Vernon Eriksen no conocía a Richard Hines en persona. Pero durante los últimos diez años había leído sus artículos sobre el sistema legal estadounidense en el Cincinnati Post. No siempre compartía las opiniones del periodista, que, a menudo, traslucían sus reportajes, pero Vernon apreciaba su agudo ingenio, la elección de las palabras adecuadas, la precisión: las investigaciones de Hines siempre concordaban con la realidad, sus afirmaciones podrían ser incómodas, pero resultaban ser siempre correctas.

Habían quedado en un pequeño café cerca de la carretera principal de entrada a Marcusville, a diez minutos a pie de la casa de los Finnigan. Vernon sabía que el angosto local solía estar prácticamente vacío a esa hora de la mañana. Una camarera sola, algunos camioneros, pero, por lo demás, solo migajas en las mesas y la cansina música de ascensor procedente de unos altavoces baratos.

Richard Hines ya estaba esperándolo, sentado a una mesa con una cerveza sin alcohol y un sándwich de algo que parecía rosbif. Era más pequeño de lo que Vernon se había imaginado: un enjuto tipo de, como mucho, sesenta kilos de peso, pero sus ojos se mostraban vivaces y su amplia sonrisa no le cabía en su estrecha cara.

—¿Eriksen?

Vernon asintió, y, mirando a la camarera, señaló la cerveza de Hines antes de sentarse frente a él.

—Gracias por venir.

Hines hizo un gesto con las manos.

—Al principio pensé en pasar olímpicamente del tema. Por teléfono me pareciste, si he de serte sincero, otro chalado más. Me llaman muchos de esos, pleitómanos obcecados que han leído alguna que otra cosa y me designan como su representante informal. Pero comprobé tus datos laborales y creo que solo un idiota no haría caso de un jefe de guardias del corredor de la muerte de una de las prisiones más duras de Ohio, cuando te llama para quedar doce horas después de una ejecución diciéndote que tiene un bombazo informativo.

La camarera era una chica joven, casi una niña, con toda la vida por delante. Le sirvió la cerveza y Vernon se preguntó qué hacía allí, por qué se conformaba con trabajar en un café cutre de un poblacho de mala muerte cuando el mundo ahí fuera la estaba esperando.

—Sí, te voy a proporcionar un buen titular. Y solo impongo una condición. Que la noticia salga mañana mismo.

Hines se echó a reír, con un ligero tono de desdén.

—Eso tengo que decidirlo yo.

—Mañana.

—Vamos a dejar las cosas claras. Soy yo el que valora las noticias. Si tu historia tiene jugo, la escribo. Si no lo tiene, nos tomamos una cerveza y ya está.

—Tiene mucho jugo.

La machacona música de ascensor resultaba muy molesta. Vernon se excusó y se dirigió a la camarera para pedirle que bajara un poco el volumen, tras lo cual volvió a sentarse a la mesa de madera maciza con cuatro salvamanteles de plástico rojo.

—Bueno. Ahora nos podemos escuchar mejor.

Miró a Hines antes de ponerse a hablar.

—He trabajado en la cárcel de Marcusville toda mi vida laboral. Digamos que esa ha sido mi casa, que he vivido ahí, entre los presos, durante más de treinta años. He visto todo lo que puede verse dentro del mundo de la delincuencia. Conozco todos los tipos de criminales, las consecuencias de todos los delitos. Creo en la pena. Una sociedad que castiga es una sociedad regida por normas.

Un camionero frenó ante la ventana. Una sola mirada les bastó para advertir que un fornido tipo con coleta se acercaba a la entrada.

—Con una excepción. La pena capital. Una sociedad regida por normas no puede tener un Estado que mata. Descubrí esto tras unos años en el corredor de la muerte. Entiéndeme, en todas las cárceles hay inocentes, personas a las que se ha condenado por error. Yo lo sé, todos los que trabajamos en instituciones penitenciaras lo sabemos. Y estoy convencido de que varios de los presos de los que me ha tocado cuidar entraban en esta categoría, la de los inocentes.

El camionero se sentó a una mesa en la otra punta del café; al entrar este, Vernon había bajado la voz, pero ahora subió de nuevo el volumen.

—Solo con que un inocente sea ejecutado… ¡Un solo caso significa que el sistema no funciona! Si su inocencia se descubre después, no hay forma de subsanar el error. ¿O sí? Ninguna indemnización puede devolverle la vida a nadie.

Durante dieciocho años había preparado su discurso. Ahora… de pronto le costaba encontrar las palabras.

—El desagravio de la víctima…, Hines, no es más que venganza. Todo eso de la justicia. Los valores que hay que preservar. ¿Tú crees en ello? Esas cosas ya no importan. Si es que alguna vez lo han hecho. La venganza…, esa es la verdadera fuerza motriz del Estado, en eso se ha convertido.

Bebió de su vaso mientras miraba de reojo a Hines, que parecía seguirlo con interés.

—Y a veces… a veces hay que quitarle la vida a alguien para salvar la vida de otra persona. ¿Lo sabías, Hines? Yo escogí a Edward Finnigan. Eso es lo que hice: escoger. Finnigan era un individuo influyente. Un defensor a ultranza de la pena capital con gran poder en este estado. El blanco perfecto. Tenía una hija cuya muerte lo iba a destrozar. La hija salía con un novio problemático, al que sería fácil echarle la culpa. Dos vidas. Así fue, Hines. Sacrifiqué dos vidas para que toda una nación comprenda lo errónea que es la pena de muerte. Si dos vidas pueden hacer que cuestionemos un sistema que va a quitar muchas más vidas, entonces merece la pena…

Richard Hines permaneció inmóvil. Había dejado de tomar notas, no estaba seguro de haber entendido bien lo que acababa de escuchar.

