Todavía era de noche cuando un furgón de la policía se dirigía a la terminal de salidas del aeropuerto de Bromma. El ambiente era frío y despejado, los faros del vehículo arrancaban destellos de las placas de hielo formadas en el asfalto, y los gases procedentes del tubo de escape se adensaban en una nube compacta, como suele ocurrir a temperaturas extremas.

Hacía unas dos horas que Ewert Grens había salido de su piso de Sveavägen en un taxi en dirección a Kronoberg. Helena Schwarz le había telefoneado dos veces en el espacio de diez minutos, rogándole, como en su primera conversación telefónica, que él y sus dos colegas fueran los policías que acompañaran a su marido si la decisión de deportarlo no era anulada.

Y ahora allí estaba, sentado en la parte trasera del furgón, junto a Hermansson. En el asiento delantero se encontraba Sven, con unas esposas en la muñeca derecha encadenadas al brazo izquierdo de John Schwarz. Un joven y corpulento subinspector de policía conducía: ninguno sabía su nombre ni se molestaron en preguntárselo.

Las últimas horas habían sido infernales.

Había despertado a todas y cada una de las personas que tuvieran algo que ver con el caso, se había puesto a vociferar y a mandar a varias de esas personas a tomar por saco hasta que, poco a poco, tuvo que aceptar que John Schwarz sería deportado, tanto si le gustaba como si no, que se trataba de un asunto político y que el Poder había actuado con mayor celeridad de lo que nunca habría podido imaginar.

Odiaba a los periodistas y no se esforzaba por ocultarlo, pero, con el pecho hirviéndole de cólera, se había puesto en contacto con uno de ellos por primera vez en su carrera policial. Conocía a Vincent Carlsson desde hacía dos años, a raíz del mediático caso de un homicida pederasta. Carlsson tenía relación con el padre que había matado a tiros al asesino de su hija y, a diferencia de la mayoría de los periodistas televisivos, parecía casi inteligente y sensato. Tras haber hablado tres veces en las últimas horas, Carlsson se hallaba ahora en el hotel Continental, en la habitación donde Ruben Frey se alojaba, mientras sus colegas se congregaban con ruido y furia a la entrada de Rosenbad y del Ministerio de Asuntos Exteriores, exigiendo respuestas a sus preguntas. Grens no esperaba que ello tuviera consecuencias prácticas: ya era demasiado tarde, pero la presión de los medios al menos sacaría toda aquella mierda a la luz, una luz que cegaría a los malditos burócratas por un rato.

También había hecho una llamada nocturna a Kristina Björnsson, la abogada de oficio cuya presencia John había rechazado durante el interrogatorio. Estaba despierta; Grens por un momento se preguntó cómo era posible, antes de hacerle un breve resumen sobre la resolución de deportación para, acto seguido, exhortarla a que interpusiera un recurso contra la misma. Tras inspirar hondo, ella se disponía a responder cuando Grens continuó hablando, pidiéndole que investigara acerca de los requisitos para solicitar asilo político. Cuando por fin este calló, Kristina Björnsson preguntó con voz cansada si era su turno, y entonces le explicó que John no le había permitido considerar tales opciones, que parecía haberse rendido, no tener grandes esperanzas ni deseos, y, además, no había tiempo (casi susurraba al decir esto): John aterrizaría en Moscú antes de que la Agencia Nacional de Migraciones abriera la centralita. Grens, sin escuchar, se negaba a aceptar sus objeciones, seguía ora ordenándole, ora rogándole, hasta que comprendió que la letrada tenía razón, que se trataba de vías que no iban a dar resultado.

Se dio la vuelta y lo miró.

John Schwarz parecía más pequeño que nunca.

Encorvado, con la cabeza tan gacha y floja que casi se le descolgaba del cuello, el pálido rostro ahora grisáceo, los ojos vacíos: estaba ensimismado, ausente. No había articulado palabra, no había mostrado emoción alguna cuando abrieron la celda y le pidieron que los acompañara una vez que se hubiera vestido con su propia ropa. Sven trató varias veces de iniciar una conversación, hablando de cosas intrascendentes, formulando preguntas e incluso haciendo afirmaciones provocativas, pero se topaba con un muro de silencio. Schwarz era inaccesible.

Pasaron junto a una larga fila de taxis ya formada a causa de los viajeros madrugadores. Los adormilados pasajeros depositaban su equipaje en el asfalto al bajarse de los coches, de manera que el subinspector se vio obligado a tocar el claxon con impaciencia y fastidio hasta que aquellos reparaban en el vehículo y se apresuraban a subir a la acera.

