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LA CEDA Y PAUL PRESTON [1]

¿Cuál fue el carácter y actitud de la CEDA? Esta cuestión, y la de su (improbable) equiparación con la democracia cristiana posterior a la Segunda Guerra Mundial, han suscitado bastante estudio, por ser una de las claves de la historia de la república. Que no era un partido democrático, o no plenamente, lo reflejan frases como éstas de su líder Gil-Robles: «De la facilidad con que pude actuar en el Parlamento han deducido muchos que soy un parlamentarista decidido y contumaz. ¡Qué poco me conocen los que tal dicen! Quienes me veían asistir con ininterrumpida asiduidad a las tareas de la Cámara, intervenir en los debates, promover incidentes, interpelar a los ministros y provocar tumultos no hubieran comprendido la violencia inmensa, la repugnancia casi física que me causaba actuar en un medio cuyos defectos se me revelaban tan palpables. Mi formación doctrinal, mi sensibilidad se rebelaban a diario contra el sistema en que me veía obligado a actuar». Aunque no se rebeló. Tomo la cita de S. Carrillo, quien la usa para demostrar la peligrosidad fascista de Gil-Robles, blasonando él, a su vez, de perfecto demócrata[2]:

Frases como éstas las compensa el líder cedista con otras de sentido opuesto en las que se presenta como un educador de la derecha en el espíritu democrático. Y plantean un problema: ¿cómo interpretar las contradicciones de los personajes históricos? Contradicciones muy explotables en la propaganda, pues permiten resaltar las citas convenientes y olvidar las contrarias (Carrillo, desde luego, prescinde de citar a Gil-Robles cuando éste resulta poco «fascista», o de citarse a sí mismo en frases totalmente antidemocráticas). Para salir del embrollo, conviene distinguir entre la línea general del personaje y sus incoherencias parciales, y examinarlas todas en el contexto político. A veces lo significativo son esas incoherencias aparentes, y simple retórica la línea exteriormente más general. El problema puede resolverse, de todos modos, atendiendo a la relación entre las palabras y los hechos. Así, Gil-Robles atacó pocas veces de palabra el parlamentarismo, lo que no fue pura hipocresía, pues en los hechos no lo atacó nunca. Carrillo y el PSOE lo atacaron en cambio muy reiteradamente, de palabra y de obra: no sufrían la enfermedad del «cretinismo parlamentario» ni de las «ilusiones democráticas», como se decía expresivamente en el lenguaje marxista.

La CEDA era, más que un partido, un conjunto de ellos, como su nombre indica (Confederación Española de Derechas Autónomas), y abarcaba diversas posiciones, con el denominador común de la defensa —legalista— de la religión, la propiedad privada, la familia y la unidad de España. La orientación doctrinal la marcaba el periódico El Debate, su órgano oficioso, muy ligado a la Iglesia.

Las ideas sociales de la CEDA se inspiraban en encíclicas papales como la Rerum Novarum de León XIII. Ésta condenaba los socialismos por su concepción de la igualdad humana, considerada ajena a la realidad del mundo, y por cultivar quimeras sobre la eliminación del sufrimiento y el malestar de la humanidad, así como por recurrir a la lucha de clases para el logro de sus objetivos, definidos como ilusorios. También criticaba al liberalismo por su concepto exagerado o exaltado del individuo, o por presentar el salario como un contrato libre, cuando la desigualdad de condiciones entre obrero y patrón podía imponer salarios de hambre bajo una engañosa libertad. Al efecto trataba de definir, sin éxito claro, nociones como las de «salario justo» y «precio justo».

Así, la derecha católica aspiraba a sustituir la lucha de clases por unas relaciones «totalitarias» en el sentido de que debían englobar a patronos y empleados bajo la tutela del gobierno, y basadas en la «justicia y la caridad», pues «la concordia es necesaria porque es fructífera, lo contrario no». A ese fin convenía, decía Gil-Robles en octubre de 1933, un «Estado fuerte que respete las libertades individuales, pero que realice e imponga la armonía de los intereses generales», primando el «bien común». De ahí debía resultar una «armonía social» que dejaría quizá pocas funciones al Parlamento, a largo plazo. El objetivo quedaba, de todas formas, como algo lejano, algo con lo que por el momento sólo se podía «soñar»,

Las izquierdas tachaban estas ideas de palabrería insustancial e inefectiva, encubridora —como las fórmulas liberales—de los sustanciales y efectivos intereses de una oligarquía financiera y terrateniente. Esta crítica izquierdista era obligada a partir de doctrinas como las de Marx, que repelían la armonía social: los intereses atribuidos al proletariado y los supuestos a la burguesía serían antagónicos. En consecuencia había que optar forzosamente por los intereses de una u otra clase social, y esa opción definiría a los políticos y a los partidos. Desde luego, las frecuentes apelaciones cedistas a la concordia y la moderación en la lucha política chocaron siempre con un cerrado desprecio por parte de las izquierdas, que las veían como una manifestación de debilidad.

Para realizar su ansiada armonía, los gilroblistas pensaban en un sistema corporativista no bien definido, cifrado en una intervención decisiva del Estado en la vida económica y social. El ideal corporativo sería una evolución necesaria de las democracias sumidas en la crisis de la época, e integraba a la CEDA en una amplia corriente derechista internacional, que iba desde los fascismos o el corporativismo portugués a tendencias conservadoras británicas y hasta liberales useñas[3]. El Debate atendía a todas ellas, incluido el New Deal de Roosevelt. Usa vivía entonces un período turbulento, con huelgas sangrientas y miseria para grandes masas. El diario cedista juzgaba así el New Deal: «No se piensa volver al pasado (…), tampoco a la guerra de clases, que es tan época pasada como la libertad capitalista, que quizá Romler ha calificado con exactitud al decir que el marxismo es una enfermedad del capitalismo moderno. Si curamos éste, suprimiendo sus taras, habremos acabado con la otra enfermedad. Y esto es lo que se intenta ahora en muchas naciones (…) como (…) Norteamérica»[4].

