La humillación intencional infligida a John Schwarz era, posiblemente, la más ofensiva que Grens jamás había presenciado. Durante sus treinta y cuatro años en la policía había investigado actos que no creía que ningún ser vivo fuera capaz de cometer, había conocido a personas tan perturbadas que resultaba difícil describirlas como «humanas». Tan solo un par de años antes había visto, sobre una mesa de autopsias, lo que quedaba de los genitales de una niña de cinco años, destrozados con un instrumento de metal: no era posible ultrajar a nadie de una forma tan espantosa.
Pero eso, eso era casi igual de terrible.
No el dolor físico, no las consecuencias físicas ni lo externamente visible. Schwarz solo tuvo que permanecer desnudo a una temperatura de quince grados bajo cero en una pista de despegue mientras le metían un tranquilizante por el ano para, luego, arrastrarlo descalzo sobre el asfalto.
Se trataba más bien de quién era el agresor.
Alguien que introducía objetos de metal punzantes en la vagina de una niña era un enfermo hijo de puta que debía ser encerrado, al igual que un violador o un maltratador debían ser encerrados. Quienquiera que deliberadamente agrediera a otra persona debía, en el mundo que Ewert Grens quería habitar, recibir su castigo. Hasta ahí, era así de simple. Incluso en los casos más brutales, más incomprensibles, cabía atribuir tamañas barbaridades a la enfermedad de los agresores.
Pero eso…
Los agresores eran, en este caso, personas en principio sanas, física y mentalmente, que cumplían la tarea que les había ordenado la autoridad que les pagaba un sueldo.
Humillar.
Tanto como sea posible.
«Cuando lo tengamos de nuevo en nuestras manos, hay que desnudarlo al aire libre, que todo el mundo pueda ver su sexo expuesto, hay que obligarlo a agacharse para poder meterle un supositorio por el culo y luego ponerle un pañal, hay que hacerle saber que se lo estamos viendo todo, hay que hacerle entender que el Estado te puede violar si le da la gana».
Ewert Grens miró por la ventanilla, contempló las nubes blancas y mullidas al pasar a través de ellas.
Nunca había sido testigo de una humillación tan difícil de entender, un delincuente tan inaprensible. Un Estado. Una autoridad. Esta vez no era posible explicar que se trataba de un caso aislado, producto de una mente enferma: era un pacto explícito con los electores, con la gente.
Ninguno dijo una palabra durante el vuelo de regreso.
Escucharon música por los pequeños auriculares y hojearon los periódicos matutinos que reposaban sobre la mesa ya antes de salir de Suecia. Grens, Sundkvist, Hermansson: ni siquiera se atrevían a mirarse entre sí por el miedo a que ello se interpretase como ganas de entablar una conversación.
Se despidieron en el aeropuerto de Bromma. Ewert Grens les dijo a Sven y a Hermansson que se fueran directamente a casa y se tomasen el resto del día libre, y que aprovecharan el fin de semana para olvidar el asunto y salir con quien les apeteciera. Sven murmuró que, teniendo un jefe como Grens, ya se sabía lo que acababa pasando cuando uno trataba de tomarse un tiempo libre, e incluso lograron reírse un poco antes de que este se subiera a un taxi, pagado por la policía metropolitana, que lo llevaría desde el aeropuerto hasta su domicilio, en Gustavsberg.
Hacía mucho tiempo que no veía su casita adosada a plena luz del día en un día laborable.
Acababa de llamar a Anita para pedirle que volviera del trabajo algo más temprano, así como a Jonas para decirle que se quedase en casa en lugar de dejar su mochila en el vestíbulo y salir corriendo patines en ristre a una de las pistas de hielo del barrio. Quería un viernes familiar. Estar junto a ellos. Junto a los únicos que tenía, junto a los únicos que necesitaba.
El plan no le salió del todo bien.
Los abrazó antes de siquiera quitarse el abrigo, se sentaron a la mesa de la cocina a beber un refresco de naranja y a comer bollos de canela, miraron las fotografías de la escuela que Jonas había traído para que le dieran el visto bueno, y se desternillaron cuando Sven fue a buscar sus viejas fotos para compararlas. Jonas rodó por el suelo partiéndose de risa cuando comprendió que el chico bajito de pelo largo y rubio que se hallaba en un extremo a la izquierda era su padre con la misma edad que él tenía ahora.