El furgón recorrió unos doscientos metros más, dejando atrás el edificio de la terminal, se detuvo delante de una gran verja de hierro y esperó hasta que un hombre vestido con un mono de la Agencia de Navegación Aérea vino a abrirla. Una vez abierta, este se volvió, hizo una seña al conductor y luego intentó sin éxito echar un vistazo curioso al furgón, tratando de divisar por un instante a la persona que suponía que era objeto de ese servicio especial de transporte.

El viento parecía haberse calmado. Pero allí, en la abierta y vasta pista de aterrizaje, seguía soplando, no con demasiada fuerza, pero al rozar la temperatura los veinte grados bajo cero, la más mínima brisa bastaba para desollar los desprotegidos rostros durante el corto trecho del vehículo policial al avión.

Ewert Grens contempló el avión gubernamental antes de comenzar a caminar hacia él.

Era un Gulfstream, blanco como la nieve y mucho más pequeño de lo que imaginaba. Lo habían adquirido unos cinco años atrás —antes de la presidencia sueca de la Unión Europea— para emplearlo como puente aéreo entre las capitales, y era oficialmente propiedad de las fuerzas aéreas. Cuando se hizo público que había costado doscientos ochenta millones de coronas, provocó una gran indignación popular. Grens sabía que habitualmente lo usaban el gobierno y la Casa Real, pero estaba seguro de que era la primera vez que llenaban el depósito para garantizar que el supuesto autor de un delito de lesiones abandonara el país.

Unos pocos empleados aeroportuarios trajinaban por la pista, otros cargaban el equipaje en la bodega del avión de Malmö Aviation que salía a primera hora de la mañana; aparte de ellos, no se veía a nadie ni nadie podía ver nada. Pero, aun así, Sven se quitó el grueso abrigo para cubrir con él las esposas que lo encadenaban a Schwarz: cuanto menos llamaran la atención, mejor.

El interior era sorprendentemente espacioso. Mullidos asientos de piel blanca proporcionaban sitio a quince pasajeros. Se distribuyeron igual que en el furgón: Sven con Schwarz a su lado, Ewert y Hermansson detrás. Cuatro personas sentadas muy juntas, listas para un vuelo no demasiado largo. El tanque de combustible del avión tenía la capacidad suficiente para cruzar el Atlántico, por lo que no había necesidad de parar a repostar antes de aterrizar en Moscú.

Grens se inclinó hacia adelante entre los asientos cuando el piloto encendió los motores: intentaba ver a Schwarz, le hablaba sin obtener respuesta. El reo seguía encerrado en sí mismo, su lenguaje corporal no daba lugar a dudas: se trataba de alguien que emprendía un largo viaje.

Cuando a las seis de la mañana la televisión nacional sueca retransmitió un avance informativo de diez minutos de duración sobre los acontecimientos de la noche, marcó con ello el inicio de una semana centrada en la persona de John Meyer Frey y en la historia por él protagonizada. Todos los noticiarios de los canales de televisión y las emisoras de radio suecas, todas las ediciones de los periódicos suecos ofrecían nueva información sobre el prisionero estadounidense condenado a muerte que escapó pero que, años más tarde, fue detenido por un delito de lesiones y enviado, con la anuencia del gobierno sueco, a una ejecución inminente.

Unas breves conversaciones entre un comisario de la policía criminal y un reportero televisivo habían dado al asunto la notoriedad que el pequeño grupo de responsables esperaban evitar, responsables que ahora debían ver su decisión sujeta al escrutinio público.

Vincent Carlsson pronto celebraría su quincuagésimo cumpleaños, lo cual sorprendía a todos los que lo conocían, ya que no aparentaba más de treinta y cinco años; a excepción de unas pocas canas en su oscuro pelo, era todavía un muchacho metiéndose en un cuerpo de hombre maduro. Cuando Ewert Grens lo telefoneó en medio de la noche, comprendió de inmediato, al tiempo que preparaba el primer informativo del día, el impacto inherente a esa conversación. El comisario Grens solía desairar a la prensa o, todavía con mayor frecuencia, esconderse hasta que una investigación había terminado para, luego, delegar en un subordinado experimentado en medios de comunicación la tarea de dar respuestas concisas a las preguntas. Así que el hecho de que él mismo lo llamase y le proporcionase una información de manera anónima era casi tan increíble como la propia historia que le contó.

En Rosenbad había sido convocada una rueda de prensa a las 7:30 h.

Antes de esa hora la presión se hizo tan abrumadora, con hordas de periodistas agolpándose frente al Ministerio de Asuntos Exteriores, que una reunión conjunta con los representantes de los medios se reveló como la única solución posible.

