LA IDEA DE ESPAÑA EN LA II REPÚBLICA [1]
I
En los diarios conocidos como «Cuaderno de la Pobleta», escribe Azaña el 15 de septiembre de 1937: «Lo que me ha dado un hachazo terrible, en lo más profundo de mi intimidad, es, con motivo de la guerra, haber descubierto la falta de solidaridad nacional (…). A muy pocos nos importa la idea nacional (…). Ni aun el peligro de la guerra ha servido de soldador. Al contrario: se ha aprovechado para que cada cual tire por su lado». Creo que difícilmente se puede certificar con mayor patetismo un fundamental fracaso histórico, el fracaso de una idea de España.
Cierto que en la república coincidieron no una, sino varias ideas de España. No pensaban lo mismo al respecto Alcalá-Zamora, Gil-Robles, Largo Caballero, Prieto, García Oliver, José Antonio, Azaña o Franco, siendo todos ellos personajes clave en la historia de aquel régimen. Por otra parte, atender a esas diferencias, cosa imposible en un ensayo corto, nos remitiría, no a la II República, sino a una situación extendida sobre todo el siglo XX. Como queda de relieve con la cita inicial, se trata aquí más bien de la idea republicana de España.
Pero aun en ello encontramos una dificultad, nacida de la propaganda, como tantas dificultades surgidas cuando nos referimos a aquella época. El republicanismo ha terminado por identificarse no ya con un partido, sino con una figura, la de Manuel Azaña, a quien suele considerarse no sólo el político e intelectual más destacado del régimen, sino su misma encarnación o personificación. En cierto sentido esto es un abuso, pues la república vino sobre todo por la acción de dos conservadores, Alcalá-Zamora y Maura, con mínima intervención de aquél. Y Alcalá-Zamora presidió la república prácticamente los cinco años de vida de ésta, mientras que Azaña sólo tuvo poder efectivo alrededor de tres años. Además, la mayoría de los republicanos no se identificaba con Azaña, sino con Lerroux, cuyo Partido Radical, moderado a pesar de su nombre, era el más votado con gran diferencia, y el más antiguo y cohesionado entre los autonombrados republicanos. Sin embargo casi nadie se acuerda de él al hablar de republicanismo, como tampoco del republicanismo conservador de Alcalá-Zamora, cada uno con su particular idea nacional.
Con todo, la identificación de la república con Azaña tiene un contenido profundo y adecuado. Azaña tuvo una intervención decisiva en la configuración legal y en el tono, por así decir, del régimen, y luego en la formación del Frente Popular que precipitaría la experiencia republicana a su definitiva ruina. Por ello, Azaña encarna el carácter y destino de la república, y parece lícito desde el punto de vista intelectual, además de por razones de economía, resumir la concepción republicana en la de este dirigente. Creo que podemos entender, en buena medida, la peripecia republicana a partir de la idea azañista de España.
La conclusión de Azaña sobre la falta de idea nacional en los demás partidos y políticos es, por supuesto, discutible. Los criticados podrían replicar que no les faltaba tal idea, sino que la tenían distinta de la del crítico. Algo más parece desmentir las frases del alcalaíno, y es la exaltación patriótica en que rivalizaron durante la guerra los partidos del Frente Popular. Comunistas, socialistas, anarquistas y republicanos cantaban el heroísmo español. Podrían traerse a colación innumerables textos, lemas y canciones, pero expondré aquí sólo un par de citas, más significativas por su origen, de cuando la batalla de Madrid en noviembre de 1936. Decía el periódico CNT, hablando de los milicianos, el 11 de noviembre de 1936: «Son los héroes imperecederos de Cavite, Callao, Gerona, Trafalgar, Zaragoza, Arapiles, San Quintín, Breda, Amberes, Milán, Nápoles, Sicilia, Nervi, Constantinopla, Túnez, Orán, Otumba, Tetuán… que renacen hoy y exigen su puesto en la lucha sangrienta». El mismo Companys, cuyas infidelidades y maniobras separatistas tanto deplora Azaña, arengaba el 10 del mismo mes, como reproducía El Socialista: «Lucha, vence o muere en tu sitio, soldado del Ejército Popular, hijo esforzado y simbólico del pueblo español. Combate con las armas, con los dientes, con las garras; lánzate en alud sobre el enemigo. Tú, cobarde, atrás; te marcaremos con el hierro candente de la infamia. Debes ser nacido de un bastardo borbónico y una cortesana extranjera. Por eso retrocedes y arrojas las armas (…). Adelante, valientes madrileños». En cuanto a los comunistas, declararon la guerra como una lucha del pueblo español contra la invasión nazifascista.
Sin embargo algo no acababa de encajar en esos arrebatos. En situación tan extrema como la guerra, todos veían el patriotismo como el impulso movilizador más potente, pues hay muy pocas cosas por las que muchos hombres estén dispuestos a dar la vida. Valía la pena, por tanto, aprovechar ese impulso, tal como Stalin cultivó al máximo, durante la guerra mundial, el sentimiento patrio e incluso aprovechó el religioso. Pero en realidad, socialistas y comunistas compartían la doctrina de Marx, según la cual «los obreros no tienen patria», y la nación es un invento burgués, cuyo objetivo consiste en asegurar un marco territorial y demográfico a la explotación capitalista. Ellos y los ácratas aspiraban a una sociedad homogénea, sin diferencias nacionales, ni propiedad privada, estado, familia o religión. Antes de la contienda era frecuente en las izquierdas, no sólo comunistas, oponer el grito de «¡Viva Rusia!» al de «¡Viva España!».
Quizá fueran los comunistas quienes con mayor empeño glorificaron el patriotismo español, queriendo convertir la guerra en algo parecido a la de Independencia contra Napoleón. Ese sentimiento chocaba más en el Partido Comunista que en cualquier otro, pues para a la patria real, o en todo caso superior, era la URSS de Lenin y Stalin, la «patria de los trabajadores», cuya defensa incondicional constituía la «piedra de toque del internacionalismo proletario». El PCE estaba férreamente tutelado desde Moscú, como admiten hoy prácticamente todos los historiadores, dando lugar a la paradoja de que un partido agente, literalmente, de una potencia extranjera, y orgulloso de serlo, llamase a combatir por la independencia contra un supuesto invasor. En el curso de la guerra, el PCE resultó la fuerza mejor organizada, más disciplinada y más potente de la izquierda, hegemónica en instituciones tan cruciales como el ejército y la policía. Así pudo imponer su línea de acción, venciendo sucesivamente a todos sus rivales, al principio más poderosos: a los socialistas de Largo Caballero, antes aliados privilegiados suyos, a los anarquistas, a los nacionalistas catalanes o a Prieto. Siendo el PCE un instrumento ciego y eficaz del Kremlin, su predominio convirtió al Frente Popular en un protectorado o satélite de la URSS, de lo cual hoy no caben muchas dudas entre los historiadores serios.
