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REPÚBLICA, DEMOCRACIA Y GUERRA CIVIL

Para salir del laberinto de las interpretaciones parciales en torno a la guerra de España y las interminables controversias sobre casi cada hecho de ella, debemos plantearnos dos cuestiones que dan sentido a las demás:

Primera, ¿fue la Segunda República un régimen democrático, o en qué grado lo fue?

Segunda, ¿surgió la guerra de un peligro fascista o de un peligro revolucionario?

La primera pregunta nos obliga repasar no sólo el carácter inicial de la república, sino también su evolución.

La república no llegó pacífica y democráticamente, como suele decirse, por unas elecciones municipales. En rigor, lo primero que pensaron los jefes republicanos en el famoso Pacto de San Sebastián, fue imponerse por medio de un golpe militar o pronunciamiento. El golpe fracasó, dejando varios muertos, entre ellos dos de los militares golpistas, cuya ejecución los convirtió en mártires de la república.

Cuatro meses después, en las elecciones municipales, triunfaron las candidaturas monárquicas, excepto en las capitales de provincia. De ahí que algunos nieguen legitimidad a la república. Pero sin duda la tuvo. Desde luego, ésta no le vino por unas elecciones perdidas y que además tenían sólo carácter municipal, y por tanto no podían motivar un cambio de régimen. La legitimidad le vino de la entrega del poder, sin resistencia, por los propios monárquicos en plena quiebra moral. Hecho casi increíble, pero indiscutible y resaltado, entre otros, por Miguel Maura, el republicano de última hora que más contribuyó a organizar el Pacto de San Sebastián y mejor percibió el desfallecimiento de la corona: «Nos regalaron el poder», insiste en su libro sobre estos sucesos. Por tanto, y aunque sólo fuera por no dejar un vacío de poder, la república entraba en la historia con una legitimidad extraña, pero indiscutible.

Hay algo misterioso en la claudicación monárquica. Brindo una pista sugestiva a quien quiera estudiarla, si bien imagino muy difícil, quizá imposible, seguirla hasta el final. Juan Simeón Vidarte, político socialista y masón ferviente, ofrece en sus Memorias muchos detalles internos sobre los trabajos políticos de la masonería, datos inhallables en otro lugar, que yo sepa. Vidarte señala cómo «la Masonería actuaba intensamente contra el régimen monárquico», y «en las Logias, el pacto de San Sebastián fue acogido con alentadora esperanza». Numerosos líderes republicanos fueron masones, pero según él también lo fue el dirigente más caracterizado de los monárquicos, y precisamente el principal fautor de la entrega del poder a los enemigos del trono. Me refiero a Romanones. Explica Vidarte: «Marcelino Domingo (…) me informó que Marañón fue iniciado en secreto por su suegro Miguel Moya, cuando éste era Gran Maestre. Estas iniciaciones constan en un libro especial que lleva la Gran Maestría, y sólo figuran en él los nombres simbólicos. El caso del ilustre médico y escritor era semejante al del conde de Romanones, quien también había sido iniciado en secreto por Sagasta y quien siempre cumplió bien con la Orden (…). “Ya comprenderá usted —terminó Domingo— que muchas veces nos interesa que no se sepa que son masones algunos políticos de nuestra confianza.” Fallecidos, lo mismo el conde de Romanones que el querido y admirado doctor Marañón, me encuentro en libertad para revelar estos secretos.»[1]

Curiosamente, también Marañón desempeñó un papel en el tránsito de la monarquía a la república, siendo en su casa donde tuvo lugar la famosa reunión entre Alcalá-Zamora y Romanones que abrió paso al nuevo régimen.

No creo, desde luego, en las conspiraciones como explicación de la historia, pero sería ingenuo negarles toda trascendencia. Muchas decisiones adoptadas a la luz del día tienen un trasfondo oculto. ¿Fue éste el caso en relación con la república? No podemos saberlo hoy por hoy, y el testimonio de Vidarte es único. Pero hay en él un indicio muy interesante, que dejaremos ahí.

