Había permanecido tumbado en la litera durante las primeras cuatro semanas. Como si ya hubiera muerto. El techo verde había sido repintado, de un tono azul claro. El olor era el mismo. En un suspiro, seis años de libertad se esfumaban, nunca habían existido. Intentaba contener las arcadas, pero finalmente se ponía a vomitar hasta vaciarse y ser capaz de oler ese olor de nuevo, el cual, otra vez, actuaba como un vomitivo. Tirado en la cama, miraba fijamente la luz siempre encendida, sin parpadear aunque los ojos le dolieran y aunque, al cabo de un par de días, la vista se le nublara. No había dicho palabra alguna. Ni al indio de la celda de al lado ni al hispano de la celda de enfrente. Ni siquiera al jefe de guardias que tan bien conocía: Vernon Eriksen, frente a las rejas. Le hizo todo tipo de preguntas amables, pero John ni una sola vez había sido capaz de levantarse, ni siquiera de volverse a mirarlo o abrir la boca.

El frío se colaba por las ventanas rectangulares del techo del bloque Este. Todavía quedaba algo de nieve, como era habitual en marzo: los últimos coletazos del invierno antes de que la primavera tomara el relevo.

Ewert Grens se durmió alrededor de la medianoche, acurrucado en el estrecho sofá de su despacho en la jefatura de Policía hasta que los sueños dejaron de acosarlo. Se irguió en el asiento, completamente espabilado, con la espalda dolorida y el cuello más rígido que nunca.

Las diligencias de investigación abiertas contra él estaban ya cerradas y había vuelto al servicio. Todavía no tenía claro qué era exactamente lo que había ocurrido dos meses atrás, cuando, vistiendo un elegante traje y con aliento a alcohol, abandonó un restaurante y un espectáculo de música para encaminarse directamente al Ministerio de Asuntos Exteriores y, tras pasar el control de seguridad, irrumpió en el despacho del jefe de gabinete. Hubo declaraciones de testigos que hablaban acerca de una acalorada discusión, y alguien que pasaba en esos momentos ante el despacho afirmó creer haber escuchado al comisario proferir unos gritos que Thorulf Winge más tarde calificó de «amenazas» cuando denunció el incidente. Esas declaraciones no pudieron ser probadas.

Grens echó un vistazo al reloj despertador sobre el escritorio. Las tres y pico de la madrugada en Estocolmo, las nueve y pico de la noche en Ohio.

De pronto comprendió por qué se había despertado.

Quedaban exactamente veinticuatro horas para la ejecución.

Se levantó y salió del despacho, se puso a dar vueltas por uno de los muchos pasillos oscuros de la jefatura de Policía. Un café de la máquina, un pedazo de pan duro de una cesta en la mesa de una cocinita para el personal: alguien debía de haber celebrado algo trayendo café y bollos, y ahí quedaban los restos.

Había sido la primera vez que le impedían trabajar. Un mes sin derecho a acudir a su puesto. Las diligencias de investigación y la suspensión preliminar de funciones transformaron su vida cotidiana en un infierno: ningún sitio adonde ir, nada que hacer para pasar el tiempo. Por si no lo tenía ya bastante claro antes, ahora no le quedaba la menor duda: en su vida no había nada más.

Los pasillos resonaban mientras cojeaba en la oscuridad. Allí se sentía en casa, por triste que fuera: así eran las cosas y no tenía la menor intención de pedir disculpas.

Faltaban veinticuatro horas. Una persona iba a ser ejecutada, un proceso que él mismo había iniciado involuntariamente estaba a punto de concluir, una persona, tal vez incluso una persona inocente, iba a morir a manos de un Estado. Seguiría persiguiendo a hijos de puta tarados por los siglos de los siglos, se reiría de ellos cada vez que le escupieran tras las rejas. Pero ¿la muerte? Si alguna vez había tenido dudas acerca de su postura en relación con la pena capital, ahora estaban completamente despejadas.

Cogió otro pan de la cesta según regresaba al despacho, donde se sentó a la mesa.

Iba a hacer una llamada. Debería haberla hecho hacía mucho tiempo.

Grens levantó el auricular, le dio las buenas noches a la operadora de la centralita de la policía y le pidió que lo pusiera en contacto con un número de Ohio, Estados Unidos. Fue agradable escuchar unos segundos más tarde la sorprendida voz de Ruben Frey, a quien explicó que solo quería decirles, a él y a Helena Schwarz, lo mucho que se acordaba de ellos.