No sirvió de nada.
Sven llevaba desde temprano por la mañana notando cómo sobrevenía esa sensación. Cuando terminaron de reírse del niño que se negaba a cortarse el pelo, no pudo contenerla más. Rompió a llorar. Las lágrimas corrían por sus mejillas, sin él esforzarse por ocultarlas.
—¿Por qué lloras, papá?
Anita lo miró. Jonas lo miró.
—No lo sé.
—¿Por qué?
—No lo puedo explicar.
—¿Por qué, papá?
Lanzó una mirada a Anita. ¿Cómo explicar a un niño algo que no entiendes siendo un adulto? Ella se encogió de hombros. Ella no lo sabía. Pero no intentó detenerlo.
—Se trata de un niño pequeño. Por eso estoy triste. Pasa a veces, cuando te ocurren cosas malas, sobre todo si también tienes un niño.
—¿Qué niño?
—Un niño que no conoces. Su padre puede que muera pronto.
—¿Estás seguro?
—No.
—No lo entiendo.
—Su padre vive en un país diferente. En Estados Unidos, ya sabes. Allí hay muchos que creen que él mató a una chica. Y allí… allí matan a las personas que matan a otras personas.
Jonas se sentó en la silla de nuevo. Bebió lo que le quedaba de su dulzón refresco de naranja. Miró a su padre, con esa mirada que ponen los niños cuando no están en absoluto satisfechos.
—No lo entiendo.
—Yo tampoco.
—No entiendo quién es el que mata.
Sven Sundkvist estaba orgulloso dé esas preguntas, de tener un hijo que había aprendido a pensar por sí mismo, pero lo exasperaba no poder darle una respuesta razonable.
—El Estado. El país. No puedo explicarlo mejor.
—¿Quién decide que hay que matarlo? Tiene que haber alguien que decida, ¿verdad?
—Un jurado. Y un juez. Ya sabes, en un juicio, como los que has visto en la tele.
—¿Un jurado?
—Sí.
—¿Y un juez?
—Sí.
—¿Son personas?
—Sí, son personas. Gente corriente.
—¿Y a ellos quién los mata?
—A ellos no los mata nadie.
—Pero si deciden que hay que matar a una persona, entonces son personas que matan a otras personas. Y entonces hay que matarlos. ¿Y a ellos no los mata nadie, papá? No lo entiendo.
Ewert Grens fue directamente desde el aeropuerto de Bromma hasta la jefatura de Policía en Kronoberg con Hermansson sentada a su lado en el asiento trasero del furgón que los esperaba. No tenía ni idea de lo que iba a hacer allí. Almorzó en su despacho: dos sándwiches de queso y un cartón de zumo de naranja sacados de una de las máquinas expendedoras que encontró en uno de los muchos pasillos que había que recorrer para subir arriba. Llamó a la residencia y le atendió una mujer de la recepción que le dijo que Anni estaba durmiendo, que se había sentido cansada después de comer hasta el punto de quedarse dormida en la silla de ruedas. No le pasaba nada, estaba bien y tenía un aspecto apacible, con la cabeza apoyada en el hombro y emitiendo ronquidos suaves que se oían a través de la puerta. El comisario, a continuación, se sentó detrás de una pila de investigaciones en curso que habían sido aparcadas durante la semana anterior y hojeó un par de expedientes: lesiones graves por parte de un conductor que mandó a tomar por culo a otro en Hamngatan en plena hora punta para, luego, huir a todo gas; un asesinato en Vårberg con una soga chilena, testigos que no habían visto nada; y una serie de interrogatorios con intérpretes que apenas se atrevían a traducir. Levaduras que llevaban demasiado tiempo fermentando y que, ahora, olían tan rancio que las posibilidades de atrapar al autor del delito disminuían alarmantemente.
Debería irse a casa. Allí no hacía más que roerle la inquietud. Recorría el despacho, escuchando su música. No iba a irse a casa.
Alguien llamó a la puerta.
—¿No te he dicho que te fueras?
Hermansson sonrió al oír su voz enojada, le preguntó si podía pasar y, sin esperar respuesta, entró en el despacho.
—Pues sí, pero ¿para qué? No puedo irme así sin más después de lo que ha pasado. ¿Cómo voy a poder andar por casa con eso en la cabeza? No es fácil olvidarlo entre cuatro estrechas paredes de alquiler.