Tratando de conciliar democracia y corporativismo, El Debate ensalzaba el parlamento y el patriotismo ingleses. El líder conservador Baldwin recibía su aprobación cuando declaraba: «hemos entrado en un nuevo sistema económico cuyo fin nadie puede predecir (…) [Se va] a una forma de control que muy pocos hubieran creído posible hace diez años», la cual requeriría «la más estrecha cooperación de todos los hombres que creen en el nuevo orden de cosas». Desconfiando de soluciones drásticas, el diario recogía también de Baldwin: «Cuando alcanzáis un gran entusiasmo (…) puede estar dentro un espíritu verdaderamente peligroso. He visto manifestaciones de ello en países que no quiero nombrar. Procede de la creencia en que si todos se unen pueden remediarse los males en cinco minutos». La alusión a los nazis era patente. El periódico cedista consideraba que la nueva legislación británica sobre las minas, la agricultura, etc., iba en dirección correcta: «Constituye, sin decirlo, el embrión de organizaciones corporativas. En esos organismos están representados los patronos, los obreros y la colectividad»; y expresaba el deseo de que la evolución española siguiera el camino de la británica[5].

La idea es persistente: «¡Qué distintos el pensamiento y la práctica fascista, el pensamiento y la realización prudente de Oliveira Salazar, la nueva política de Roosevelt, la evolución lenta y callada de Inglaterra y las actividades del racismo germánico (…) No necesitamos decir el método que tiene nuestras preferencias: el de los ingleses. Que la sociedad haga por sí sola, hasta donde sea posible, la renovación. El Estado asiste, vigila, protege las evoluciones». En marzo de 1933, en Barcelona, Gil-Robles afirmó su «discrepancia radical del fascismo en cuanto a su programa, en cuanto a las circunstancias en que aparece y en cuanto a la táctica que lo inspira».[6]

La CEDA creía defendible su ideario tanto en república como en monarquía, a la cual prefería pero sin especial fervor, ya que «el doce de abril no sólo cayó la Monarquía española, cayó todo un sistema social y político que estaba minado en su base, que estaba totalmente podrido». Frente a los monárquicos que le hostigaban por tibio, Gil-Robles declaró: «Parece que quieren que yo convierta la enorme fuerza obtenida en las elecciones en un factor de perturbación de la política española. Eso no lo haré jamás». En suma, aclaraba en El Debate: «Los católicos (…) no pueden encontrar dificultades en avenirse con las instituciones republicanas, y como ciudadanos y como creyentes están obligados a prestar a la vida civil un leal concurso (…). Ni de su sentir ni de su pensamiento de católicos podrá derivar (…) hostilidad al régimen republicano». Otro punto esencial era la defensa de la unidad española, aunque: «Nuestro programa (…) excluye los excesos del nacionalismo y los del internacionalismo». También deseaba salvaguardar la tradición neutralista hispana ante las contiendas europeas[7].

En la CEDA convivían fuerzas diversas, algunas extremistas, así como minorías abiertamente republicanas. Igual que en los demás partidos, las juventudes formaban el sector más radicalizado, con sus lemas autoritarios[8] y gestos de corte o similitud fascista, tan subrayados en muchas historias. Pero la práctica, ya lo hemos observado, era diferente: ni milicias, ni desfiles uniformados e intimidatorios, ni acciones violentas o sabotajes a las concentraciones de partidos contrarios, ni asesinatos o detenciones ilegales, ni espionaje sobre las ideas políticas del vecindario, etc. Cosas que en cambio realizaron abundantemente las juventudes socialistas o los escamots nacionalistas catalanes. La moderación esencial de la cedista JAP (Juventud de Acción Popular) debe pesar en el análisis mucho más que los signos y gritos fascistoides, y sin embargo rara vez es puesta de relieve. Y resulta tanto más digna de subrayar esa moderación cuanto que el violento acoso sufrido constantemente por los japistas desde la izquierda empujaba a respuestas asimismo violentas. Después de todo, los continuos gestos y consignas violentos del PSOE o de la Esquerra habrían tenido poca relevancia histórica de no haber sido llevados a la práctica. Lo significativo es la contención de la JAP, cuyos miembros sólo a última hora, tras las elecciones de febrero de 1936 y la oleada de desmanes que la siguió, iban a fascistizarse en gran número, pasándose muchos de ellos a la Falange.

La CEDA, en fin, sin ser democrática puede considerarse más cerca de serlo que el PSOE o incluso que las izquierdas republicanas. En tan precarias condiciones, ¿podría haber funcionado la democracia? Quizá. Una vez establecidas las reglas del juego, la disciplina de las urnas y el control mutuo entre los partidos tienden a consolidar el sistema y a relegar a un nebuloso futuro las aspiraciones utópicas, hasta marginarlas. El plan de Lerroux de atraer a la CEDA al juego republicano no parece descabellado. Pero la historia siguió otros rumbos y las reglas fueron rotas, a causa de la incapacidad de las izquierdas para aceptar el veredicto de las urnas favorable a la derecha, y de la intensa ilusión socialista de que había llegado la oportunidad para alcanzar sus ideales de «emancipación proletaria». Ideales que, con un poco más de contención, habrían descansado también en el limbo de los sueños a realizar «algún día», hasta ser paulatinamente olvidados.