Pero esa pérdida de independencia no se debió sólo al PCE, sino también a la decisión de entregar el grueso de las reservas de oro español a Moscú, decisión tomada por los líderes socialistas, entonces casi tan admiradores de la URSS como los comunistas. Ha habido mucha controversia sobre si Stalin estafó al Frente Popular, pero se trata de un asunto de menor enjundia al lado de la constatación del hecho político clave: el Frente Popular perdió el control de sus reservas financieras, que pasó a Moscú. Si Largo Caballero califica de milagro la llegada del tesoro español, sano y salvo, a Odesa, su recuperación habría sido un milagro aún mayor. De resultas, quedó en manos del Kremlin un factor tan vital como el abastecimiento de armas y por tanto el destino de sus protegidos. Es inútil hablar aquí de traición por parte de la URSS, como dice el título de una compilación reciente de documentos soviéticos, pues fueron los gobernantes izquierdistas españoles quienes, por propia voluntad, entregaron al tirano soviético las reservas financieras, y con ellas su propia causa. Pudo comprobarlo el mismo Largo Caballero cuando, arrepentido de su decisión, intentó resistirse y fue defenestrado. En sus papeles testimonia hasta qué punto se permitían presionarle los soviéticos, amos del oro y de las armas. El Frente Popular perdió así su independencia, sin protesta eficaz de anarquistas ni de republicanos, ni, desde luego, de Azaña, que en sus diarios pasa por alto este definitorio hecho. Tal es la conclusión política decisiva en cuanto al manejo del oro, tan revelador sobre la idea de España en aquel régimen, siendo las demás cuestiones derivadas y casi anecdóticas por comparación. La ausencia de una idea de España o de un sentido nacional capaz de aglutinar a los diversos partidos y superar las discrepancias entre ellos, se manifestó de muchas formas, impidiendo una elemental lealtad entre las fuerzas izquierdistas, por lo cual resultó determinante en la suerte de la guerra. Merece la pena repasar, aunque sea muy a grandes rasgos, la evolución de los acontecimientos, y ver hasta qué punto tenía razón Azaña a pesar de las argucias que hubieran podido oponérsele sobre diferentes maneras de concebir la idea de España.
El primer factor de desunión fue, paradójicamente, la euforia de los momentos iniciales de la guerra, ante la abrumadora superioridad material y estratégica del Frente Popular y la consiguiente seguridad en la pronta derrota del enemigo común. Como constata también Azaña, citando al nacionalista catalán Lluhí, cada partido pensó entonces en reforzarse frente a los demás, a fin de asegurarse la parte del león en los frutos de la victoria. El resultado fue un desorden que los sublevados aprovecharon con audacia para salir en pocas semanas de una situación desesperada, y ganar la iniciativa.
Ante las derrotas continuadas, la euforia de las izquierdas dio paso a la aprensión, y finalmente a un franco temor. Ese temor devino el principal elemento de cohesión del Frente Popular, y obligó incluso a los anarquistas a arrumbar sus propias doctrinas y entrar en el gobierno. Aun así, fue un sentimiento negativo, insuficiente para forjar una unidad sincera, como bien observa Azaña. Las tensiones internas causaron en mayo de 1937, en Barcelona, una guerra civil dentro de la guerra civil, y la sañuda represión de los perdedores, es decir, los anarquistas y poumistas. Esa fue la manifestación más explosiva de dichas tensiones, pero las desconfianzas, intrigas y rivalidades no cesaban. El propio Azaña había intentado maniobras diplomáticas en Londres sin conocimiento del jefe del gobierno, Largo Caballero. Luego, al rendirse el gobierno de Vizcaya, los nacionalistas vascos traicionaron a sus aliados, que habían combatido a su lado en defensa de la provincia, hasta el extremo de señalar a las tropas fascistas italianas las mejores vías de ataque para que «coparan» a los gudaris y abrieran así una amplia brecha en el frente. Luego, en plena batalla del Ebro, los nacionalistas vascos y catalanes intrigaron en Londres y París, siempre a espaldas de sus aliados, para que las Vascongadas y Navarra, más Cataluña y posiblemente Aragón, se convirtieran en protectorados inglés y francés respectivamente. En fin, la guerra terminó en una segunda guerra civil en el seno de las izquierdas, entre comunistas y negrinistas, por un lado, y socialistas, anarquistas y republicanos, por otro.
Ante tales desgarramientos cabe preguntarse cómo pudieron las izquierdas sostener la guerra durante cerca de tres años. La respuesta es doble: estuvieron a punto de perderla en los primeros cinco meses, pese a su superioridad material, y si después lograron reforzarse y continuar fue gracias, por una parte, a la ayuda soviética pero, sobre todo, a la disciplina y unidad impuestas por los comunistas, con métodos cada vez más duros, incluso terroristas, pero eficaces. Ahora bien, esa dura tutela se hizo más y más insufrible a los demás partidos, al punto de que éstos terminaron por sublevarse, prefiriendo rendirse sin condiciones a Franco antes que seguir luchando bajo hegemonía comunista. Y de modo tan revelador terminó una guerra ya perdida de todos modos.
II
Así pues, si algo quedó claro en esos tres años fue que ni el ideal nacional republicano de Azaña, ni el de ningún otro, lograron inspirar y orientar a las izquierdas en un esfuerzo común, ni siquiera en circunstancias tan arduas como aquellas, cuando peligraban todos de forma inminente. El fracaso de la idea nacional hiere a Azaña con la mayor crudeza, como él dice: «De ahí proviene el drama que estoy viviendo (sin menosprecio de la sensibilidad ajena), con más violencia y hondura que nadie». Vamos a examinar un poco esa concepción de España.
