La agitación en los pasillos de la prisión de Marcusville aumentó durante la noche: gritos de auxilio, pánico incontrolable ante el hecho de que una larga espera iba a terminarse. Los reos sabían que, cada vez que alguien era ejecutado, su propio fin se aproximaba. No era algo imprevisto: la angustia se parecía a un tumor maligno que nunca podría ser extirpado, y el personal de la prisión, a menudo, la había vivido en sus propias carnes desde que el estado de Ohio reanudó la pena de muerte unos años atrás.

Por eso nadie cuestionó la decisión de la dirección de mantener todas las celdas cerradas a cal y canto durante veinticuatro horas a partir de las nueve de la mañana. La inquietud podía derivar en protestas y disturbios, y mantener las puertas cerradas hasta que la ejecución estuviera concluida y la angustia de la noche siguiente hubiera menguado era la forma más sencilla de garantizar una seguridad continua.

John Meyer Frey se hallaba sentado en una de las celdas del llamado «pabellón de la muerte». Aún más pequeña que una celda normal, tan pulcra que casi llegaba al punto de lo estéril, allí no había nada personal, ni siquiera olor: nada más que una silla, un lavabo y un orinal; la moqueta roja que cubría el suelo acumulaba todo el odio de los prisioneros que ya no tenían fuerzas ni para odiar. Le informaron de que la cámara colgada en la pared opuesta grababa constantemente y las imágenes eran transmitidas a un monitor en una sala de vigilancia que observaban siempre un mínimo de tres personas. Con tan solo doce horas de vida por delante, la probabilidad de que el condenado sufriera una crisis nerviosa era considerable.

John tenía una hoja de papel en la rodilla, un bolígrafo en la mano.

Llevaba ya unas dos horas intentando escribir las instrucciones para su entierro, así como su testamento, pero le resultaba imposible poner por escrito conclusiones acerca de su propia muerte, simplemente no podía.

Miró a la cámara, levantó las manos hacia ella y pidió a gritos a aquel que estuviera mirando que acudiera a la celda y se llevase el papel para tirarlo a la basura: que las cosas salieran como tuvieran que salir.

Anna Mosley y Marie Morehouse eran dos recién licenciadas en derecho cuando empezaron a colaborar junto con Ruben Frey y Vernon Eriksen seis años antes en la Coalición de Ohio para la Abolición de la Pena de Muerte, con sede en la capilla de un hospital de Columbus. Ahora, ejercían como letradas en el pequeño bufete que habían abierto en la primera planta de un destartalado edificio de North Ninth Street.

Se quedaron destrozadas el día que se enteraron de que John había sido encontrado muerto en su celda.

Durante seis años no supieron absolutamente nada acerca de la fuga que unos pocos miembros del grupo de abolicionistas habían planeado y llevado a cabo.

Por lo tanto, podrían haberse indignado, con razón, ante el hecho de que no se las pusiera al tanto en su momento; pero, si así era, en cualquier caso, no lo mostraban. Desde el regreso de John a la penitenciaría de Marcusville, una gran parte de su tiempo de trabajo lo dedicaron, sin remuneración, a solicitar el indulto o un aplazamiento, a bombardear todas las instancias legales de Ohio con argumentos a favor de que la ejecución, al menos, se retrasara.

A tan solo doce horas del final, aguardaban juntas en una gran sala de espera en el centro de Columbus. Se necesitaban la una a la otra, del mismo modo que se necesita a alguien cuando lo único que uno quiere es darse por vencido y echarse a dormir. Estaban cansadas, llevaban trabajando toda la noche y sabían que sus posibilidades de influir en la decisión eran casi inexistentes: la ejecución de John Meyer Frey era de vital importancia para todo Ohio, su muerte significaría un desagravio para la burlada justicia.

Sentadas en un banco, aferradas a sus fajos de papeles, constituían casi la única presencia humana en la gigantesca y un tanto pretenciosa sala de espera, de suelos de mármol verde y algo que parecían columnas griegas clásicas bordeando el pasillo principal.

No se daban por vencidas.

Estaban listas para presentar su última apelación ante el Tribunal Supremo de Ohio. Luego, subirían disparadas a un coche rumbo a Cincinnati y al Tribunal de Apelación del Sexto Distrito. Si John Meyer Frey ya había sobrevivido una vez a su propia muerte, podía hacerlo de nuevo.

No se había terminado. No se terminaba nunca.

Cuando John se puso de pie ante la cámara blandiendo en la mano su testamento, el grupo de vigilancia dio la alarma a Vernon Eriksen. Un preso a punto de ser ejecutado tenía que estar sano, en buena forma, pero a ese la muerte ya había empezado a devorarlo. Vernon recorrió a toda velocidad los pasillos desnudos jalonados por puertas cerradas con llave, y, cuando llegó al pabellón de la muerte, pidió a uno de los guardias que le abriera la celda donde esperaba el hombre al que le quedaban solo doce horas de vida. Se sentó en un taburete a su lado y le habló de cosas banales: un poco de todo, menos de lo que iba a suceder. Hablaron en voz baja y Vernon le puso la mano en el hombro a John varias veces.

Todo lo que vieron los que desde la sala de vigilancia examinaban el monitor de imágenes mudas en blanco y negro fue cómo el jefe de guardias conseguía hábilmente devolverle la calma a un condenado a muerte presa del pánico. Pero no les fue posible percibir su cercanía, ni siquiera el gesto de sorpresa de John cuando Vernon admitió el importante papel que había desempeñado en su huida. Por lo tanto, también les fue imposible escuchar las palabras de agradecimiento del condenado al hombre responsable de él hasta su muerte, agradecimiento por los seis años extra de vida que le había regalado: una persona que en realidad no conocía había arriesgado el pellejo para darle la oportunidad de seguir respirando.