La gran sala de conferencias en las dependencias gubernamentales ya estaba llena. Diecisiete filas de periodistas en sillas plegables cubiertas de tela azul; delante de ellos, los fotógrafos intentando enfocar el bosque de micrófonos; detrás, los desesperados técnicos de sonido, que, lidiando con el clamor de ciento cuarenta personas, intentaban conseguir que los periodistas escucharan bien a sus entrevistados; el acosador ruido que rebotaba en las paredes desnudas para morir solo una vez alcanzada la claraboya del techo, a doce metros de altura.

Hacía mucho tiempo que Vincent Carlsson no informaba en directo: un par de años trabajando como redactor para las noticias de la mañana habían supuesto para él un mejor horario y más dinero, pero también su enclaustramiento en un estudio forrado de monitores de televisión y, por lo tanto, cierta desconexión de la realidad.

Por unos días, volvía al otro mundo, al trabajo de campo, al ajetreo y a los apretujones, lo cual le encantaba.

Dio otro paso adelante, decidido a apoyarse en la pared al lado de la primera fila para, de ese modo, cuando dos hombres de aproximadamente la misma edad y vestidos con trajes similares comparecieran en el podio verde, tenerlos en un ángulo oblicuo frente a sí.

Uno de ellos era el ministro de Asuntos Exteriores, el otro parecía el jefe de gabinete Thorulf Winge.

Amanecía un día agradable en Moscú. Frío, luminoso, de aire puro. Los alrededores nevados iban a relumbrar bajo el sol, que parecía despuntar.

La terminal más periférica del aeropuerto internacional de Sheremetyevo se hallaba aproximadamente a un kilómetro al norte. Una estructura pequeña y de nueva construcción que formaba parte del enorme aeropuerto de Moscú, apartada de los vuelos regulares que a cada minuto aterrizaban y despegaban, procedentes del mundo exterior a Rusia o encaminados hacia él.

Los dos vuelos matutinos que normalmente salían de allí habían sido trasladados ese día a otra terminal. La inmensa pista de asfalto debía estar vacía a la espera de que se permitiera el acceso a una pequeña tropa de militares rusos uniformados y armados.

El calor en la gran sala de conferencias de Rosenbad era casi insoportable.

—¿Por qué una persona sujeta a prisión provisional por delito de lesiones ha sido deportada?

Demasiada gente en un espacio cerrado; luces demasiado intensas para una transmisión en vivo; pantalones que abrigaban demasiado y jerséis demasiado gruesos, diseñados para proteger del frío del invierno.

—¿Por qué la resolución de la Agencia Nacional de Migraciones se ha mantenido en secreto?

Ya después de las palabras introductorias del ministro, gotas de sudor le corrían por la frente y las mejillas; mientras, la piel le ardía de excitación, de ira, de expectación.

—¿Cómo ha logrado el gobierno una resolución de deportación en menos de cuarenta y ocho horas?

Vincent Carlsson seguía de pie en la parte delantera, con el cámara a su lado enfocando el podio tras el cual se parapetaban los dos portavoces del Ministerio de Asuntos Exteriores. Había empezado a acribillar con preguntas tan pronto como las habituales fórmulas de cortesía terminaron, y había obtenido como respuesta reiteradas réplicas del ministro de Asuntos Exteriores en referencia a la investigación en curso, a la seguridad nacional y a la obligación de abstenerse de hacer comentarios sobre casos individuales.

Vincent escuchó con impaciencia esas vacías frases retóricas y miró en derredor.

Sus compañeros guardaban silencio.

Todavía era su historia, y podía continuar haciendo preguntas durante un rato.

Sonrió para sus adentros. En una rueda de prensa de ese calibre, llena de noticias tan suculentas, la gente podía acabar comportándose de la forma más absurdamente pueril del mundo. Ya lo había presenciado muchas veces: cómo primero la escena se transformaba en una selva, con machos peleando por el territorio y por su derecho a comer hasta reventar para, luego, retroceder al parquecito de los columpios («Yo estaba primero», «No, tú no, primero iba yo»).

Se alegró de no tener que bregar con ese panorama por el momento.

—Voy a continuar haciendo preguntas hasta que me den algo que, al menos, se parezca a una respuesta.

Dio otro paso adelante, el cámara que tenía al lado lo siguió, estaban muy cerca, el rostro de una persona llenaba la pantalla.

—Señor jefe de gabinete, ¿puede explicarnos a nosotros, así como a los espectadores que están esperando una respuesta comprensible, cómo el gobierno logró obtener los documentos de deportación en apenas un par de días? Todos sabemos que una resolución como esa normalmente implica meses de investigación.