En sus escritos, Azaña suele mostrar un recio espíritu patriótico: «Mi duelo de español se sobrepone a todo»; «Siento como propias todas las cosas españolas, y aun las más detestables hay que conllevarlas, como una enfermedad penosa»; «España es la entidad más cuantiosa de mi vida moral, capítulo predominante en mi educación estética, ilación con el pasado, proyección sobre el futuro», etc. Tales expresiones, frecuentes en él, contrastan sin embargo con la descripción tenebrosa que hace de la entidad amada y de sus tradiciones. En Fresdeval, aparece un pueblo embrutecido y encanallado, sumido en un romo escepticismo, incapaz de aspiraciones o ideas algo elevadas. Tal viene a ser también la impresión ofrecida por La velada en Benicarló, y la que destilan sus diarios, donde concluye: «Una verdad arrasa el alma: empujada por la barbarie, España rueda otra vez al abismo de su miseria».
Explica su lúgubre visión de este modo: «No soy indulgente con sus defectos [de España]: con su locura, su violencia, su desidia, su atraso, su envidia», para rematar, de modo incoherente: «Pero no son razón para volverle la espalda, y despegarse, ni de subirse al trípode del hombre superior». Podría no haber incoherencia en estas palabras, si el autor descubriese en el pueblo virtudes capaces de equilibrar toda esa suma de lacras morales y físicas, si le encontrase tradiciones o dotes en que apoyarse para salir del terrible atolladero. Pero eso no aparece, o apenas, en sus escritos. Su visión de España es casi permanentemente oscura, y hacia ella alterna el desprecio hiriente y la lamentación. Para colmo, los españoles de sus escritos son poco inteligentes, tienen poco seso o poco hábito de emplearlo, y muy pocos entre ellos saben simplemente hacer bien las cosas. Ante un país así, lo prudente y sensato sería alejarse, desentenderse de él, salvo que uno se considerase un gigante capaz de enmendar con casi sus solas fuerzas el estrago. En su fuero interno, Azaña se sentía algo parecido, como expresa en ocasiones como en El jardín de los frailes, o en la descripción del ensueño en que conversa con un fantasma de Alfonso XIII. Él es el hombre firme y clarividente, con alma de artista, capaz de enderezar las cosas. Aunque, siempre contradictorio y con un fondo de autodesconfianza, afirma: «Es prudente desconfiar de los salvadores de sociedades y de los creadores de mundos nuevos». Pero no otra cosa quería él.
Esta visión de España y de sí mismo, mesiánica en el fondo, tenía una larga tradición en el jacobinismo hispano, extendido desde los liberales exaltados de después de la invasión napoleónica, hasta los republicanos de izquierda en la II República. Los jacobinos formaban grupos poco numerosos y menos representativos, plagados de personalismos, en perpetua querella entre ellos, con la mente llena de panfletos y retórica de la Revolución francesa, a los que apenas hacían aportación, fuera doctrinal o de análisis de la sociedad a transformar. También les caracterizaba un anticatolicismo exacerbado e intelectualmente romo. Y sin embargo, tales limitaciones no les arredraban en lo más mínimo para intentar gobernar el país; es más, se creían con un derecho privilegiado a gobernar, pues ¿no eran quienes más y más alto invocaban la libertad y la democracia? Podían y debían dirigir la nación, por las buenas o por las malas. En el siglo XIX fueron ellos quienes crearon la tradición desestabilizadora de los pronunciamientos militares. De todos modos, Azaña descollaba intelectual y políticamente muchos codos por encima de sus correligionarios jacobinos, hacia la mayoría de los cuales muestra un abierto desdén, quizá merecido. Su sensación de soledad aparece con frecuencia en sus escritos, así como la añoranza de algún «español inteligente que echo de menos, con agudeza y fortaleza suficientes».
Parte esencial de aquella visión de España era la atribución de las culpas de tan dramática miseria. También aquí Azaña entronca con la línea jacobina. La culpa de todos los males procede de la historia española a partir de la derrota de los Comuneros en el siglo XVI momento en el cual el rumbo de España se habría extraviado y no habría vuelto a enderezarse. Desde tan infausta fecha, la historia de España constituía un cenagal de opresión y desgracias: en eso coincidía Azaña con los demás republicanos de izquierda y con otros izquierdistas, incluso con algunas derechas que bebían en las mismas fuentes. En su llamado Siglo de Oro, afirma, España sólo habría sido un imperio «de mendigos y frailes, aliñados con miseria y superstición»; o resume con sarcasmo: «Ganar batallas y con las batallas el cielo; echar una argolla al mundo y traer contento a Dios; desahogar en pro de las miras celestiales las pasiones todas. ¡Qué forja de hombres enterizos!».
En los siglos pasados sólo sería posible encontrar de valioso una especie de «corriente subterránea» muy débil, pero mantenedora, en fin, de las buenas esencias perdidas en Villalar. Por tanto, había alguna esperanza: recobrar el viejo espíritu, considerado auténtico y sofocado durante siglos, remozado ahora en espíritu republicano. Esta viene a ser la concepción transmitida en el siglo XIX a través de los círculos masónicos y de la propaganda extremista. Como concluirá Azaña: «Ninguna obra podemos fundar en las tradiciones españolas, sino en las categorías universales humanas». Él llamaba «categorías universales humanas», básicamente, a las ideas y práctica políticas francesas de su tiempo. En fin, era preciso «abstraer en la entidad de España sus facciones históricas para mirarla convencionalmente, como una asociación de hombres libres».
Esa interpretación, que durante el siglo XIX cala poco en la intelectualidad y en la gente común, cobra un fuerte impulso a principios del siglo XX, hasta hacerse dominante en amplios medios políticos. Y lo hace justamente a partir de la crisis del 98. Por entonces menudearon los ensayos sobre España, dando lugar a una corriente que llamaremos regeneracionista en sentido amplio. Y aunque Azaña juzga esos ensayos «arbitrarios en el método, pobres de resultados», no les aporta nada original, y su propia posición se identifica en muchos aspectos con ellos. Todos coincidían en proponer remedios drásticos pero poco concretos, y en un europeísmo superficial, incapaz de vislumbrar siquiera los derroteros que pronto desembocarían en la Gran Guerra. La frase orteguiana «España es el problema y Europa la solución», venía a ser una consigna, donde España es el elemento negativo a superar, diluyéndolo en una Europa observada con espíritu convencional y acrítico.