Tratar a la CEDA de fascista está hoy desacreditado, pero todavía historiadores como W. Bernecker, en su libro Guerra en España, publicado aquí en fecha tan reciente como 1996, rechazan la tesis de la moderación de la CEDA, defendida por R. Robinson, y prefieren la autoridad contraria de José R. Montero y de P. Preston. Montero elaboró un estudio sociopolítico en dos tomos, en los que, desde el marxismo, estigmatizaba la identificación de la CEDA con «el modo de producción capitalista» y su supuesta fascistización durante 1934[9]. Pero es Preston quien ha mantenido con mayor éxito e insistencia la idea de una CEDA fascista, por lo que será tratado aquí con alguna extensión.

En su obra La destrucción de la democracia en España, el estudioso británico apoya la pretendida creencia socialista de que la CEDA tenía peligrosidad similar a la del hitlerismo, y avala a Largo Caballero y a Prieto, los promotores de la insurrección y guerra civil en 1934. Deja en cambio malparado a Besteiro, que se oponía a la violencia, como iluso o algo peor. Podría pensarse que, al igual que en otros contenciosos historiográficos, la visión obtenida dependerá del tipo de citas a que se acuda, o de los datos seleccionados en abono de una u otra tesis, pues en la historia, es sabido, se encuentra de todo. Pero no parece ser éste el caso. Más bien da la impresión de que las tesis de La destrucción de la democracia sólo se mantienen a costa de omisiones e ilogismos excesivos.

Creo haber probado que el PSOE sentía más bien desprecio por la derecha, y que el supuesto miedo a su «nazismo» era un recurso propagandístico. Preston, por el contrario, señala: «Gil-Robles acababa de volver del congreso de Nüremberg y parecía muy influido por lo que había visto. Sus impresiones aparecieron en el boletín interno de la CEDA, describiendo favorablemente su visita a la Casa Parda, a las oficinas de propaganda nazi y a los campos de concentración y cómo había visto a las milicias nazis adiestrándose. Aunque expresaba vagas reservas sobre los elementos panteístas del fascismo, concretaba los elementos más dignos de emulación en España: su antimarxismo y su odio a la democracia liberal y parlamentaria». Hubo, en efecto, un momento pasajero en que Gil-Robles se planteó si sus juventudes tendrían que «armonizar las nuevas corrientes [nazis] con los principios inmortales de nuestra católica tradición». Pero ese momento se limitó a septiembre de 1933[10].

Si bien Gil-Robles sentía despego por el régimen parlamentario (como la mayoría de la izquierda), nunca se identificó con los métodos nazis, y su actitud hacia Hitler no se deja resumir en «vagas reservas». Al desdeñar sus convicciones cristianas, Preston comete el mismo error que si desdeñase las convicciones marxistas del PSOE, simplemente porque no las compartiese o entendiese. El cristianismo era determinante en la CEDA, y por ello el «panteísmo» nazi constituía un fundamental motivo de distanciamiento.

De los partidos ultras, el hitleriano era el menos apreciado por la CEDA. El Debate, contra lo que sugiere La destrucción…, no lo tuvo por modelo. De hecho condenó puntos capitales de aquél, cosa que el estudioso silencia: la política belicista, el culto a la fuerza, el racismo, la persecución religiosa; y mostraba franca alarma ante el rumbo de Hitler. El corresponsal del periódico en Berlín, deslumbrado por el dinamismo nazi, advertía, no obstante, con ocasión del «Día del partido» en Nüremberg: «La tensión patriótica de esta muchedumbre unánime da miedo»; y pronosticaba una catástrofe europea. La reglamentación alemana del trabajo motivaba en El Debate algo más que reticencia: «¡Qué peligroso resulta un Estado omnipotente para vigilar los principios morales!». Y el totalitarismo hitleriano le inspiraba comentarios como éste: «No pasa un día sin que las noticias de Alemania aludan a la propagación de un espíritu de violencia en la clase juvenil. La juventud entrega su libertad y su independencia a esa vaga idea nacionalista que la convierte en instrumento servil, en cosa de un Estado opresor y absoluto». Y seguía en tono de gran dureza para concluir lúgubremente: «Su más grave consecuencia será el estallido bélico»[11].

Faltan en El Socialista condenas semejantes en relación con la URSS. Importa la fecha del comentario de El Debate, 29 de septiembre del 34, vísperas de la insurrección izquierdista en España, porque excluye claramente los métodos hitlerianos incluso en una situación límite como la que se anunciaba. Y, en efecto, las llamadas del diario católico contra los insurrectos de octubre invocaron la ley, las libertades y la integridad de España[12]. La limitada simpatía de la CEDA por el nazismo provenía sólo de que lo tenía por un valladar frente a la revolución y al expansionismo soviético, postura muy compartida en las derechas europeas del momento.