—Yo maté a Elizabeth Finnigan. Sabía que John Meyer Frey sería condenado a muerte, puesto que ella era menor de edad. Una vez ejecutado, tenía planeado hacer lo que estoy haciendo ahora: sacar la historia a la luz, contar qué es lo que de verdad pasó.

Hines se retorció en su silla, indispuesto. Un alto funcionario de prisiones estaba frente a él afirmando que él era el autor de uno de los asesinatos más mediáticos del estado de Ohio en los últimos tiempos.

Como ser humano, quería salir corriendo a denunciar a aquel loco. Pero, como periodista, quería saber más.

—Frey se fugó. En eso que dices… hay algo que no cuadra.

—Es que me pasó una cosa. De repente… no podía seguir adelante con mi plan. Yo… me encariñé con el chico. John era inteligente, vulnerable…, nunca había sentido tanto apego por nadie. Los demás, no sé, cada vez que uno de los presos que estaban bajo mi custodia moría, era como si un miembro de mi propia familia expirase. Y John… John era todavía más, como un hijo, no puedo explicarlo mejor. No tuve el coraje de dejarlo morir. ¿Entiendes?

—No. No lo entiendo.

—Durante varios años he colaborado con distintas asociaciones contrarias a la pena de muerte. Empecé a trabajar con el grupo que hacía campaña a favor de John. Y, junto con unas pocas personas especialmente designadas, empecé a planear su fuga.

Se encogió de hombros.

—Y después… ¡Un solo error después de seis años de libertad! Enseguida comprendí lo rápido que iba a ir todo. Teniendo en cuenta la puta cuestión de prestigio que conllevaba el caso. Teniendo en cuenta la posición social de Finnigan. Así que lo hago ahora. Terminar lo que empecé hace mucho tiempo.

Los restos de cerveza llevaban ya un rato tibios, pero tenía sed y bebió la espumilla que quedaba en el fondo. Rebuscó en los bolsillos del pantalón, sacó cuatro billetes de un dólar y los dejó al lado del vaso vacío.

—Hines, fui yo quien la mató. Y John Meyer Frey fue ejecutado. Así que un sistema basado en la pena de muerte no funciona. Sé que vas a escribir sobre esto. Para mañana. Es una historia demasiado buena para pasarla por alto. Y cuando sea de dominio público, cuando la gente lo sepa…, el sistema morirá.

Tras levantarse, Vernon se abotonó la chaqueta, y ya estaba a punto de salir de la desierta cafetería cuando Hill lo detuvo.

—Siéntate.

—Tengo algo de prisa.

—No hemos terminado todavía. Suponiendo que todavía quieras que esto se publique.

Vernon miró el reloj. Le quedaban cincuenta y cinco minutos. Se sentó.

—Todo esto es un poco demasiado simple. Es una buena historia. Pero necesito más. Algo que pruebe que lo que dices es cierto.

—En tu escritorio. Cuando regreses a tu oficina. Vas a recibir un paquete.

—¿Un paquete?

—Con cosas que solo el asesino de Elizabeth Finnigan podría tener en su posesión. Su pulsera, por ejemplo. La que ella siempre llevaba puesta. Nunca la mencionaron en la investigación. Sus padres confirmarán que era suya.

—¿Algo más?

—Cosas que solo el principal responsable de la fuga de John podría saber. Un documento de ocho páginas que describe en detalle cómo se hizo. Cuando lo leas, lo podrás contrastar con el expediente relativo a su… muerte, y entonces lo entenderás todo.

—Eso lo dirás tú.

—Fotos. Vas a recibir fotos que solo podría haber tomado la persona implicada. Fotos del cadáver de Elizabeth en el suelo. Del cuerpo de John en el depósito, en el saco mortuorio, incluso de cuando subió a un avión en Toronto.

Richard Hines volvió la mirada hacia la ventana: quería escapar, salir huyendo por la carretera detrás del camión.

—Nunca he oído nada igual. Si quieres mi opinión…, estás como una puta cabra.

—¿Cómo una cabra? No. Los que están como una cabra son los que defienden el derecho del Estado a matar. Tratar de acabar con la pena capital: ¿hay algo más cuerdo que eso?

Hines negó con la cabeza.

—Gracias a Dios, no soy juez. Se te procesará por esto. Serás condenado.

Vernon Eriksen sonrió por primera vez desde el inicio de la conversación, era como si los nervios remitieran, casi había terminado, y aún le sobraba tiempo.

—Sabes que eso no va a pasar. Eso sería reconocer que el sistema no sirve para nada. El estado de Ohio nunca nunca va a admitir que ha ejecutado a un inocente. Ningún fiscal reabrirá el proceso. ¿No crees?

Vernon se levantó para irse por segunda vez. No estrechó la mano de Hines, tan solo le hizo un gesto amistoso al periodista, que, en cuestión de segundos, subiría a su coche y conduciría a toda velocidad de regreso a Cincinnati para escribir el artículo más extraordinario de su carrera.

—Gracias por venir. Voy a ir a ver a Edward Finnigan ahora. Estoy seguro de que él también me hará caso.