Costa y, coincidiendo con él en el fondo, Ortega, dieron el tono de este movimiento, cuyas bases podrían considerarse una negación de la España anterior, un rechazo de cuanto ésta había hecho en el pasado, y hasta en una negación de la misma España como nación. Costa habla de «una nación frustrada», de la necesidad de «una total rectificación de nuestra historia», de «fundar España otra vez, como si no hubiera existido»; Ortega dama con cierta altisonancia: «¿Por ventura necesitábamos estos hechos [la Semana trágica] para averiguar que España no existe como nación?». El entonces joven pensador define la historia del país como una especie de enfermedad, idea que recuperará Azaña, comparándola con la sífilis. Estas doctrinas, pregonadas por los intelectuales más en boga, creaban un ambiente muy extendido.
Algunos opinaban de otro modo, pero por lo general callaban ante el ímpetu de las nuevas ideas. No obstante, Menéndez Pelayo advirtió: «Presenciamos el lento suicidio de un pueblo que, engañado por gárrulos sofistas, hace espantosa liquidación de su pasado, escarnece a cada momento las sombras de sus progenitores, huye de todo contacto con su pensamiento, reniega de cuanto en la Historia hizo de grande, arroja a los cuatro vientos su riqueza artística y contempla con ojos estúpidos la destrucción de la única España que el mundo conoce, la única cuyo recuerdo tiene virtud bastante para retardar nuestra agonía. Un pueblo viejo no puede renunciar [a su historia] sin extinguir la parte más noble de su vida y caer en una segunda infancia muy próxima a la imbecilidad senil». No vamos a discutir aquí si tenía razón Menéndez Pelayo o la tenían Ortega, Azaña y tantos otros, sino a analizar la idea de España de estos últimos, y sus consecuencias.
Para quienes, hablando en sentido amplio, llamaré regeneracionistas, la tristísima historia nacional culminaba por entonces en el régimen más despreciable, el de la Restauración, contra el cual no ahorran dicterios: la necrocracia, el país oficial opuesto al país vital, el sistema de la mentira y la corrupción que sofoca las energías del pueblo, en fin, la concreción de todas las taras a superar si la nación quería volver a ser ella misma, o mejor, a fundarse propiamente. Destruir la liberal Restauración constituía la primera y básica tarea para, de las cenizas de ella y de toda la tradición española, extraer, en palabras de Ortega, «como una gema iridiscente la España que pudo ser».
Sobre estas concepciones y programa cabe hacer al menos tres observaciones. En primer lugar, la realidad observable de la Restauración dista mucho de justificar las condenas en bloque con que la obsequiaban los regeneracionistas, pues, con todos sus defectos, había logrado mejoras que, vistas desde el convulso siglo XIX, eran auténticas proezas. Para empezar, una relativa paz y estabilidad internas, acabando con la era de los pronunciamientos y la epilepsia anterior. También, gracias a esa estabilidad, un progreso económico no muy rápido, pero sí continuado y en aceleración, manifiesto, entre otras cosas, en un aumento sostenido de la renta por habitante, en contraste con el estancamiento de los sesenta años precedentes. Además, el sistema garantizaba una muy amplia libertad de expresión, a cuyo calor se desarrollaba el mayor florecimiento cultural e intelectual del país desde el Siglo de Oro. Añádase que las leyes liberales, con todos sus fallos de aplicación, permitían a cualquier grupo político organizarse, hacer campañas y presentarse a las elecciones, como así ocurría.
Ante estos logros, la crítica de Azaña, Ortega, Costa, etc., suena por lo menos arbitraria y obsesiva. De hecho, la Restauración propulsaba, aunque fuera con lentitud, la regeneración y europeización exigida por ellos tan abruptamente. Si ellos creían tener el medio para acelerarla, nadie les impedía explicarlo y propagarlo para llevarlo a la práctica, si convencían a suficiente gente. En tales condiciones, el radicalismo de sus ataques y la pretensión de derribar aquel régimen sólo pueden resultar chocantes, al igual que la pobreza de sus planteamientos prácticos y las virtudes casi mágicas atribuidas a la mera demolición del sistema, o su radical negación de «la única España conocida», en palabras de Menéndez Pelayo, negación respaldada con muchos más calificativos e improperios que datos y argumentos.
Una segunda observación es que, si España era una fantasmagoría, una nulidad como nación o en todo caso el producto de una historia siniestra, ¿por qué empeñarse en regenerarla o refundarla, tarea sumamente fatigosa, quizá imposible por mucho que quisieran apoyarse en las virtudes lejanas y brumosas atribuidas al movimiento comunero, o en la apropiación un tanto arbitraria del espíritu de Cervantes, o en la imitación deslumbrada y retórica de Europa? Una conclusión por lo menos tan lógica como la propuesta por Azaña, primer firmante de la Liga para la Educación Política Española fundada por Ortega, era la de que cada cual tirase por su lado y tratase de zafarse del abrumador fracaso histórico.
Y así lo hacían otros. El nacionalismo catalán surge negando la realidad de España, como, de hecho, hacen los regeneracionistas; el nacionalismo vasco acepta esa realidad, pero precisamente con los tintes con que la adorna Azaña: un país torvo, opresor, inferior y envilecido, corruptor de «la raza más libre y más noble del mundo», es decir, de los vascos, según aseguraba Sabino Arana. Para los marxistas y anarquistas, la enfermedad llamada España no tenía mejor salida que su disolución en un mundo nuevo y feliz. Todos ellos coinciden en el diagnóstico, y son probablemente más coherentes que los regeneracionistas en sus recetas, tan distintas y aun opuestas, como había de verse con especial dramatismo durante la guerra civil. La común concepción de base sobre España difícilmente podía dar, en realidad, otro fruto que la disgregación y el «sálvese quien pueda». La alternativa azañista de reducir España a «una asociación de hombres libres», al estilo de un club, no mejoraba las cosas, pues los socios, en uso de su libertad, podían entrar o salir en la asociación, o fundar otras a voluntad. Por lo demás, Azaña olvidaba que nadie es libre de elegir su lugar de nacimiento, con sus decisivas consecuencias de idioma, costumbres, derecho, tradiciones, historia y otros rasgos que, precisamente, son los que definen una patria.
