Era una de esas mañanas frías y sin nubes en las que el aire todavía invernizo anuncia ya la primavera.
Vernon Eriksen se había despertado varias horas antes, revolviéndose agitado en la oscuridad hasta que se durmió de nuevo: era pequeño, y estaba mirando a su padre desde la planta de arriba, la ropa y el maquillaje que hacía a los muertos revivir por un rato, los familiares llorosos que esperaban fuera. Se levantó, se sacudió la noche de encima y se preparó un vaso de leche caliente y un bocadillo ya a las tres y media de la madrugada. Se sentó a la mesa de la cocina, contemplando las fatigadas calles de Marcusville, que, poco a poco, se despertaban: el repartidor de periódicos que pasaba en bicicleta, algún que otro pájaro que aterrizaba en el vacío asfalto, los vecinos en pijama y zapatillas que se arrastraban a recoger el diario matutino para leerlo con sus cereales del desayuno y su yogur de vainilla. Aún estaba de baja por enfermedad: hasta las seis de la tarde, hora del cambio de turno, nadie iba a echarlo de menos.
Pero él sabía lo que nadie sabía. Que nunca iba a volver.
Vernon miró a su alrededor. Le gustaba su cocina. El hogar de sus padres, en el que siempre había vivido. Tenía diecinueve años cuando ambos desaparecieron de su vida sin dar ninguna explicación. Entonces le compró a su hermana la parte proporcional de la casa: ella siempre tuvo más inquietudes, más curiosidad que él, así que, años atrás, se había trasladado a Cleveland para estudiar y allí se había quedado.
Él, en cambio, no había ido a ninguna parte.
Su trabajo como jefe de guardias en el corredor de la muerte, encuentros aislados con mujeres que lo asustaban en sus intentos de aproximación, un montón de libros y muchos largos paseos: después de los pocos meses que estuvo con Alice hacía muchos años, y a raíz de su ruptura, que coincidió con la muerte de sus padres, todo se había convertido en un vacío inconmensurable, y no existía nada que de verdad le importara.
Hasta que se fue involucrando cada vez más en un grupo de activistas opositores a la pena capital. Le gustaba pensar en ello como un movimiento revolucionario, sentirse como un guerrero que participaba en la lucha contra los valores tradicionales de una sociedad. Siempre de forma clandestina, oficiosa: era consciente de que un guardia de la prisión no podía ser visto tomando parte activa en una asociación como esa. Y, además de que necesitaba su empleo, su presencia en la cárcel era importante, era importante que alguien diera un trato humano a aquellos que contaban el tiempo que les quedaba hasta morir, quizás igual de importante que las reuniones y las protestas y los contactos con abogados a los que había que convencer para que de forma casi gratuita se implicaran en el futuro de los condenados a muerte.
Vernon esperó a que el reloj encima del extractor de humos diera las ocho. Descolgó entonces el teléfono de la pared, marcó el número del ambulatorio de Marcusville y preguntó por la enfermera Alice Finnigan. Cuando la operadora le pasó y Alice cogió la llamada, él colgó.
Solo quería oír su voz una vez más.
El frío matutino le mordía las mejillas, la débil brisa hacía que la sensación térmica fuera inferior a lo que pensaba. No iba demasiado lejos: tardaría solo unos minutos en llegar, así que, aunque se congelaba, aguantó.
Tampoco necesitaba gran cosa. La bolsa de papel, blanca con el logotipo de la prisión en verde, la tenía preparada desde la noche anterior. Ahora, la llevaba enrollada en una mano, no pesaba casi nada.
La gran casa de Finnigan se ubicaba en Mern Riffe Drive. Dos meses habían transcurrido desde su última visita. Les había hablado de John, les había contado que estaba vivo y residiendo en un país del norte de Europa. Recordó la reacción de Edward Finnigan, que aún le daba náuseas. Entonces pensó en lo increíblemente fea que una persona puede llegar a ponerse, una fealdad de la que era testigo cada vez que se fijaba la fecha de una ejecución, causada por el disfrute de los allegados de la víctima, el odio y la venganza que les hacían sentirse vivos. También recordó el dolor de Alice, la vergüenza y la repugnancia que sentía por su marido eran intensas y evidentes. Vernon había salido de allí mareado, conmovido por la enorme soledad de una mujer casada.