Ewert Grens no sentía el más mínimo cansancio. El sueño estaba sobrevalorado. Había seguido atiborrándose de café, mientras la noche daba paso al alba y a la mañana, y, hasta la hora del almuerzo, todo su ser irradiaba una inagotable energía proveniente de la ansiedad y la ira que ya no le cabían dentro y tenían que salir de algún modo. Había recogido a Sven, exangüe tras muchas horas sin dormir, para que lo acompañara a la central telefónica de la policía: los dos meses marcados por una intensa cobertura mediática de «la decisión política de deportar a un detenido a una ejecución inminente con fecha ya fijada» iban a alcanzar su momento cumbre. Una serie de grandes manifestaciones organizadas, así como posibles enfrentamientos violentos sin control, exigían la atención de todos los agentes de policía reclutados para hacer horas extra. Cuando llegaron, Grens se ofreció para relevar a uno de los operadores y, cuando entró la primera llamada de la Embajada de Estados Unidos, solicitando refuerzo policial para ayudar a controlar a la creciente multitud que estaba a punto de irrumpir en las dependencias diplomáticas, cogió el teléfono y explicó con calma: «Sorry, no cars available»[8]. Hizo caso omiso de la cara de sorpresa de Sven Sundkvist y, cuando contestó la siguiente llamada, en la que un funcionario asustado de la embajada describía a la muchedumbre de manifestantes como «una amenaza cada vez mayor», le dio la misma respuesta: «Sorry, no cars available». La tercera vez, cuando los gritos de los manifestantes eran audibles desde el propio auricular y el funcionario, al borde de un ataque de nervios, rogaba asistencia policial, Ewert Grens sonrió al susurrarle «Then call in the marines»[9], antes de colgar.

Helena, su hijo, Oscar, y su suegro, Ruben, obtuvieron, a través de Vernon Eriksen, permiso para ver al reo, que esperaba en la celda del pabellón de la muerte, la última visita conjunta de su familia. Por eso pudieron verlo detrás de un enrejado bastante liviano en lugar de a través de un habitáculo de vidrio reforzado con barras de acero, que eran las condiciones con las que normalmente tenían que contentarse las visitas en las últimas veinticuatro horas.

Desde la cámara de circuito cerrado era difícil de entender por qué no hablaban nada: parecía que simplemente quisieran estar allí, John Meyer Frey, sentado en su silla dentro de la celda cerrada, y su familia, fuera en el pasillo, cerca los unos de los otros, sin palabras, puesto que ya no quedaba nada más que decir.

Thorulf Winge emprendió el paseo desde su casa, en Nybrogatan, hasta el Ministerio de Asuntos Exteriores, en Gustav Adolfs Torg, mucho antes del amanecer. Tenía otro largo día por delante, con todavía más cámaras, con todavía más preguntas.

Un día que esperaba con impaciencia.

Cuando terminara, cuando cayera la noche, dos meses infernales tocarían a su fin. Con sesenta años cumplidos, llevaba toda la vida en los pasillos del poder, logrando exorcizar raudales de estupidez, ocultar decenas de escándalos en las sombras de la diplomacia, negociar soluciones para embrionarias crisis nacionales e internacionales antes de que llegaran a más. Pero el revuelo montado por ese puto asesino de chicas ensombrecía todos aquellos éxitos. Cuando se quedaba solo por las noches, cuando la inquina le daba una tregua, Winge se preguntaba si no era que se empezaba a cansar, que se le estaban agotando las energías: tal vez estaba ya demasiado viejo. ¡Todos los días! Nuevas reclamaciones, entrevistas, encuestas de opinión pública, exigencias de dimisión. ¿Todo por la deportación de un criminal de mierda? Los periódicos, los canales de televisión estaban encantados. Los lectores, los telespectadores estaban encantados. La excitación crecía sin parar, aunque, tal vez, menguaría una vez muerto Frey: entonces quizá no resultaría tan divertido comprometerse con su causa.

Oyó los gritos de los manifestantes, «¡Suecia asesina!», que inundaban la gran plaza. Llevaban berreando sin interrupción «¡Suecia asesina!», desde la hora del almuerzo: ¿de dónde sacaban el tiempo y las ganas, es que no tenían que trabajar?

Se apartó de la ventana y volvió a su escritorio. Ese día no iba a responder a ninguna pregunta, ese día se encerraría en su despacho del ministerio hasta que terminase la jornada, y, cuando la ejecución se hubiera llevado a cabo, esperaría un tiempo prudencial antes de volver a casa.

Los tres guardias que vigilaban la celda de John Meyer Frey en el pabellón de la muerte a través de una cámara comenzaban a relajarse un poco cuando uno de los tres visitantes, un niño de cinco o seis años, se soltó de los brazos de su madre y corrió hacia el enrejado que lo separaba de su padre. En el monitor en blanco y negro se vio claramente cómo el jefe de guardias se apresuró a intervenir, intentando que el niño se desprendiera de los dos barrotes que agarraba con sus manitas: tiró de una de ellas y la madre dio un paso adelante para soltarle la otra. La grabación era muda, por lo que no se escuchaban las voces, pero se percibían los chillidos del pequeño, su rostro desencajado, mientras su madre no paraba de hablarle. Pasaron dos o tres minutos hasta que, tras desasirse de los hierros, se acurrucó en el suelo en posición fetal.