El alcaide del centro penitenciario de Marcusville miró a su escritorio, donde el grillo del teléfono obstinadamente exigía atención. Se dio la vuelta, dejando que los timbrazos rebotaran contra las paredes de su gran despacho. Con movimientos lentos, iba de la mesa al sofá y al cuenco lleno de caramelos de menta, y, de ahí, a la ventana con vistas al pueblo, el cual, a pocos kilómetros de distancia, aguardaba. Al principio atendía las llamadas para aclarar a los periodistas y a todos los interesados que había abierto una investigación, que él, más que nadie, estaba ansioso por averiguar cómo, seis años atrás, un preso interno en una prisión de máxima seguridad había logrado escapar de su ejecución.

Miró hacia la oscuridad, contó las farolas que, a lo largo del camino, unían aquellos muros con el resto del mundo, esferas de luz que ponían al descubierto un terreno por fin libre de nieve.

Ocho semanas y todavía no sabía nada.

Frey se había negado a hablar, tanto en el interrogatorio efectuado por el FBI como ante los responsables de seguridad de la cárcel. Y todas las demás entrevistas, con funcionarios de prisiones y con todos aquellos que alguna vez habían tenido algún tipo de relación con Frey —que venían a ser la mayor parte de los habitantes de Marcusville—, no habían dado absolutamente ningún fruto.

Anhelaba salir afuera, a la noche.

Faltaban veinticuatro horas. Se dio la vuelta y miró el teléfono, que seguía berreando: tenía la intención de dejar que el ruido continuara estrellándose contra las paredes de la estancia, pronto acabaría. La investigación y las entrevistas no habían conducido a nada, pero no se lamentaba por ello, todo lo contrario, ya que no había salido a la luz ningún posible error por parte del centro penitenciario a la hora de la desaparición de John Meyer Frey.

Lo pasado pasado estaba.

Cuanto antes se olvidara la historia de la fuga, tanto dentro como fuera de la prisión de Marcusville, mejor.

Recordaba las conversaciones con Marv. John las echaba de menos, echaba de menos tener a alguien con quien hablar, hablar acerca de la muerte, hablar con alguien que sabía de ello, que también sabía exactamente cuándo.

Marv solía hablar de un pueblecito.

De doscientos blancos y un negro.

John lo entendía. Había rondado solo por puñeteras aldeas toda su vida. Su infancia en los jardines de Marcusville, una década en el bloque Este, seis años y dos días en un país llamado Suecia. Sabía qué significaba ser el único negro del pueblo. Con ese maldito velo que lo envolvía y que se veía obligado a llevar en todas partes, no podía tocarlos, la gente le era inaccesible.

Alguna que otra vez golpeó la pared, esperando la respuesta de Marv. Todo le era tan familiar…, le había sido tan fácil olvidar los años transcurridos desde la última vez que hablaron, antes de que se lo llevaran…

Alice Finnigan estaba colocando su ropa en la silla junto a la cama cuando sintió unas manos que acariciaban su espalda, que continuaban ascendiendo hasta agarrarle los pechos por detrás, apretándoselos como nadie se los había apretado en años. Sintió el cálido aliento de su marido en el cuello. No se atrevió a moverse en absoluto, temerosa de equivocarse en su reacción, en sus sentimientos. Edward no la había tocado en mucho tiempo. Ni siquiera lo había intentado, aparte de ese día en que les dieron la noticia de que John Meyer Frey aún vivía, por lo que todavía podía ser asesinado. Ella lo había rechazado entonces. No podía hacerlo de nuevo. Al notar la poderosa erección de él contra sus nalgas, se dio la vuelta. Las mejillas de su marido estaban rojas, el cuello tornasolado, la abrazó tan fuerte que le hizo daño cuando se tumbaron. Sus ojos casi irradiaban felicidad al mirarla mientras se movía con una energía que su mujer pensaba que ya no tenía, ardía de pasión, ansioso de sentirla.

Ella trató de contener su repugnancia cuando él, después, se acurrucó junto a ella, con el pene pegajoso rozando su muslo.