Hasta que tocó el timbre tres veces, no oyó ningún movimiento dentro de la vivienda.
Lentos, pesados pasos por la escalera, una puerta interior se abrió, más pasos y luego la cara ausente de Edward Finnigan.
—¿Eriksen?
La tez de Edward Finnigan mostraba una palidez extrema, profundas arrugas circundaban sus ojos, y un albornoz de felpa ceñía su robusto cuerpo.
—Tal vez debería haber llamado primero.
Finnigan sostuvo la puerta entreabierta, sus pies desnudos empezaban a congelarse.
—¿Qué quieres?
—¿Puedo pasar?
—No es el mejor momento. Me he tomado el día libre.
—Lo sé.
—¿Cómo que lo sabes?
—Me lo han dicho. ¿Me dejas entrar?
Finnigan preparó un poco de café en una cafetera que tosía con gran escándalo. No estaba acostumbrado a hacerlo, se veía claramente, era el tipo de cosas de las que solía encargarse Alice.
—¿Solo?
—Cortado, por favor.
Bebieron de blancas tazas de porcelana —caras, a juzgar por los sellos impresos en su fondo— mientras evitaban mirarse a los ojos. Vernon conocía a Finnigan de toda la vida, y, sin embargo, no sabía absolutamente nada de él, de quién era en realidad.
—¿Qué es lo que querías?
—Quiero hablar de Elizabeth.
—¿De Elizabeth?
—Sí.
—Hoy no.
—Hoy tiene que ser.
Finnigan apoyó de golpe la taza sobre la mesa: el líquido marrón dejó una gran mancha en el claro mantel.
—¿Te has enterado acaso de lo que ocurrió ayer?
—Sí.
—Pues, joder, entonces te figurarás que, precisamente hoy, no estoy de humor para hablar de mi hija muerta con alguien con quien no tengo mucho trato.
Un reloj hacía tictac en la amplia y bonita estancia, un tictac fuerte, cada segundo fulminaba como un rayo. A Vernon ese tipo de ruido siempre le había parecido insoportable, pero ahora le reconfortaba al disfrazar el denso silencio.
—No lo entiendes.
Finnigan buscó por primera vez la mirada de Vernon.
—No tienes ni idea de lo que es pasarse casi veinte años pensando todos los días, a todas horas, en la muerte de alguien. No tienes ni puta idea de cómo se puede llegar a odiar.
Los ojos de Finnigan, enrojecidos y brillantes, revelaban que el resentido padre estaba al borde del llanto.
—¡No lo comprendes! ¡Ya está muerto! ¡Lo he visto morir! ¡Y no sirve de nada!
Se llevó la mano a los ojos y se los restregó con ahínco.
—¡No sirve de una puta mierda! Tenía razón. Alice tenía razón todo este tiempo. ¿Entiendes lo difícil que es caer en la cuenta? Caer en la cuenta de que no es posible odiar a un muerto. De que no sirve de nada. ¡Mi hija no está! ¡Sigue sin estar!
Edward Finnigan se inclinó sobre la mesa de café, con el rostro casi pegado al tablero. Por eso no percibió la sonrisa fugaz de Vernon antes de que este hablara.
—¿Puedo usar el baño?
Finnigan le señaló dónde estaba: debía cruzar la cocina y salir al vestíbulo. Pero cuando Vernon llegó al cuarto de baño no se detuvo allí, sino que continuó, bajando con paso apresurado los escalones que llevaban al sótano, al campo de tiro donde había esperado a Finnigan la última vez. Se paró frente a la vitrina expositora de armas que colgaba de la pared, se recubrió la mano con una bolsa de plástico y la abrió. La pistola que buscaba se hallaba al fondo del segundo estante. Recordaba cómo Finnigan, tras descargarla, la había guardado allí. La levantó con cuidado, aún con la mano enfundada en la bolsa de plástico: quería conservar las huellas dactilares todavía impresas en el arma.
Le llevó no mucho más de un minuto.
Volvió a subir, introdujo la pistola en la bolsa de papel que había dejado sobre la alfombra del recibidor para, acto seguido, meterse en el cuarto de baño y tirar de la cadena. Finnigan seguía en la misma postura, con la mirada vacía fija en la mesa de centro.