Los dos hombres del podio llevaban toda la noche en vela. La fatiga se asomaba a sus ojos, su piel se veía grisácea. Ciento veinte periodistas aguardaban al acecho prestos a diseccionar cada palabra, a valorar cada vacilación.

Thorulf Winge miró al hombre que había hecho la pregunta y al cámara que lo acompañaba.

—John Meyer Frey ha vivido en Suecia ilegalmente, sin permiso de residencia, durante seis años. Así que la decisión de deportarlo no se ha tomado en «un par de días». Se ha tardado seis años y dos días.

El jefe de gabinete estaba entrenado en la técnica de las entrevistas. Había decidido lo que iba a decir y a eso se limitó. No dudaba, su mirada no se mostraba esquiva. Sabía que cada pequeño gesto era magnificado por la lente de la cámara, que el mínimo énfasis en una determinada palabra sonaba con más fuerza en una pantalla de televisión.

Era muy hábil, Vincent se daba perfecta cuenta.

—Señor Winge, en Suecia existe una larga tradición de ceder ante las grandes potencias. En su momento, permitimos a la Alemania nazi transportes a través de nuestras neutrales fronteras, y hoy hacemos la vista gorda ante la situación de los presos políticos en Cuba. Y ahora esto…, bueno, parece que podría estar reforzando la tradición. La tradición de ceder, quiero decir.

—¿Es eso una pregunta?

—¿Tiene una respuesta?

—Expulsar a un inmigrante ilegal que ha cometido un delito grave en Suecia difícilmente podría describirse como «ceder».

Vincent ya no podía acercarse más. Se inclinó hacia el podio, con la mano sosteniendo el micrófono justo bajo la boca de Winge mientras se ajustaba la chaqueta: «Hace un calor de tres pares de narices, tengo la espalda chorreando, qué molesto».

—Extraditar a un condenado a muerte que corre el riesgo de ser ejecutado. ¿Eso no contraviene el acuerdo de extradición entre la Unión Europea y Estados Unidos?

La mirada seguía fija.

—Creo que lo ha entendido usted mal. John Meyer Frey no ha sido extraditado a Estados Unidos. Ha sido deportado al país desde el que entró. A Rusia.

Dos horas y doce minutos después de despegar del aeropuerto de Bromma, en Estocolmo, el jet Gulfstream del gobierno sueco aterrizó en el aeropuerto internacional Sheremetyevo, a las afueras de Moscú. Rodó por la pista de aterrizaje varios cientos de metros hasta llegar a una terminal más pequeña que por la mañana estaba cerrada al público.

John Schwarz no había dicho ni pío en todo el viaje.

Durante la primera hora se había quedado encorvado hacia adelante, sosteniéndose la cabeza con la palma de la mano libre. Cuando sobrevolaban Finlandia había tratado de ponerse de pie, ante la inicial resistencia de Sven Sundkvist, el cual miró a Grens en busca de su autorización. Este asintió. Permanecieron entonces quietos, sintiendo el balanceo del avión, y cuando, al cabo de un rato, Schwarz se puso a deambular sin descanso, Sven lo acompañó diligentemente por toda la cabina hasta que, por fin, se sentaron de nuevo en dos sillones vacíos en la parte trasera del avión. Casi al mismo tiempo, Schwarz empezó a cantar. En voz baja, algo ininteligible, aunque de vez en cuando se podía distinguir alguna palabra inglesa. La misma estrofa monótona sin interrupción durante el resto del viaje.

Parecía más tranquilo, con una mirada tímidamente más perceptiva, como si hubiera decidido participar un poquito en este mundo.

A Ewert Grens le había costado relajarse. Llevaba las de perder y eso lo ponía furioso. Tantas cosas en esta vida que no son predecibles… ¿Cómo diablos prepararse para algo que nunca podría pasar? Un preso condenado a muerte hace años se convierte en el objeto de una de sus investigaciones y es sometido a la provisional solo para, a los pocos días, ser transportado a su propia muerte bajo su supervisión. Durante toda la noche en vela en el balcón, y, más tarde, en Kronoberg, con el teléfono en la mano, había soltado todos los exabruptos posibles, sin dejar títere con cabeza, hasta que, vacío y agotado, lo único que deseaba era poder apoyar la cabeza en el regazo de Anni. En silencio, en su habitación, junto a ella, una mano en su mejilla y luego simplemente quedarse allí, tratando de entender qué era lo que ella miraba por la ventana, aquello a lo que —estaba seguro— saludaba.

Se hizo el silencio cuando el avión se detuvo y el piloto apagó los motores. Se quedaron en sus asientos hasta que colocaron la escalera de pasajeros. Una diferencia horaria de dos horas, el día era claro, el sol lucía con bastante intensidad, la mañana estaba allí más avanzada.