Especialmente ominosa suena la referencia de Preston a los campos de concentración. Pero los campos se presentaban como instituciones de reeducación por el trabajo, en principio similares a los de la Ley de Vagos y Maleantes de Azaña. Era un siniestro engaño, cierto, pero no todavía los campos de exterminio masivo en que se convirtieron durante la guerra mundial. Y también distaban aún mucho de la mortífera explotación del Gulag soviético, que llevaba años funcionando. Debe recordarse que en 1933 y 1934 los actos hitlerianos más brutales estaban inéditos o se habían ejercido, en la Noche de los cuchillos largos, precisamente contra el ala extrema del propio movimiento nazi, las milicias SA, lo que podría tomarse como indicio de una tendencia menos fanatizada. Y si bien el nazismo fue desde el principio cruel y antidemocrático, en aquellos años no podía ni de lejos compararse con la dictadura soviética. Lenin y Stalin habían apilado ya una gigantesca montaña de cadáveres, y la destrucción de las libertades y derechos humanos en Rusia había sido más profunda y sistemática que en Alemania o en Italia (en esta última la represión había sido muy poco sanguinaria). Ante estos hechos, la «comprensión» de las derechas europeas —no sólo la española— hacia el nazismo resulta mucho más explicable que el abierto entusiasmo de las izquierdas por Stalin. Callar estos aspectos vuelve ininteligible la época. Sin embargo Preston omite estas diferencias, nada banales, y crea en el lector apresurado una impresión falsa, como si Gil-Robles aplaudiera los campos de exterminio.

Lo mismo ocurre en el tratamiento del libro a las elecciones de noviembre de 1933, el momento crucial de la república porque en ellas quedó de relieve el talante de las fuerzas políticas, y prefijado el destino del régimen. Los acontecimientos subsiguientes fueron el desarrollo lógico de aquellas posturas, que nadie o casi nadie rectificó, o no las rectificó en grado suficiente.

Pues bien, el estudioso inglés afirma que ya antes de las elecciones de 1933 «no era difícil encontrar paralelismo [de los sucesos que en Alemania llevaron a Hitler al poder] con la situación española. La prensa católica aplaudía la destrucción de los movimientos socialista y comunista en Alemania. La derecha española admiraba el nazismo por su énfasis en la autoridad, la patria y la jerarquía, todas ellas preocupaciones centrales de la propaganda de la CEDA (…) Justificando la táctica legalista en España, El Debate señalaba que Hitler había llegado al poder legalmente». La campaña electoral cedista resulta, en La destrucción…«técnicamente reminiscente de los procedimientos nazis»[13].Todo esto es forzar los hechos, por no decir falsearlos abiertamente. Era y es racionalmente imposible ver paralelismos entre la intensa agresividad y violencia nazis y la posición defensiva, legalista y pacífica de la derecha católica española. La CEDA nunca empleó la mezcla de intimidación, desfiles y mítines de masas, con técnicas de auténtica hipnosis colectiva típicos del nazismo. Ni realizó atentados ni apedreó a votantes, como sí hicieron los socialistas y los nacionalistas catalanes de izquierda, con su saldo de muertos y heridos. En aquellas elecciones las derechas sufrieron más de media docena de muertos, pero no replicaron de la misma manera. Estos datos tienen mucho más peso que las vagas y malintencionadas alusiones a «reminiscencias nazis». ¿Qué habría escrito Preston si las intimidaciones, atentados y asesinatos hubieran procedido de las derechas y las víctimas sido socialistas? ¿Cuántas páginas de comentarios les dedicaría, viendo en ellos la prueba concluyente de sus tesis? Habiendo ocurrido al revés, simplemente pasa por alto el asunto.

La alusión a la autoridad, la patria y la jerarquía tampoco es convincente. Esos principios son defendidos, sobre todo en períodos de desorden social, por los movimientos conservadores, sin que ello los asimile al de Hitler. Y, curiosamente, serían socialistas y comunistas quienes bien pronto iban a exaltar desmesuradamente dichos valores.

Afirma Preston: «Una considerable sospecha rodeaba las intenciones de la CEDA cuando empezó la campaña [electoral de 1933] (…). La extrema belicosidad de Gil-Robles no era muy tranquilizadora». La extrema belicosidad partió indiscutiblemente de los socialistas, la Esquerra y otros, como vimos con detalle en Los orígenes de la guerra civil; Gil-Robles fue el único que entonces llamó a la paz y la concordia. Y el PSOE, poco intranquilizado por la CEDA, cuyo éxito no esperaba, lanzó sus dardos más bien contra Lerroux. Insiste el historiador: «Quedaba claro que la CEDA estaba dispuesta a ganar a costa de todo»[14]. ¿Qué será ese «todo»? La masiva votación obtenida sorprendió a la CEDA tanto como a las izquierdas, y Gil-Robles no la buscaba: anunció que no deseaba un éxito «imprudente», actitud refrendada cuando en vez de explotar su victoria se contentó con apoyar a Lerroux, al cual había superado en apoyo popular y en diputados. Moderación que, dicho sea de pasada, vino muy bien al PSOE y a los nacionalistas catalanes para organizar su insurrección contra el gobierno legítimo.

Sumándose a juicios extremistas, Preston califica de «injusto» el resultado electoral del PSOE, porque, habiendo mantenido (más o menos) sus votos de 1931, bajó de 113 a 60 diputados. Olvida que la Ley electoral causante de esa «injusticia» había sido impuesta por la izquierda en pleno y contra la opinión de la derecha, y que había tenido los mismos efectos, en perjuicio de la derecha, en 1931. También olvida que el PSOE no mantuvo sus electores en sentido proporcional, que es el que importa, pues el electorado de 1933 duplicaba al de 1931, debido al sufragio femenino, y por tanto un partido necesitaba duplicar sus votos para mantener la misma representatividad. Verdaderamente la argumentación de Preston sólo puede calificarse de peculiar.