Se sentó donde solía sentarse, en el medio de su sofá grande y raído. Tenía aspecto cansado, sus juveniles ojos parecían haber envejecido desde la mañana.
—¿A qué le estás dando vueltas?
Tragó saliva, miró al suelo y luego a su jefe.
—¿Te acuerdas de la teoría de Ågestam de que un dos por ciento de los que están en la cárcel son inocentes o han sido condenados injustamente?
El soplagaitas ese del fiscal. Se alegraba de no haber tenido que tratar con él ese día.
—Mitos.
—He hablado con el Departamento de Rehabilitación y Corrección de Ohio. Solo allí, en el estado de Ohio, hay ciento cincuenta y cinco presos en el corredor de la muerte en espera de su ejecución. Ciento cincuenta y cuatro hombres y una mujer. Si la teoría del dos por ciento es válida también en ese estado, y por qué no iba a serlo, eso significa que tres de ellos serán ejecutados sin ser culpables. Ewert, mírame, ¿te das cuenta de lo que estoy diciendo? Si alguna vez se demuestra la inocencia de un ejecutado, entonces no se podrá hacer nada para remediar el error. ¿Te das cuenta?
Grens la miró, como ella le había pedido. Se la veía conmovida, más triste que indignada: una joven que acababa de empezar y a la que todavía le quedaba mucha mierda por ver y aguantar. Con el periódico vespertino que sostenía en la mano le hizo un gesto.
—¿Quieres salir a cenar esta noche? Conmigo. Hay un espectáculo en el Hamburger Börs. Siw Malmkvist. Canta mientras la gente come. Hace treinta años que no la veo en vivo.
—Ewert, ¿qué dices? Te estoy hablando de personas que van a ser ejecutadas.
Dejó de agitar el periódico y se sentó de pronto, como desinflado, le costaba mirarla a los ojos.
—Y yo te estoy hablando de que tú me obligaste a salir el otro día, cuando no era consciente de que lo necesitaba. Ahora voy a obligarte a salir. Quiero que pienses en otra cosa.
—No lo sé.
Una vez más. Estaba decidido a decirlo una vez más, mirándola mientras ella escuchaba.
—No he invitado a salir a una mujer…, no sé…, desde hace mucho tiempo. Y no quiero que pienses que soy…, bueno, ya sabes…, es solo que me gustaría devolverte la invitación. Nada más.
El olor a carne a la brasa, a perfume floral y a sudor los golpeó nada más entrar y dirigirse al guardarropa, donde cobraban veinte coronas por prenda colgada. Ewert Grens llevaba el mismo traje gris de la otra noche. Sonreía y trataba de sentirse ligero y casi feliz, con ese burbujeo que nacía en su estómago y recorría su cuerpo hasta asomarse como un destello a sus ojos. Durante unas horas intentaría reprimir el asco acumulado, se olvidaría de todos aquellos tarados y de la humillación infligida a un ser humano en compañía de una joven inteligente y de Siw Malmkvist en el escenario: había, después de todo, cosas buenas en esta vida de mierda que nunca dejaba de sorprenderlo.
Hermansson llevaba un vestido de color beis con un top brillante. Estaba guapa, y se sonrojó al decírselo. Ella le dio las gracias y le agarró del brazo, haciéndole sentirse orgulloso mientras entraban, codo con codo, en el gran comedor de manteles blancos y porcelana brillante. Calculó que había alrededor de cuatrocientas personas en el local, tal vez algunas más, dispuestas a comer, beber y charlar y, después, tomarse un par de copas más mientras esperaban a Siw.
Mariana le gustaba mucho. La hija que nunca había tenido. Ella le hacía sentirse feliz, necesario, presente. Todo eso se reflejaba en su rostro: esperó no asustarla, pues ella lo notaba.
Por todas partes, la gente reía en voz alta mientras pedía más vino, de fondo sonaba una alegre melodía estadounidense de la década de los sesenta, hasta el hombre de edad avanzada a la derecha de Hermansson se entusiasmó y, tras dejar su bastón, se puso a flirtear descaradamente con ella. Esta trató de sonreír: era encantador, debía de tener unos ochenta años, pero, al cabo de un rato, se terminó la gracia.
Estaban allí para olvidar. Ese era su objetivo esa noche.
