UNA VISIÓN NEOESTALINISTA DE LA GUERRA CIVIL
En el número 15, de mayo de 2003, de la revista digital de pensamiento El Catoblepas, inspirada por Gustavo Bueno, el profesor Enrique Moradiellos publicaba una larga crítica (más de 50 folios) a mis tesis sobre la intervención extranjera en la guerra civil española, en respuesta a otro artículo del profesor Antonio Sánchez Martínez en defensa de mis libros. Con cierta abundancia retórica, Moradiellos desarrolla su crítica a partir de cuatro cuestiones básicas: «1) La génesis de dicha intervención (quién o quiénes fueron los primeros en intervenir, cuándo tomaron la decisión y cómo la llevaron a la práctica materialmente por vez primera); 2) las motivaciones de dicha intervención (incluyendo su posible variación a lo largo del tiempo de duración del proceso bélico): razones de orden estratégico, de cálculo político, de interés económico, de carácter diplomático, de afinidad ideológica; de naturaleza clasista, etc.; 3) la entidad de esa misma intervención (en cantidad, en calidad y en sus ritmos temporales de entrega y disposición): volumen de armamento remitido, número de efectivos humanos involucrados, cuantía de los préstamos y créditos otorgados, disponibilidad de las facilidades logísticas avanzadas y vigor del respaldo diplomático ofrecido; 4) la trascendencia de esa intervención para el propio resultado de la guerra (la cuestión más compleja por ser la más valorativa y especulativa, en la medida en que significa ponderar hasta qué punto fue crucial y decisiva, o secundaria y accesoria, esa intervención en el resultado final: la victoria absoluta alcanzada por el bando franquista y la derrota total y sin paliativos cosechada por el bando republicano).».
En cuanto al primer punto, Moradiellos hace un detallado examen de diversos estudios recientes, en particular Armas para España, de Howson, para concluir que, si bien es correcta mi apreciación general de que los dos bandos intentaron casi simultáneamente obtener armas en el extranjero, yerro en lo demás. Así, por ejemplo, frente a mi punto de vista de que los envíos franceses de aviones llegaron ligeramente antes, y al principio en mayor número, él considera que ocurrió exactamente al revés, y que los franquistas obtuvieron pronto una notable supremacía aérea, gracias a los aviones italianos y alemanes. En conclusión quedaría demostrada «la falsedad y error de las afirmaciones tradicionales franquistas recogidas y recuperadas por Pío Moa: la intervención francesa no precedió a la ítalo germana y tampoco tuvo su misma entidad en volumen y calidad durante esos primeros meses cruciales del conflicto. Todo lo contrario».
Pasando a la segunda cuestión, la de las motivaciones de las potencias intervencionistas, Moradiellos matiza con mucho énfasis, sin desmentirlos, mis asertos sobre las razones de Hitler y Mussolini. Pero el desacuerdo principal yace en torno a Stalin. ¿Por qué intervino Stalin? En mi opinión, porque le interesaba ante todo alejar de sus fronteras la sombra de una nueva guerra europea, y tratar de que estallara entre las democracias y Alemania, para lo cual la hoguera española le ofrecía una excelente ocasión. Esto era crucial para él. Al mismo tiempo procuraba dominar progresivamente el Frente Popular español. A juicio de Moradiellos nada de eso se sostiene, aunque empieza por interpretar erróneamente mi punto de vista, atribuyéndome la idea de un intento de Stalin de fomentar la revolución social en. Europa mediante la creación de un estado satélite en la península Ibérica y la provocación de una guerra general en el continente. Eso es una forma muy confusa de exponer mi tesis. En bastantes casos, Moradiellos da la impresión de haberme leído con poca atención.
Para él, en cambio, la interpretación esencialmente correcta es la que llama «hipótesis del honesto Stalin». Esta versión «favorecida por sectores pro-republicanos y progresistas», ve en la política soviética «un intento de sostenimiento de un régimen democrático (español) en oposición al expansionismo del Eje italo-germano y con la esperanza de forjar una alianza con las democracias occidentales en defensa de la seguridad colectiva y la paz». Éste es el punto más interesante de la crítica, pues de acuerdo con él, Stalin habría defendido, aunque por sus propios motivos, la democracia en España y en Europa, frente a la actitud presuntamente suicida de las democracias reales.
Pasando al tercer punto, la entidad de la intervención, Moradiellos sostiene, como en el primer punto, y contra mis tesis —basadas fundamentalmente en los estudios de los hermanos Salas Larrazábal—, que, a lo largo de prácticamente toda la guerra, la ayuda germano-italiana a Franco superó en alto grado a la soviética y de otros países al Frente Popular, tanto en material como en tropas.
Y finalmente, el tema principal, el de la trascendencia de la intervención sobre el desarrollo de la contienda. Contra mi impresión de que la intervención no tuvo una influencia muy importante en el curso de la guerra, él, algo escandalizado, escribe: «Pío Moa se adscribe sin dudas ni temores a la versión tradicional elaborada por el bando franquista y desarrollada por la historiografía más afecta al régimen: ese contexto y esa intervención no tuvieron una importancia esencial y definitiva porque la ayuda recibida por ambos bandos fue sustancialmente idéntica y nivelada, de modo que el equilibrio alcanzado contrarrestó su posible incidencia. En consecuencia, la victoria total y sin condiciones del bando liderado por Franco y la derrota absoluta y sin paliativos cosechada por sus enemigos republicanos respondieron, fundamentalmente, a otros motivos y razones internas y propiamente españolas: la mayor capacidad de combate de las tropas de Franco y el mejor aprovechamiento de sus recursos militares y materiales por el mando franquista; el mayor orden y eficacia del aparato administrativo insurgente y el acierto de sus políticas económica y social para sostener el esfuerzo bélico; el mayor entusiasmo y entrega de la población civil de retaguardia y la mayor confianza popular en sus autoridades y en la justicia de su propia causa, etc. Con su corolario lógico: el bando enemigo fracasó o fue manifiestamente peor en el manejo de todas esas facetas y dimensiones y sus propios errores y fracasos explican su desplome y su derrota. Basta leer las propias palabras de Pío Moa para comprobar que lo dicho no es una caricatura fácil o tergiversadora».
Y en este caso no lo es. Para desmentirme, Moradiellos cita a Azaña, a Sainz Rodríguez, a expertos británicos, etc., que, en su opinión, demostrarían la importancia prácticamente decisiva de la ayuda alemana e italiana, unida a la no intervención británica, en la victoria franquista.
En consecuencia, y visto el punto tercero, Moradiellos considera probada «la debilidad argumental y la falsedad documental que estaban en la base misma de las tesis defendidas por el señor Pío Moa en lo referente a la génesis, motivación, entidad y transcendencia de la intervención extranjera en la guerra civil española», por lo que «pone en duda la fiabilidad, el rigor y la destreza del señor Pío Moa en calidad de historiador de la guerra civil. No en vano, aun cuando el examen detallado aquí practicado sólo haya cubierto un aspecto (temáticamente parcial pero nada baladí) del fenómeno de la guerra civil, los fallos, errores y falsedades detectados son tan abundantes y tan recurrentes que, necesariamente, proyectan una potente sombra de duda sobre la solidez y fundamentos veraces del conjunto de la obra de Pío Moa»[1].
Hasta aquí, en resumen, la crítica de Moradiellos. A continuación, mi réplica, en la misma revista El Catoblepas.
Mi propuesta de debate ha sido tenazmente desoída, pero ahora el señor Moradiellos se ha puesto a la labor en El Catoblepas. Lo hace en un tono algo pedantuelo y mayestático, pero, en fin, son defectillos menores al lado de su loable esfuerzo por clarificar las cosas, rebatiéndome.
Peores son otros defectos, como cuando empuja el debate, no hacia la objetividad, sino hacia la etiquetación ideológica. Así, me cataloga como «tradicionalista y franquista, sin asomo de ironía ni propósito de sarcasmo». El que una versión sea «franquista» o «antifranquista» no tiene en * Moradiellos escribió su trabajo en respuesta a una crítica que le hacía el profesor Antonio Sánchez Martínez, en torno a Los mitos de la guerra civil. Posteriormente reprodujo lo esencial de su escrito en la Revista de Libros, donde le contesté, y en la revista Ayer, como si sus tesis no hubieran tenido respuesta. principio relevancia en cuanto a la clarificación del asunto, y, al contrario, plantear así las cuestiones tiende a desviarlas del interés por aclararlo, que debiera ser fundamental. Sospecho que mi crítico espera ganar puntos gratuitamente al marcarme con una etiqueta que él sabe perjudicial a los ojos de mucha gente, por su utilización demagógica y sin criterio, al modo como se ha hecho con el término «fascista». Seguiré ahora, un poco, su mal ejemplo, y lo etiquetaré a él de estalinista o neoestalinista, yo sí con un poco de sarcasmo, por cuanto su versión refleja en alto grado la propaganda elaborada por los comunistas sobre la guerra civil.