Con el mismo estilo sugiere el historiador que las elecciones habrían sido amañadas, destacando denuncias menores hechas por la izquierda y olvidando las denuncias sobre violencias izquierdistas, que causaron un mínimo de seis muertos. Aunque hubo pactos electorales para todos los gustos, La destrucción… atiende sólo a los parciales de la derecha con los radicales de Lerroux, definiendo a estos últimos como «grandes maestros en la falsificación electoral»[15]. Pero el gobierno que presidió las elecciones era de centro izquierda, sin participación de la derecha y presidido por Martínez Barrio, un radical de izquierda hostil a la CEDA y sobre cuya honradez nadie ha arrojado sombras. No hay duda razonable de que los votos del Partido Radical y los demás fueron genuinos. Nadie les hubiera consentido falsear significativamente los comicios, por mucha «maestría» que quiera suponérseles. El mecanismo electoral no sufrió anomalías significativas, ni fue influido por disturbios en la calle, al revés que las de febrero del 36, tan satisfactorias a juicio de Preston.

Las reacciones antidemocráticas a las elecciones del 33 por parte de casi todos los partidos de izquierda, con abiertas amenazas de violencia e intentos de golpe de estado por Azaña y otros republicanos, tampoco ocupan el espacio debido en La destrucción…, con ser decisivas para comprender la historia de aquellos tiempos.

Este breve muestrario de omisiones y desvirtuaciones indica, ami juicio, el precio a pagar por sostener a ultranza una visión historiográfica mal enfocada, e ilustra sobre el modo como se fabricó la leyenda de una CEDA «nazi»[16].

La ausencia, en fin, del peligro fascista la revela el mismo Preston al citar del «Cuaderno de la Pobleta» una charla de Azaña con el líder socialista Fernando de los Ríos, en enero de 1934, triunfante ya en el PSOE la línea insurreccional tras la marginación de Besteiro: «Me hizo —cuenta Azaña— relación de las increíbles y crueles persecuciones que las organizaciones políticas y sindicatos padecían por obra de las autoridades y de los patronos. La Guardia Civil se atrevía a lo que no se había atrevido nunca. La exasperación de las masas era incontenible. Les desbordaban. El Gobierno seguía una política de provocación, como si quisiera precipitar las cosas. ¿En qué pararía todo? En una gran desgracia, probablemente. Le argüí en el terreno político y en el personal. No desconocía la bárbara política que seguía el Gobierno ni la conducta de los propietarios con los braceros, reduciéndolos al hambre. Ni los desquites y venganzas que, en otros ramos del trabajo, estaban haciéndose. Ya sé la consigna:”Comed República”, o “que os dé de comer la República”. Pero todo esto y mucho más que me contara, y las disposiciones del Gobierno, y la política de la mayoría de las Cortes, que al parecer no venía animada de otro deseo que el de deshacer la obra de las Constituyentes, no aconsejaba, ni menos bastaba a justificar, que el Partido Socialista y la UGT se lanzasen a un movimiento de fuerza». Azaña aconsejó a De los Ríos meter en razón a las masas, con vistas a ganar las próximas elecciones. Y comenta Preston, con candidez: «Es difícil ver, dada la intransigencia de los patronos, cómo podía la dirección socialista pedir a sus seguidores que fueran pacientes». Al parecer, las masas gastaron una pesada broma al PSOE, empujándolo casi a empellones a sublevarse, para luego dejarlo solo en su revuelta, pues como se recordará, no secundaron en ningún sitio, salvo en la cuenca minera asturiana, los llamamientos a las armas[17].

Este relato lo considera Preston «revelador en extremo»; y lo es, aunque no en el sentido que él imagina. Azaña encubre sus posiciones de 1934, mucho menos legales y pacíficas de lo que él indica en el «Cuaderno de la Pobleta», escrito varios años después con evidente afán justificativo. Pero también descubre mucho. A sus denuncias de la «increíble y cruel conducta» de la Guardia Civil cabría objetar que, con todo, no hubo bajo los gobiernos reaccionarios matanzas como las del bienio azañista (San Sebastián, Sevilla, Arnedo, Casas Viejas y otras). No hablemos de la supuesta consigna «¡Comed República!», con la cual los patronos supuestamente dejaban sus fincas sin cultivar para no pagar jornales, cuando la cosecha cerealista de 1934 fue de las mayores del siglo, y fueron precisamente los socialistas quienes intentaron arruinarla mediante una huelga general. Nótese que Azaña y De los Ríos fustigan a un gobierno radical, es decir, republicano de centro, no derechista, pero que estaría creando los motivos esgrimidos por el PSOE para justificar su rebelión… contra la derecha. Pese a tales desmanes, Azaña dice haber exhortado encarecidamente a su interlocutor a permanecer en la vía legal, con lo cual demuestra no creer en una amenaza para las libertades ni, por tanto, en un peligro fascista.

Descartado, pues, ese imaginario peligro, la política democrática —aunque no la revolucionaria— de las izquierdas sólo podía consistir en unirse y preparar los comicios venideros, como insistió Azaña (y como, por lo demás, terminaron haciendo, aunque ya en un ambiente envenenado por el golpe de octubre, y con el programa no democrático del Frente Popular). De hecho, nada podía convenir más a la izquierda que aquellas —de ser generales— tropelías de la derecha contra los obreros, pues con ellas la CEDA haría el trabajo a sus enemigos para las siguientes elecciones. Sin duda hubo desmanes patronales, que la izquierda explotó muy a fondo, y que perjudicaron seriamente a la derecha, cuyos líderes eran muy conscientes del daño[18]. Apenas concluida la primera vuelta de las elecciones del 33, El Debate advertía: «La anarquía a breve plazo prevé el corresponsal de L’Écho de Paris en el supuesto de que las derechas (…) quisieran abusar de su victoria y caer en pasados errores. Nos parece que el corresponsal ha visto las cosas con claridad y que la razón le acompaña en sus previsiones.»Y llamaba a una conducta prudente, evitando el revanchismo y el «catastrofismo» de los monárquicos. En un artículo del boletín CEDA, el mismo año, Gil-Robles acusaba a los patronos explotadores y vengativos: «A los que ahora se lamentan de lo que está ocurriendo, yo he de preguntarles: ¿pero es que creéis que no tenéis vosotros más culpa que el señor Largo Caballero?»; y otro número del boletín les trataba de «cómplices de la revolución»[19].

