Sobre todo, pensaba en su sonrisa. Elizabeth tenía una de esas sonrisas que hacían sentirse inseguros a los que la miraban. Cariño, desprecio, inseguridad: no podían discernirse. John había suspirado por esos labios sonrientes durante varios años, cuando eran compañeros de clase y recorrían todos los días el mismo camino de ida y vuelta de la escuela. Tenía dieciséis años cuando ella le pidió que la besara. «Qué suaves —ese había sido su primer pensamiento—, qué tremendamente suaves».
¿Y Helena? Seguramente era su forma de sostener una copa. Nunca sería capaz de explicárselo a nadie. La sostenía con tanta delicadeza…, con tanta energía… Sin romperla.
Miró a la cámara que colgaba de la pared. Las personas que estaban sentadas en otro cuchitril mirando los últimos minutos de la vida de otra persona: ¿disfrutaban con ello? ¿O era solo rutina? ¿Ocho horas vigilando a un condenado a muerte para, a continuación, irse a casa a preparar la cena? ¿Jugaban a las cartas, quizás? ¿O veían un canal de deportes —un partido de tenis, por ejemplo— en otro monitor?
Se puso a dar gritos hasta que uno de los guardias se acercó corriendo. Había cambiado de opinión. Quería ejercer su derecho a utilizar el teléfono al final del corredor, el cual permitía hacer llamadas a cobro revertido.
Nunca sería suficiente. Lo sabía.
Pero sus voces…, una vez más.