Cuando Vincent Carlsson de pronto dejó de hacer preguntas y, en cambio, pidió a Thorulf Winge que escuchara a un hombre bajo y extremadamente obeso que se hallaba junto a él, nadie reaccionó. Porque nadie sabía quién era. Hasta que se puso a hablar ante el micrófono de Vincent, en un inglés con marcado acento estadounidense.

—Mi nombre es Ruben Frey. Tengo un hijo. ¿Por qué quiere matarlo?

Después de su conversación con Grens, Vincent había acudido al hotel Continental para despertar a Frey y comunicarle la decisión que habían tomado durante la noche y el viaje que estaba previsto para la temprana mañana. Entonces le había pedido que se vistiera y lo acompañara a una rueda de prensa, armado con la identificación y la acreditación de un productor de televisión de la misma edad que él.

La voz de Frey resonaba profunda y poderosa, y nadie en la gran sala tenía dificultades para oírla.

—¡Respóndame! ¡Quiero saber por qué quieren matar a mi hijo!

Lo que sucedió a continuación violó incluso la ley de la selva. Sin embargo, Winge comprendió al instante que, con la cámara grabando y la transmisión en directo, solo habría un perdedor si repetía ante un padre desesperado que no estaba permitido hacer preguntas acerca de su hijo condenado a muerte. Tanto hacer eso como abandonar la sala encolerizado suponía un triunfo para los noticiarios, que mostrarían su reacción hasta la saciedad. Por lo tanto, miró con calma al hombre que debía de rondar su edad, su rostro bravamente enrojecido por la rabia y la consternación.

—Señor Frey, con todos mis respetos, su hijo, declarado culpable de asesinato, es un prófugo de la justicia de Estados Unidos. No somos nosotros los que lo queremos matar. Es en su país donde se castiga con la muerte.

El hombrecillo se volvió hacia Vincent, como buscando apoyo, ayuda para enfrentarse al alto cargo que tenía ante sí. Su miedo se transmutaba en ira, su impotencia le daba ganas de ponerse a dar golpes.

—¡En Estados Unidos lo ejecutarán! ¡Usted lo sabe!

—Señor Frey, Rusia fue para su hijo un país de tránsito cuando…

—¡Asesinos, hijos de puta!

—… cuando entró ilegalmente en Suecia. Ha sido deportado allí por la Agencia Nacional de Migraciones. No por el gobierno sueco.

La voz de Ruben Frey no aguantó más. Se agarró el pecho como si le doliera y rompió a llorar, mientras, con el rostro convulsionado, salió de allí corriendo.

Según la información recibida, el oficial ruso que iba a recogerlos tenía el rango de coronel. Ewert Grens escrutó las hombreras de su uniforme: era verdad.

Ya aguardaba en el asfalto cuando bajaron la escalera del avión, y lo primero que a Grens le llamó la atención fue hasta qué punto el hombre que se hallaba a pocos metros de él se asemejaba a los paródicos militares rusos que salían en las películas. Alto, de espalda tiesa como un palo, pelo rapado al uno, unas facciones que no recordaban cómo sonreír o siquiera esbozar una sonrisa, profundas arrugas en las blancas mejillas, mandíbula tensa y prominente. Quedaba a contraluz, de espaldas al intenso sol, de modo que costaba ver a los seis o siete hombres armados que lo seguían.

Todos llevaban uniformes.

Así como algo muy parecido a fusiles Kalashnikov en las manos.

Grens logró contener la sonrisa que, por un momento, amenazó con dibujarse en su rostro ante las imágenes que tercamente se ofrecían a sus ojos como sacadas de un estereotipado filme, incluso por lo que respectaba al tipo de arma que los personajes portaban como atrezo.

Saludó al coronel ruso, el cual le estrechó la mano, y, a continuación, todos esperaron en silencio hasta que Grens, para su propia sorpresa, de repente señaló primero hacia sí mismo y luego hacia John, al tiempo que exponía cómo, en calidad de representante autorizado de John Meyer Frey, solicitaba asilo político para este en Rusia. Se miraron fijamente: extraños con un gran espacio vacío entre ellos y el zumbido constante del tráfico aéreo regular a solo unos cientos de metros de distancia. El oficial, primero se excusó diciendo que no entendía el inglés de Grens, y, cuando Hermansson le resumió su petición, entonces respondió que, como el comisario sueco podía perfectamente comprender, no era posible conceder asilo político a un muerto.

Soplaba un fuerte viento: Ewert Grens sintió cómo sacudía sus cuerpos en el abierto espacio, cómo la nieve se desprendía del cemento en remolinos, copos sólidos que bailaban por la pista de aterrizaje.

