Tan solo dos meses habían pasado desde que desembarcara del ferry junto con una multitud de pasajeros, los cuales portaban en una mano bolsas repletas de Vodka Absolut comprado en las tiendas duty-free y, con la otra, mientras descendían por la rampa, agarraban tímidamente a los nuevos amigos que habían hecho la noche anterior. Entonces, no deseando sino llegar a casa, corrió impaciente por la acera, respirando el aire que olía a humedad y a dióxido de carbono, hasta que en Danvikstull paró un taxi que lo llevó al 43 de Alphyddevägen. Allí vivía, con su mujer y su hijo, una vida que podría haber continuado.
Ese día comieron arroz con leche y mermelada de arándanos. El desayuno lo había elegido Oscar: papá había estado fuera y volvía de nuevo a casa, de modo que iban a comer lo que más le gustaba en el mundo, juntos.
Le costaba tragar.
Con el plato ante sí, la cuchara en el aire, el revoltillo blanquiazul parecía crecer a medida que se acercaba a la boca de John.
La última cena.
Qué absurdo. Una persona que va a ser ejecutada puede elegir, seis horas antes de su muerte, qué van a encontrar en su estómago si se le llega a practicar una autopsia. Había rehusado, dijo que no tenía ningún sentido comer cuando todo iba a terminar tan pronto. Pero Vernon, el jefe de guardias, insistió, era importante que lo hiciera, si no por él, al menos por sus allegados, que debían consolarse pensando que se encontraba tan bien como era posible en esas circunstancias: y la comida era algo más significativo de lo que John quizá consideraba.
Escogió el arroz con leche de Oscar. Y lo intentó, lo intentó de veras. Pero, al ingerirlo, era como si se le quedara atascado en la garganta, el esófago le presionaba contra la tráquea, no podía tragar.
Le pidió a Vernon que se sentara junto a él. Era un tipo inteligente, habían tenido su primera conversación ya el mismo día que con diecisiete años llegó al corredor de la muerte. John sabía que ese nivel de intimidad con un guardia no estaba permitido, de modo que nunca se hablaban si había moros en la costa. Ahora, los que vigilaban la celda a través de la cámara veían simplemente cómo un entregado miembro del personal hacía todo lo posible dentro de sus competencias para calmar a un reo ante una ejecución inminente y de mucho impacto mediático.
—No puedo.
—Por lo menos lo has intentado.
—No he podido tragar ni una pizca. ¿Puedes pedir que retiren la bandeja, por favor?
Vernon no encontraba palabras, no había mucho más que decir, tan solo las formalidades acostumbradas; además, a él nunca se le había dado particularmente bien eso de consolar a la gente.
—Tengo que irme enseguida. Así que yo me la llevo.
John quería preguntarle qué tiempo hacía. Allí no había día, no había tiempo. Una celda sin ventanas en un corredor sin ventanas. Pero quizá daba igual. Qué podía importar si seguía nevando o si se acercaba el calor primaveral.
—John, no has dicho quién de los tuyos quieres que asista.
Vernon miró al hombre veinte años más joven que él, el cual parecía empequeñecer a cada minuto que pasaba.
—Debes hacerlo.
John negó con la cabeza.
—No.
—Va a haber un montón de gente. Gente que no conoces. Gente que nunca has visto. Necesitas unos ojos a los que poder mirar, unos ojos en los que confíes.
—No quiero que Helena lo vea. No quiero que mi padre lo vea. Y Oscar… Aparte de ellos, no tengo a nadie más.
—Te pido que lo reconsideres. Cuando estés ahí tumbado en la camilla, te van a pasar muchas cosas por la cabeza, muchas más de lo que te imaginas.
Cerrando los ojos, John negó otra vez.
—Ellos no. Pero ¿quizá tú? Me gustaría que tú asistieras. Unos ojos que conozco, y en los que confío.