Pues bien, como diría el político e intelectual socialista Araquistáin, en el siglo XX, cuando una monarquía cae, cae para siempre. Así pensaba casi todo el mundo, máxime teniendo en cuenta el modo humillante como esa caída se produjo, hundiendo el prestigio del trono. Nadie esperaba una vuelta de la monarquía a corto plazo, y menos aún a largo plazo si se consolidaba una república democrática.

El objetivo declarado de los republicanos consistía, precisamente, en instaurar una democracia. Sin embargo el significado de tal concepto variaba mucho según los partidos. El PSOE, de ideología marxista, veía al nuevo régimen como un período de transición hacia una dictadura socialista. Pero en quien quizá podamos observar mejor los problemas de aquel régimen es en Azaña, que por algo fue considerado «la revelación» y hasta la «encarnación» de la república.

Los loadores del político alcalaíno lo retratan como paradigma de prohombre demócrata y liberal, y en los últimos veinte años han cundido los ditirambos a su figura, presentada como víctima de la incomprensión y la brutalidad de una derecha adversa a las libertades, y también de cierto extremismo alocado de la izquierda obrerista. Pero si observamos las pruebas aducidas por sus admiradores, encontramos una lista de frases y expresiones del propio político, bien escritas y a veces conmovedoras, pero no un análisis de su conducta práctica, la cual intentaré resumir aquí.

Azaña entró en la política republicana con un cántico al extremismo. Miembro del Pacto de San Sebastián, que trató de imponer la república mediante un golpe militar, expuso sus intenciones en varios discursos, poco antes del fracaso del golpe en diciembre de 1930. En ellos se proclamó orgullosamente «sectario», anunció que no promovería la moderación, y definió el futuro régimen como una república «para todos los españoles, pero gobernada por los republicanos». A su juicio, sólo los partidos auto-proclamados republicanos poseían «títulos» para gobernar. Esta idea remite al despotismo ilustrado, no a la democracia, y más aún si recordamos cuán pocos, divididos y mal avenidos, eran los llamados republicanos: ¡el propio Azaña los ha fulminado en sus diarios por ineptos y botarates!

No obstante, la república llegó como un régimen representativo de casi todas las tendencias, pues, no debe olvidarse, tanto el movimiento antimonárquico como la toma efectiva del poder, el 14 de abril, habían sido dirigidos por los conservadores católicos Alcalá-Zamora y Miguel Maura, y el primero de ellos era el presidente del gobierno provisional. Casi todo el mundo pensó que esta Segunda República iba a tener poco en común con las convulsiones de la Primera. Pero esa esperanza inicial cayó por tierra antes de un mes, en mayo, cuando más de cien iglesias, bibliotecas y centros de enseñanza, fueron incendiadas por turbas de exaltados. Las izquierdas identificaron a aquellos delincuentes con «el pueblo», identificándose así implícitamente con ellos. Azaña, desde el gobierno impidió cualquier freno a los desmanes, y presionó, en cambio, en pro del castigo a las víctimas, empezando por disolver a los jesuitas, aunque la medida no se cumpliera de momento.

Poco después, el alcalaíno influyó decisivamente en los rasgos más antirreligiosos y sectarios de la nueva Constitución, haciéndola no simplemente laica, como se dice, sino hostil a las creencias y sentimientos mayoritarios en el pueblo. Sólo esto ya la volvía poco democrática, y peligrosa para la convivencia. No fue una constitución elaborada por consenso, como la actual, sino por el rodillo aplastante de la izquierda, método que Azaña consideró adecuado, ensalzándolo con estas palabras: «Si yo (…) tuviera en esta Cámara la mitad más uno de los diputados (…) en ningún momento (…) habría vacilado en echar sobre la votación el peso de mi partido para sacar una Constitución hecha a su imagen y semejanza». Siendo muy minoritario, hubo de transigir, pero sólo con otras izquierdas. Como criticará Martínez Barrio, «de un manotazo rompía con el propósito de ensayar cualquier política de transacción y de acomodo»[2].