En tercer lugar, la tarea que aparentaban echar sobre sus hombros aquellos personajes era realmente titánica: nada menos que refundar una nación. Recuerda un poco al sionismo, y la comparación vale la pena. El sionismo inspiró a un buen número de personajes entregados a su misión, resueltos, capaces de esfuerzos legendarios, extraordinariamente hábiles y hasta, si se quiere, titánicos. Pero salta a la vista que esas cualidades no adornaban de manera especial a nuestros regeneracionistas. Ninguno cumplía mínimamente las exigencias vitales de la misión invocada. Todos ellos se preocupaban ante todo de «solucionarse la vida», de ganar alguna oposición a cargos confortables en la burocracia de un estado según ellos asfixiante y execrable, al que decían querer destruir. Con sus virtudes y sus defectos, y el indudable talento intelectual de varios de ellos, pertenecían por lo común al tipo del «señorito» acostumbrado a una vida cómoda, poco animoso y refractario al riesgo, y en cuyos ostentosos desdenes y lamentaciones aflora la pose. Nada podía concebirse menos titánico.
Por otra parte, si había en la Restauración jóvenes privilegiados, eran precisamente ellos, pues formaban la élite destinada a mantener y renovar el sistema, beneficiarios de una educación superior, viajes y estudios en el extranjero, etc. Y de pronto esa juventud privilegiada mordía la mano que la alimentaba. Se trataba de una rebeldía cómoda y no particularmente generosa ni atrevida, pero no por ello dejaba de causar un daño enorme al sistema, al fomentar un ambiente social quejumbroso, amargado, afectadamente pesimista; ni dejaba de tener un efecto revolucionario al conjuntarse con rebeldías más auténticas, como las marxistas y anarquistas. Ésta fue la auténtica tragedia de la Restauración, sobre la que ha hecho abundante luz José María Marco en su libro La libertad traicionada.
La Restauración cayó por tierra, finalmente, bajo los golpes combinados de los revolucionarios, los regeneracionistas y otros. Entonces quedó de relieve que si bien entre todos habían tenido ímpetu suficiente para derribar el régimen liberal, no constituían ni remotamente una alternativa a él, y por tanto, la dictadura se impuso sin el menor problema. Y no menos de relieve quedó el carácter acomodaticio, la flaqueza de ánimo y la escasa creencia en sí mismos de aquellos supuestos rebeldes. El espíritu intransigente con las injusticias y opresiones, incendiario en nombre de la libertad, dispuesto a refundar España, se apagó como una simple vela al aliento de un grito de Primo de Rivera. Y no porque la dictadura fuese férrea: al contrario, se trató probablemente de la dictadura más liberal, menos sanguinaria y por así decir más humana que conoció el siglo XX, en España o fuera, como acabarían reconociendo muchos de sus enemigos, empezando por Alcalá- Zamora. Azaña, después de redactar su primer manifiesto claramente republicano contra el dictador, renunció a difundirlo y se hundió en la inoperancia política, el tedio y la rumia de sus males y los de la patria, más tarde compartidos en el grupo Acción Republicana, poco más que una tertulia. En compensación, tuvo la oportunidad de cultivar su indudable talento literario, que le valió el Premio Nacional de Literatura por su ensayo acerca de Juan Valera, y publicó, sobre todo, El jardín de los frailes, obra notable, muy notable a mi juicio.
Terminada la dictadura, la monarquía se apresuró a suicidarse. Vino entonces la república, y con ella la gran oportunidad para los enemigos de la Restauración. Creo del mayor interés abordar ahora el funcionamiento de la idea republicana de España en esa ocasión histórica, ya que las ideas políticas sólo pueden juzgarse adecuadamente en relación con la práctica histórica a que dan lugar.
III
En el verano de 1930, los líderes republicanos, reunidos en San Sebastián, esbozaron un plan para hacerse con el poder mediante un golpe militar o pronunciamiento, en la vieja tradición. En el otoño, en espera del pronunciamiento, Azaña inauguró el nuevo curso en el Ateneo de Madrid, del cual era presidente, y aprovechó la ocasión para exponer todo un conjunto de ideas políticas y de planes. El discurso fue publicado con el título «Tres generaciones del Ateneo», y creo que tiene un excepcional interés definitorio, casi profético, no siempre apreciado en todo su valor.
Azaña irradia allí optimismo y confianza en la «misión inaugural del tiempo nuevo», y anuncia la «gran renovación y trastorno necesitados por la sociedad española», pues «España es víctima de una doctrina elaborada hace cuatro siglos en defensa y propaganda de la Monarquía católica imperialista, sobrepuesta con el rigor de las armas al impulso espontáneo del pueblo». Se hacía preciso, y posible, derrocar a una clase política e intelectual «timorata, precavida, tullida de ánimos», de la cual «no puede esperarse nada». ¿Traería el anunciado trastorno consecuencias peligrosas? A juicio del orador no había motivo para la preocupación: «Si me preguntan cómo será el mañana, respondo que lo ignoro; además, no me importa. Tan sólo que el presente y su módulo podrido se destruyan. Si agitan el fantasma del caos social, me río». Compara ese fantasma del caos con el orden de la física: «¿Andarían las estrellas dándose trompicones por el espacio? ¿No se establecería por acción y reacción de las masas un equilibrio que los físicos describen en las leyes de la Mecánica? Otro tanto digo del caos social; no es menester que yo intente ordenarlo». Por consiguiente: «No seré yo, que con otros aguardaba verme un día menos solo, quien siembre desde esta tribuna la moderación». La democracia y la modernidad, que él asociaba a su concepto de la nueva España, debían imponerse tajantemente contra la tradición española, en un trastorno que daría paso, de forma automática, a un orden nuevo y superior, tal como un cuerpo enfermo se repone al eliminar las causas de su enfermedad. Lo explicó con un vivo símil: «Así como hay personas heredo-sifilíticas, España es un país heredo-histórico».