—Estoy aquí para hablar de Elizabeth.
—Ya me lo has dicho. Y te he respondido que hoy no es el día.
—Sí que lo es. Ya verás como te viene bien. Pero, primero, hablemos un poquito de John.
—¡En esta casa no se va a volver a hablar de él!
Dio un puñetazo en la mesa, haciendo que un candelabro de cristal situado al borde se cayera al parqué y se partiera en dos pedazos.
—¡Nunca más!
Vernon mantenía la calma, su voz sonaba suave.
—No pienso irme hasta que escuches lo que tengo que decirte.
Estaban a punto de llegar a las manos: el uno frente al otro, Finnigan jadeando y con el blanco semblante ahora de un rojo rabioso. Pero Vernon Eriksen era un tipo grande, y Finnigan tuvo que limitarse a devorarlo con una mirada de furia antes de desplomarse casi lánguido en el sofá.
Vernon lo observó detenidamente, no quería perderse detalle de su reacción.
—Fui yo el principal responsable de la fuga de John Meyer Frey de Marcusville.
Edward Finnigan se vino abajo, empequeñeciéndose lentamente, cuando el jefe de guardias le fue relatando la historia de cómo un preso condenado a muerte, el asesino de su hija, escapó del corredor de la muerte para vivir en libertad en otra parte del mundo durante seis años. Eriksen se tomó casi treinta minutos para describir en detalle todos los pormenores de la fuga, los ardides médicos y los fármacos suministrados para aparentar la muerte del reo, así como el viaje a la capital de Suecia pasando por Canadá y Rusia. Se recreó, en particular, al referir cómo habían transportado a John desde el depósito de cadáveres hasta el coche que esperaba fuera: esa era su parte favorita, la huida directa desde dentro de los muros de la prisión le tocaba más de cerca que los medicamentos y los pasaportes falsos. Incluso esbozó una amplia sonrisa cuando habló del saco mortuorio que los dos médicos solicitaron que se remitiera a Columbus para la autopsia: ningún chiflado se atrevería a abrirlo para ver un cadáver, y cuando el furgón de transporte fue descargado y volvió a Marcusville, no tardaron mucho tiempo en llevar el saco al otro coche que esperaba en el mismo muelle de carga.
Finnigan no se movió. No articuló palabra. Al otear al hombre derrumbado en el sofá con las manos en el estómago, Vernon sintió la calma que había estado buscando todos esos años: había llegado a su meta.
—Pero no fue John quien mató a tu hija.
La frase le cayó como un bofetón.
—El hombre que fue ejecutado ayer, al que le fue aplicado el castigo que tú tan fervientemente defiendes, era inocente.
Finnigan intentó ponerse de pie, pero volvió a desmoronarse al faltarle fuerza en los brazos.
—Alice y tú no estabais casi nunca en casa antes de las ocho de la tarde. Elizabeth solía tener la casa a su entera disposición hasta esa hora. Vi a John marcharse de aquí aquel día: se abrazaron un momento junto a la verja de entrada y luego se fue.
Vernon siguió escrutando a Finnigan, quería ver sus facciones, cómo se alteraban al conocer la verdad.
—Yo me colé aquí diez minutos después de que él se fuera. Se habían abrazado, habían tenido relaciones sexuales, solían hacerlo antes de que llegaseis a casa. ¿No lo sabías? Huellas dactilares, esperma: el rastro de él estaba en todo su cuerpo. Me hicieron falta solo un par de minutos, no mucho más; Elizabeth se quedó ahí tirada en el suelo cuando cerré la puerta y salí.
Vernon continuó hablando hasta que un encolerizado Finnigan se abalanzó sobre él para intentar romperle la cara a puñetazos. Ahí era adonde quería llegar. Como un perro rabioso grito, golpeó y mordió; Vernon le dejó hacer, quería asegurarse de que intercambiaban sangre y tejido cutáneo.
Acto seguido, asestó un solo y fuerte golpe a Finnigan en el punto del pecho que provocaba la pérdida de conciencia. Luego, corrió al vestíbulo para sacar de la bolsa de papel un trapo fino y una botellita de éter.
Calculó la cantidad precisa para que Edward Finnigan yaciera inconsciente durante una hora y media: más o menos, el tiempo que él necesitaba.