Al disolver la orden jesuita y tratar de asfixiar a las demás órdenes religiosas, prohibiéndoles la enseñanza y cualquier actividad económica, la ley reducía a los religiosos a ciudadanos de segunda, atentaba contra los derechos de conciencia, asociación y expresión, y contra la voluntad de los padres en la enseñanza de los hijos. Consciente de esas mutilaciones, Azaña las justificó en razones de seguridad del nuevo régimen, pese a que los católicos no lo habían amenazado, y ni aun en las jornadas incendiarias de mayo habían respondido con violencia. La Constitución invitaba a la guerra civil, en palabras de Alcalá-Zamora, que había contribuido mucho más que Azaña a traer la república, y que dimitió por estas decisiones sectarias.

La república nacía así como una democracia a medias, mal concebida, ajena u hostil a profundas realidades sociales e históricas del país: Otros republicanos superaban a Azaña en extremismo jacobino, pero ello no mengua su responsabilidad en la formación de aquella democracia contrahecha y destinada inevitablemente a provocar confrontaciones. Pronto Ortega y Gasset, uno de los «padres espirituales de la república», que tanto influyó en crear un ambiente pro-republicano, clamaba su célebre: «No es esto, no es esto».

La realidad empeoró la teoría, pues la Ley de Defensa de la República, promovida también por Azaña (como la de Vagos y Maleantes, que muchos han creído franquista), permitía al gobierno actuar al margen de la Constitución, dejando en papel mojado los artículos referentes a las libertades y la seguridad ciudadanas. Esa ley produjo innumerables detenciones sin acusación, deportaciones a las colonias, cierre de más periódicos que en cualquier período equivalente anterior, etc. En sus diarios, Azaña explica cómo ordenó sofocar las rebeliones anarquistas fusilando sobre la marcha a quienes fueran cogidos con armas, actitud que desembocaría en la matanza de campesinos de Casas Viejas por la policía del gobierno. Pero, según sus admiradores, Azaña se limitaba a gobernar «con la razón, la virtud y la palabra».

En noviembre de 1933, el voto popular arruinó prácticamente a los partidos republicanos, y el mismo Azaña pudo salir diputado gracias a haberse presentado por las listas del PSOE en Bilbao. Desastre tal se explica por sus fracasos en el primer bienio: una reforma agraria tenida generalmente por inepta, un estatuto autonómico para Cataluña que muchos temían fuese utilizado por los nacionalistas como palanca para ir a la separación (así ocurriría en 1934, y luego desde julio de 1936, con la vulneración del estatuto en todos los terrenos, igual que haría el PNV), algunas mejoras en la enseñanza primaria, neutralizadas por la supresión de la enseñanza de las órdenes religiosas; una reforma militar bien encaminada, pero cuyos defectos de aplicación práctica, señalados por el propio Azaña, aumentaron la crispación en el Ejército, etc. En los aspectos abiertamente negativos cabe destacar, aparte de su democratismo un tanto peculiar, un aumento de la inseguridad, varias insurrecciones o huelgas revolucionarias anarquistas mal resueltas, brusco aumento de la delincuencia común, de los atentados y de las violencias políticas, estancamiento económico causado por la crisis mundial, pero agravado por la retracción de la iniciativa privada a causa de la inseguridad, empeoramiento del hambre hasta los niveles de principios de siglo, etc.

Sin embargo la desfavorable voz de las urnas no disuadió a Azaña de intentar ocupar el poder, demostrando que sus frases sobre el derecho exclusivo de los republicanos a gobernar expresaban su convicción profunda y no ocurrencias ocasionales. Apenas perdidas las elecciones urdió un golpe de estado, proponiendo a Martínez Barrio (entonces jefe del gobierno) y a Alcalá-Zamora (presidente de la república) no convocar las Cortes elegidas por el pueblo, y preparar nuevos comicios a medida, para que ganaran las izquierdas. Según Alcalá-Zamora, la presión sobre Martínez Barrio traslucía una fuerte afinidad masónica. Martínez ostentaba la máxima jerarquía de la masonería española, y Azaña también había ingresado en la Orden, pese a causarle hilaridad sus ceremonias secretas.

