—¿Señor Frey?
—Sí.
—Me llamo Rodney Wiley. Soy enfermero de la prisión. Querría pedirle que se sentara, por favor.
John estaba de pie en la celda cuando el pequeño tipo envuelto en una bata blanca demasiado grande abrió la puerta y le tendió una mano flaca y sudorosa. Faltaban menos de quince minutos, tal vez diez; su reloj interno estaba en marcha, lo llevaba consigo desde los diecisiete años, desde que comprendió que lo único que tenía por delante era una cuenta atrás.
Nunca había visto a Rodney Wiley, no lo conocía, y, sin embargo, iba a ser una de las últimas personas a las que vería, con las que hablaría.
—Completamente quieto, por favor, señor Frey.
El líquido que el enfermero roció en un trozo de algodón olía muy fuerte. Un desinfectante: la delgada mano le frotó concienzudamente los pliegues del codo, restregando en círculos el algodón. Wiley enseguida iba a introducirle dos vías intravenosas, una en cada brazo, y tenían que estar limpios para eso, había que prevenir una posible infección, una persona que todavía vivía debía ser tratada como tal, como un ser vivo.
—Heparina. Un anticoagulante. Esto es lo que ahora le voy a inyectar. Tenemos que asegurarnos de que nada obstruya el sistema, ¿verdad, señor Frey?
Sonaba más absurdo de lo que hubiera creído, de modo que Wiley se arrepintió al instante de haberlo dicho. Estaba nervioso, asustado, siempre resultaba muy difícil: aún no había aprendido a hablar con aquellos cuya muerte preparaba.
Solo unos segundos más trató de evitar los ojos del reo, se concentró, según lo acostumbrado, en sus brazos desnudos y en inyectarle la cantidad adecuada de anticoagulante.
—Ya he terminado, señor Frey. Me voy. No me volverá a ver.
La enjuta mano de nuevo, un débil apretón, que sostuvieron hasta que Wiley no aguantó más.
Los cuatro guardias esperaban fuera. Cuando el enfermero se marchó a toda velocidad, se acercaron a la celda, miraron a John y le pidieron que saliera de la celda por su propio pie. No lo separaban muchos pasos de la cámara de la muerte, pero vigilaron cada uno de ellos; las personas que iban a morir solían exigir mucha atención.
El habitáculo era hexagonal, de apenas cuatro metros cuadrados. Hacían las veces de paredes unos grandes paneles de vidrio a través de los cuales los testigos podrían contemplar la ejecución. La camilla, que iba de pared a pared, estaba cubierta por una tela blanca gruesa que crujió cuando le ataron a ella con seis amplias correas negras, dos a lo largo y cuatro a lo ancho: la que le recorría la caja torácica era la que más le apretaba.
Los tubos que, acto seguido, conectaron a las vías intravenosas eran transparentes, a fin de poder ver cómo bombearían los líquidos a través de ellos.