Era una de esas noches.
Ewert Grens merodeaba por su gran piso, nervioso, bregando contra el vacío que insistía en ocupar su espacio cada vez que conseguía relajarse. Debería haberse quedado en el sofá de su despacho, en Kronoberg. Por lo general, allí se las apañaba para dormir al menos unas horas, incluso cuando la cabeza le dolía de tanto pensar. En su casa le era imposible. El silencio era tan jodidamente abrumador que cada uno de sus pasos provocaba eco, sobre todo los que daba con el pie derecho, que pisaba más fuerte en el parqué; el sonido retumbaba hasta azotarle en el cuello. Había estado a punto de llamar tanto a Hermansson como a Anni: descolgó el auricular y marcó incluso los números solo para inmediatamente volver a colgar antes incluso de recibir tono de señal. Nunca le había preocupado en exceso la soledad, la mantenía a distancia, y en las ocasiones en que venía a visitarle, no la veía sino como un huésped temporal. Pero ahora el contraste se había hecho tan evidente…, las horas con Hermansson en la pista de baile y con Anni en un barco en Höggarnsfjärden, tanta vida en comparación con todas aquellas habitaciones deshabitadas…
Se dirigió a la cocina, donde engulló dos tostadas untadas con foie-gras caro y se bebió medio litro de zumo de naranja. Comía demasiado en esas noches insomnes, pero ya no le importaba cómo eso pudiera afectar a su aspecto. Cuando, al cabo de un rato, el silencio quedó reducido a sus mordisqueos, se acercó al transistor de radio que se encontraba en la otra punta de la mesa de la cocina. Solía escuchar los programas nocturnos de la emisora P3, que retransmitía música y voces suaves y pausadas, sin jingles histéricos y sin los estúpidos graciosillos de turno, solo material digno para los que, por alguna razón, velaban mientras la ciudad dormía.
Por eso el sonido del teléfono le sobresaltó tanto. Mezclado inicialmente con el silencio y con una lenta melodía de jazz, pronto se hizo dominante en su obstinada persistencia.
—¿Sí?
—¿Ewert Grens?
—Depende de quién llame.
—Nos hemos visto alguna que otra vez. Me llamo Thorulf Winge, jefe de gabinete del Ministerio de Asuntos Exteriores.
Grens estiró la mano hacia la radio y bajó el volumen al tiempo que una aterciopelada voz femenina anunciaba la siguiente canción. No recordaba al sujeto que se presentaba como «jefe de gabinete».
—Si usted lo dice…
—¿Quiere llamarme para comprobarlo?
—Me pica más la curiosidad acerca de cómo coño ha conseguido mi número.
—¿Quiere devolverme la llamada?
—Dígame de qué se trata y luego colgamos.
Ya se sentía incómodo. No dudaba de que el hombre fuera quien decía ser. Pero una llamada a las dos y media de la madrugada siempre significaba que algo se estaba torciendo.
—Se trata de un preso de la provisional cuya investigación lleva usted. Un tal John Schwarz. O para ser más exactos, John Meyer Frey.
—Y yo me juego un riñón a que usted es el burócrata que se ha dedicado a dar las órdenes esas de no soltar ni prenda y otras sandeces políticas.
—Como he dicho, John Meyer Frey. Tengo en la mano una resolución. De la Agencia Nacional de Migraciones. Una resolución de deportación. Frey tiene que cruzar la frontera a las siete de la mañana, como muy tarde.
Grens guardó silencio al principio, pero luego elevó furioso la voz.
—¿Qué disparate es ese?
—La decisión ha sido tomada esta tarde, a las siete, y debe ser ejecutada dentro de las doce horas siguientes. Mi llamada constituye una solicitud de asistencia para hacer efectiva dicha decisión.
Agarró el auricular con fuerza.
—¿Cómo coño habéis conseguido eso en veinticuatro horas?
Winge no perdió la compostura ni por un momento, tenía asignada una tarea y simplemente la estaba llevando a cabo.
—John Meyer Frey carece de permiso de residencia.
—Lo estáis enviando a la muerte.
—John Meyer Frey entró en Suecia ilegalmente a través de Rusia.
—Yo nunca contribuiré a que alguien que está en la provisional en Suecia sea condenado a muerte.
—Y, según la resolución que tengo en la mano, será devuelto a Rusia.
