abrumadora, y podría haberla aprovechado para una campaña de exterminio. Así lo narra hecho si respondieran a la verdad los retratos que de él trazan Preston y otros, como hombre sediento de sangre. ¿Cuánta gente habría caído en una campaña así, sin escapatoria posible para los izquierdistas, salvo la muy precaria del mar? Nunca antes se había presentado a los vencedores una situación mejor para una matanza de ingentes proporciones.
Sin embargo, la realidad histórica es que Franco prefirió esperar, mientras la retaguardia enemiga se descomponía. Los aliados de Negrín decidían por fin sublevarse contra una política que consideraban una locura beneficiosa sólo para los comunistas. Estalló entonces una segunda guerra civil dentro del Frente Popular, y hubo cientos o miles de muertos, pero incomparablemente menos que en una resistencia a ultranza como la preconizada por Negrín. Tiene algo de simbólico el hecho de que las últimas víctimas procedan del enfrentamiento entre las propias izquierdas.