Reconocía varios de los semblantes que lo observaban a través de la gran pared de cristal y que tenían derecho a asistir, de acuerdo con el artículo 25 del capítulo 2949 del Código Revisado de Ohio.

Al fondo a la izquierda se hallaba —mucho mayor de lo que John recordaba y ya jubilado— Charles Hartnett, el policía que aquella mañana fue a su habitación a arrestarlo: el extraño que le había ordenado, a sus diecisiete años y aún medio dormido, ponerse de pie junto a la cama con las piernas abiertas.

A su lado podía ver a Jacob Holt, jefe del Departamento de Rehabilitación y Corrección de Ohio, que unas horas antes de cada ejecución salía de su espaciosa oficina en el centro de Columbus rumbo al sur, a Marcusville: esa constituía una de sus funciones, ver a la gente morir.

Codo con codo estaba el alcaide del centro penitenciario de Marcusville: un hombre alto y moreno de la edad de John, de esos que alzaban la barbilla al mirar a alguien para mostrar su superioridad.

Una larga fila de personas que, a buen seguro, eran periodistas.

Unos trajeados que no había visto en su vida.

Un sacerdote, el hombre que años atrás solía visitar a Marvin Williams con regularidad: entonces los oía hablar en la celda contigua, rezar juntos, después de lo cual Marv siempre mostraba signos de alivio, casi de liberación.

Cuatro guardias, medio paso atrás, con las viseras de las gorras cubriéndoles aún más los ojos.

Solo una mujer.

La conocía tan bien… Alice Finnigan. Siempre le había caído simpática, era una persona agradable, acogedora, trataba bien incluso al muchacho de mala reputación que quería ligar con su hija.

Evitó mirar al padre, su rostro enrojecido de odio, que no podía acercarse tanto como hubiera querido.

John había sido exhortado a que escogiera a sus tres propios testigos, pero renunció a ejercer ese derecho.

Se negaba a ver allí a ninguno de sus seres queridos.

Más que nada, reinaba el silencio.

Los cuatro últimos minutos fueron una larga espera a que el tiempo pasase. Todos miraban sin parar el reloj, deseando que aquello terminara pronto: se notaba que ninguno de ellos estaba acostumbrado a la cuenta atrás.

El teléfono en el panel de madera de la pared. La única posibilidad que restaba. Una llamada del gobernador y todo se detendría.

Casi se podía oír, el timbrazo que era más fuerte que cualquier otro sonido, el timbrazo que nunca llegaba.

A cuarenta y cinco segundos para el final, querían estar absolutamente seguros de que no llegaría ninguna orden en contra.

Entonces el alcaide hizo un gesto a un hombre mayor de barba canosa y bien cuidada. Patrick McCarthy, altivo, de espalda erguida, el guardia de mayor antigüedad en Marcusville. Aguardaba junto a la máquina diseñada para bombear los fármacos letales por vía intravenosa, y en ese momento asintió hacia el alcaide mientras su dedo pulsaba un gran interruptor de plástico blanco.

Cinco gramos de pentotal sódico: John bosteza y pierde el conocimiento.

Cien miligramos de bromuro de pancuronio: sus músculos se paralizan, su respiración se detiene.

Cien miligramos de cloruro de potasio: paro cardíaco.