Esta presión en pro de un golpe contra la legalidad que él mismo había contribuido a imponer por rodillo, la citan Alcalá-Zamora y Martínez Barrio en sus memorias, siendo por eso bien conocida, aunque a menudo ocultada. No era conocido, en cambio, otro intento golpista unos meses más tarde, en verano de 1934. En su libro Mi rebelión en Barcelona, y en el «Cuaderno de la Pobleta», Azaña afirma haber mantenido por entonces una postura legalista y tratado de calmar a Companys, embarcado éste en los preparativos de su propia rebelión contra el gobierno legítimo. Pero Azaña. faltaba a la verdad, como demuestran unos documentos de la dirección socialista conservados en la Fundación Pablo Iglesias: él había tratado de arrastrar al PSOE a un golpe de estado en connivencia con Companys y con base en Barcelona. Los líderes socialistas rechazaron la propuesta, por estar organizando su propia insurrección y no desear supeditarse a los partidos «burgueses»[3].

Azaña niega también haber participado en la insurrección socialista y nacionalista catalana de octubre del 34, planteada textualmente como una guerra civil y comienzo real de ésta. Pero el partido azañista propugnó entonces públicamente el empleo de «todos los medios» para derribar al gobierno democrático de centro derecha. Como es sabido, la insurrección se impuso durante dos semanas en parte de Asturias, pero en el resto del país fracasó, porque la gente, en su inmensa mayoría, desoyó los llamamientos izquierdistas a acudir a la violencia.

Procesado Azaña por aquellos hechos, su caso fue sobreseído, detalle irrelevante, pues la justicia resultaba lo bastante peculiar como para absolver «por falta de pruebas» a Largo Caballero, principal y reconocido líder de la revuelta, el cual salió de la cárcel declarándose dispuesto a volver a intentar la revolución.

Azaña trató luego de recomponer con el PSOE una alianza reformista como la del primer bienio. Pero sus célebres discursos de 1935 responden a su lema inicial de no predicar la moderación, y hay en ellos apología de la insurrección de octubre, igualándola, en valor democrático, a las elecciones que le habían echado a él del poder. Apoyó asimismo la campaña sobre la supuesta represión de Asturias, provocadora de un clima popular de guerra civil antes inexistente (por ser inexistente habían fracasado en octubre los llamamientos a las armas). Y, en fin, hay pocas dudas de que tomó parte en la maniobra del straperlo para liquidar al principal partido centrista, el de Lerroux, agravando los extremismos en el país. Por lo demás, su esperanza de repetir la alianza republicana-socialista del primer bienio era un puro espejismo. El PSOE había cambiado mucho, dividido entre los minoritarios prietistas y los mayoritarios seguidores de Largo Caballero, y marginado el sector democrático de Besteiro, con el cual no trató Azaña.

De esas gestiones nació la liga conocida en la historia como Frente Popular. Éste integraba a un sector relativamente moderado, el de los seguidores de Azaña más los socialistas de Prieto y los nacionalistas catalanes, y de un sector más potente y abiertamente revolucionario, el PSOE-UGT de Largo Caballero, y los comunistas. La poderosa y revolucionaria CNT también apoyó con sus votos al Frente Popular, como había apoyado la llegada de la república, por la esperanza de que facilitaran sus designios libertarios.

El sector «moderado» perseguía la llamada «republicanización» del estado, consistente en coartar la independencia judicial y condicionar las instituciones para impedir una vuelta de las derechas al poder. Proyecto antidemocrático muy próximo al del régimen del PRI mejicano, reconocidamente corrupto pero tenido por modélico entre los republicanos españoles. Izquierdas y derechas empataron a votos en unas elecciones anómalas, marcadas por las presiones y disturbios de las masas en la calle y la huida de buena parte de las autoridades que debían asegurar la pureza del escrutinio. En todo caso, la ley electoral dio más diputados al Frente Popular, y Azaña proclamó, sin mayor respeto a las reglas de la democracia, que el poder no saldría ya de manos de la izquierda[4]. De nuevo «un régimen para todos los españoles, pero gobernado por los republicanos».