Portaba en la mano una ligera carpeta de plástico con varios documentos, que ahora amenazaba con llevarse el viento, los papeles casi se le escaparon cuando, de mala gana, se los entregó al coronel. Este, después de leer página tras página, sacó un bolígrafo y firmó todas y cada una de ellas, todavía a la intemperie, en medio de la pista con el viento azotando y sin apoyarse en nada al escribir.

Grens miró a Hermansson, que esperaba a su izquierda. Su cara no mostraba nada. Detrás de ella, Sven, con el ceño fruncido, como siempre que estaba nervioso, pero aun así desprendía un aire de calma, y solo los que lo conocían desde hacía muchos años podrían haberse dado cuenta de que la procesión iba por dentro. Schwarz, por otra parte, casi colgaba de las esposas que lo unían a la muñeca de Sven. Seguía emitiendo ese ruido, ese canto monótono con palabras murmuradas en un inglés casi inaudible.

Ruben Frey abandonó como una exhalación la sala de conferencias de Rosenbad, bajó el corto tramo de escalera de mármol blanco y atravesó las puertas de cristal de la entrada principal. No llevaba abrigo, no sabía adónde ir, solo sabía que quería alejarse de esa rueda de prensa en la que no podía respirar.

Lloraba, y dos mujeres que caminaban por la acera en dirección a él lo miraron con curiosidad, se volvieron cuando pasó ante ellas y lo vieron desaparecer hacia Vasagatan.

Su obesidad mórbida le carcomía, como siempre, las rodillas y las caderas y, pronto, se detuvo para apoyarse contra una pared cuando el dolor le impidió seguir adelante.

Hizo caso omiso de los transeúntes que lanzaban miradas un poco demasiado largas a aquel hombre que sudaba, a pesar del frío. Esperó hasta que su corazón se desaceleró, hasta que creyó haber recuperado el habla. Sacó su móvil del bolsillo interior de su chaqueta y marcó el número del centro penitenciario de Marcusville.

Actuó según lo acordado. Cuando oyó la voz de Vernon Eriksen, le pidió brevemente que le devolviera la llamada desde otro teléfono. Eriksen le ordenó esperar quince minutos. Los dos sabían que el jefe de guardias se dirigiría de inmediato al pueblo, al Sofio’s, donde junto a los aseos había un teléfono público, que era el que solían usar.

Cuando Sven Sundkvist abrió las esposas para entregar oficialmente a Schwarz al coronel que había firmado los documentos guardados en la carpeta de plástico, el ciudadano estadounidense fue de inmediato colocado en el centro de la formación de soldados armados y en guardia.

Se lo llevaron enseguida. Los seis uniformes marcharon delante, al lado y detrás de la persona que iban a escoltar durante trescientos metros, hasta la esquina más alejada de la terminal de nueva construcción.

La luz intensa hacía difícil ver otra cosa que no fueran los contornos del avión que esperaba.

Pero los colores de las alas parecían ser los de la bandera estadounidense.

El coronel ruso seguía junto a los tres agentes de la policía sueca, y notó la escrutadora mirada de Grens. Sus facciones igual de pétreas, la espalda igual de tiesa. Se encogió de hombros mientras por segunda vez hablaba inglés, despacio y con un fuerte acento.

—No me miren así. Solo estamos haciendo lo mismo que ustedes.

Grens bufó al replicarle en un inglés igual de chapurreado:

—¿A qué se refiere?

—A eso.

El funcionario señaló a unos doscientos metros, a la tropa que rodeaba a Schwarz mientras se acercaban al nuevo avión. No habían tardado más de un par de minutos en escoltar a John hasta allí.

—Ustedes en Suecia se han deshecho de un problema. Nosotros nos deshacemos del mismo problema en Rusia.

Vernon Eriksen se hallaba sentado en el gran sillón de cuero marrón del guardarropa del Sofio’s con el auricular del teléfono en la oreja. Al oír la angustiada voz de Ruben Frey, sospechó de qué se trataba, pero aún albergaba una pequeña esperanza, como suele hacerse hasta que se conoce con certeza la verdad.

Ahora la conocía. Había acudido al teléfono que suponían que no estaba pinchado para devolver la llamada. Ruben tardó casi diez minutos en resumir lo sucedido. En cuestión de días, el gobierno sueco había cedido. Un insignificante país que se meaba encima de miedo con solo que los peces gordos tosieran. Veía a John ante sí. Seis años atrás. Esperaba entonces que el pasado se detuviera allí, al otro lado del Atlántico.