Pero los atropellos patronales no fueron ni con mucho tan generales ni su influjo tan decisivo como cuenta la propaganda. En 1936 no será la derecha, sino el centro, el que caiga por tierra. La CEDA ganará bastantes votos.

Si el peligro de fascismo era falso, ¿lo era el revolucionario? Cree Preston que sólo después de las elecciones de noviembre de 1933 recuperó Largo Caballero «el tono revolucionario que había adoptado antes en el cine Pardiñas y en la Escuela de Verano de Torrelodones», cuando la realidad es que aquel tono había ido in crescendo, como hemos visto, y lo usaban también Prieto y El Socialista, portavoz del partido. O afirma que a finales de año la «retórica» de Largo «no iba acompañada de intenciones revolucionarias serias. No se hicieron planes concretos para un levantamiento y, en diciembre (…) los socialistas permanecieron ostentosamente fuera de un intento de insurrección de la CNT»[20]. Las intenciones eran tan serias que ya los socialistas se armaban, y Prieto y Largo trataban de neutralizar al legalista Besteiro. Aducir la abstención del PSOE en la sangrienta insurrección —no «intento»—anarquista de diciembre supone olvidar algo tan elemental como que el PSOE excluía la improvisación ácrata y que, en el plan socialista, debía ser el PSOE quien arrastrase a la CNT, y no a la inversa. Tampoco fue la «retórica» de Largo una reacción al «injusto» fracaso electoral, como asegura el autor, cuya idea de lo justo y de la democracia en este terreno admite discusión. Y al definir como «estridente retórica revolucionaria» la conducta de la Juventud Socialista (con sus atentados, asesinatos, entrenamiento y agitación violentos), amplía insospechadamente el significado de la retórica. Como vemos, la hipercrítica de Preston a la CEDA se trueca en ingenuidad nada ingenua ante el PSOE.

Así, dice de Gil-Robles: «levantaba sospechas por haber colaborado con la dictadura de Primo de Rivera». La actividad política de aquél en tiempos de Primo fue insignificante. Por el contrario, Largo Caballero, consejero de Estado del dictador, no «levanta» sospecha alguna en el historiador inglés. O da fe a la frase socialista de «cuando en España no había legislación social, se pagaban salarios misérrimos y todos los conflictos los resolvía la Guardia Civil». ¿Ocurriría tan triste (y falseada) situación antes de 1931, con el PSOE como la única izquierda permitida y amparada por la dictadura? O cita como un hecho: «El cincuenta por ciento de la población de Sevilla se acostaba con hambre todas las noches»… y en la página siguiente da por bueno el testimonio del embajador useño Bowers cuando afirma no haber hallado desórdenes en todo el país. ¿Es verosímil que viviendo grandes masas en condiciones tan insoportables no hubiese algún que otro disturbio? Pero había mucha menos hambre y muchos más disturbios de los indicados en La destrucción… En la huelga campesina del 34 acepta sin asomo de crítica las versiones de M. Nelken o de Ramos Oliveira, sin importarle sus flagrantes contradicciones. Y así sucesivamente[21].

Para entender la época también debe compararse la actitud de la CEDA con la del PSOE con respecto a los dos grandes totalitarismos de entonces. Si la derecha católica repudiaba la violencia, el racismo y las concepciones estatales nazis, el PSOE aprobaba las ideas y el terror soviéticos. Como en el resto de Europa, en España apenas preocupaba a los socialistas el inmenso cúmulo de víctimas y la asfixia total de las libertades bajo el régimen comunista. Una excepción era Besteiro, casi el único en advertir con genuino espanto que la revolución sumergiría a España en un baño de sangre. Largo y Prieto aceptaban el terror como una necesidad histórica[22]. Y frente a la necesidad histórica y los costes inevitables del progreso, los argumentos democráticos o simplemente humanitarios desfallecían entre los marxistas, y no sólo entre ellos. Lógicamente, la angustia de Besteiro, aún más acentuada, afectaba también a la CEDA, que tenía muy presente la experiencia soviética. La revolución rusa, reciente en 1934, había estremecido en verdad al mundo, como titulaba John Reed su célebre reportaje, y sus consecuencias, desarrollo y expansionismo mundial provocaban pesadillas en los conservadores. Pero el autor de La destrucción…, tan dispuesto a sobrevalorar el pretendido miedo del PSOE al fascismo, desestima el miedo, mucho más fundado y razonable, de la CEDA a una revolución de corte soviético.

Tan sistemáticas desvirtuaciones indican que el libro de Preston debe partir de un enfoque irreal. Y, en efecto, éste aparece nítidamente al comienzo de la obra: «Durante la II República, los partidos parlamentarios de la izquierda introdujeron una serie de reformas que amenazaban directamente la estructura económica y social existente en España antes de 1931. Las actividades tanto de la derecha legalista como de la llamada catastrofista entre 1931 y 1939 fueron ante todo la respuesta a esas ambiciones reformistas de la izquierda (…) este libro es un examen del papel jugado por el partido socialista en la organización del desafío reformista, de la resistencia decidida a la reforma llevada a cabo por los representantes políticos de la oligarquía (…) y de los efectos del conflicto subsiguiente en el movimiento socialista y el régimen democrático español»[23].