Según esa propaganda, la guerra fue una confrontación entre democracia y fascismo, en la cual las democracias occidentales traicionaron a la española, que debió ser ayudada in extremis por Stalin, en pro de la libertad y de la paz internacional. Esa ayuda no bastó a contrarrestar la proporcionada a Franco por las potencias fascistas, debido a la política de no intervención inglesa, pero permitió mantener una heroica resistencia republicana durante casi tres años, Entre los neoestalinistas, unos defienden a Stalin y otros lo critican por suponer que podía haber hecho más por la «república». Asimismo, unos culpan más a los comunistas y otros a sus aliados, por las dañinas trifulcas interizquierdistas. Pero se trata de variaciones sobre el mismo terna, muy elaborado, insisto, por la propaganda del Kremlin.
En ese esquema, la intervención exterior cobra el máximo relieve, y en algunos casos llega a ser la explicación fundamental de por qué la «república» perdió la guerra: en último extremo, por el sabotaje de los británicos, «los auténticos villanos», en expresión de Hemingway. Moradiellos no llega tan lejos —hoy seria imposible—, pero concede a la intervención y no intervención extranjera un peso mucho más grande que el que yo le atribuyo. Siendo ésta, precisamente, la especialidad de sus estudios, su esfuerzo refutatorio es tanto más de agradecer. Sin embargo, no estoy seguro de que no se enrede un tanto en los detalles, y enrede al lector poco atento. Ya en una discusión en la Revista de Libros le llamé la atención sobre su tendencia a confundir la complejidad de un asunto con el embrollo a la hora de explicarlo.
La crítica de Moradiellos, trata las, a su juicio, cuatro cuestiones básicas de la intervención extranjera, por este orden: génesis, motivaciones, entidad y trascendencia. Ese orden no parece un buen método expositivo, y perjudica la comprensión. Al enfrentarse con una masa de datos dispersos, el investigador puede empezar por cualquiera de ellos, pero una vez ha llegado a una conclusión, conviene ofrecerlos en un orden más inteligible. En este caso, creo que debiera haber empezado por el último punto, es decir, por la trascendencia de la intervención extranjera —que no depende de los puntos anteriores, salvo, y parcialmente, del tercero—, pues es el punto a partir del cual pueden valorarse los demás. Si la trascendencia hubiera sido escasa, entonces la gestación, las motivaciones y la misma entidad de la intervención serían cuestiones menores, aunque no por ello faltas de interés, desde luego. Si el crítico hubiera obrado así, habría ahorrado a sus lectores bastantes páginas de farragosas y a ratos confusas disquisiciones.
Ese fallo de exposición refleja, como veremos, otro más profundo. En historiografía se perciben fácilmente dos tipos de errores, los de detalle, inevitables incluso en los trabajos más cuidados, y los de enfoque, mucho más graves, pues suelen echar a perder esfuerzos de investigación muy laboriosos. Me parece que, desgraciadamente, algo así le ocurre a Moradiellos, como vamos a ver.
Empezaré por exponer mis tesis en torno a la trascendencia de la intervención extranjera, ya que difícilmente se hará una idea el lector que las conozca sólo por la presentación que de ellas hace mi crítico:
La primera tesis es obviamente la crucial desde el punto de vista de España, porque pone a las demás en su auténtica perspectiva, pero, sorprendentemente… ¡Moradiellos ni siquiera la aborda! Este olvido, en sí mismo, constituye uno de esos nefastos errores de enfoque antes aludidos.
Ampliaré brevemente la idea. El bando que, en principio, tenía más probabilidades de convertirse en títere de sus auxiliadores era el nacional, pues, al faltarle inicialmente, y por un buen período, medios de pago o industria propia, dependía enteramente del crédito que quisieran otorgarle Roma y Berlín, y carecía de margen de maniobra para imponer condiciones. El Frente Popular, en cambio, poseía ingentes recursos financieros —la cuarta reserva de oro del mundo, otras muy importantes de plata, las principales exportaciones…—, y podía comprar, incluso al contado, cuanto precisara. Además disponía de prácticamente toda la industria de guerra y de la base industrial, muy considerable en Barcelona, Vizcaya, Santander y Asturias.
Y sin embargo ocurrió lo contrario de las expectativas lógicas. El bando franquista, aunque haciendo concesiones menores, defendió su independencia con eficacia. Por ejemplo, tras ocupar Vizcaya mantuvo las exportaciones de hierro a Inglaterra, contra las aspiraciones de Hitler. O durante la crisis de Munich declaró su neutralidad en caso de conflicto europeo, para irritada decepción de Roma y de Berlín. Consintió un grado muy bajo de intrusión en sus decisiones militares, y no admitió que la Falange o cualquier otro grupo actuase como un partido agente de los alemanes o los italianos.
En cambio el Frente Popular cayó enseguida en una dependencia fundamental del Kremlin. Un canal de esa dependencia fue el envío del grueso del oro español a Moscú, al cual, nuevo motivo de asombro, apenas presta atención Moradiellos, como si careciese de relevancia. Pero la tuvo, y difícil de exagerar. Las discusiones al respecto han solido versar sobre si Stalin engañó a España con el oro, pero ese es un debate menor. El efecto realmente crucial del envío fue que el Frente Popular perdió el control sobre sus recursos financieros, tuvo que gastarlos en las condiciones impuestas por la URSS, consumiéndolos directamente en lugar de obtener créditos sobre ellos, y ni siquiera llegó a recibir jamás cuentas detalladas del gasto. Stalin, dueño efectivo de las reservas españolas, pudo imponer a su conveniencia los precios y los ritmos de envío de los materiales comprados, y con ello se hizo el amo del destino del Frente Popular. Los documentos del archivo de Largo Caballero, que he citado ampliamente en El derrumbe de la II República, muestran la angustia del gobierno español ante las constantes injerencias soviéticas, que debía tolerar ante el chantaje de no recibir las armas pagadas a alto precio. Las mejores de éstas iban a las unidades comunistas, y alguna operación bélica que pudo haber tenido vastas consecuencias (la ofensiva propuesta por Largo Caballero en Extremadura para cortar en dos la zona enemiga) fue saboteada por los asesores soviéticos, amos entonces de la aviación y los carros.
No fue el oro el único cauce por el que se escurrió la independencia de las izquierdas españolas. La URSS proporcionó numerosos consejeros, los cuales, sea cual fuere su número real —esto parece ser lo único que interesa a Moradiellos— tuvieron una influencia política y militar incomparablemente superior a la de los militares alemanes o italianos en el bando opuesto. El propio ejército del Frente Popular perdió toda relación con el diseñado por Azaña, y fue modelado al estilo soviético, desde los signos exteriores (como la estrella roja) hasta la intensa politización por medio de los comisarios políticos, o el extremo disciplinarismo de sus códigos, lindante con el terror. Tampoco tuvo paralelo entre los nacionales la intervención policíaca soviética. De hecho, la NKVD actuaba en España como en terreno colonial, al margen del gobierno español y dirigiendo de manera subrepticia a la misma policía secreta del Frente Popular. Algunos de los episodios al respecto (como el caso Nin) son bien conocidos y no hará falta repetirlos aquí.
El control soviético tuvo otra vía absolutamente fundamental, también olvidada sorprendentemente por mi crítico, y es la existencia en España de un partido agente de los intereses soviéticos, el PCE, rígidamente orientado desde Moscú. Desde su fundación en los años veinte, el PCE había supuesto un inmiscuimiento soviético en la política interna española, como señala Stanley Payne en su último libro, cuya lectura atenta recomiendo a Moradiellos; y durante la guerra se convirtió rápidamente, y gracias en buena medida a la «ayuda» estaliniana, en el partido más poderoso del Frente Popular. En ningún momento, insisto, jugó la Falange o cualquier otro grupo en el bando opuesto un papel ni remotamente similar al servicio de Berlín o de Roma.
Bien manifiesta quedó la hegemonía soviética en sucesos como la exclusión del poder de las fuerzas y políticos opuestos a Stalin, por poderosos que fueran. Así la CNT, o Largo Caballero, o Prieto.
Naturalmente, si Moradiellos pudiera demostrar que el Frente Popular mantuvo el control del oro y lo gastó de la manera más conveniente para él, que el PCE no obedecía a Stalin o que su influencia en el Frente Popular fue negligible, que los asesores y militares soviéticos no tuvieron más influencia que los alemanes e italianos, que la NKVD operaba bajo autoridad española, que la destitución de políticos anticomunistas fue una casualidad, etc., entonces no cabe duda de que habría derrumbado por completo mis tesis sobre la intervención extranjera, ya que las restantes caerían por su propio peso o serían secundarias. Lamentablemente, ni siquiera lo intenta, sino que se pierde en cuestiones interesantes, sin duda, pero accesorias, perdiendo su crítica mucho valor. Así pues, y en tanto otros historiadores no logren desmentirlo, debemos aceptar que el efecto más relevante de la intervención extranjera en la guerra de España fue la básica sumisión a Stalin por parte del Frente Popular, mientras que el bando nacional logró preservar su independencia.