A Ruben le costaba hablar, su voz se había quebrado varias veces. Vernon no tenía hijos, pero los últimos años había hecho un esfuerzo para tratar de entenderlo y creía haber llegado a sentir lo mismo que Ruben, lo que siente un padre que está a punto de perder a su hijo.

Colgó el teléfono y miró a su alrededor, el local abierto de madrugada.

Algunos huéspedes esparcidos entre mesas vacías, algunos con un sándwich y un whisky tibio delante a ellos, otros con una cerveza en una mano y el diario vespertino en la otra, mientras el altavoz tocaba una pieza lenta de Miles Davis.

Vernon Eriksen sabía que todo había terminado.

Estaba lejos de haber terminado.

Se negaba a vivir en una sociedad que asesinaba a sus propios ciudadanos. Esta vez iba a llevar a cabo su verdadero plan. El plan trazado desde un principio pero que no había tenido el coraje de ejecutar una vez que todo se puso en marcha. Ahora ya no le importaba un bledo. John iba camino de la muerte una vez más. Ya no había nada que perder.

Vernon escuchó la solitaria trompeta, miró en la oscuridad.

Esta vez.

Esta vez tenía que atreverse a llegar hasta el final.

Ewert Grens, Sven Sundkvist y Hermansson acababan de sentarse de nuevo en el avión que los había llevado cuando, a través de las ovaladas ventanas, fueron testigos de la humillación.

La luz se filtró durante algunos minutos por entre algunas nubes delgadas, de modo que no les costó ver lo que ocurría algo más allá.

Al pie de la escalera del avión estadounidense, seis uniformes armados entregaron a John. A sus nuevos guardias. Trajes oscuros, cuatro, posiblemente cinco.

No tardaron mucho tiempo en rajarle la ropa: hacía frío y su flaco y pálido cuerpo temblaba. Tras cachearlo, lo obligaron a agacharse hacia adelante para suministrarle un sedante por vía rectal.

Le pusieron un pañal blanco ordinario para, acto seguido, embutirlo en un mono naranja con unas grandes iniciales bordadas en la espalda y en las perneras: «DR». Nada de zapatos; sus pies descalzos pisaban el asfalto.

Esposas alrededor de las muñecas, grilletes alrededor de los tobillos.

A renqueantes pasos cortos lo introdujeron en el avión.

Cuando Ruben Frey se dirigió a la recepción del hotel Continental a recoger la llave de su habitación, un hombre vestido con un uniforme azul lo saludó con la mano desde una oficina. Después de que una sonriente joven apostada tras el mostrador le diera la llave, se quedó allí esperando al hombre mayor que le había hecho aquel gesto.

—¿Señor Frey?

—¿Sí?

El hombre exhibía una sonrisa igual de amable y rutinaria que la de la chica de la recepción.

—Ha llamado una mujer preguntando por usted. Parecía muy interesada en contactarle, ha insistido hasta que le he prometido darle el recado personalmente. Así que eso es lo que hago ahora. Tenga. Ha dejado su número.

—¿Una mujer?

Ruben Frey le dio las gracias y le preguntó si podía usar el teléfono de la recepción: no quería llamar desde su propio teléfono y dejar así pistas sin saber quién iba a contestar.

Oyó una clara voz femenina.

—¿Ruben Frey?

Pronunció su nombre en un perfecto inglés. Estaba nerviosa, se notaba.

—¿Con quién hablo?

—Me llamo Helena Schwarz.

Sintió un dolor punzante en el vientre, justo debajo de las costillas. Como si alguien le hubiera pegado un puñetazo cuando se hallaba más desprotegido.

—¿Hola?

Le costaba hablar.

—¿Schwarz?

—Tomé su apellido al casarme con John. Nuestro hijo, Oscar, también se llama Schwarz.

Ruben Frey se sentó en una silla junto al largo mostrador de recepción.

—Tengo que conocerte.

—Yo no sabía que usted existía. Que tenía un suegro. Que Oscar tenía un abuelo.

—¿Dónde estás ahora?

Comenzaba a recobrar el aliento: casi respiraba con normalidad cuando, tras una pausa, ella respondió.

—Dese la vuelta. La mesa junto a la ventana, hacia la mitad de la sala.

Lloraron al abrazarse. Permanecieron en el comedor del hotel varios minutos, aferrándose el uno a la otra, dos personas que nunca se habían visto antes. La besó en la frente y ella le acarició las mejillas y sonrió cuando, por fin, lo soltó y se apartó un poco para que se pudieran mirar.

—Allí.

Señaló por encima del hombro de él.

—¿Lo ves?