En otro lugar escribirá: «Siempre me ha parecido que la conducta de España debía depender de la inteligencia, que no quiere decir de los intelectuales». La «inteligencia» venía a ser el grupo de audaces republicanos inspirados por la razón y la modernidad, dispuestos a «rajar y cortar a su antojo» en el mundo por él condenado a morir. La gran misión que en 1930 presentaba el destino a lo que Azaña llamaba «la inteligencia», se concebía como una destrucción a fondo. Pero, consciente de que esa tarea no podía realizarla sólo un grupo forzosamente reducido, anunciaba: «La obligación de la inteligencia, constituida, digámoslo así, en vasta empresa de demoliciones, consiste en buscar brazos donde los hay: brazos del hombre natural en la bárbara robustez del instinto», de modo que «los gruesos batallones populares, encauzados al objetivo que la inteligencia les señale, podrá ser la fórmula del mañana». El objetivo consistía en demoler la herencia histórica de España, muy particularmente el catolicismo, en el que las izquierdas veían un enemigo fundamental —si no el fundamental—, la causa del desvío de la historia del país y de su postración secular.
La receta salvadora podía resumirse en la democratización y modernización de España, aunque enseguida percibimos en ello una contradicción. La república, diría reiteradamente Azaña, con estas o parecidas palabras, «ha de ser pensada y gobernada por los republicanos». Idea ciertamente poco afín a la democracia, y bastante al despotismo ilustrado, sobre todo si no olvidamos que la inteligencia republicana se componía de diversos partidos con escaso apoyo ciudadano. Pero él confiaba en un respaldo incondicional a su designio por parte de «los gruesos batallones populares», alegremente dispuestos a actuar como «brazos» gobernados por el cerebro jacobino. Esta era otra de las claves de su programa de modernización.
Los que Azaña llamaba «batallones» u «hombre natural», estaban organizados sobre todo en el PSOE-UGT y en la CNT anarquista. Al año siguiente, después de los conocidos avatares que trajeron la república, los republicanos de izquierda tuvieron la oportunidad de llevar adelante su programa de demoliciones. Un comienzo del programa, no muy alentador, fueron las jornadas de quemas de conventos, bibliotecas, centros de enseñanza y obras de arte por grupos izquierdistas, en mayo del 31, al mes de inaugurarse la república. Como se recordará, fue sobre todo Azaña quien impidió la intervención de la fuerza pública contra aquellos demoledores «en la bárbara robustez de su instinto». La derecha, asustada, no reaccionó al terrible golpe, y al principio todo pareció ir bien, pues los socialistas, aunque mucho más numerosos y organizados que los republicanos, parecían seguir la batuta jacobina, e incluso los anarquistas apoyaron con sus votos a la república. Pero la excelente perspectiva iba a oscurecerse pronto.
Pues si la derecha, todavía medrosa, tardó bastante en organizarse convenientemente, una parte de los batallones populares empezó enseguida a dar serios quebraderos de cabeza al nuevo régimen. Se trataba de los anarquistas, nada inclinados a reconocer el papel rector adjudicado a sí misma por la inteligencia republicana, hacia la cual no sentían realmente el menor respeto.
Casi desde el principio predominaron en la CNT las corrientes revolucionarias sobre las más moderadas, y el resultado fue una oleada de huelgas salvajes y dos insurrecciones, una en 1932 y otra en 1933. Durante la primera, Azaña, furioso con aquellos hombres naturales desmandados, y sintiéndose respaldado por el PSOE, había movilizado tropas y ordenado proceder contra ellos con la máxima dureza. En sus diarios hace esta reveladora anotación: «Como Fernando de los Ríos me oyó decir que se fusilaría a quien se cogiese con las armas en la mano, quiso disentir; pero yo no le dejé, y con mucha brusquedad le repliqué que no estaba dispuesto a que se me comiesen la República. Todos los demás ministros aprobaron mi resolución. Desde la misma sala del Consejo hablé por teléfono con el general Batet, ordenándole que enviase una columna al lugar del suceso, con instrucciones inexorables de aplastar a los levantiscos». Las víctimas de la insurrección ascendieron a 30, y hubo un gran número de detenidos. Según los líderes de la CNT, «las cárceles se llenaron de bote en bote y las torturas estuvieron a la orden del día». Más de cien presos fueron deportados a África. Al año siguiente los anarquistas volvían a rebelarse, dando lugar a nuevas torturas y tratos brutales en Barcelona y otros lugares, pero sobre todo a la matanza de Casas Viejas por la republicana Guardia de Asalto. No cabe duda de que el origen de la tragedia estuvo, al menos en parte, en la decisión de Azaña de actuar con toda violencia, aun si probablemente fue falsa la célebre frase de «tiros a la barriga», atribuida a él. El episodio de Casas Viejas arruinó el prestigio y la popularidad del dirigente republicano. Al revés de lo que a menudo se da a entender, no fue la derecha, sino los ácratas, los que hicieron fracasar el bienio izquierdista.
Pero aún había de recibir un golpe más duro la inteligencia republicana y su idea de España y de modernidad, pues a los pocos meses la abandonaban los otros batallones populares, los socialistas. En el PSOE pugnaban desde el principio dos corrientes, la representada por Prieto, que aceptaba de buena gana la hegemonía azañista, y la de Largo Caballero, que entendía el apoyo a los republicanos como una táctica pasajera, a fin de crear condiciones favorables a la revolución social. La doctrina marxista, oficial en el partido, preveía, desde el Manifiesto Comunista, la alianza con sectores burgueses «progresistas» o «avanzados», pero no para dejarse dirigir por ellos, sino, al contrario, para dirigirlos, mientras pudieran ser útiles al objetivo revolucionario. Las condiciones revolucionarias parecieron madurar a lo largo de 1933, y ante el auge de la política de Largo Caballero el mismo Prieto claudicó. A Largo se le denominó «El Lenin español», y bolchevique a su tendencia. Besteiro fue el único líder histórico que condenó la dictadura del proletariado, tachándola de «locura colectiva», o «locura dictatorial»; denunció el envenenamiento de la conciencia de los obreros por la propaganda del partido, y vaticinó un estéril baño de sangre. Pero quedó cada vez más aislado en el partido, en medio de una lucha interna extremadamente acre y violenta, como explica el socialista Amaro del Rosal. En octubre, Prieto declarará oficialmente la ruptura, que calificó de definitiva, con los republicanos de cualquier tendencia.