Mas, para su desgracia, sus poderosos aliados pensaban de otro modo. Comunistas y socialistas de Largo instauraron un doble poder, imponiendo la ley desde la calle. Los comunistas presionaban a Azaña para obligarle a aplastar a la derecha, disolviendo sus organizaciones y encarcelando a sus líderes, lo cual suponía acabar con la democracia y dar un largo paso hacia la dictadura proletaria. Los socialistas bolcheviques trataban de desgastar al gobierno para heredarlo «legalmente», a fin de llevar así adelante su revolución sin el riesgo de un nuevo alzamiento. Y los anarquistas empujaban hacia su propia revolución. El resultado fue un caos sangriento. Azaña se había hecho la ilusión de dirigir a tan peligrosos amigos, y en realidad se vio arrastrado por ellos y por su propia demagogia. Finalmente hizo destituir, ilegítimamente, al presidente Alcalá-Zamora, cuyo puesto ocupó.

Una de las frases de Los mitos de la guerra civil que más escándalo han causado es la de que Franco respetó más que Azaña la legalidad republicana. Algunos han adulterado la frase, para hacerla más atacable, transformándola en la de que Franco era más «demócrata», cosa muy distinta. Franco aceptaba la democracia sin entusiasmo, y acató el régimen, sin pensar en rebelarse mientras no derivase hacia la revolución. No entró en la intentona de Sanjurjo, frenó tres posibles golpes de estado, y en octubre de 1934 defendió la legalidad contra los partidos izquierdistas que la asaltaban. Cuando él se sublevó, en julio de 1936, se habían alzado contra la república, además de Sanjurjo, los anarquistas, los socialistas, los nacionalistas catalanes, los comunistas y… Azaña. Si los líderes izquierdistas hubieran mostrado el mismo respeto que Franco a la legalidad, la guerra nunca habría estallado, y a Franco sólo lo conocerían hoy los especialistas en historia militar de la época.

Visto lo visto, ¿hasta qué punto puede llamarse democrática la república? En mi opinión, lo fue en sus comienzos, aunque limitadamente, debido a su tendencia jacobina y avasalladora contra la mitad de los españoles. Y esa democracia fue debilitándose con rapidez, hasta casi desaparecer tras las elecciones de febrero de 1936. Pudo haberse hundido definitivamente en octubre de 1934, pero, en aparente paradoja, entonces la salvó el centro derecha, dándole un año y medio más de vida. Quizá pudo la derecha haber evitado también la guerra civil, de haber continuado en el poder los dos años más que le correspondían, pero eso lo impidió —nueva paradoja—, no la izquierda, sino el católico progresista Alcalá-Zamora, abriendo el paso a la revolución.

El rápido declive y la violenta degradación del régimen produjo una honda decepción en millones de españoles, reflejada en la furia con que lo llegaron a condenar varios «padres espirituales de la república» al poco de recomenzar la guerra, en 1936. Pérez de Ayala, por ejemplo, trata a Azaña y a los republicanos en general de «desalmados mentecatos», y afirma: «Lo que nunca pude concebir es que hubieran sido capaces de tanto crimen, cobardía y bajeza». Gregorio Marañón, probablemente ya ajeno a la masonería, si realmente estuvo en ella, los fulmina con frases no menos amargas: «Tendremos que pasar varios años maldiciendo la estupidez y la bellaquería de estos cretinos criminales», «Horroriza pensar que esta cuadrilla hubiera podido hacerse dueña de España. Sin quererlo siento que estoy lleno de resquicios por donde me entra el odio, que nunca conocí». Ortega y Gasset critica sin ambages a los intelectuales extranjeros que, ignorando casi por completo la realidad de España, se solidarizaban con el Frente Popular, desacreditando así la labor intelectual. Unamuno es igual de ácido, y si llegó a enfrentarse con los falangistas, en ningún momento hasta su muerte varió su intensa aversión al gobierno izquierdista que se presentaba, contra toda evidencia, como legítimo y democrático.

Y aquí entra la segunda cuestión planteada al principio: ¿provino la guerra de una amenaza fascista, o de una amenaza revolucionaria? Ya indiqué antes cómo falseaba Azaña la realidad, cuando justificaba sus ataques a las libertades en la necesidad de defenderse de la Iglesia, pues ésta acató al régimen incluso después de la quema de conventos. El principal partido católico, la CEDA, y su dirigente, Gil-Robles, hicieron una oposición moderada y legal, al margen de conspiraciones o del golpe de Sanjurjo. Tanto fue así, que la crisis y fracaso de Azaña a lo largo de 1933 no provino de la oposición católica, sino de la anarquista, dato a menudo olvidado u oscurecido.