Pasemos ahora a la segunda tesis. Sostengo que, en términos militares, la intervención se equilibró más o menos. Quien haya seguido la interminable discusión, desde hace unos treinta años, sobre qué bando recibió más aviones, tanques o artillería, comprueba cómo cada poco tiempo aparecen estudios que pretenden superar o desmentir a los anteriores. Moradiellos concede el mayor crédito a uno de ellos, el de Howson —se proclama de su «escuela»—, cuya concepción de la guerra es, como he expuesto en el libro sobre los mitos de ella, sencillamente pueril. Los datos de Howson sobre aviones y artillería han sido rebatidos por Jesús Salas y Artemio Mortera, a quienes sigo de preferencia. Pero no entraré ahora en ese debate, insisto en que secundario una vez clarificada la primera tesis. Admitiré en principio que mi crítico pueda tener razón en varios datos parciales, pero sigo inclinado a creer en un equilibrio básico, incluso con ligera supremacía de los suministros recibidos por las izquierdas.
Para ello me baso en la siguiente consideración: los nacionales comprometieron créditos por valor de unos 550 millones de dólares, principalmente con Italia y Alemania, mientras que el Frente Popular movilizó casi todo el oro (más de 700 millones de dólares), la plata (unas 1.300 toneladas, vendidas sobre todo en Usa) y otros efectos difíciles de evaluar, procedentes de exportaciones, requisas o simples saqueos —que alcanzaron enorme amplitud— de bienes particulares, estatales o eclesiásticos. El gasto total del Frente Popular, incluyendo los cuantiosos créditos concedidos por la URSS a última hora, fue muy superior al contrario, y pudo muy bien sobrepasar los 900 millones de dólares. ¿Qué hizo con suma tan ingente?
La cuestión podría dilucidarse en lo esencial si Moscú hubiera rendido cuentas precisas de su gestión del oro y otros bienes recibidos, pues entonces sabríamos qué material facilitó efectivamente, y a qué precio. Pero como no ha juzgado conveniente entregar esas cuentas, seguimos en el terreno de las estimaciones más o menos afinadas y en la valoración de documentos parciales, sobre las cuales no acaban de ponerse de acuerdo los especialistas. La URSS no sólo envió armas, sino también alimentos y otros productos de consumo, pues la ínfima productividad de la zona izquierdista se tradujo en la oleada de hambre mayor, con mucho, sufrida por España en el siglo XX, peor que las de 1941 y 1946. Pero aun así, si con todos esos recursos el Frente Popular obtuvo muchas menos armas que sus contrarios, como sostienen Moradiellos y otros, debemos concluir que Moscú estafó escandalosamente a sus protegidos, o bien que éstos mostraron una ineptitud o corrupción no menos escandalosas.
Sin embargo me inclino a creer que Stalin no estafó de modo significativo al Frente Popular. Él comprendió muy bien (mejor que Moradiellos, desde luego) que la clave de la victoria no consistía tanto en las armas como en la creación de un ejército eficiente, capaz de sacarles partido. Sus directrices al Frente Popular en ese sentido están cargadas de sensatez y sentido común, y logró que se cumplieran en lo esencial. También insistió, con menor éxito, en el desarrollo de una fuerte industria de guerra en España. No tiene lógica que, con esa política general, fuera luego a dejar desabastecido al ejército. A falta de las cuentas, por tanto, opino que Stalin debió de limitarse a cobrar sus armas a precio alto, quizá abusivo a veces, pero la URSS, debemos tenerlo presente, debía alimentar su propio rearme frente a Alemania, y no estaba en posición de regalar nada.
En cuanto a la ineptitud y corrupción en los dirigentes frentepopulistas, está bien acreditada, y Moradiellos puede leer la abundante documentación al respecto en los libros del historiador anarquista Francisco Olaya. (Por contraste, los nacionales negociaron duramente con Alemania, logrando rebajar notablemente los pagos, y pagaron el material italiano a precio de saldo, al hacerlo después de la guerra mundial, con una lira muy devaluada). Pero me cuesta creer que esa combinación de ineptitud, corrupción y altos precios alcanzara tal volumen que, habiendo gastado el Frente Popular mucho más que sus contrarios, recibiera muchas menos armas. Por ello sigo creyendo en la corrección básica de los datos aportados por Jesús y Ramón Salas.
Sea como fuere, parece claro que en la lucha por obtener armas, el bando nacional mostró mucha mayor eficiencia y menor corrupción, sobre todo si fuera cierta la pretensión de Moradiellos, es decir, que obtuvo muchas más armas pese a disponer de menos recursos. Además, pagó esas armas en excelentes condiciones, hipotecando lo menos posible la economía del país, mientras que sus contrarios privaron a España de casi todas sus reservas financieras y de cuantiosos bienes expoliados a particulares, al patrimonio nacional y a la Iglesia.
En fin, tampoco pudo ser decisiva la presencia de extranjeros, aun si aceptamos, como sostiene Moradiellos, un número bastante superior de ellos en el bando franquista. Pues como cada bando llegó a movilizar a más de un millón de hombres durante bastante tiempo, y el número total de extranjeros a lo largo de la contienda se distribuye en números mucho menores en cada etapa, al rotar con frecuencia, el total nunca debió de sobrepasar el 10 por ciento, probablemente el 5 por ciento la mayor parte del tiempo.
Por consiguiente los aportes externos no pudieron ser decisivos, tomando la guerra en su conjunto. Pero pudieron serlo en algún momento particular. A mi juicio así ocurrió, concretamente en la batalla de Madrid de noviembre de 1936, mientras que los neoestalinistas suelen atribuir ese carácter determinante al paso del estrecho por las tropas de Franco en julio-agosto del mismo año.
Mi tesis descansa en la siguiente consideración: dada la imposibilidad de conquistar una ciudad de un millón de habitantes con las bregadas pero escasas fuerzas del Ejército de África, Madrid sólo podía caer si sus defensores estaban tan desmoralizados que apenas ofreciesen resistencia. Esa desmoralización parecía lograda después de la liberación del mítico alcázar de Toledo, y la conquista de la capital pudo haber dado fin a la guerra a sólo cinco meses de iniciada, con una intervención exterior insignificante (algo mayor en aviones, aunque la guerra de España fue esencialmente de infanterías), y con empleo de pequeñas columnas en vez de grandes unidades militares. Pues bien, según los franquistas avanzaban desde Toledo a Madrid, afluían el material, los asesores y tropas especiales soviéticas, unto con las brigadas internacionales, y, siguiendo la consigna comunista, estaba en formación un ejército regular de nuevo tipo, todo lo cual iba a transformar por completo la contienda.
Y así, en vísperas del ataque a Madrid, las izquierdas disponían no sólo de más tropas, sino también de más y mejores medios de combate (artillería, tanques y aviones), de una posición táctica muy superior y, lo que en aquel momento contaba mucho más, de una nueva moral de defensa a ultranza y contraataque. El valor de las brigadas internacionales, por ejemplo, fue ante todo moral, y la agitación, sobre todo comunista, logró cambiar el clima de desánimo de los defensores, mientras la «quinta columna» era aplastada con métodos muy reminiscentes de los soviéticos. La intervención soviética fue decisiva, en lo material y lo moral, y si no consiguió, como pretendía, triturar a las débiles columnas de Franco, al menos impidió la caída de la ciudad, determinando la prolongación de una contienda que pudo haber sido muy corta, la formación de verdaderos ejércitos de masas y la escalada en los aportes extranjeros (los alemanes organizaron entonces la Legión Cóndor, que empezó a actuar después de la batalla de Madrid, y los italianos el CTV, cuyas unidades empezaron a llegar también un mes después de dicha batalla). Luego, a lo largo de 1937, la intervención de Hitler y Mussolini iría equilibrando y más tarde superando a la de Stalin, con diversas alternativas hasta el final de la guerra, pero en una situación de conjunto decidida en la batalla de Madrid.
Moradiellos pasa por alto, una vez más, esta decisiva ocasión, y en cambio menciona el puente aéreo sobre el Estrecho de Gibraltar: «Sin la oportuna ayuda nazi y fascista en la última semana de julio de 1936, ¿cómo se hubieran recuperado los insurgentes del trauma que supuso el inicial fracaso del golpe militar faccional en casi la mitad del país?». Él y otros han insistido mucho sobre los aviones recibidos por los rebeldes, que habrían transformado un golpe militar fracasado en una contienda en toda regla. Pero esa versión está refutada en Los mitos de la guerra civil, basándose en la cronología y en los datos de Jesús Salas y otros.
El puente aéreo sobre el Estrecho tuvo, desde luego, dichas consecuencias trascendentales, pues baste recordar que el golpe ideado por Mola fracasó, dejando en manos de las izquierdas la práctica totalidad del dinero y la industria, la mayoría de las grandes ciudades, la mayor extensión peninsular, la mayoría de las fuerzas de seguridad —mucho mejor entrenadas que las tropas de reemplazo—, la mitad aproximadamente del ejército, y, grosso modo, dos tercios de la aviación y la marina. Y la única baza que restaba a los rebeldes, el pequeño Ejército de África, estaba aislado en Marruecos. En estas condiciones, el puente aéreo consiguió tres objetivos estratégicos de primer orden: consolidar a Queipo de Llano en Andalucía occidental, llevar municiones a Mola, que estaba desesperadamente falto de ellas en la zona norte, y unir por Extremadura las zonas norte y sur de la rebelión. Sin esos logros, la rebelión habría sido inexorablemente aplastada.