Sven Sundkvist debería estar durmiendo. Rara vez tenía dificultades para conciliar el sueño: el aliento de Anita rozándole la cara, su cálida piel al lado de la suya, le proporcionaban la tranquilidad que necesitaba para relajarse.
Todo había empezado porque deberían haberse ido a acostar cuatro horas antes. Tumbado allí, junto a su mujer, ella le había preguntado qué le pasaba. No tenía la menor idea de lo que quería decir.
Estás raro.
¿Yo?
Sé que algo te pasa.
Ni siquiera él mismo se había dado cuenta hasta que Anita le llamó la atención sobre ello. Así que, allí, acostado, trató de averiguar qué era, por qué estaba como ausente; se había hecho varias preguntas que le habían llevado a la misma conclusión en cada ocasión.
Schwarz.
No te entiendo, Sven. ¿Schwarz?
Creo que es él quien me preocupa.
Lo que me has contado suena terrible, es verdad. Pero, cariño, ¿tenemos que llevárnoslo a la cama?
Habría querido que ella lo entendiera. Que tenía que ver con el hijo de Schwarz. Cuando recordó que había un niño involucrado, de pronto vio la historia desde una perspectiva distinta. Porque hacía tiempo que había comprendido cómo podría terminar.
No me interesa si es culpable o no.
Debería interesarte.
Solo pienso en el niño.
¿El niño?
Quiero decir, ¿cómo la autoridad puede arrogarse el derecho a decidir que un niño crezca huérfano de padre, mediante la imposición de la pena de muerte?
Es la ley, Sven.
Pero el niño, el niño no es culpable.
Ese es su sistema legal.
Eso no significa que sea justo.
El pueblo lo ha votado, democráticamente. Al igual que aquí. Nosotros tenemos la cadena perpetua. U otras largas penas de prisión sin permisos durante años y años. Sueles hablar de eso, ¿no es así?
No es lo mismo.
Es exactamente lo mismo. Para el niño. La muerte o no tener contacto durante, digamos…, veinte años. ¿Cuál es la diferencia?
No lo sé.
Ninguna. No hay diferencia.
Lo único que yo sé, lo único que me preocupa, es que el hijo de Schwarz, que acaba de cumplir cinco años, corre el riesgo de perder a su padre para siempre si dejamos que lo extraditen. ¿No lo entiendes, Anita? Siempre es la familia. Es la familia la que más sufre el castigo.
Permanecieron allí hasta que dieron por terminada la discusión, y luego se levantaron y bajaron a la mesa de la cocina para resolver juntos un crucigrama, como a veces hacían. Ella llevaba puesto el gran jersey negro de él, qué guapa estaba. Un rato más tarde, una vez terminado el crucigrama y dado que la conversación sobre Schwarz no daba más de sí, volvieron al dormitorio, donde se abrazaron fuertemente mientras hacían el amor. Ella se quedó dormida después, su respiración se convirtió en ligeros ronquidos, mientras que él yacía a su lado tan despierto como antes.
Ewert Grens seguía de pie con el auricular en la mano, tratando de decidir si estrellarlo contra el soporte de la pared o aporrear con él la mesa hasta destrozarlo. No hizo ninguna de esas cosas. Tan solo lo soltó y lo vio aterrizar en la silla donde había estado sentado. Luego, abrió la puerta que daba al balcón y salió descalzo a las heladas baldosas, a una temperatura de casi veinte grados bajo cero. Oyó el rumor del tráfico allá abajo, en Sveavägen, mientras rugía «¡malditos hijos de puta!», hasta quedarse ronco.
Unos minutos después volvió a entrar con los pies enrojecidos, corriendo para atender el teléfono móvil, que sonaba en el bolsillo de su abrigo.
No hablaba con su jefe muy a menudo.
Grens tenía su propio territorio y si se le dejaba a su aire trabajaba mucho más duro y con más eficacia que el resto, de modo que, a lo largo de los años, había llegado a un acuerdo tácito con el comisario jefe: «Tú me dejas en paz y yo te dejo en paz a ti». Y desde luego no podía recordar la última vez que habían hablado a esas horas de la noche.
—Acabo de hablar con el jefe de gabinete Winge. Por eso sabía que estarías despierto.