Los brazos, por tanto, se rebelaban contra la inteligencia, la cual perdía toda posibilidad de hacer triunfar su idea de España. Pero en sus dos años de gobierno también pudo constatar Azaña la escasez de la inteligencia republicana. Sus diarios están llenos de agrias referencias a la ineptitud y vacuidad de la mayoría de sus correligionarios. Gordón Ordás, jefe radical-socialista, es un «pedante fracasado», «insigne albéitar» que «se ha afanado por adquirir una ilustración vasta y general, sin que podamos estar seguros de que la haya asimilado». De Marcelino Domingo deplora: «¿Qué sería un Gobierno presidido por este hombre? ¿Y qué puede ser la reforma agraria dirigida por él?». Álvaro de Albornoz queda como un simple que «no se entera de nada», y «ha fracasado hasta un extremo que raya en lo cómico». Y así sucesivamente.
No ofrece más esperanzas el conjunto. Un congreso del Partido Radical Socialista, el más votado entre los republicanos de izquierda, le inspira esta descripción: «Llevan tres días, mañana, tarde y noche, desgañitándose. Y lo grave del caso es que de ahí puede salir una revolución que cambie la política de la república». «Después de tan feroces discusiones, se han echado a llorar oyendo el discurso de Domingo; se han abrazado y besado, han gritado… Gente impresionable, ligera, sentimental y de poca chaveta». De su propio partido dirá, cuando suba a la presidencia de la República: «Llorera general (…). Explosión de entusiasmo, abrazos, promesas, juramentos cívicos… En fin, muy bien. Es posible que ahora lo destrocen todo». De otros afines comenta: «No saben qué decir, no saben argumentar (…). No se ha visto más notable encarnación de la necedad». El desdén se trueca a veces en amargura: «Veo muchas torpezas y mucha mezquindad, y ningunos hombres con capacidad y grandeza suficientes para poder confiar en ellos». «¿Tendremos que resignarnos a que España caiga en una política tabernaria, incompetente, de amigachos, de codicia y botín, sin ninguna idea alta?». Etcétera. Quizá ningún enemigo de la república ha descrito ésta de forma tan lúgubre y desalentadora.
El desastre quedó consumado en las elecciones de noviembre de 1933, cuando el republicanismo de izquierda se hundió casi por completo. Esa derrota electoral fue la piedra de toque del democratismo de Azaña: coherente con su tesis de que sólo los republicanos de izquierda o jacobinos podían gobernar la república, rechazó la voz de las urnas y propuso un golpe de estado, para impedir la reunión de las Cortes resultantes de las elecciones. Fallida la intriga por la oposición de Alcalá-Zamora, volvió a proyectar un golpe unos meses más tarde, en verano del 34, apoyándose en la Esquerra catalana, dueña de la Generalidad y en pie de guerra. Pero necesitaba una vez más a los «batallones populares» del PSOE, los cuales rehusaron participar en la intentona, como sabemos. El golpe quedó así en el aire.
En octubre de ese año, los socialistas y los nacionalistas catalanes se alzaron en armas contra un gobierno legítimo y democrático de centro derecha. El partido de Azaña llamó a emplear «todos los medios» contra el gobierno. Esto difícilmente lo hubiera hecho sin la aquiescencia de su líder, cuya presencia en Barcelona en aquellos momentos tampoco ha quedado nunca explicada satisfactoriamente. Procesado por su presunta implicación en la revuelta, los tribunales archivaron la causa, lo cual significa poco o nada, pues algo parecido hicieron con Largo Caballero. En su libro famoso Mí rebelión en Barcelona, Azaña oculta, con toda evidencia, buena parte de la verdad.
Pasadas aquellas conmociones, pareció posible volver a una conjunción como la del primer bienio entre la inteligencia y los brazos populares, y tal fue el sentido que Azaña quiso dar a la alianza más tarde conocida con el nombre comunista de Frente Popular. En apariencia las circunstancias eran favorables. Prieto no estaba dispuesto a repetir la aventura insurreccional, y el sector socialista de Largo Caballero también aceptó ahora el pacto con los republicanos de izquierda. Además, hasta los mismos anarquistas iban a votar a favor de la coalición de izquierdas en las elecciones de febrero de 1936, como lo habían hecho en las de abril del 31.
Sin embargo aquellos buenos augurios no pasaban de ser un espejismo. Largo, los anarquistas y los comunistas, que por primera vez representaban un papel importante, estaban más dispuestos que nunca a seguir con su línea revolucionaria y a dirigir, a empellones, a la inteligencia jacobina, no a dejarse dirigir por ella. Azaña repetía, muy agravados, sus errores del primer bienio, aliándose con fuerzas en extremo violentas que no ocultaban su decisión de acabar con la democracia. Además, excitó y estimuló esas fuerzas en un tiempo de auge del odio y el fanatismo. La insurrección de octubre había fracasado porque la población, no dispuesta a la guerra civil, había desoído los llamamientos a las armas hechos por socialistas y nacionalistas catalanes. Pero en 1935 el ambiente estaba mucho más crispado, en gran medida por la enorme campaña izquierdista sobre la represión en Asturias, basada en exageraciones y falsedades, como hoy está probado.
Azaña percibió con más o menos claridad el peligro, y en uno de sus discursos advirtió sobre «el torrente popular que se nos viene encima». Pero concluyó con extraño optimismo: «A mí no une da miedo el torrente popular (…). La cuestión es saber dirigirlo, y para eso nunca nos han de faltar hombres». Frases extrañas, casi alucinadas, pues si algo lamenta constantemente su autor es la falta de hombres capaces y enérgicos. Vuelto al poder deplorará no disponer siquiera de un centenar de ellos.
Así, apenas ganadas las elecciones de febrero del 36, los «gruesos batallones populares» se desmandaron definitivamente, arrollando a la supuesta inteligencia. La ley empezó a imponerse desde la calle, y se implantó un doble poder de hecho, ante el cual los republicanos eran impotentes. El «caos social» que Azaña había despreciado en 1930, se traducía en una oleada sin precedentes de asesinatos, incendios, asaltos a centros y periódicos de la derecha, y a domicilios particulares, y huelgas incontroladas, en las que a veces luchaban sangrientamente anarquistas contra socialistas.
