La noticia de que el juez Anthony Glenn Adams, del Tribunal Supremo de Estados Unidos, denegó la solicitud de suspensión de la ejecución nunca llegó al reo que esperaba en el pabellón de la muerte. Adams, cuyo ámbito de competencias lo habilitaba para tramitar en solitario los asuntos urgentes, había hecho lo que solía hacer con los casos relativos a la aplicación de la pena capital: traspasarlo a los nueve miembros del tribunal para que argumentaran y tomaran una decisión conjunta.

Su conclusión fue unánime.

Uno de los tres teléfonos sujetos a un panel de madera en la estancia ubicada detrás de la cámara de la muerte conectaba directamente con el despacho del gobernador en Columbus.

La línea permanecía abierta hasta que la pena se hubiera impuesto.

Tan solo una llamada del gobernador de Ohio, en los quince minutos que quedaban, podía detener la ejecución de John Meyer Frey.