Pero, contra lo que dice Moradiellos, el cruce aéreo del Estrecho fue iniciado con aviones españoles (más uno alemán requisado), y había alcanzado sus principales objetivos antes de cualquier intervención significativa de los aviones alemanes e italianos. La aportación germanoitaliana simplemente mejoró para los rebeldes un panorama cambiado ya en lo fundamental por los escasos aviones hispanos. Moradiellos no puede ignorar esto, pero sigue la táctica de hacerse «el loco» y repetir la vieja letanía. Incidentalmente, esa táctica ha sido muy empleada por los neoestalinistas, sobre todo cuando conseguían marginar y sepultar en el silencio a sus refutadores, lo cual, imagino, va a resultarles más difícil en adelante.
Prefiero no extenderme mucho sobre comentarios como: «Sin la constante ayuda militar, diplomática y financiera prestada por la Alemania de Hitler y la Italia de Mussolini, es harto difícil creer que el bando liderado por el general Franco hubiera podido obtener su rotunda victoria absoluta e incondicional». Esto, en la medida en que no es una perogrullada, empuja al engaño, porque olvida el otro lado de la cuestión: «Sin la ayuda de la URSS de Stalin, el Frente Popular no habría podido resistir casi tres años». Esa ayuda, que privó de independencia a las izquierdas, se extendió hasta la propia concepción del Ejército Popular de la República, de inspiración soviética, y que no era ninguna broma (lo habían sido en buena medida las columnas milicianas, a pesar de ser mandadas generalmente por militares profesionales y vertebradas con fuerzas de seguridad y tropas regulares). Su modelo soviético, debe recordarse, había vencido en Rusia a las tropas «blancas», apoyadas por diversas potencias capitalistas.
La principal debilidad del nuevo ejército del Frente Popular no radicó en la supuesta falta de armas, sino en las rivalidades entre sus fuerzas políticas. Los comunistas hubieron de aplicar grandes esfuerzos no sólo a orientar y dominar el ejército, sino a desbancar por una parte, y conciliar por otra, a sus aliados anarquistas, socialistas, republicanos y nacionalistas. Necesitaban desplazarlos —y lo hicieron por métodos a menudo sangrientos— pero no anularlos, por la necesidad política de mantener la ficción de una «república democrática». Esta exigencia política redundaba inevitablemente en un menor rendimiento militar. Pero la tutela comunista se hacía cada vez más insufrible a sus aliados, hasta que, tras la caída de Cataluña, se planteó a éstos crudamente la opción: ¿Franco o Stalin? Muy hartos tenían que estar de éste cuando eligieron al primero.
Según mi punto de vista, una guerra la gana, salvo en caso de desproporción abrumadora de fuerzas, el ejército mejor mandado y organizado. Resultó serlo el de Franco, pese a haber partido con una inferioridad tal que su derrota parecía garantizada. Las cualidades del mando incluyen, en el caso español, la destreza para conseguir ayuda exterior. Y en este punto, precisamente, la ventaja del bando nacional fue inmensa, no porque obtuviera más medios, sirio porque los obtuvo a un coste mucho menor, y no sólo en términos económicos, sino, lo que es mucho más fundamental — aunque Moradiellos no parece entenderlo—, políticos, es decir, sin sacrificar su independencia. Al no enfocar así el asunto, el crítico se pierde en consideraciones y detalles secundarios, cuando no triviales, como hacen Howson y otros (está en abundante, si no muy buena, compañía).
Y vamos con la tercera tesis, que abarca la de las motivaciones y génesis de las políticas extranjeras hacia España. En mi opinión, todas esas políticas giraron sobre un mismo eje: la preocupación por una guerra europea en vías de gestación acelerada, y para la que ninguna potencia se sentía bien preparada. En líneas generales, Alemania e Italia vieron en la contienda española una oportunidad de ganar posiciones políticas, Francia y Gran Bretaña querían aislar la «hoguera» española, evitando su propagación a Europa, y la URSS trató de mantener las llamas por los motivos opuestos. Cada una de estas posiciones básicas tuvo evoluciones y alternativas a lo largo del conflicto, pero siguió, en definitiva, esas líneas básicas.
El problema principal planteado por Moradiellos es el de la actitud soviética, distinguiendo entre la tesis del «honesto Stalin» y la del «pérfido Stalin». Eso me parece un enredo insustancial, que olvida, para empezar, la mentalidad comunista.
En definitiva, ¿quería Stalin aislar al nazismo con el fin de salvaguardar la paz en Europa, o buscaba otra cosa? El amo del Kremlin era demasiado realista para creer en la paz. En varias ocasiones había advertido sobre la «inevitabilidad de una nueva guerra imperialista», idea «científica», coherente con la doctrina marxista-leninista. Siendo así, todo dependía, empezando por el destino de la URSS, de si la contienda empezaba por el este, entre Alemania y la URSS, o por el oeste, entre Alemania y las potencias occidentales. Si el conflicto estallaba por oriente, el sistema soviético se vendría probablemente abajo. Pero si se desarrollaba en el oeste, Europa occidental quedaría devastada y abonada para la revolución comunista. El cálculo resulta obvio para cualquier mirada libre de telarañas ideológicas.
Stalin orientó todos sus movimientos a desviar la guerra hacia el oeste (y a su vez entendía las concesiones de las democracias a Hitler como un intento de desviar a éste contra la URSS, en lo que probablemente tenía alguna razón). A partir del triunfo nazi en Alemania, tan directamente amenazador para Moscú, cobraron el máximo relieve los intereses directos de la URSS como primer, y por el momento único, sistema socialista del mundo, cuya existencia no debía poner en riesgo ninguna acción revolucionaria bienintencionada, pero aventurera. Por esa razón, Stalin transformó radicalmente la línea de la Comintern, pasando del enfrentamiento con las «democracias burguesas» y sus agentes socialdemócratas o «social-fascistas», a buscar la colaboración con todos ellos. Ahora trataba de aislar al nazismo mediante la táctica de los frentes populares.
Los frentes populares perseguían «agravar las contradicciones» entre los países fascistas y los democráticos, empujando a éstos contra aquéllos. A tal fin, el Kremlin, el más acérrimo enemigo de las democracias y el mayor promotor de guerras en todo el mundo desde 1917, desplegó con la mayor desenvoltura las banderas de la paz y la libertad, convirtiéndose en adalid de ambas. ¡Y lo hizo mientras en la propia URSS el terror alcanzaba su cenit, sin que ello preocupase a los muchos simpatizantes burgueses que cosechó su nueva política! Fue una verdadera hazaña de la propaganda, que pervive en intelectuales como Moradiellos.
Una cuestión irresuelta es la de si Stalin utilizaba los frentes populares para presionar y en definitiva buscar por una vía tortuosa el entendimiento con Hitler, en lugar de para aislarlo y sumirlo en la impotencia. Krivitski afirmó lo primero: los frentes populares no pasaban de ser un medio indirecto de llegar a un acuerdo con Hitler, objetivo fundamental de Stalin. Los simpatizantes burgueses de Stalin han desestimado el testimonio de Krivitski, pero el mismo se ha venido corroborando en lo principal, entre otras cosas en el final pacto nazi-soviético, totalmente inesperado para tantos expertos.
¿Qué papel representaba España en esta situación? Es evidente —salvo para un neoestalinista— que el Kremlin no podía defender la democracia en España (ni en ningún otro país), porque tal régimen no le importaba lo más mínimo, y porque en el Frente Popular no existía democracia, como Azaña reconoció con estas palabras y de otras muchas formas indirectas. Tampoco defendía la paz dentro de nuestro país, pues consiguió alargar el conflicto más de dos años.
Pero ¿defendía la paz en el resto de Europa, aun a costa de prolongar la guerra en España? Aquí hemos de considerar dos puntos de vista. Según los británicos, y en menor medida los franceses, la defensa de la paz europea consistía en evitar la propagación del conflicto español a Europa. Según los soviéticos, la única forma de impedir la guerra europea consistía en frenar en España a Hitler y Mussolini.
Para sostener su postura y empujar a las democracias a un compromiso más activo con el Frente Popular, Moscú presentó nuestra pugna civil como una lucha por la independencia y contra la invasión nazifascista. Si la «invasión» triunfaba, España se convertiría en una dependencia alemana o italiana, y las democracias quedarían en posición desventajosísima, amenazadas en sus líneas de comunicaciones y otros intereses vitales. Por ello les convenía intervenir, o al menos favorecer, el triunfo de las izquierdas españolas. Además, si el nazismo era enérgicamente frenado en España, renunciaría a nuevas agresiones.