Las reformas en cuestión son las llamadas sociales, así como los estatutos de autonomía, la reforma del ejército o la separación de la Iglesia y el estado. Pero no se descubre en ellas un grave trastorno para las estructuras sociales. La reforma agraria, tenida por la más demoledora para las bases de la oligarquía, fue abordada sin convicción y con timidez por las izquierdas, no porque temiesen a las derechas, por entonces muy débiles políticamente, sino por una mezcla de inseguridad sobre sus efectos, desconfianza entre los partidos y notoria ineptitud. El gobierno reaccionario salido de las elecciones del 33 no sólo mantuvo dicha reforma, sino que la aceleró, y el partido fascista o semifascista de José Antonio exigía un fuerte impulso al reparto de tierras. También mantuvieron los radicales las instituciones del primer bienio. Siguieron actuando los «jurados mixtos» establecidos por el PSOE para regular la contratación colectiva, e incluso fue admitida en ocasiones la Ley de Términos Municipales, a la que otorgaban los socialistas un valor desmesurado, y que molestaba a las derechas, pero también perjudicaba a miles de braceros y era saboteada por los republicanos de izquierdas, para exasperación de Largo.

Otra reforma clave fue la de las autonomías regionales, aunque sólo Cataluña logró su estatuto mientras duró el régimen. El pronunciamiento de Sanjurjo en 1932 tuvo como uno de sus motivos impedir el estatuto catalán. Pero este pronunciamiento fue desatendido por casi toda la derecha, y más tarde los gobiernos reaccionarios mantuvieron el estatuto. Lo mantuvieron incluso, y esto es decisivo, tras la rebelión de Companys en octubre del 34, cuando fue suspendido pero no abolido. En realidad un buen sector de la derecha defendía la manera tradicional de gobernarse España, con fueros que otorgaban a diversas regiones un amplio autogobierno, y podía ver en las autonomías una actualización de aquella forma de estado. La oposición a los estatutos no se dirigía contra el principio en sí, sino más bien contra el separatismo de sectores de la Esquerra y del PNV, con el consiguiente peligro de disgregación nacional. También a las izquierdas, en especial al PSOE, les inquietaban las autonomías por motivos semejantes o por otros doctrinarios (liberales o marxistas): retrasaron cuanto pudieron el estatuto vasco y marginaron el gallego. En general, el problema consistía en qué uso darían al estatuto los nacionalistas. Y el líder de la Esquerra, Companys, demostró que no era un problema irreal, al utilizar fraudulentamente los medios legales para preparar su insurrección.

La reforma del ejército levantó ampollas en grupos castrenses, pero era moderada y con sus principios estaban de acuerdo la mayoría de los militares de derecha. Franco la encontraría bien pensada. Fue su pésima aplicación, como Azaña reconoce en sus diarios, lo que la volvió impopular entre la oficialidad. Por supuesto, no fue abolida, contra lo que Preston da a entender, por Lerroux, ni cuando Gil-Robles se encargó del Ministerio de la Guerra, en 1935. Como tampoco hubo marcha atrás en la separación de la Iglesia y el estado. La expulsión de los jesuitas o la prohibición de enseñar para las órdenes religiosas, si bien concebidas por Azaña como una garantía para la república, fueron lo contrario, pues quebrantaron la enseñanza, vulneraron el principio de igualdad ciudadana y provocaron la indignación de una considerable masa popular, no sólo ni principalmente de la oligarquía.

Que las reformas distaban de amenazar seriamente al conjunto de la derecha, lo prueba la actitud de los radicales y de los cedistas en el poder. Sólo minorías de derecha se opusieron cerril y destructivamente a las reformas, que ni siquiera contaban con un claro consenso de los republicanos y fueron saboteadas, indirectamente, por los anarquistas. Si bien la CEDA tenía ideas distintas de las izquierdistas sobre el modo de afrontar la crisis de los tiempos, pensaba realizar su programa, votado mayoritariamente en 1933, mediante un proceso largo y constitucional.

No fueron, pues, las reformas sino su aplicación arbitraria, inhábil y agresiva para gran parte de la sociedad —como reconocerían luego diversos políticos izquierdistas, empezando por Martínez Barrio— lo que sembró el descontento, y no sólo, ni mucho menos, entre los oligarcas. La reforma agraria se rodeó de exaltaciones extremistas y de medidas como la instalación de braceros sin respeto a los derechos de propiedad, para alarma de propietarios grandes y pequeños. En Cataluña y Vasconia, los nacionalistas cultivaban una propaganda vejatoria para la opinión española, sin reciprocidad por parte de ésta. El laicismo venía coreado por una agitación sumamente ofensiva para los creyentes, y por atentados, incendios y destrucciones. En cuanto a lo último cabe destacar la singularidad de que quienes quemaban templos y asaltaban centros políticos y periódicos derechistas… ¡acusaban a sus víctimas de fanatismo e intolerancia! Debe reconocerse que, de haber sido los católicos españoles la mitad de fanáticos de como suele presentárselos, estos actos habrían levantado oleadas inmediatas de disturbios y represalias, y en muchos países sin duda habría ocurrido así.