Según iban pasando las horas, a Ewert Grens le resultaba cada vez más difícil hacer frente a la inquietud. Cuando las manifestaciones en el centro adquirieron unas dimensiones mayores de lo previsto, rogó a Sven que se quedara en la central telefónica de la policía mientras él se montaba en un coche rumbo a Djurgården para hacerse su propia composición del lugar acerca de lo que estaba ocurriendo.
Una enorme muchedumbre se agolpaba en las inmediaciones de la Embajada de Estados Unidos. Ya al principio de Strandvägen el tráfico se había detenido, dado que los manifestantes corrían por la carretera sin preocuparse ni de los coches ni de los autobuses, determinados a unirse a las hordas de gente y a los eslóganes que rodeaban los diferentes edificios integrantes de las dependencias diplomáticas estadounidenses. A toda velocidad, Grens condujo a lo largo de aceras y senderos del parque para acabar deteniéndose a cierta distancia, donde se descojonó un rato de los tarados que dentro estarían cagándose en los pantalones. Que se jodieran: no es que con ello se hiciera justicia, pero, por unas horas, al menos, le daban un poco por culo al poder.
Después, prosiguió su camino hasta darse cuenta de que estaba cruzando el puente de Lidingö, en dirección a la residencia que se erigía al otro lado del agua.
De pronto estaba sentado a su lado, cogiéndole la mano, mirando por la ventana.
Él la necesitaba y ella lo escuchó. Una larga historia acerca de una persona que iba a ser ejecutada dentro de seis horas: tal vez era culpa suya, pues incluso después de treinta y cuatro años en una profesión es aún muy difícil de saber hasta qué punto hay que remover cielo y tierra o no hacerlo.
Luego, de la boca de ella goteó más saliva de lo normal.
Eso no le gustaba lo más mínimo, siempre le ponía nervioso.
Así que la dejó sola un momento, mientras salía corriendo al pasillo y a la recepción, donde insistió en hablar con otro miembro del personal, alguien mayor y con más experiencia.
La enfermera no pudo reprimir un suspiro cuando lo siguió de vuelta a la habitación. Una mirada habría sido suficiente. Pero sabía cómo solía ir la cosa, así que se quedó un poco más. Una mano en la frente de Anni, su pulso, su respiración, la examinó durante unos minutos para asegurarle que ese día su salud era tan buena como siempre que Grens acudía despavorido en busca del personal sanitario.
Ewert volvió a contemplar a Anni, contempló sus ojos, que miraban por la ventana mientras ella sonreía, y la besó en la mejilla, sosteniendo de nuevo su mano.
Tan suavemente como pudo, le pidió que dejara de asustarlo así, que no lograría vivir mucho tiempo sin ella.
Cuando les fue notificada la resolución del Tribunal Supremo de Ohio, que rechazaba por unanimidad revisar el caso de John Meyer Frey y conceder un aplazamiento de su ejecución, Anna Mosley y Marie Morehouse subieron al coche para regresar de Cincinnati. Anna Mosley dio un súbito frenazo y paró ante el Coffee House que estaban a punto de dejar atrás. Su indignación le impedía seguir adelante: necesitaba un té caliente y un cigarrillo para no ponerse a gritar de rabia y decepción.
La gran vivienda de Ruben Frey olía a pollo al curry. Un amplio delantal de rayas azules y blancas envolvía su oronda figura: le gustaba cocinar, y por eso preparaba comida todos los días, a pesar de que siempre comía solo. Desde que, casi veinte años atrás, sacaron a John de su cuarto y se lo llevaron para interrogarlo en relación con el asesinato de Elizabeth Finnigan, había estado solo, vivido solo, comido solo.
Qué extraño era todo.
Su hijo iba a ser ejecutado en unas horas, iba a desaparecer para siempre. Y, precisamente por eso, la existencia de Ruben Frey era en ese momento más plena que nunca. Ahora en el antiguo cuarto de John dormía un nietecito de cinco años, y una mujer joven y guapa, que era su nuera, se sentaba a la mesa con él por las noches, bebía whisky de doce años y le hablaba de John, de ella misma, de su niño, brindándole una compañía que Ruben nunca habría podido imaginar. Era un sentimiento chocante: alegría causada por una sentencia de muerte. No sabía cómo interpretarlo.