Estos argumentos parecen tener peso, pero su cálculo es ilusorio, y no lograron convencer a Londres. Si alguien perdió su independencia fueron las izquierdas españolas, como hemos visto. Y no era seguro el efecto disuasor de frenar a Hitler en la Península, pues este escenario tenía para él valor secundario en comparación con el centroeuropeo. Por otra parte, Londres temía verse arrastrada a una degollina general, para la cual no se sentía preparada y que, en cualquier caso, resultaría tan desastrosa para el occidente europeo como beneficiosa para los soviéticos. Además, los británicos, que simpatizaban tan poco con la presencia soviética como con la nazi, y detestaban la revolución en marcha en nuestro país, estimaron, con acierto, que difícilmente Italia y Alemania harían un pie firme en España.
En suma, para la URSS la defensa de la democracia y la paz era sólo, y sólo podía ser, un pretexto para desviar las tensiones internacionales lejos de sus fronteras, probablemente con la intención de precipitar una nueva guerra «interimperialista», y una cobertura para asegurarse un satélite con el cual jugar en dicha guerra. Este esquema permite entender los hechos, que de otro modo se vuelven incoherentes.
Se ha señalado a menudo la aparente contradicción entre la insistencia soviética en hacer causa común con las democracias contra Hitler, y su política de satelización del Frente Popular, que necesariamente tenía que alarmar a las democracias. Era la misma contradicción que había, dentro de España, entre la defensa aparente de la democracia burguesa por el PCE y la dominación por éste de los principales resortes del poder, empezando por el ejército. Esta doble política ha desconcertado a muchos comentaristas que, cándidamente, consideran un «error» del Kremlin su política de dominación en España. Pero Stalin la veía como una contradicción «dialéctica», en la terminología marxista. Así, la lucha «contra el fascismo», por la «independencia» y la «democracia», debía arrastrar al conjunto de las izquierdas españolas en torno al PCE, convirtiendo a éste en la fuerza hegemónica, como efectivamente ocurrió. De modo similar, los llamamientos a la intervención de Francia y Gran Bretaña contra Alemania debían impulsar una confrontación entre todos ellos o, en el peor de los casos, impedir a las democracias actuar directamente contra un Frente Popular español dirigido por los comunistas.
La táctica de los frentes populares no sólo pretendía concitar las mayores alianzas posibles contra el nazismo. También tenía otro punto esencial utilizar el impulso de la lucha «antifascista» para dar pasos decisivos hacia la revolución en cada país. Este segundo punto, expuesto con plena nitidez en los documentos programáticos, quedaba en cambio difuminado, por razones obvias, en la propaganda exterior. Por eso suelen olvidarlo tanto los historiadores adeptos a Stalin como los crédulos burgueses influidos por esa propaganda. Sin tener en cuenta ese punto se vuelve ininteligible la política soviética en España, reducida a un penoso «error». Pero el error está en ellos, no en Stalin.
Avanzado 1938, el Kremlin parece haber dado por perdido su juego en España, que tampoco le interesaba ya mucho. Ni había logrado involucrar a las democracias ni podía pensar, no ya en la victoria, sino ni siquiera en prolongar mucho la contienda. Bien fuera que todo el tiempo los frentes populares hubieran sido sólo una cobertura o un medio tortuoso para pactar con los nazis, como sostienen algunos, o que simplemente Stalin diera la experiencia por fracasada, los tratos con Alemania, sobre todo después de Munich, debieron de cobrar para él la máxima urgencia, y en todo caso el entendimiento con Hitler llegaría pronto. En teoría, la política de Negrín y los comunistas consistía en mantener la guerra civil hasta unirla a la mundial, pero hacia finales de 1938 casi todos los asesores soviéticos en España desaparecieron discretamente. Y cuando, por fin, gran parte de los anarquistas, socialistas y republicanos se rebelaron contra Negrín, entonces el PCE, partido agente del Kremlin, apenas opuso resistencia, pese a tener bajo su mando el grueso del ejército. Pero, en la versión propagandística, los comunistas habrían estado luchando por la democracia y la paz en Europa hasta el final y en primera línea, siendo traicionados finalmente no sólo por las democracias reales, sino por sus propios aliados izquierdistas en España. ¡Qué prodigio!
Aunque se insiste en la guerra española como primera fase de la mundial, en realidad esta última comenzó no con un enfrentamiento entre Hitler y Stalin, como en España, sino con un acuerdo entre ambos, y con la intervención directa de las democracias que en España se habían negado a actuar, mientras que Franco, supuestamente títere de las potencias fascistas, se mantenía neutral. Es difícil encontrar más diferencias, y sin embargo muchos siguen empeñados en la leyenda.
En fin, sobre estas tres cuestiones, empezando por la primera, podríamos debatir, sí Moradiellos quiere, porque son las realmente significativas.
Debo hacer una referencia a otra actitud de mi crítico, muy poco democrática y nada académica. En su escrito afirma sentir «humilde perplejidad ante las airadas denuncias de censura contra mis libros». ¿Humildad o hipocresía? En primer lugar no son airadas, sino denuncias, simplemente. Y en segundo lugar están muy justificadas. Tanto Javier Tusell como el PSOE y la UGT han abogado abiertamente por la censura contra mis libros, y por un escarmiento a Carlos Dávila, el periodista que se atrevió a romper en TVE una costumbre censora bien establecida. Menos abiertamente, la censura se ha impuesto de hecho en amplios medios de masas o en ámbitos universitarios. Estas cosas no las ignora Moradiellos, como tampoco que en poderosas cadenas —nunca mejor llamadas— mediáticas se ha despotricado de manera insultante y descalificatoria contra mí y mis trabajos, sin darme la menor opción a contestar.
No menos estalinista se muestra cuando justifica la vulneración del derecho de réplica en la prensa. Él mezcla, retorcidamente, esa denegación del derecho con el rechazo de colaboraciones no pedidas, cosa esta última normal y ajena a la primera. Y a continuación dice alegremente que vulnerar el derecho de réplica es «práctica habitual y generalizada». Lo ha venido siendo, en efecto, contra historiadores como los hermanos Salas Larrazábal, pero dudo mucho que contra los de la tendencia de Moradiellos, los cuales han tenido estos años acceso privilegiado a los medios. Tales prácticas enturbian el debate intelectual y manipulan la información al público. Y denunciarlas no es hacer «victimismo», como él indica, sino combatir una pésima costumbre con la que él no parece sentirse incómodo. El notable éxito del libro (va por los 90.000 ejemplares) se debe a que ha logrado superar, un tanto inesperadamente, esas barreras y trabas, ante las que otros han caído.
Creo que si el crítico logra escapar a defectos y embrollos como los indicados, el debate con él resultaría más fructífero.
La satelización del Frente Popular por Stalin
En un trabajo que «se ha beneficiado del apoyo financiero del Ministerio de Ciencia y Tecnología», el señor Moradiellos insistía, en el número 16 de El Catoblepas en sus críticas, sin demasiadas variaciones. Aunque se manifiesta azañista, muestra también su proclividad por Negrín, cuya política tanto llegó a detestar Azaña, por cuanto «el análisis de Negrín era imbatible (“La única realidad, por mucho que nos duela, es aceptar la ayuda de la URSS, o rendirse sin condiciones”) (…). Por cierto que al respecto ofrece novedosos “datos” el libro de documentos del servicio secreto soviético editado por Ronald Radosh y su equipo: en clara contradicción con la afirmación de que Negrín se había convertido en “instrumento” del PCE, los textos recopilados informan de que “con frecuencia cedía a la presión de otros y no llevaba a cabo los planes que había prometido”. Una revelación interesante».
La crítica de verdadera entidad que me hace Moradiellos se refiere a mi enfoque «dualista» de la contienda, pues yo no habría tenido en cuenta la existencia de una «tercera España», o el esquema de las «tres erres» (reformistas, revolucionarios y reaccionarios), que él supone capaz de explicar la historia española durante, al menos, el primer tercio del siglo XX. Yo me habría fijado sólo en las dos últimas «Españas». Partiendo de un enfoque tan simplista y erróneo, toda mi interpretación de la guerra resultaría falseada en mayor o menor proporción.
Esto tiene el máximo interés, pues nos aparta un poco de las argumentaciones secundarias o colaterales en que, tengo la impresión, se pierde a menudo el crítico, y en las que muchas veces no se sabe bien si acepta mis puntos de vista o me critica cosas que no he dicho.
Insiste Moradiellos asimismo en «subrayar nuestra muy humilde perplejidad ante sus airadas denuncias de censura y velada persecución por parte de grandes cadenas mediáticas [hacia mis libros]. Y no admitimos que en esta afirmación haya más hipocresía de la que pueda haber en sus argumentaciones para desmentirla. Ni un mínimo grado de más. Usted sabe muy bien que el supuesto derecho de réplica no tiene existencia jurídica alguna y por eso mismo no ha recurrido a la justicia para enmendar un derecho conculcado. Puede considerarse una costumbre de buen gusto y hasta un ideal de pureza democrática. Pero nada más (…). Por tanto, reiterar por tierra, mar y aire que se le ha negado tal derecho en un medio de comunicación (aunque sea el olímpico diario El País) y que se le ha censurado por ese motivo, no es más que un ejercicio de dramatización victimista improcedente y retóricamente interesado». Este punto es, naturalmente, muy menudo en la polémica, pero le presto atención por cuanto refleja una característica tendencia censoria. Y paso a la respuesta, publicada también en El Catoblepas.