Las derechas pidieron reiteradamente al gobierno que cumpliera su deber más elemental de garantizar el orden público y la ley, pero Azaña y su sucesor Casares Quiroga rehusaron atender las peticiones y justificaron los desmanes. De este modo se des-legitimaban a sí mismos. Para la derecha la situación se hizo prácticamente desesperada, hasta resolverse en un alzamiento con pocas probabilidades de éxito, y que estuvo a punto de naufragar en los primeros días. La inteligencia republicana intentó una última resistencia ante la revolución, negándose a armar a las masas, resistencia patética, que duró menos de dos días. A continuación Azaña cedió a las presiones y autorizó el reparto de armas, y con él, la plena imposición revolucionaria, uniendo su destino definitivamente al «hombre natural en la bárbara robustez de su instinto», no para dirigirlo, sino para ser arrastrado por él. Como observa el líder republicano, «la democracia que había se acabó al empezar la guerra». Tendría que haber dicho «la poca democracia que quedaba». Entender el pasado exige valorar debidamente estos hechos.
La república y la guerra fueron la última consecuencia de la ruina de la Restauración, y uno puede preguntarse cuál habría sido la historia de España si hubiera proseguido el proceso de evolución moderada dentro de las libertades, propio de aquel régimen. Las críticas más habituales a la Restauración se centran en su incapacidad para integrar a las nuevas fuerzas surgidas por entonces, tales como el socialismo, los nacionalismos o hasta el propio anarquismo. Sin embargo eran fuerzas muy difíciles de integrar. Y tampoco la república consiguió integrarlas, lo que no deja de ser sorprendente, pues fueron ellas las que enseguida ocuparon el poder y le dieron contenido, pese a lo cual se dedicaron enseguida a socavar y atacar su propio sistema legal, cosa no muy frecuente en la historia.
Una leyenda atribuye a las derechas el sabotaje y final destrucción de la república. Hoy puede decirse que la idea es perfectamente falsa. La derecha no respondió con violencia a agresiones tan brutales como la quema de conventos, bibliotecas y centros de enseñanza; no se identificó con el golpe de Sanjurjo, salvo algunos sectores muy secundarios, y casi todos los 290 homicidios políticos del primer bienio, calculados por S. Payne, procedieron de acciones y choques entre izquierdistas; la derecha alcanzó el poder por la vía democrática y bajo una legalidad netamente de izquierdas, no establecida por consenso, y a pesar de todo defendió dicha legalidad cuando las izquierdas la asaltaron, y la mantuvo después. Su rebelión final ocurrió en una situación extrema y prácticamente sin salida, cuando ya se habían rebelado los anarquistas en tres insurrecciones, el propio Azaña en dos intentos de golpe de estado, y los socialistas, nacionalistas catalanes de izquierda y comunistas, en el movimiento revolucionario más sangriento de Europa occidental desde la Comuna de París.
Prácticamente todo el proceso republicano puede entenderse muy bien a partir de aquella exposición que hizo Azaña en 1930 sobre España y su historia, sobre el necesario trastorno y proceso de demoliciones basado en la alianza entre la inteligencia y el hombre natural, con su negativa a predicar la moderación y su despreocupación por un posible caos. Tales son las concepciones básicas con las que actuó Azaña, encarnación del régimen, y cuyo desarrollo no puede ser más ilustrativo.
Azaña se definió en una ocasión como intelectual, liberal y burgués. Pero en realidad no era liberal, sino jacobino, o, si se prefiere, un liberal jacobino, heredero de la tradición exaltada antes aludida, cuyas épocas de poder tuvieron todas carácter convulsivo. Dentro del jacobinismo, Azaña estaba intelectualmente muy por encima de la media, desde luego, y en su excelente prosa sabe defender muy bien su causa. En sus diarios de guerra explica que él quiso acabar con la costumbre de fusilarse entre españoles. La frase ha sido muy celebrada, y sugiere que antes de él se fusilaba sin tasa, pero no es cierto. La Restauración fusiló sólo en casos extremos, y la dictadura de Primo, en ninguno. En otra ocasión asevera: «Cuando el azar, el destino, lo que fuere, me llevó a la política activa, he procurado razonar y convencer (…). Querer dirigir el país, en la parte que me tocase, con estos dos instrumentos: razones y votos. Se me han opuesto insultos y fusiles». También estas palabras han sido acogidas con entusiasta credulidad por diversos historiadores, pero no pueden ser tomadas muy en serio. No dirigió el país con razones cuando impidió que la policía reprimiese a los incendiarios de iglesias y bienes culturales, o cuando empleó con excesiva dureza a la policía y al ejército contra las revueltas anarquistas, o aplicó la Ley de Defensa de la República, que de hecho invalidaba las libertades, y cerró periódicos a mansalva y encarceló sin acusación; o cuando se alió con revolucionarios abiertos y rehusó aplicar la ley a sus desmanes. Tampoco se descubre mucho respeto por los votos en los dos golpes de estado que planeó al perder las elecciones, o en sus justificaciones de la insurrección de octubre contra un gobierno legítimo y democrático. Etcétera La idea nacional de Azaña se suele identificar con la democracia, pero ello sólo puede sostenerse si atendemos en exclusiva a la retórica y cerramos los ojos a los hechos.
En fin, creo que en la base de todas estas actitudes y contradicciones puede descubrirse una idea distorsionada de España, considerada como una enfermedad a sanar con remedios drásticos. Julián Marías ha señalado que un lastre del PSOE consiste en su visión negativa de nuestra historia. En esa visión negativa y distorsionada coincidían casi todas las fuerzas de izquierda y algunas de derecha, y también en la pretensión, realmente vanidosa, de estar llamadas a reinventar o refundar una nación con casi dos milenios de historia, sustituyendo la moderación por la exaltación y la evolución por el trastorno. Tal idea de España carecía necesariamente de poder de cohesión, impedía superar las profundas diferencias entre los distintos partidos y fomentaba en realidad el aborrecimiento entre ellos, sólo disimulado por la aversión aún mayor hacia el enemigo común. Las consecuencias a duras penas podían ser otras que las que Azaña comprobó y lamentó, un poco a deshora.