Helena contestó al teléfono cuando Marie Morehouse llamó desde una cantina en algún lugar de la interestatal 71 de regreso de Cincinnati. El desánimo que a Morehouse le había provocado la denegación del recurso era palpable, después de tanto exhaustivo trabajo que, poco a poco, hizo que la familia Frey/Schwarz recuperara la esperanza e, incluso, empezara a confiar en que los argumentos esgrimidos y revestidos con un sólido ropaje jurídico por las dos competentes jóvenes letradas iban a ser aceptados.
Helena Schwarz no tenía ya fuerzas para llorar. Y Morehouse le explicó que aún quedaban algunas instancias judiciales: dentro de exactamente tres horas deberían de conocer la decisión del Tribunal de Apelación del Sexto Distrito, así la de un juez llamado Anthony Glenn Adams, del Tribunal Supremo de Estados Unidos. Instancias en sí mismas lo suficientemente poderosas como para detener y posponer la ejecución prevista para las nueve de la noche.
Helena se sentó, a continuación, a la mesa de la cocina, comió del guiso que llevaba dos horas desprendiendo aroma a curry, y repitió las mismas respuestas ante las insistentes preguntas de su hijo acerca de cosas que ella misma tampoco entendía: que no podía volver a ver a su papá ese día, que no había otra, que su padre en absoluto quería estar en el edificio ese tras los altos muros que se divisaban desde la ventana del dormitorio del abuelo, que, por supuesto, él los seguía queriendo pero que, a pesar de ello, puede que no regresara a casa nunca más.
A Vernon Eriksen lo pilló por sorpresa. El ruego había sido tan repentino que no le dio tiempo a reflexionar sobre él, no tenía preparada una forma de rechazarlo amablemente.
—No puedo, John. No voy a presenciarlo.
Tomó la mano de John y la apretó levemente.
—No participo en una ejecución desde hace veinte años. Y no volveré a hacerlo nunca. Siempre he pedido una baja, me he quedado en casa cada vez que se han llevado a una persona de la que me ha tocado cuidar.
John se levantó, trató de moverse en la estrecha celda pero, estando Vernon dentro, no quedaba espacio. Se inclinó hacia las rejas, aferrándose a los barrotes, como de costumbre, sus dedos rodeando con fuerza el frío metal hasta ponerse blancos.
—Entonces quiero que seas tú quien me adecente.
—¿Qué quieres decir?
—Cuando esté muerto.
Lo miró, y vio al hijo del empresario de pompas fúnebres. Ambos habían crecido en Marcusville, un lugar donde la libertad quedaba restringida por el hecho de que todo el mundo se conocía. La única imagen de Vernon fuera de la prisión se recortaba nítidamente en el recuerdo de John: él era pequeño, tenía cuatro años e iba de la mano de su papá, Ruben. Mamá acababa de morir y ambos acudieron a la oficina de servicios funerarios. Vernon, que aún trabajaba en la empresa familiar —era el mismo año en que se construyó la cárcel—, los había recibido en una habitación llena de ataúdes.
Vernon se agachó para recoger la bandeja con la comida intacta. Adecentar a una persona sin vida. «Como si fuera yo quien decide sobre la vida y la muerte». Miró a John, disponiéndose a marchar.
—Sí.
Sabía que no iba a ser así. Que si John acababa siendo ejecutado, él no estaría allí. Pero lo reafirmó de todos modos.
—Sí. Lo haré.
En el rostro de John pareció reflejarse un ligero alivio.
—Y John…
Las manos agarradas a los barrotes, aún con más fuerza, en silencio.
—Ignoro si para ti significa algo. Pero yo tengo la absoluta seguridad de que eres inocente. Sé que no asesinaste a la hija de Finnigan. Lo sabía cuando hablé contigo por primera vez, y sigo sabiéndolo.