Decía en el anterior escrito que, en cuanto a la intervención exterior, la cuestión clave desde el punto de vista español, es la del carácter que adoptó en cada bando, pues supeditó el Frente Popular a Stalin, mientras que no ocurrió nada parecido en el bando franquista. En su tendencia a divagar, Moradiellos ni siquiera había abordado esta cuestión, sospecho que ni siquiera se había percatado de su importancia. Pero ahora por fin, tras mucho preámbulo, tiene que admitirla un poco. Menos mal.
Sin embargo, sus críticas carecen, una vez más, de rigor. Antes resumí: «Si Moradiellos pudiera demostrar que el Frente Popular mantuvo el control del oro y lo gastó del modo más conveniente para él, que el PCE no obedecía a Stalin o que su influencia en el Frente Popular fue negligible, que los asesores y militares soviéticos no tuvieron más influencia que los alemanes e italianos en el bando contrario, que la NKVD operaba bajo autoridad española, que la destitución de políticos anticomunistas fue una casualidad, etc., entonces no cabe duda de que habría derrumbado por completo mi tesis básica sobre la intervención externa, ya que las demás caerían por su peso o serían asunto menor». ¿Cómo replica a esto el ilustre especialista? Empieza por decir, prometedoramente: «¡Ojo! No se trata de negar lo innegable: que la URSS intervino en la política interior republicana». Pero, a continuación, con su tendencia a irse por las ramas… pues se va por las ramas, con una disquisición sobre el carácter de la república desde 1931, las «tres Españas», etc. También tocaré esos temas, pero en su momento, pues de otro modo el debate se convertiría en un monumental enredo.
No sólo la URSS, también Italia y Alemania intervinieron, o lo intentaron, en la política interior española. La diferencia está en que los últimos no lo consiguieron, o sólo de manera poco significativa, mientras que Stalin hizo mucho más que simplemente intervenir. Para cualquier persona algo enterada de las circunstancias no puede caber la menor duda del predominio soviético en España, ejercido, como ya dije, por tres vías complementarias: el control del oro, la posesión de un partido-agente, el PCE, y la actuación de los asesores y de la policía política soviética, que operaba en España como en una colonia.
Son datos de tal peso que el asunto queda bien claro, pero Moradiellos se las arregla para salirse por la tangente una vez más. Sobre el oro, en lugar de reconocer que el Frente Popular perdió su control, se embarca en las disquisiciones y justificaciones ofrecidas por los políticos responsables de su entrega a Stalin, asegurando que «no había otro remedio». Esas justificaciones a posteriori, así como la proyección de las culpas de unos responsables sobre otros, sólo prueban hasta qué punto dichos responsables comprendían la magnitud de la ilegalidad —por llamarla suavemente— cometida, y de sus nefastas consecuencias, y, desde luego, no desmienten, sino que confirman lo arriba dicho: el gobierno español perdió el dominio de sus reservas, y Stalin, dueño del suministro de armas al Frente Popular, se hizo también dueño del destino de éste.
Los papeles de Largo Caballero, no destinados a la propaganda y que he citado con cierta extensión en El derrumbe de la II República, y otros testimonios, demuestran inapelablemente que:
Todas estas cosas deben parecerle normales o perfectamente justificables a Moradiellos, como a Viñas y a tantos otros panegiristas de Negrín. Pero si los encuentran justificables sólo puede ser porque tanto la legalidad como la transparencia (incluso dentro del mismo gobierno) como, sobre todo, la independencia de España, les resultan cosas sin mayor relevancia. Conviene señalar esta implicación inequívoca, porque si no nos perderíamos en enredos palabreros. Mi punto de vista es que la cuestión central de la intervención soviética consiste en el sometimiento del Frente Popular a Stalin, mientras que para Moradiellos y demás, eso apenas tiene interés, por lo que desvían la atención de los hechos, centrándola en las justificaciones.
Una vez clarificado este punto, vamos a esas justificaciones. Como sabemos, Prieto y Largo dan versiones distintas y culpan a Negrín, mientras que éste sólo nos ha dejado explicaciones propagandísticas y sin reflexión ulterior, pues no ha escrito, que se sepa, memorias ni análisis retrospectivos —cosa increíble, dada su responsabilidad, pero también muy ilustrativa—; y Azaña guarda un silencio clamoroso. Por alguna razón no muy precisada, Moradiellos prefiere las justificaciones propagandísticas de Negrín y, en lo que le apoyan, las de Largo.
Según esas justificaciones, se entregó el oro a Moscú «porque no había otro remedio», dada la actitud de las democracias (al respecto cuela también una desvirtuación, pretendiendo que Viñas y Aceña sostienen la misma idea. Aceña no cree necesaria la entrega. Todo lo contrario). El argumento indica mucho, pues supone reconocer que fue un mal, aunque «inevitable». El mal, rara vez mencionado, consistía precisamente en la supeditación a Stalin, probablemente el tirano más brutal y sanguinario del siglo XX, en rivalidad con Hitler (aunque éste apenas había iniciado entonces su escalada exterminadora). Se trataba, implica Negrín, de elegir entre la rendición incondicional a Franco o la sumisión a Stalin. Examinemos las dos opciones. La primera significaba aceptar una fuerte represión —aunque ni mucho menos la pretendida por la propaganda—, pero en compensación habría muchos menos muertos y destrozo del país, el cual mantendría. además, su independencia. La segunda suponía perder la independencia, destruir buena parte del país y aumentar en decenas o cientos de miles las víctimas, aunque, de salir bien las cosas, ofrecería a la izquierda la ocasión de ser los perseguidores y no los perseguidos al final de la contienda. Dejemos esto aquí ahora, pues ya veremos el final de esta elección entre Stalin y Franco.
Pero incluso al centrarse en la retórica justificadora de la entrega del oro, y darle crédito por las buenas, Moradiellos olvida algo esencial. Las justificaciones se construyen cuando la guerra está perdida y casi todos se han desengañado de la URSS. Ahora bien, la entrega del oro se planeó y efectuó muy poco tiempo después de la constitución del gobierno de Largo Caballero en septiembre de 1936, «gobierno de la victoria», como se llamó, y muy razonablemente, dado el balance de fuerzas materiales. En ese momento, Largo, Negrín y Prieto no estaban meramente hartos de la abstención de las democracias, pues se identificaban con ellas muy poco o nada, sino que, por el contrario, confiaban en Stalin de manera casi ciega —ni siquiera le pidieron acreditación de la propiedad del oro, como hemos visto—. Éste es el punto definitorio. Para los entreguistas, Stalin venía a ser un modelo. Los tres habían sido dirigentes u organizadores de la insurrección socialista de octubre de 1934, planeada textualmente como una guerra civil y contra un gobierno democrático, a fin de imponer en España una dictadura proletaria, es decir, un régimen similar al soviético. Las disputas posteriores entre Largo y Prieto —apoyado por Negrín— se habían difuminado con motivo de la guerra, radicalizándose de nuevo los tres. La ayuda de Stalin auguraba por entonces la victoria y el ajuste de cuentas al enemigo, y el coste de todo ello preocupaba muy poco a aquellos políticos socialistas. Al aceptar las justificaciones tal cual, olvidando la cronología, las circunstancias y los precedentes, Moradiellos, como Viñas y otros, cometen un grave error de método. El oro, en fin, no fue entregado a la URSS porque no hubiera más remedio. Lo fue porque los jefes socialistas tenían el más elevado concepto de Stalin y su régimen.
Observemos, además, que el «no había más remedio» podría aplicarse con mucha mayor razón al bando franquista, que, falto de recursos financieros, de industria y legitimidad internacional, estaba en principio atado de pies y manos ante la presión de las potencias fascistas amigas. Pero, ya ve Moradiellos, ¡sucedió exactamente al revés! Los nacionales consiguieron mantener su independencia, pese a las condiciones realmente adversas.
No resulta más agudo el comentarista en cuanto al segundo factor de imposición soviética, el PCE. Si en el caso anterior sustituía al análisis de los hechos y sus consecuencias por la aceptación acrítica de la retórica de Negrín, ahora vuelve a desviarse de la cuestión para centrarse en una interpretación de la política comunista. El punto decisivo es si el PCE fue un partido agente de Stalin o no, y si su influencia en el Frente Popular de la guerra fue importante o no. La respuesta indiscutible a ambas preguntas es sí, y ni el enredo más sofisticado podrá disimularlo. El PCE no sólo influyó en el Frente Popular, se convirtió en el partido hegemónico de éste. Dejó enseguida de ser un partido menor, aliándose con el poderoso sector bolchevique del PSOE para luego defenestrarlo cuando se cruzó en su camino. A los nueve meses de guerra había alcanzado tal fuerza que se deshizo simultáneamente de la antes potentísima CNT y del pequeño POUM, y obligó a retroceder a los nacionalistas catalanes. Desde entonces su peso político no hizo sino aumentar: controló la mayor parte del ejército, y, sobre todo, la mejor armada y operativa, así como la policía y otros resortes del poder, defenestró a Prieto como había hecho con Largo, desbarató maniobras adversas como las esbozadas por Azaña y los nacionalistas vascos y catalanes, dividió de nuevo a la CNT e impuso su estrategia general.