Y debe recordarse que, al caer Primo de Rivera, la monarquía buscó la vuelta al constitucionalismo, el cual, por su propia dinámica, tendría que llevar a cabo reformas parejas a las republicanas. Con la república las reformas quizá se aceleraron, pero es difícil que con la monarquía no se hubieran abierto paso igualmente. En definitiva, sólo si la derecha hubiera reaccionado de modo subversivo a las reformas —lo que sólo hizo una pequeña minoría— se habrían convertido éstas en un problema decisivo para el régimen. Pero no hubo tal, y la cuestión clave, escamoteada por Preston, fue la de la democracia: ¿iba a evolucionar el régimen por medio de las elecciones y las libertades, o bien por la imposición violenta de unos partidos sobre otros?

No, las reformas no eran lo bastante radicales o temibles como para que la derecha terminara por sublevarse y correr un serio riesgo de ser definitivamente aplastada. Si al final se rebeló, en 1936, se debió a otras causas. El peligro para ella provino del ambiente creado y la marcha revolucionaria de la CNT, el PCE y, sobre todo, del PSOE y de los nacionalistas catalanes de izquierda. Se produjo, y no por las derechas, un creciente socavamiento de la legalidad y una amenaza revolucionaria a cada paso más concreta. A ella respondió la derecha radicalizándose, si bien muy lentamente. Hasta el alzamiento de 1936,la CEDA no ocasionó ninguna crisis seria del régimen, y salvó a éste de la de octubre de 1934. Hasta finales de 1933, y excepto la «sanjurjada», las crisis fermentaron todas en las izquierdas mismas: alzamientos anarquistas, bolchevización y ruptura del PSOE con la ley, etc. El «golpe» de la CEDA consistió en ganar un alto número de votos populares. Y desde entonces fueron las izquierdas las que siguieron vulnerando sin tregua la legalidad.

La sobrevaloración del impacto de las reformas se combina en La destrucción… con una doctrina implícita de un marxismo desleído, cuyos resultados vienen contenidos en el planteamiento: lucha de clases entre los partidos de la «oligarquía» y los que representan a «la clase obrera» y a «las clases populares». Preston cree a pies juntillas en esas representatividades. Aunque bien podría dudar de ellas. El vasto sostén popular al principal partido «oligárquico» debiera suscitarle incertidumbre, pero si lo hace, la despacha de un modo simple: «En un régimen democrático, la ventaja numérica habría jugado normalmente a favor del partido de la clase trabajadora (…). Sin embargo, para finales de 1933, Acción Popular [partido núcleo de la CEDA] había demostrado que unos amplios recursos financieros y una propaganda hábil también podían conseguir apoyo popular»[24]. Así, el influjo cedista provendría de una máquina de manipulación propagandística, engrasada con chorros de dinero. El PSOE, de suyo se entiende, a nadie manipulaba —a pesar de las denuncias de Besteiro sobre el «envenenamiento» de la conciencia de los trabajadores—, y sería, con toda naturalidad «el partido de los trabajadores».

Pero ¿cómo explicar que millones de personas se dejasen embaucar por una oligarquía tan cruel, oscurantista y explotadora como la que Preston describe, de la cual tenía la gente larguísima experiencia práctica? ¿Cómo no seguía esa gente a los partidos que naturalmente la representaban e iluminaban acerca de sus intereses, partidos muy fuertes, con numerosa prensa y amplios recursos financieros, y dueños de los resortes del poder durante los dos primeros años del régimen? Por otra parte, los anarquistas también se proclamaban representantes del pueblo trabajador, despreciaban a la república por antipopular y antiobrera y la hostigaban sin tregua. ¿Por qué no da Preston el mismo crédito a su propaganda que a la del PSOE, cuando la CNT tenía entre los obreros no menos respaldo, y posiblemente más, que la UGT? Problemas elementales que La destrucción…, lamentablemente, deja de lado.

En resumen, la cuestión del origen de la guerra civil puede plantearse así: ¿surgió la guerra del cerrilismo y las conspiraciones derechistas contra las reformas, o del impulso revolucionario del PSOE y antidemocrático de las izquierdas burguesas? Los hechos examinados indican que fue lo segundo, y que la CEDA se inquietaba por una amenaza revolucionaria que, al revés que la fascista, era auténtica y no fraguada por la propaganda. El PSOE profetizó que la lucha de clases escindiría inexorablemente al país entre los partidarios de la dictadura proletaria y los de la burguesa o fascista, y calculó que ellos, los proletarios, eran los más fuertes. La profecía tendía a cumplirse por sí sola: en la medida en que la agitación social tomase un carácter revolucionario, la derecha sería empujada a posiciones extremas. Sin embargo, y a despecho de esa enorme presión izquierdista, así como de los esfuerzos de atracción de la extrema derecha, la CEDA eludió la tentación dictatorial.

Debe admitirse, pues, que el principal partido de la derecha respetó las reglas del juego mejor que sus contrincantes, y que propugnó reiteradamente la concordia, o al menos un suavizamiento de las tensiones que volvían irrespirable la política. La fascistización de un amplio sector derechista, invocada por la teoría del PSOE y por las argucias justificativas de la Esquerra, no iba a producirse en España hasta meses después de las elecciones de 1936, y en circunstancias agónicas. En conjunto, la actitud cedista fue tolerante y paciente en sumo grado. Difícilmente en cualquier país un potente sector social hubiera soportado sin rebelarse un acoso como el sufrido por la parte del pueblo representado en la CEDA.

Cabe especular, finalmente, si la contención de este partido ayudó a la paz. Quizá tuvo, precisamente, el efecto contrario, pues su moderación fue juzgada como debilidad y cobardía por muchos de sus enemigos, estimulando los ímpetus de la revolución.