Cuando el médico penitenciario examinó el cuerpo de John Meyer Frey y, con voz apagada, comunicó al alcaide que la ejecución estaba concluida, la vida pareció volver a la gente que se apretaba en la zona de los testigos. El silencio, la espera: aquello había terminado y todo lo demás podía seguir su curso. El alcaide, según lo acostumbrado, dio dos palmadas para atraer la atención del público y anunció que la muerte del condenado quedaba confirmada por el facultativo en funciones a las 21:10:07 h.
Edward Finnigan dio un paso más hacia adelante. Quería ver el cuerpo inerte, sentir la paz que tanto tiempo llevaba anhelando. El desasosiego, la oscuridad, el odio del que Alice lo acusaba: todo ello debía desaparecer.
Contempló el rostro, que irradiaba una calma plena.
El odio.
Seguía allí.
Finnigan escupió varias veces al ventanal, hacia el cuerpo que iban a retirar de la camilla blanca de correas negras. Alice Finnigan corrió hacia su marido y golpeó con fuerza su espalda, gritándole que se calmara: lloró y le pegó hasta que él, sin darse la vuelta, abandonó el lugar.