Este enorme poder vino al PCE no sólo por «el oro de Moscú», sino también por sus propios méritos, aunque inspirados también por Moscú: era el único partido izquierdista con una estrategia digna de tal nombre la de los demás apenas iba más allá del ansia por sobrevivir a cualquier precio—; y poseía una disciplina férrea, y un impulso proselitista que le llevó a configurarse como el partido más fuerte, tanto en número como, principalmente, en capacidad operativa y maniobrera. Todo ello al servicio primordial no de España sino de la URSS, la potencia más totalitaria y mortífera del siglo XX, ¿o tiene alguna duda al respecto Moradiellos? ¿O cree que la Falange tuvo un papel similar al servicio de Alemania o de Italia? Tampoco aquí la injerencia del Kremlin provoca en Moradiellos ningún problema, debido a su evidente desinterés por la independencia de España. Pero esta cuestión, insisto, es la principal y debe quedar bien clara como base de la discusión.
En lugar de aclararla, Moradiellos se desvía hacia la política concreta del PCE, la cual encuentra muy aceptable. Vamos con eso, como antes con las justificaciones por el envío del oro a Moscú. Según él, la política comunista se basó en la «colaboración con el alto mando republicano», y en el «interés recíproco» entre el PCE y «los republicanos de izquierda, los socialistas moderados [los de Prieto y Besteiro, dice él, identificando falsamente a ambos. Representaban tendencias muy diferentes, nada moderada la de Prieto] y los restantes soportes organizados del programa reformista». Todos ellos tenían interés no sólo en vencer al enemigo, sino también en acabar con la revolución en la zona izquierdista, viene a decir mi crítico.
Expresiones tales inducen a pensar en algo así como una colaboración entre iguales. Craso error. En cuanto a la «colaboración con el mando republicano», el ejército implantado en el Frente Popular ya no era el de Azaña, sino de tipo soviético, aunque incompleto, y los mandos que no colaboraban con los comunistas eran apartados, incluso asesinados. Por sintetizar, no colaboró el PCE con Rojo, sino Rojo con el PCE.
Y en cuanto a los «reformistas», su inconsecuencia e ineptitud para pensar en términos estratégicos, puesta de relieve sangrantemente por Azaña, permitió al PCE manejarlos y neutralizarlos. Los comunistas tenían su propia línea revolucionaria, como explicaron mil veces, aunque los Moradiellos prefieran hacerse los sordos al respecto. Ya antes de julio del 36, la táctica comunista consistió en presionar al gobierno reformista para que aniquilase a las derechas y encarcelara a sus jefes, dando así un muy largo paso hacia la revolución. Luego, al estallar la guerra cundió por el país una revolución anárquica, más bien que anarquista, desatada, nótese bien, por el gobierno reformista de Giral al ordenar el reparto de armas. Entonces el PCE procuró, por una parte, la alianza con todos, desde los ácratas a los reformistas, y por otra intentó dar marcha atrás a la anarquía. Ello interesaba mucho a Moscú, porque aquella revolución incontrolable había espantado a las democracias, dificultando su intervención en España. Pero Stalin no quería simplemente la intervención de las democracias, ni el mero acuerdo con los reformistas españoles. Él buscaba arrastrar a todos ellos y, so pretexto de ganar la guerra, asegurar la preponderancia comunista en los órganos decisivos del estado, de modo que al final nadie pudiera oponerse a su «democracia de nuevo tipo», un régimen revolucionario propio.
Y lo consiguió básicamente, en un proceso estudiado por Bolloten y que he expuesto con algún detenimiento en El derrumbe de la II República. Como no ignora Moradiellos, en esa «colaboración contrarrevolucionaria» entre comunistas y reformistas, quienes llevaron la batuta fueron los comunistas, y ellos también quienes se fortalecieron con enorme rapidez, y no los divididos, desconcertados e incapaces reformistas, cada vez más débiles. Los diarios de Azaña, que Moradiellos cita cuando le conviene, prueban la patética inoperancia de él y los suyos. Por supuesto, la «colaboración» comunista se volvió pronto insoportable para sus presuntos beneficiarios reformistas. Prieto quiso rectificar y fue barrido, como lo habían sido Largo o la CNT. Azaña se sentía como en una cárcel (pero no acababa de dimitir). Los nacionalistas catalanes quedaron relegados. Los socialistas de Largo se vieron acosados, y los anarquistas divididos con maniobras bien preparadas. El chantaje comunista era siempre el mismo: o nosotros o Franco.
Bien, como es sabido, la desesperación tanto de los revolucionarios no comunistas, como de los reformistas les llevó a preferir la rendición incondicional a Franco antes que seguir bajo tutela estaliniana: así terminó la guerra, en una guerra civil entre comunistas y negrinistas por una parte, y, repárese en el dato, reformistas y revolucionarios anarquistas por la otra: la alianza se invirtió al final. El desenlace aclara mucho sobre el carácter del Frente Popular.
Moradiellos cree poder desvirtuar los hechos falseando la conducta de Negrín. Éste fue realmente el hombre del Kremlin en España, pues reunía dos rasgos esenciales: no siendo comunista, podía pasar por demócrata ante las democracias (no pasó, desde luego), y era un perfecto instrumento en manos de Stalin desde el momento —olvidado por Moradiellos— en que entregó a éste el oro y con él la independencia del Frente Popular. No fue un agente pagado, pero sí el gran servidor voluntario y eficiente del Kremlin. Y de nada vale argüir ocasionales quejas de los comunistas por ocasionales incumplimientos de Negrín: todos los amos tienen quejas de sus criados, por expresarlo de forma algo sumaria. Y también los criados suelen murmurar de sus amos. Pero esas obviedades no han de empañar la percepción de quién es el señor y quién el servidor.
Sin darse cuenta, Moradiellos refuta su pretensión de una colaboración entre iguales cuando cita a Vidarte, a quien Negrín habría confesado: «¿Es que cree que a mí no me pesa, como al que más, esta odiosa servidumbre?». En efecto, era una servidumbre odiosa. Pero el artífice de ella no había sido Stalin, sino directamente Negrín. El libro de Radosh, etc., España traicionada tiene un título equivocado, al menos si se entiende que Stalin traicionó a nuestro país. Si traición hubo, y desde luego la hubo, salvo para quienes tienen la soberanía española por un valor insignificante, ella no vino de Stalin, que se limitó a defender sus intereses, sino de los jefes del Frente Popular, pues ellos, unos por acción, otros por omisión, pusieron en manos del Kremlin los destinos del país. Por lo demás, lo de la «odiosa servidumbre» fue un desahogo ocasional. En general Negrín admiraba profundamente a Stalin, «gran amigo de España, guía de un magnífico pueblo hermano, paladín de una nueva civilización», como cantaría sin presión de nadie. Ese Stalin a quien informaba de las maniobras y sabotajes de sus aliados reformistas, advirtiendo: «Hoy no podemos responder aún de forma adecuada». Aún.
La elección, una vez más, era entre Franco y Stalin. Negrín habría explicado: «Rendición sin condiciones para que fusilen a medio millón de españoles, eso nunca.»Y con la habitual ausencia de sentido crítico, Moradiellos cita el discurso de Negrín, «legítimo jefe del Gobierno», condenando la rebelión de Casado: «Lo que yo he querido siempre es conseguir la paz (…). ¿Resistir para qué? ¿Para entrar triunfalmente en Burgos? Nunca hemos hablado ni pensado en ello, señores. Proclamar una política de resistencia implica confesar que no se cuenta con medios para aplastar al enemigo, pero que causas superiores obligan a luchar hasta lo último».
Tratar de «jefe de gobierno legítimo» al autor del expolio del oro (y de otros muchos bienes públicos y privados) y de la «odiosa servidumbre» del Frente Popular, indica algo sobre lo que Moradiellos entiende por legitimidad. Por lo demás, Negrín no dice una sola verdad en su discurso. Sí pensó «entrar triunfalmente en Burgos» y por algo su gobierno nació proclamándose «de la victoria». Sólo las derrotas le llevaron, ya avanzado 1938, a una política de resistencia a ultranza, con el fin —que a Moradiellos da la impresión de parecerle bien— de enlazar la guerra española, por si había sido poco sangrienta, con la mundial en ciernes, con la consiguiente multiplicación del número de víctimas, que a Negrín poco le importaban. Como, parece, a Moradiellos.
Las «causas superiores» que obligaban a luchar hasta lo último, ¿cuáles podrían ser? Moradiellos, tan azañista a ratos, podría aquí citar ampliamente el pensamiento de Azaña en torno a esas causas y empeños, sobre los que el presidente de la «república» no ahorra sarcasmos y amargura. La única «causa superior» sólo podía ser el interés soviético en una guerra en el occidente europeo, pero ahí Negrín, a principios de 1939, se equivocaba por completo. Stalin había cambiado de estrategia, dedicando su esfuerzo a pactar con Hitler, y eso ayuda a entender la precaria resistencia de los comunistas al golpe de Casado. De aguantar cinco meses más, Negrín se habría encontrado en la situación surrealista de que Hitler y Stalin se habían amistado. ¡Destino de criados!