—¿Sabes cuándo Suecia abolió la pena de muerte?
Hermansson había puesto su plato a un lado y se inclinaba sobre la mesa hacia Grens. Este no estaba seguro de si había oído bien.
—Lo siento, Ewert. No puedo. No logro desconectar. Te has arreglado, la comida es buena y Siw está a punto de cantar. Pero no sirve de nada. No me quito de la cabeza lo de esta mañana, lo de Sheremetyevo.
A veces el asco acumulado no puede reprimirse.
El anciano a su derecha le dio un golpecito en el hombro y le susurró algo al oído, esperando que se riese. No lo hizo.
—Discúlpeme, pero estoy hablando con mi compañero.
Se volvió hacia Grens.
—¿Lo sabes, Ewert?
—Hermansson…
—¿Cuándo abolió Suecia la pena de muerte?
Suspiró, apuró su copa de vino tinto.
—No. Estoy aquí para pensar en otra cosa.
—En 1974.
Había decidido no escuchar, pero no pudo ocultar su sorpresa.
—¿Cómo dices?
—Con la Constitución de 1974. Hasta entonces, estuvo vigente la pena capital. A pesar de que hacía ya mucho que no se ejecutaba a nadie.
Un camarero les pasó a toda velocidad por detrás con algunas botellas en una bandeja de plata. Grens lo llamó y le pidió que llenara sus copas vacías.
—Tres años más tarde se llevó a cabo la primera ejecución en Estados Unidos después de que se hubo reintroducido. Por un pelotón de fusilamiento en Salt Lake City, ante un nutrido grupo de periodistas internacionales. El estado de Utah lo acribilló a balazos. Y, después, han seguido haciéndolo. La última vez fue hace unos tres años.
Soltó un bufido antes de continuar.
—No está mal para la gran comunidad cristiana de esa ciudad, que predica el perdón.
Grens levantó su copa y bebió un trago sin saborear el vino.
—Has estado leyendo.
—Cuando volvimos de Bromma. No podía concentrarme en ninguna otra cosa medianamente útil.
Cuando Siw Malmkvist subió al escenario tras diez minutos bastante silenciosos, y se colocó a solo unos metros de distancia de él, Grens sintió cómo la vida, a veces, a pesar de todo, puede detenerse: un momento congelado en el tiempo, sin ayer, sin mañana, solo el ahora, Siw ante sus ojos cantando las estrofas que él llevaba almacenadas en su corazón y que, de nuevo, le hicieron burbujear mientras las tarareaba al unísono todo lo alto que su pudor le permitía.
Se acordó de las primeras veces que la había visto en directo: en el Folkets Park de Kristianstad, cuando se había incluso acercado a tomar algunas fotos en blanco y negro que todavía, de vez en cuando, sacaba para mirarlas. A pesar de Anni, se había enamorado platónicamente de aquella cantante tan audaz, tan poderosa.
Todavía sentía lo mismo. Allí estaba ella brillando como una bengala, ya no era joven, sus movimientos se habían vuelto más lentos y su voz más grave, pero cantaba para él, se sentía tan platónicamente enamorado de ella como en aquel entonces.
Durante el estribillo de la quinta canción, su teléfono móvil interrumpió la música con un agudo pitido electrónico.
«Cómo me gustaría verte de rodillas»: recordaba la cubierta del EP de Metronome, Siw con un pañuelo rojo brillante anudado a la cabeza y el mismo tono de carmín, sonriendo a todo aquel que comprara el disco.
El teléfono sonó tres veces antes de que lograra sacarlo del bolsillo del pantalón, de modo que unos cuantos se volvieron a mirarlo, irritados.
Helena Schwarz.
No podía oír lo que decía de los gritos que pegaba.
Estaba intentando conseguir que se calmase, cuando la música se detuvo de repente al final de la tercera estrofa. La gran sala de fiestas de Estocolmo contuvo el aliento: cuatrocientas personas aturdidas, mirando ora hacia el escenario y la artista que sostenía el micrófono en silencio, ora hacia el corpulento cincuentón sentado en una de las mesas delanteras que susurraba un poco demasiado fuerte a un teléfono móvil.
—¿Molesto?
Siw Malmkvist se dirigía hacia la mesa donde estaban sentados, hacia él: su voz era amable, pero el mensaje claro.