En la parte trasera del vestíbulo había algo que parecía un rincón infantil. Coloridas figuras de cartón en una tienda india, dos mesas con libros, papeles, lápices y grandes piezas policromas de Lego. En una de esas mesas estaba sentado un niño, dibujando con gran concentración en una pizarra verde. A Ruben le costaba calcular su edad —hacía tanto que no trataba con niños pequeños…—, pero supuso que tenía alrededor de cinco o seis años.

—Cinco. Un año después de que John llegara a Suecia. Creo que me quedé embarazada la primera vez que nos vimos.

Tomó a Ruben de la mano y lo condujo lentamente hacia el muchacho. Se detuvieron justo detrás de él, sin moverse, de manera que el niño, Oscar, no reparó en ellos: lo único que para él existía en ese momento era la gran casa que estaba dibujando con una tiza roja.

Las cortas y robustas piernas de Ruben solían permanecer firmemente quietas, pero en ese momento le temblaban como un flan y no había nada que pudiera hacer para remediarlo.

—Oscar.

Helena Schwarz se sentó en cuclillas junto a su hijo, con un brazo alrededor de sus hombros.

—Hay alguien aquí a quien me gustaría que conocieras.

No había acabado la casa. Faltaba algo de humo saliendo de la chimenea, una maceta en la ventana y el sol, medio escondido, en la esquina superior derecha.

—Nice house.[7]

Ruben tragó, se sentía estúpido, lo había dicho en inglés ya que no sabía una palabra de sueco.

Una vez terminada la casa, el niño se volvió hacia el hombre que acababa de hablar.

—Gracias.

Oscar sonrió fugazmente y luego se dio la vuelta de nuevo. Ruben supuso que lo que había contestado era algo parecido a thank you. Miró a Helena, ella se echó a reír, con esa risa desinhibida que a veces resultaba sorprendentemente alta por el marcado contraste con su apariencia física.

—Es bilingüe. Yo siempre le hablo en sueco, y John siempre le habla en inglés. Pensamos que era lo mejor, que aprendiera desde pequeño dos lenguas de forma natural. Así que podéis hablar entre vosotros.

Ruben Frey se sentó a la mesita frente a la colorida tienda india y allí se quedó dos horas seguidas. Recuperar seis años en media mañana era imposible, pero lo intentaron, y a veces resultaba tan doloroso como fácil abrazarse un minuto más tarde. Evitó las preguntas del niño que, de vez en cuando, lo interrumpían: que si sabía dónde estaba su papá, que cuándo iba a volver papá, que por qué papá no estaba con ellos.

Almorzaron juntos en el restaurante del hotel y luego subieron a la habitación de Ruben. Oscar se tumbó en la cama a ver en un canal infantil de televisión unos dibujos animados en los que los personajes eran todos iguales. Mientras, Ruben y Helena se sentaron en las butacas de un rincón para poder hablar en voz baja.

Ruben Frey le contó la historia de su hijo, que se había criado en Marcusville solo con su padre, cómo al principio las cosas habían sido un poco desastrosas, con esa agresividad que nadie entendía y dos cortas estancias en el correccional de menores a causa de los actos de violencia de John. No había sido fácil, y, en ocasiones, su propio hijo le resultaba odioso.

Ruben apretó las manos de su nuera.

El equipaje emocional de John, su oscuro pasado, resultó ser una trampa mortal el día en que se encontró a la hija de los Finnigan muerta en el dormitorio de sus padres.

—No es un asesino.

Ruben, olvidándose por un momento de que Oscar estaba frente a la televisión viendo los dibujos animados, alzó la voz.

—No es un asesino.

John había sido a veces un puñetero gamberro, y, sin duda, tuvo una relación con Elizabeth Finnigan: quedó demostrado que habían tenido relaciones sexuales ese día, y había huellas suyas por toda la casa, pero eso no lo convertía en un asesino.

Ruben Frey aclaró a la esposa de su hijo que él estaba a favor de la pena capital, que había votado por ella siempre desde que llegó a la mayoría de edad, y que si John hubiera sido culpable, se habría merecido que le quitaran la vida. Pero Ruben estaba seguro y los abogados que habían intervenido en el juicio lo apoyaban: había fallos, algunas pruebas indiciarias, pero nada más.

Le relató la fuga.

Helena Schwarz escuchó atentamente y se dio cuenta de que los recuerdos vagos de John concordaban con lo que ahora refería su suegro.

De modo que había dicho la verdad en el interrogatorio.

También entonces había sostenido su inocencia.

Agarró con fuerza las manos de aquel robusto hombre, miró a su hijo, medio dormido sobre la colcha al familiar son de la tele, y no tuvo fuerzas para preguntarse dónde estaría ahora su marido.