El espíritu conciliador, y hasta apocado, de la CEDA, llegó al extremo de que, tras resultar en noviembre del 33 el partido más votado, se abstuvo de gobernar o de presionar para hacerlo, y sólo reclamó su derecho a principios de octubre del año siguiente. En ese momento las ofensivas desestabilizadoras protagonizadas previamente por el PSOE, los nacionalistas catalanes, el PNV y los republicanos, habían llevado al país a una situación límite, coronada con la rebelión en dicho mes de octubre so pretexto de la decisión de la CEDA, perfectamente legal y democrática, de entrar en el gobierno. Obsérvese, además, cómo frente al ataque izquierdista contra la legalidad, la derecha tuvo la oportunidad de replicar con un contragolpe que, desde el poder, tenía todas las bazas para triunfar. Sin embargo la derecha defendió entonces aquella legalidad tan antipática para ella, y lo hizo invocando explícitamente las libertades[5]. Este hecho decisivo revela, contra las afirmaciones de sus adversarios y de muchos historiadores, qué poco tenía en común con el fascismo el gran partido de la derecha. Y prueba la farsa de la izquierda que, antes y después de octubre, motejaba de fascista a la CEDA sólo con el doble fin de paralizarla moral y políticamente, y de soliviantar a las masas. Como he probado en Los orígenes de la guerra civil, la izquierda era perfectamente consciente de la falsedad de sus acusaciones, utilizadas como coartada.

Al margen de la CEDA, había en la derecha grupos más o menos fascistas o golpistas, en particular los monárquicos y la Falange. Pero los monárquicos eran muy minoritarios, y aún más los falangistas, hasta el punto de no haber sacado éstos ni un diputado en las elecciones de 1936. Numerosas historias resaltan el papel de la violencia de la Falange, pero casi siempre ocultan o difuminan el hecho de que esa violencia reaccionaba a la violencia letal de las izquierdas, siendo éstas las iniciadoras del duelo de atentados tanto en 1934 como en 1936.

El ambiente «fascista», o más propiamente rebelde, creció en la CEDA sólo en los meses siguientes al triunfo del Frente Popular, cuando el sector izquierdista «moderado» intentaba reducir a las derechas a la impotencia definitiva, mientras el sector extremista buscaba aplastarlas como paso previo a su revolución. Aun entonces las derechas insistieron reiteradamente al gobierno republicano en que aplicase la ley y acabase con la oleada de asesinatos (unos 300 en cinco meses), incendios de iglesias, asaltos a centros políticos y periódicos derechistas, huelgas sangrientas, etc., que sacudían la sociedad, creando, en palabras del mismo Prieto, una situación insoportable para el país. La propuesta de aplicar la ley fue rechazada en las Cortes, en medio de una oleada de insultos, amenazas y provocaciones contra los peticionarios. El régimen, de cuya legitimidad democrática quedaba ya muy poco, acabó de deslegitimarse con tal actitud, similar, aunque muy agravada, a la adoptada ante la quema de conventos, bibliotecas y centros de enseñanza al comenzar la república, cuando identificaron las violencias con la voluntad del pueblo.

La derecha se rebeló en julio de 1936, por tanto, frente a un peligro revolucionario real e inminente, al revés que la rebelión izquierdista de 1934, organizada contra un peligro fascista inexistente y que los insurrectos sabían inexistente.

Es decisivo también, para comprender la realidad, el comportamiento de los dos gobiernos en 1934 y en 1936. En el primer caso, el gobierno derechista defendió y mantuvo la Constitución; en el segundo, el gobierno izquierdista acabó de arrasarla al claudicar enseguida ante los revolucionarios y armar a las masas: en ese momento cayeron los últimos restos de legalidad republicana y la revolución cundió por el país imparablemente, prueba de lo avanzado de su gestación en los meses previos.

La conducta de la izquierda desacreditó profundamente la democracia en España, pues quienes más la invocaban y decían representarla eran quienes más la transgredían y amenazaban las libertades. Ello, unido a la crisis general del liberalismo en Europa, empujó a la derecha hacia posiciones crecientemente autoritarias. Por eso la contienda final se daría, no entre democracia y fascismo, como suele decirse, sino entre un revolucionarismo totalitario y una derecha autoritaria.