Respecto de la otra «causa superior», el aludido medio millón de fusilados por los «fascistas» se quedó en veinte veces menos. Aun así fue una cifra tremenda. Pero, como había anunciado Prieto a raíz del asesinato de Calvo Sotelo, «será una lucha a muerte, porque cada bando sabe que si el otro triunfa, no le dará cuartel». ¿Qué habrían hecho unas izquierdas ganadoras? Podemos hacernos una idea por las brutales represiones y las dos guerras civiles entre ellas mismas. Si así se odiaban y trataban, ¿qué no habrían hecho con las derechas inermes? Y recordemos otro detalle que también suele olvidarse, y en el que suelo insistir por ser muy revelador: los jefes izquierdistas se apresuraron a huir, sin dejar la mínima previsión de ocultamiento o fuga para miles de sus seguidores, muchos de ellos complicados en el terror contra la derecha, y que quedaron cogidos como en un inmenso cepo. Negrín sólo se preocupó de sacar ingentes bienes públicos y privados saqueados, para asegurar la supervivencia de sus adictos en la emigración.
Dejaré de lado, por parecerme suficiente lo anterior, el asunto de los consejeros y la policía soviética. Moradiellos tampoco lo trata, excepto tangencialmente, cuando pretende que el caso del POUM revela la persistencia de una legalidad democrática o algo así, o la no hegemonía comunista. Hablar de legalidad en relación con el POUM es un sarcasmo: el jefe poumista fue torturado y asesinado por los soviéticos en una cárcel particular escondida al gobierno, el partido fue disuelto, cientos de sus militantes detenidos y torturados en cárceles secretas, por no hablar de los anarquistas asesinados por entonces. Si esto lo presenta Moradiellos (y Tusell y otros) como prueba de legalidad, ya sabemos lo que significa legalidad para ellos. Cierto que los comunistas no alcanzaron la guinda de un “proceso de Moscú” en España, pero sólo eso les faltó. A cambio, además de aniquilar al POUM, defenestraron a Largo Caballero y a la CNT Haciendo balance, no tenían motivo de queja. Siempre debieron hacer algún sacrificio a la necesidad de fingir un Frente Popular democrático.
En suma: la intervención soviética satelizó de modo fundamental al Frente Popular, y fueron los líderes de éste quienes dieron a Stalin un poder decisivo sobre su causa. Moradiellos no ha logrado rebatir un solo punto al respecto, ni siquiera lo ha intentado, pues ha procurado más bien desviar la atención por vías secundarias o detalles de poca relevancia. Y es que las evidencias, aun muy escuetamente resumidas como aquí, resultan abrumadoras. Lo anterior debe completarse con esta otra conclusión, ya señalada: en la lucha por la ayuda exterior, el bando nacional resultó mucho más eficaz y menos corrupto que su contrario, si consiguió las mismas armas con menos medios financieros; y muchísimo más si, como sostiene Moradiellos, consiguió muchas más armas. Además, las pagó en excelentes condiciones, hipotecando muy poco la economía española, mientras que la política populista malgastó casi todas las reservas del país, jamás recuperadas, en una guerra perdida. También es verdad que, en la valoración implícita de Moradiellos, como de Tusell, Viñas y tantos otros, la independencia de España no cuenta gran cosa. En apariencia lo que cuenta para ellos es la democracia y la legalidad. A ese respecto nos sirven una historia de las «tres Españas», que abordaré en la próxima entrega, donde quedará en evidencia que su preocupación por la democracia —ya manifiesta aquí en su modo de tratar el caso del POUM o el manejo del oro— no vale mucho más que la que sienten por la independencia.
Decía también que las posiciones de Moradiellos son «neoestalinistas», y él cree salir del paso señalando que Antonio Sánchez Martínez le llama «azañista». En realidad no hay ninguna contradicción. Azaña empezó su carrera creyendo poder dirigir a «los gruesos batallones populares», y terminó, como es sabido, arrastrado por éstos. La versión de Moradiellos sobre la guerra es básicamente la elaborada por la propaganda estaliniana, también utilizada, qué remedio, por Azaña y los demás reformistas: al repartir las armas a las masas habían unido su suerte a la de los revolucionarios.
Y el neoestalinismo de Moradiellos sale de nuevo a relucir cuando insiste en que el derecho de réplica no pasa de ser una cuestión de «buen gusto» o un «ideal de pureza democrática», sin apoyo jurídico. Yerra, una vez más. El derecho de réplica es una exigencia mínima y elemental de la libertad de expresión y de la honradez intelectual, y, contra lo que él dice, está tipificado legalmente. Ante El País yo apelé primero a la decencia democrática, y luego, visto el fracaso, a la ley. Según ésta, el juez puede ordenar sin más el respeto a ese derecho, o bien puede hacer juicio. Por desgracia, se inclinó por lo último, y yo no estaba dispuesto a perder el tiempo en tales cosas, por lo que El País pudo salirse con la suya. Acabo de tener otro encontronazo al respecto, que he expuesto en Libertaddigital com y reproduzco aquí, por lo que tiene de revelador de una lamentable situación periodística y académica:
Una pequeña confesión
Recientemente escribí a El País esta carta al director:
«En el Babelia del 24 de mayo Santos Juliá, aparte de simplificar infantilmente las tesis de mis libros, escribe: “Pío Moa (…) comenzó ‘fusilando’ a mansalva a Arrarás sobre la Segunda República.” Comprendo que Juliá esté escocido porque en Los orígenes de la guerra civil pongo al descubierto algunas manipulaciones historiográficas suyas, que él no ha podido desmentir. Pero la irritación no le autoriza, o no debiera de autorizarle, a escribir lo dicho. Cualquiera que haya leído el libro sabe muy bien que, lejos de “fusilar” a Arrarás, a quien cito pocas veces, lo que “fusilo”, si así quiere llamarlo, es, entre otros, los archivos de la Fundación Pablo Iglesias, en cuyos documentos se basa lo principal de la investigación. Pero sin duda Juliá escribe para personas que aún no han leído mis libros, con la esperanza evidente de disuadirles de su lectura.
»Durante cuatro años Juliá y otros han respondido a mis críticas con el silencio. Ahora lo rompen, y sólo se les ocurre salirse con desvirtuaciones así de pobres. Pero la barrera del silencio ha sido ya rota en pedazos. Debieran darse cuenta de ello y optar, de una vez, por un debate serio y razonable, en lugar de estas explosiones de mala leche».
La carta no fue publicada, pero Lluis Bassets, director de Opinión del periódico, me ha contestado:
«Le agradezco, ante todo, la pormenorizada y continuada atención que presta usted a mi periódico. Quiero subrayarle, en cualquier caso, que nuestros críticos, que nosotros hemos elegido, tienen plena libertad para ejercer su función, como no puede ser de otra manera en un régimen de libertades —de expresión, de crítica y de empresa— el decidir sobre qué libros van a versar las reseñas aparecidas en el periódico y quiénes son los especialistas encargados de hacerlo. También lo es el elegir cuáles son los temas de debate “serio y razonable” a los que debe dedicar su espacio y sus energías el periódico. En este sentido, nuestro criterio sobre sus [las mías] “aportaciones” a la historia de la guerra civil son exactamente los que ha podido ver reflejados en nuestro periódico. Como ha quedado demostrado y usted sabe perfectamente, hay otros medios y otros espacios donde pueden reflejarse y de hecho se reflejan otros puntos de vista más satisfactorios para usted y más acordes con sus ideas».
Esta mezcla de necedad y arrogancia refleja muy bien un estilo, y equivale a una pequeña confesión. Tiene razón don Lluis: nuestros criterios difieren. Según el mío, en un régimen de libertades una persona aludida en un periódico debe poder replicar, tanto por su derecho a defenderse como, más aún, por el derecho de los lectores a una información contrastada. En cambio Bassets y compañía creen lícito imponer la censura y la manipulación a sus lectores y la humillación a las personas sobre quienes su periódico informa torcidamente. Si no estuviera tan gastado el término, diría que su criterio es fascista.
Hace unos meses El País hizo lo mismo con mi réplica a Tusell, la cual silenció con el mismo talante «democrático» que ahora. Pero no sólo son responsables semejantes «demócratas». En cierto sentido lo son más los Tusell y los Juliá, que, conociendo estos desmanes, en vez de hacer algo por evitarlos, se aprovechan descaradamente de ellos. Y al obrar así nos ofrecen también una muestra concreta y palpable de sus «métodos historiográficos».
Hasta aquí el artículo publicado en Libertaddigital. Recordaré que en Revista de Libros Moradiellos recurrió al método de Juliá afirmando, en una reseña, que yo me basaba casi exclusivamente en Ricardo de la Cierva y Arrarás. Da la impresión de ser una consigna.