Fuera era ya verano, aunque eso no se notaba en el largo corredor de la muerte del centro penitenciario de Marcusville; sin embargo, el intenso rayo de sol que se colaba por la angosta claraboya del techo era claramente visible. Michael Oken llevaba trabajando allí solo nueve semanas, pero ya había establecido el hábito de recorrer aquel pasillo de duro cemento un par de veces al día para escrutar con atención todas las celdas y, de ese modo, aprenderse quién ocupaba cada una de ellas, así como para dejar claro que la sustitución del jefe de guardias no suponía una discontinuidad en el orden y el control reinantes.

A menudo, solía detenerse un poco más ante una de las celdas, la que había estado vacía largo tiempo, o, al menos, se paraba a medio camino antes de llegar a ella. El convicto que yacía en la litera del reducido habitáculo era el único que, hasta ahora, no había dicho ni una sola palabra: siempre reposaba ahí tumbado mirando fijamente al techo, hasta el punto de que costaba discernir si estaba despierto o inconsciente.

Ese día todo seguía igual. El rechoncho cuerpo echado de espaldas, la cara vuelta hacia el techo y apartada de las miradas provenientes del pasillo, el amplio mono naranja con las iniciales «DR» en la espalda y las perneras. Michael Oken lo observó un instante, con la esperanza de que se volviese y se pusiera a hablar: le roía la curiosidad acerca de esa persona.

Un loco que había matado a tiros al antecesor de Oken en el puesto: una ejecución pura y dura de un balazo en la sien. Solo que el loco, el ejecutor, era el asesor de confianza del gobernador de Ohio.

Michael Oken suspiró. Todos los presos tenían una historia. La de este era la que más le gustaría escuchar.