Estas dos cuestiones enlazadas, la del carácter democrático de la república, y la de la realidad de un peligro fascista o de un peligro revolucionario, concentran los puntos clave de la historiografía en torno a la guerra civil, y de ellas dependen las interpretaciones de los sucesos concretos.

Opino que en la exposición aquí resumida los hechos históricos entran con naturalidad, mientras que quienes insisten en el carácter democrático del Frente Popular y en el peligro fascista, se ven abocados a constantes contradicciones e incoherencias. Apuntaré unas pocas. Las reformas del primer bienio, se afirma, beneficiaban al pueblo y perjudicaban a las derechas, las cuales, por esa razón, querían destruir la república; pero si fue así, ¿cómo explicar la reacción popular muy mayoritaria, que dio sus votos al centro derecha en 1933? Y si las fascistas derechas sólo soñaban con destruir el régimen, ¿por qué la CEDA defendió el orden constitucional frente al golpe revolucionario del 34? ¿Y por qué los supuestos fascistas no aprovecharon tan magnífica ocasión para un contragolpe, y en cambio esperaron a sublevarse hasta julio del 36, cuando estaban fuera del poder, con el ejército más dividido que nunca, y con enormes probabilidades de fracaso? Tan enormes que el golpe militar fracasó realmente, dejando a los sublevados en posición desesperada, de la que sólo les salvó el célebre puente aéreo de Franco sobre el estrecho de Gibraltar.

Según la versión corriente, el caos de los meses siguientes al —anómalo— triunfo electoral de las izquierdas en 1936, fue provocado deliberadamente por los fascistas para propiciar y justificar el golpe militar, pero en tal caso, ¿por qué esos mismos fascistas exigieron al gobierno el cumplimiento de su más elemental deber de garantizar el orden público, y las izquierdas se opusieron? Las incoherencias culminan cuando quienes así piensan se ven obligados a llamar «republicano» a uno de los bandos de la guerra civil, disimulando el hecho de que las fuerzas principales de ese bando consistían en los anarquistas, autores de tres sangrientas insurrecciones contra la república; los socialistas, promotores de una rebelión mucho más sangrienta todavía; los nacionalistas catalanes, participantes en la misma; los comunistas, que aparte de haber participado en la insurrección dicha, eran los orgullosos y ciegos agentes de Stalin, uno de los tiranos más brutales de la historia. Y con manifiesta deshonestidad intelectual, a esos partidos, que tanto hicieron por arruinar la república, se les llama, además, defensores de la libertad. Por contraste, entendemos perfectamente que los únicos protectores externos de tales republicanos fueran regímenes como la tiranía estalinista o la corrupta seudo democracia mejicana, y que las democracias reales se mantuvieran al margen. En cambio los apologistas del Frente Popular deben atormentar la lógica para tachar de «traidoras» a las democracias por no ayudar a demócratas del calibre de los comunistas, anarquistas, socialistas o azañistas.

Esa concepción conduce a un absurdo tras otro, y al falseamiento sistemático de los hechos, como he expuesto en otras ocasiones, partiendo, en general, de documentos de la propia izquierda.

Alguien me preguntó una vez: «De todas formas, ¿qué importancia tiene aclarar estas cosas del pasado, si hoy día no influyen para nada? ¿No es mejor ocuparse del futuro?». Pero influyen en el presente y condicionan el futuro. Ahora mismo asistimos a intentos de hacer tabla rasa de la transición, que, con todos sus fallos, nos dejó una Constitución hecha por consenso y no por rodillo, y ha permitido una convivencia razonable durante un cuarto de siglo. Sin embargo, numerosos políticos e intelectuales de izquierda y nacionalistas admiradores de los Balcanes, muestran descontento, añoran aquella vieja república convulsa, la pintan de color de rosa en desafío a los hechos y la lógica, y aspiran a imponer, por medios que llegan hasta el terrorismo, una situación que amenaza muy seriamente la paz, la unidad y la democracia españolas. El conocimiento de la historia debe alertamos sobre tales experimentos.