Sven se hallaba sentado en una silla en el dormitorio de Jonas Sundkvist. Anita llevaba durmiendo unas cuantas horas en la habitación de al lado, y su hijo respiraba profundamente en la cama ante él, el sueño libre de preocupaciones de un niño. Durante las semanas que habían pasado desde que se echó a llorar delante de su familia, habían hablado varias veces sobre el recluso que Sven había acompañado cuando lo deportaron del país y que ahora iba a morir. Jonas se había interesado activamente por la, a veces, intensa cobertura del asunto en la televisión y en los periódicos. Para la clase de lengua había escrito una redacción sobre las personas castigadas con la muerte, para la clase de dibujo había pintado figuras situadas frente a verdugos con capuchas negras sobre sus cabezas, configurando un extravagante catálogo de métodos de ejecución, producto de la mente de un niño de ocho años.

Sven miró a su hijo, su cuerpecito, que, de vez en cuando, se movía bajo el edredón, entre esponjosos animales de peluche. Quizás era una buena idea hablar con Jonas sobre la vida y su término, lo había pensado muchas veces. Pero no de esa forma. Consideraba que las primeras reflexiones de un niño acerca de la muerte no debían consistir en preguntarse si el Estado tenía derecho a matar.

John Meyer Frey fue informado de que el artículo 22 del capítulo 2949 del Código Revisado de Ohio ya no otorgaba a los presos el derecho a elegir el método para su propia ejecución, pero que el Departamento de Rehabilitación y Corrección de Ohio garantizaba en cualquier caso que la ejecución se llevaría a cabo de una manera profesional, humana, compasiva y digna.

Irónicamente, pidió la ejecución mediante pelotón de fusilamiento —esa debía de ser rápida—, pero el guardia que se hallaba ante él esperando su respuesta le dijo con brusquedad que al estado de Ohio ya no se le permitía matar a tiros.

Apeló entonces, en su lugar, a la horca, ya que con ella le romperían el cuello y no lo estrangularían lentamente: duraría solo unos pocos segundos, estaría un minuto tal vez con vida y muerto al siguiente. Pero al estado de Ohio ya no se le permitía ahorcar.

Por último, solicitó la silla eléctrica, pero el estado de Ohio ya no tenía permiso para electrocutar a seres humanos aplicando una descarga de entre novecientos y dos mil voltios.

Así que no le quedaba otra opción: la inyección letal.

Tuvo muchos sueños, también esa noche.

Helena Schwarz esperaba en el vestíbulo de la espaciosa casa de Ruben Frey, en Marcusville. Miró la espalda de su suegro, concentrada en la conversación telefónica que este estaba a punto de dar por terminada. Había oído sus respuestas y comprendía que se trataba de alguien que llamaba para ver qué tal estaba John, y cómo estaban todos los que esperaban su final. No lo sabía a ciencia cierta, pero podría ser aquel policía mayor de Estocolmo: por algunas de las cosas que Ruben había dicho le daba esa impresión. Era difícil de entender, todo había sido muy intenso, pero no había pensado en él ni en nadie más desde que llegó a Marcusville hacía casi seis semanas, lo único que le importaba se hallaba allí.

—El señor Grens.

Así que era él.

—¿Qué quería?

—Nada en particular. Solo saber cómo estábamos.

Helena llevaba intentando que su hijo se acostase desde las ocho en punto. Ya eran casi las nueve y media. Por supuesto, el muchacho se daba cuenta de que en aquellos momentos existía algo más importante que el sueño, veía a su madre y a su abuelo angustiados y tristes, de modo que él mismo sentía angustia y tristeza.

No podían seguir fingiendo.

Helena no trató de evitarlo, no se escondió. Por primera vez desde su llegada a Ohio rompió a llorar en presencia de su hijo. Tal vez pensaba que este tenía derecho a ver su dolor, tal vez ya no le importaba.

Sentada en el gran sofá de flores de la sala de estar de Ruben, leyó un artículo largo y bien escrito aparecido en el Cincinnati Post sobre cómo los doce miembros de un equipo especial de ejecución de la Southern Ohio Correctional Facility se habían preparado durante todo un mes para dar cumplimiento a la sentencia de muerte de John Meyer Frey a las nueve de la noche del día siguiente. No sabía por qué lo estaba leyendo —hasta entonces había evitado a propósito toda la información de ese tipo—, pero, en esos momentos, se daba ya por vencida, aceptaba que de verdad él iba a morir y, en ese caso, tenía que saber cómo: por John y por ella misma.