—Por favor, no me hagas caso. Te espero, por supuesto. Hasta que hayas terminado de hablar.
El público se rio. Achispados por el vino y atiborrados de ternera, los embelesaba la leyenda viviente que abordaba tan bien aquella situación embarazosa. Hermansson mantuvo los ojos bajos mientras Ewert Grens se levantó y murmuró de modo casi inaudible que era policía para, acto seguido, atravesar corriendo la puerta por la que había entrado dos horas antes.
Helena Schwarz siguió chillando hasta que Grens, ya lejos de la sala, pudo pedirle en voz igual de alta que respirara hondo y se tranquilizase, que le contase qué pasaba en un tono de voz normal.
Ella lloraba al hablar.
Acababa de enterarse de que un juez de Ohio había fijado la fecha para la ejecución de John Meyer Frey.
Schwarz apenas había salido del aeropuerto Sheremetyevo y de Moscú cuando el largo proceso que generalmente suponía fijar la fecha de una ejecución ya estaba concluido y cerrado.
Schwarz ni siquiera había aterrizado en el país al que lo transportaban en el momento en que un tribunal revisó su caso y determinó la hora exacta de su muerte.
Ewert Grens escuchó durante unos minutos el monólogo incoherente de la esposa y, a continuación, le pidió que colgara: volvería a llamarla más tarde, cuando hubiera hecho las gestiones necesarias.
Efectuó una corta llamada al oficial de guardia del Ministerio de Asuntos Exteriores y obtuvo la respuesta que quería oír. Luego, abrió de nuevo la puerta del gran salón: Siw cantaba «En la cafetería» y él bailoteó sonriendo la mitad de ese viejo éxito antes de cruzar la sala por segunda vez en plena actuación, recibiendo miradas que iban del disfrute al cabreo: una mujer de su edad con el pelo rojo fuego recogido en un moño incluso lo amenazó con el puño cuando pasó a su lado.
Se detuvo detrás de Hermansson, que fingía no ver nada, e, inclinándose, le susurró al oído que lo disculpase, pero que él debía dar por concluida la velada, que, por supuesto, ella podía quedarse allí si lo deseaba y que, si no, le pagaría un taxi a casa.
Ella lo acompañó afuera, intentando esconderse tras su amplia espalda para evitar las reacciones de desprecio.
El abrigo de color claro de Hermansson, que parecía nuevo, y el abrigo oscuro de Grens, que una vez lo había sido: el chico del guardarropa colgó de nuevo las perchas vacías con una mirada de sorpresa, mientras el local entero cantaba.
—Ewert, ¿qué pasa?
Hacía frío fuera, al igual que por la mañana temprano: maldito día que nunca parecía terminar.
—Voy al Ministerio de Asuntos Exteriores. Voy a hablar con uno de los responsables. Un tío que me llamó a casa de madrugada hace menos de un día.
—Te veo furioso.
—Era Helena Schwarz la que llamaba. La fecha de la ejecución ya está fijada.
Grens nunca había visto a Hermansson encolerizada de verdad. «Control»: esa era la palabra que le venía a la mente si intentaba describir el modo en que ella gestionaba sus emociones. Ahora la vio alzar la cara hacia el cielo oscuro, esforzándose por no gritar, por no llorar.
—Voy contigo.
—Esto lo hago yo solo.
—Pero Ewert…
—No hay peros que valgan. Voy a pedirte un taxi.
—Tú no vas a pagar para que yo me vaya a casa.
Alguien abrió la puerta a sus espaldas, lo que les permitió escuchar los aplausos que se colaban a través de las puertas y ventanas. La gente lo estaba pasando bien.
—Pues no lo haré. Pero, en todo caso, quiero que vuelvas a casa en coche. Hazlo por un carroza chapado a la antigua como yo.
Haciendo caso omiso de sus protestas, Grens marcó el número de la policía y ordenó que un coche patrulla recogiera a la inspectora Hermansson en Jakobs Torg para llevarla a su domicilio, en Kungsholmen. Luego, echó a andar. Cuando las campanas de la iglesia de Jakob repicaron dos veces, miró la iluminada esfera del reloj: las 10:30. No le separaban más de unos doscientos metros del Ministerio de Asuntos Exteriores, y el hombre vestido tan elegante que cojeaba levemente no se topó con nadie en su camino, por lo que su rostro enrojecido de furia no llamó la atención.