La imagen del jefe se apareció en la mente de Ewert Grens. Diez años más joven que él, siempre bien peinado y trajeado, le recordaba un poco a Ågestam, con ese ligero aire de perfección que a Grens tanto le asqueaba.
—Así es.
—Y, según tengo entendido, no has comprendido bien en qué consiste tu tarea.
—Ese es un modo de expresarlo. Ningún seudopoliticastro de poca monta va a llevarse mi investigación al extranjero cuando tenemos a una persona en el hospital que hasta hace poco se estaba debatiendo entre la vida y la muerte.
—Fui yo quien le di tu contacto a Winge. Así que soy yo el que te ha asignado la tarea. Y…
—Entonces ya sabrás perfectamente lo mucho que me repugna todo este asunto.
—Y por eso soy yo quien ahora te ordena, en nombre de la policía metropolitana, que colabores para que la expulsión se lleve a cabo.
—¿Estás en pijama?
Ewert se preguntaba si su jefe se hallaba sentado en el borde de la cama envuelto en franela de rayas azules y blancas. El muy gilipollas no era de los que se quedan en vela vestidos y dando vueltas por la casa.
—¿Perdón?
—Como comprenderás, mi trabajo no consiste en ejecutar las órdenes de unos mequetrefes corruptos.
—Yo…
—Y, es más, sabes tan bien como yo que la deportación de Frey equivale a su muerte.
El comisario jefe, cuyo nombre era Göransson, se aclaró la garganta.
—Se le va a enviar a Moscú. Allí no hay riesgo de que lo ejecuten.
—Ni siquiera tú eres tan imbécil como para creértelo.
Göransson se aclaró la garganta de nuevo, esta vez más fuerte, con la voz más aguda.
—Para ser sinceros, puedes pensar lo que te dé la gana acerca de todo esto, Ewert. Ahora estás donde estás. En tu casa. Pero en el trabajo deberás cumplir las órdenes. Es la primera vez que te digo esto. Y va a ser la última. Pero si esta vez no ejecutas mis órdenes directas, Ewert, te aconsejo que ya desde mañana empieces a buscarte otro puesto.
Grens agarró el pomo de la puerta del balcón, la abrió y volvió a salir. Hacía tanto frío como antes, pero tampoco ahora lo notó. Se sentó en una de las sillas de plástico que llevaban allí desde el otoño. Tanto el cojín como el suelo de cemento se hallaban recubiertos de una dura capa de hielo. Sus pies descalzos casi se pegaban a ella, su piel parecía adherirse a la otrora lisa superficie.
Una clara y estrellada noche.
Las luces de una gran ciudad nunca permiten la total negrura del cielo, pero esa noche la oscuridad alcanzaba su grado máximo, cada punto de intensa luz proporcionaba un agudo contraste. Descansó su mirada en la hermosa vista durante unos minutos. Los techos de chapa alrededor, los coches en la lejanía: cayó en la cuenta de que no se sentaba muy a menudo en el balcón, y desde luego nunca lo había hecho descalzo en pleno invierno.
Perdía los estribos con suma facilidad. La ira lo acechaba continuamente. Pero la sensación que en ese momento lo embargaba no era pura y simple rabia. Estaba cabreado, frustrado, perturbado, triste, preso del pánico, inquieto, impotente: todo eso a la vez, sin orden ni concierto.
Permaneció sentado, inmóvil.
No sabía qué hacer ni adónde ir, al menos por el momento.
Iba a pasarse las siguientes horas colgado del teléfono. Tenía que hacer varias llamadas. Al marcar el primer número bajó la mirada hacia sus enrojecidos pies desnudos, y descubrió para su sorpresa que no sentía frío.
Eran las nueve de la noche del jueves, hora local, cuando Edward Finnigan bajó al bar del hotel de la parte oeste de Georgetown, donde unas horas antes se había registrado. Se alojaba allí cada vez que acudía a la ciudad por negocios, y la mujer de ojos hermosos y sonrisa de Mona Lisa asintió reconociéndolo cuando le preguntó si la habitación 504 estaba disponible.