Lo más difícil, según el periodista que había recopilado datos acerca de varias ejecuciones y que había incluso entrevistado a todos los miembros del equipo de ejecución, era, sin duda, colocar las vías en las venas adecuadas. Desde la primera ejecución por inyección letal en 1982 en Huntsville —la de un hombre negro llamado Charles Brooks—, algunos casos habían degenerado en un auténtico caos cuando al equipo de ejecución —integrado por personal no sanitario— le costaba atinar con las venas. El periodista aportaba varios ejemplos en los que el condenado yacía atado a la camilla mientras trataban de encontrarle la vena durante treinta y cinco, cuarenta y cinco minutos, delante de los testigos que aguardaban para presenciar su muerte. En un par de casos, los propios presos, con un largo historial de drogodependencia, se habían ofrecido al final a identificar la vena. En otros, la ejecución simplemente tuvo que ser suspendida cuando las agujas se soltaron y los catéteres se pusieron a bombear las sustancias químicas por toda la sala, salpicando la ventana de vidrio de delante de los estupefactos espectadores.

—¿Mamá?

Llevaba un pijama azul con un estampado de cocodrilos en distintos colores que nadaban en algo que parecía agua.

—¿Sí?

—Quiero ir contigo.

—Esta vez no. Esta noche voy a ver a papá yo sola.

—Yo también quiero.

—Mañana. Mañana vienes conmigo.

Se acurrucó junto a ella, haciéndose un ovillo sobre un cojín. Su madre le acarició la mejilla y el pelo. En la televisión, en uno de los canales locales —que nunca conseguía diferenciar—, un reportero apostado ante el sólido muro de la prisión de Marcusville hablaba con gran excitación acerca de las escasas veinticuatro horas que quedaban para que, en Ohio, se llevara a cabo la tercera ejecución del año, acerca de la fuga y el regreso de John Meyer Frey, y acerca de la sentencia que ahora, muchos años más tarde, estaba a punto de cumplirse. A continuación, unas breves imágenes de una rueda de prensa con el gobernador de Ohio, que fue interrumpida cuando un grupo de opositores a la pena capital saltaron a la tarima para entregar varios centenares de cartas de protesta junto con una larga lista de nombres y firmas.

Helena Schwarz escuchaba, sin estar muy segura de enterarse de algo.

Enterarse de que era de su marido de quien estaban hablando. Que iba en serio.

Cuando entrevistaron a un sacerdote católico que condenó la pena de muerte como «una reliquia bárbara en una sociedad moderna», miró a su hijo otra vez, preguntándose si lo entendía, si sabía que su padre iba a morir, que todas esas personas que no conocían hablaban de él.

Lo observó durante unos minutos en silencio, se puso de pie, levantó a su hijo y lo tomó en sus brazos para explicarle que tenía que marcharse, que el abuelo iba a quedarse en casa con él.

Hacía frío fuera, soplaba el viento y la nieve seguía arreciando.

Iba camino del presidio a verlo por última vez a solas, en una nueva celda y durante dos horas.

Era consciente de que no solían concederse permisos para acudir allí a esas horas de la noche: estaba agradecida a Vernon Eriksen por haberlo arreglado, y, sin embargo, se resentía de cada paso que daba, quería darse la vuelta, marcharse a casa, cerrar los ojos y despertar cuando todo hubiera terminado.

John los oyó incluso antes de pasar por la unidad central de vigilancia. No porque hablaran —ninguno de ellos dijo nada—, no por el molesto tintineo de las llaves, sino por las pisadas de cinco hombres en el corredor, botas negras con tacones duros golpeando el inmundo cemento. Tumbado en la litera con la cara vuelta hacia los barrotes, esperó hasta que se detuvieron ante su puerta, hasta que Vernon Eriksen se aclaró la garganta y John sintió que sus palabras lo alcanzaban.

—¿Estás listo, John?

Se quedó allí echado unos minutos más, el techo recién pintado, la luz siempre encendida, el olor que ya no podía soportar. Se levantó y miró al jefe de guardias, a quien respetaba, y a los otros cuatro funcionarios tras este, a quienes no conocía.

—No.

—Tenemos que irnos ya, John.

—Aún no estoy listo.

—Tienes visita, te están esperando.

Esposas, grilletes. Había visto ya antes cómo se llevaban a otros. Conocía el ritual. Iban camino del pabellón de la muerte, a una celda aún más pequeña, de suelo rojo, ubicada al lado del habitáculo donde veinticuatro horas más tarde lo atarían a una camilla mientras un grupo de personas miraba a través de un cristal.