Fuera estaba oscuro, no podía verlo, pero lo sabía; el día había dado paso a la noche en Marcusville. La gente del pueblo debía de estar en sus cocinas cenando junto con sus familiares: la mayoría regresaba a casa sobre esa hora, no muchos frecuentaban alguno de los dos bares de la localidad, que nunca había sido un sitio muy animado. John recordó su temprana adolescencia, la energía pujando en el pecho, con Marcusville alrededor como una enorme bolsa de plástico que lo asfixiaba. Entonces solo quería escapar, al igual que todos sus compañeros púberes: la vida esperaba más allá de los confines de aquel villorrio.

Tres horas.

John miró de reojo el brazo izquierdo del guardia que tenía más cerca, cubierto de oscuro vello y guarnecido por un reloj plateado que llamaba mucho la atención.

Tres horas para el final.

Esperaban fuera de la celda. Gorras negras de visera caladas hasta los ojos, camisas y pantalones de color verde oscuro, relucientes botas negras. Llevaban manojos de llaves colgando de cadenas de un metro de largo: cada paso, cada movimiento suponía un estrépito. Cuatro guardias con uniformes idénticos apenas a cincuenta metros del baño, el cual olía a desagüe rancio. Dos de ellos dieron medio paso adelante; los otros dos, medio paso atrás. Ninguno dijo una palabra, no estaba seguro de si lo miraban siquiera, casi como si ya hubiera dejado de existir.

Se le permitió darse una ducha de diez minutos. El agua caliente le proporcionó una agradable sensación: volvió la cara hacia arriba para dejar que quemara su fina epidermis. Una vez que se acostumbró a la temperatura, giró el grifo para subirla, hasta un umbral de dolor reconfortante.

Fueron muy concienzudos al colocarle el pañal. Lo obligaron a inclinarse: por un instante estaba de vuelta en el aeropuerto Sheremetyevo de Moscú. Era parecido al de entonces, otro modelo que se pegaba a la altura de la cadera, pero se le ajustaba más o menos igual.

Aquel día no preguntó nada y tampoco lo hizo en ese momento. Sabía por qué se lo ponían.

Los pantalones azul oscuro estaban recién lavados, reconoció el olor del detergente, pero la franja roja en la pernera era un detalle nuevo, nunca había visto unos pantalones como esos. Un jersey blanco, con cuello en «V» y de manga corta: para que las venas fueran visibles se requería una piel desnuda.

Cuando volvían a la celda, uno de los guardias, el del reloj, se inclinó hacia adelante y le susurró algo. John no lo oyó al principio, le pidió que se lo repitiera.

Quince jueces y una resolución adoptada por unanimidad.

El Tribunal de Apelación del Sexto Distrito había rechazado, asimismo, el recurso.