Norman Hill esperaba ya en la mesa del rincón del fondo, con un vaso de vino tinto delante de él. Era de los que bebían poco pero de buena calidad, de los que sabían todo acerca de la cosecha y la crianza, de los que hablaban del vino con la misma pasión que de sus amantes. Finnigan normalmente lo probaba y hacía preguntas corteses, pero nunca había llegado a entender de qué iba toda aquella parafernalia. Para él, el alcohol era una forma de relajarse, le importaba un comino de qué uva procediera.
Hill pidió otro vaso de vino de la misma botella, previamente seleccionada. Finnigan lo cató e hizo el comentario que creyó que debía hacer. A continuación, miró la copia de un artículo que reposaba sobre la mesa y que iba a aparecer en el Washington Post dentro de unas horas. Una historia escrita por un periodista de investigación acerca de un condenado a muerte fugado, y acerca de la exigencia de que fuera devuelto a la celda de donde, en su momento, escapó. Finnigan lo leyó y luego escuchó atentamente a Hill mientras este le refería sus conversaciones con los representantes del gobierno sueco, que habían dado como fruto una resolución que garantizaba que Frey sería deportado al día siguiente.
—De un país comunista a otro.
—¿Y aquí cuándo llegará?
—Paciencia, Edward.
—¿Cuándo?
—Habrá un avión esperándolo.
Edward Finnigan se levantó y se acercó a la barra a comprar un cigarro, no sin antes prometer a Hill que primero se bebería el vino: era de una uva de un viñedo australiano cerca de Adelaida, y había aprendido lo suficiente para saber que los expertos en vino no mezclan aromas ni sabores. Se lo fumaría más tarde, cuando hubiera apurado su vaso, tal vez incluso llamaría a Alice: la echaba de menos.
Helena Schwarz reaccionó exactamente como Grens se temía. Los despertó a los dos, a ella y a su hijo, a lo lejos escuchó los gritos angustiados y soñolientos del niño. Huelga decirlo, era perfectamente consciente de que una llamada telefónica a las tres y media de la madrugada causaría ese efecto, pero no le quedaba otro remedio. En el balcón, expuesto a la intemperie, Ewert Grens había decidido pasarse por el forro formalismos como el del secreto de sumario. Y la mujer de Schwarz, que, de alguna forma, le caía bien (sus reacciones de cólera y perplejidad y su ulterior recobro de la compostura le habían causado buena impresión), fue la primera persona a quien llamó.
Sus llantos se alternaron con improperios: Ewert dejó que se desahogara. Se percató al instante, como él se había percatado, de que la deportación de John a Rusia era solo un rodeo político para su vuelta a Estados Unidos. Varias veces repitió en un susurro: «No podéis hacer esto», y varias veces insistió en que tenían un hijo y en que John sostenía su inocencia, además de recalcar que el acuerdo de extradición no se aplicaba a los condenados a muerte. Grens esperó a que se calmara, a que se hiciera el silencio.
Ella le pidió que esperara mientras iba a ver a su hijo y a beber agua. Luego continuaron hablando en voz baja sobre algo que no recordaba hasta que de pronto ella le rogó que los acompañase.
Al principio no lo entendió.
¿Acompañarlos? ¿Adónde?
Ella se lo explicó, se puso a llorar otra vez, y luego se lo explicó de nuevo.
Si a John realmente lo iban a expulsar… Si eso iba a suceder, con la intervención del comisario o sin ella…
Entonces le rogaba a Ewert Grens que fuera con ellos, y que también los acompañasen sus colegas: el otro inspector algo más joven que parecía tan amable, y la chica de aspecto un tanto exótico en la que su marido parecía confiar cuando fue interrogado.
Si ellos los acompañaban, al menos estaría rodeado de rostros familiares.
El bar estaba todavía bastante vacío: una joven pareja con las manos entrelazadas a dos mesas de distancia, un hombre solo junto a la ventana leyendo el periódico mientras esperaba la hamburguesa con queso y patatas de la casa. Norman Hill acababa de abandonar el local, su enjuta figura escondida en un abrigo gris y un sombrero igual de alto que ancho. Edward Finnigan pidió una botella de cerveza, y sostuvo el móvil en la mano, dubitativo, antes de decidirse a llamar.
Había pegado a su mejor amigo para, luego, arrojarle un portalápiz a la cabeza. Hablarían de eso más tarde. Ahora tenía otra cosa que decirle.
Robert escuchó mientras Finnigan le hizo un resumen de las reuniones mantenidas a lo largo del día y de la última conversación nocturna con Hill. Ninguno de los dos mencionó el hecho de que el gobernador hubiera pedido a su asesor de confianza, al hilo de la disputa de esa misma mañana, que dejara que el proceso siguiera su curso, que contuviera su odio y fervor y esperara a que todo se resolviese.
La angustia, que le oprimía el pecho y de la que había intentado esconderse cuando más lo perseguía, poco a poco se esfumaba hasta que no quedaba nada de ella, y la nada no era aterradora. Sus gritos, sus golpes, no habían destruido el apoyo que pronto necesitaría más que nunca. Su amistad había sobrevivido al primer enfrentamiento, el que ambos veían venir desde hacía años y el que por ello siempre habían evitado cuidadosamente.
Robert permanecía allí, a su lado, escuchándolo.
Y en cuestión de horas, Frey estaría de vuelta.
Había llegado el momento de que el gobernador de Ohio se pusiera en contacto con el juez que, en su día, condenó al asesino de Elizabeth Finnigan a la muerte, a fin de acelerar el proceso y fijar una nueva fecha para la ejecución.
Sven Sundkvist se dio por vencido. La noche ya estaba perdida: permanecer tumbado esperando la llegada del sueño no hacía sino que el pecho le doliera de impaciencia. Se puso un par de zapatillas marrones y un jersey de manga larga y cuello vuelto. Caminó lentamente por la casa adosada: pronto se cumplirían diez años desde que se mudaron allí, y no podía imaginarse otro lugar en el que vivir y envejecer.
Se detuvo junto a la puerta de la habitación de Jonas. Su niño pequeño que se estaba haciendo mayor. Tenía menos de un año cuando lo recogieron en un pueblo a doscientos kilómetros al oeste de Phnom Penh: muy guapo, muy tranquilo, tal y como lo deseaban. Su octavo cumpleaños se acercaba, estaba en segundo de primaria y tenía deberes de inglés y de ciencias naturales. Sven pensó en la conversación con Anita de hacía unas horas acerca de que los niños no podían elegir. Jonas no había elegido estar precisamente en esa casa ronqueteando, y esperaba que su hijo nunca le exigiera responsabilidades por ello. Pero en caso de que lo hiciera, intentaría explicárselo lo mejor posible.
En cambio, si el hijo de Schwarz preguntaba si era cierto que su padre había sido extraditado para que lo ejecutasen, ¿a quién podría exigir luego responsabilidades, quién estaría allí para explicárselo?
Sven estaba a punto de entrar y besar a Jonas en la frente, como de costumbre, cuando el molesto chirrido electrónico rompió el silencio.
Jonas, nervioso, se dio la vuelta en la cama ante él y Sven corrió hacia su dormitorio para coger el móvil. Suspiró al ver el número: Ewert, otra noche que se iba al garete.
Grens se apresuró a llamar a Sven Sundkvist, a Hermansson y a Ågestam, por este orden, para explicarles la situación.
No dio lugar a que le hicieran preguntas, la conversación se redujo a unos minutos, lo suficiente para comunicar a Sven y a Hermansson que tenían que estar en Kronoberg a las seis, dispuestos, si así lo requerían las circunstancias, a subirse a un avión y ausentarse de su hogar por más tiempo de lo que su horario normal de trabajo prescribía.
En la cocina, miró por la ventana buscando la mañana que todavía estaba por llegar. Sabía que el tiempo apremiaba y que, por segunda vez en una hora, infringiría las normas impuestas por el secreto de sumario.
Vincent Carlsson respondió inmediatamente.
Su voz sonaba despabilada, trabajaba por la noche, o eso era lo que Grens esperaba.
Tardó diez minutos en relatarle toda la historia de una manera clara y comprensible. Vincent Carlsson se dio cuenta al instante de con quién estaba hablando y de que la noticia poseía la fuerza suficiente como para que se la proporcionara el por lo general difícil e introvertido comisario.
Todavía quedaban horas de sobra antes de la emisión del primer informativo del día.
Para entonces, la programación prevista se habría borrado y reemplazado, solo una noticia predominaría. En ese informativo y, posiblemente, en todos los informativos de los días venideros.
Miró su reloj, las 03:58 h. Acto seguido convocó una reunión con todo el equipo de la redacción nocturna.