Era tarde, y las campanas de la iglesia de Gamla Stan cuyo nombre no recordaba tocaron las doce, al tiempo que el rojo edificio que albergaba la sede del gobierno emergía de la oscuridad según se aproximaba a él. Thorulf Winge recorría por segunda vez esa jornada el trecho entre el Ministerio de Asuntos Exteriores y Rosenbad: la tarde y parte de la noche habían pasado desde que en el despacho ministerial le fueran concedidos quince minutos para exponer por qué John Meyer Frey debía ser sacado del país y enviado al otro lado del Atlántico.
Tiritaba. El caro abrigo que recubría su traje no ofrecía más protección que una fina hoja de papel, hacía tiempo que el sol se había puesto y la clara noche se cernía hermosa sobre la ciudad, si bien extendiendo un frío glacial semejante a un agresivo cáncer que multiplicaba sus células malignas para llegar al mayor número posible de gente y arrebatarles la energía: diecisiete grados bajo cero traspasaba para él el umbral de lo soportable.
El veterano guardia que conocía ya se había marchado a casa, y en la garita se encontraba ahora una mujer joven. Winge no la había visto nunca, así como ella a él tampoco. Le presentó su identificación y la joven comprobó primero sus datos en el ordenador para, acto seguido, confirmarlos mediante una llamada telefónica. Winge se entretuvo tamborileando los dedos con impaciencia en los listones de metal hasta que, por fin, ella le abrió las grandes puertas de cristal, permitiéndole el paso.
En aquellos quince minutos, Thorulf Winge había convencido al ministro de Asuntos Exteriores y al primer ministro de que era razonable extraditar a Frey según el deseo de las autoridades estadounidenses, expresado tanto a través del embajador como directamente desde Washington. Los tres convinieron en que bajo ninguna circunstancia podían permitir que un don nadie que asesinaba a chicas y pateaba la cabeza de los pasajeros en los ferries a Finlandia pusiera en peligro las buenas relaciones que tanto esfuerzo había costado entablar desde la época de Olof Palme: tras la repugnancia abiertamente manifestada por este respecto a la invasión estadounidense de Vietnam, el gobierno sueco se había dedicado a, gradualmente, paso a paso, construir un buen entendimiento mutuo con la única superpotencia que quedaba en el mundo, y comprometer ese entendimiento a causa de un condenado a muerte no encajaba en la línea de trabajo ni en la visión política de futuro de ninguno de ellos tres.
Había conseguido que entendieran que debía hacerse.
Lo que no estaba claro era cómo hacerlo.
Pidió más tiempo y le fue concedido, si bien después de que atendieran los demás compromisos de la sobrecargada agenda del día. Es decir: volverían a reunirse una vez pasados veinte minutos de la medianoche, en la oscuridad de la gélida madrugada entre el jueves y el viernes.
Sobre la mesa reposaban un termo de café, otro de té, un par de botellas de agua mineral, así como algunas latas de un refresco parecido a la Coca-Cola. Estaban acostumbrados a las largas jornadas, a la necesidad constante de tener respuestas preparadas para todo tipo de preguntas, a la posibilidad de que esas respuestas se cuestionaran a nada que hubiese la más mínima duda, a que sus argumentos se examinaran con lupa si no eran lo bastante sólidos, y a enfrentarse a las voces que exigían su dimisión ante cada decisión errónea. Estaban cansados, querrían irse a casa, pero el asunto en cuestión debía resolverse antes del amanecer.
Thorulf Winge sirvió una taza de té para el ministro de Asuntos Exteriores y otra para el primer ministro. Él tomó un café solo: hacía rato que había renunciado a la idea de dormir esa noche.
Era una sala preciosa, de techo alto, con muebles exclusivos de diseño sueco, amplia, bien ventilada, e incluso con una iluminación agradable. Winge pensó que ese era un detalle en el que solo se reparaba, agradeciéndolo, en esos momentos, cuando los ojos se hallaban fatigados tras un día expuestos a luces demasiado intensas.
Miró a sus dos interlocutores, cada uno sentado en una amplia butaca de madera tapizada en una delicada tela roja, seda quizá, no estaba seguro, pero se imaginaba el suave tacto contra su mejilla si hubiera tenido la oportunidad de reposar la cabeza un momento en el tejido.
No había tiempo para hablar de chorradas. Sabían el motivo de la reunión.
Y esperaban que Winge comenzara.
—El Washington Post va a publicar la historia mañana.
Mostró dos copias ampliadas del fax recibido una hora antes. Parte de un artículo que ocuparía la primera plana del diario de la capital estadounidense. Las dejó sobre la mesa, una frente a cada alto cargo.
—El periodista, un tal Apanovitch, nos lo ha enviado solicitando comentarios al respecto.
Los dos potentados buscaron a tientas sus gafas en sendos duros estuches negros, los papeles crujían en sus manos mientras los leían detenidamente y en silencio. Una historia sobre un estadounidense condenado a la pena capital que, varios años después de fallecer en su celda en el corredor de la muerte, estaba ahora vivito y coleando, detenido en una cárcel sueca; un resumen del delito cometido por Frey y el juicio; dos fotografías: una de un chico vestido con un mono naranja de presidiario ante un tribunal y otra de un hombre bastante mayor que el chico, de pelo corto, pálido y delgado, tomada en un fotomatón y pegada a un pasaporte canadiense falso. A continuación, seguía una correcta descripción de los últimos acontecimientos: sospechoso de delito grave de lesiones, había sido detenido hacía cuatro días por la policía sueca, interrogado y sometido a prisión provisional en Estocolmo. Apanovitch aludía a varias fuentes de información anónimas y cerraba su artículo con unos indignados comentarios del senador Hill y de la congresista Ketterer.
Winge examinó a sus colegas mientras leían. Gruesos, canosos, vestidos con trajes caros y elegantes pero que nunca les quedaban bien.
Los conocía desde jóvenes. Habían trabado amistad y comenzado a trabajar juntos en las juventudes del partido: confiaban el uno en el otro, y no era la primera vez que tomaban decisiones en privado.
—¿Cómo es Hill?
El senador Norman Hill usaba expresiones claras y al mismo tiempo inapelables. Dejaba claro al lector que no podía permitirse que un país apenas visible en el mapa obstaculizara el derecho del sistema legal estadounidense a imponer la pena capital, pero esto lo decía con otras palabras, elegantes y experimentadas, logrando un perfecto equilibrio entre la diplomacia hacia el exterior y la autoridad en el frente interno.
Winge miró a su jefe supremo.
—Hill tiene sesenta y ocho años. Lleva treinta en el cargo de senador. Es él quien asume la responsabilidad política, en cuanto jefe de campaña oficioso del candidato presidencial republicano en las próximas elecciones. Hábilmente ocupa un discreto segundo puesto, pero por lo general es reconocido como una de las personas más influyentes del partido.
De algún lugar a lo lejos llegaba el clamor de bocinas de automóviles, gritos, ruidos más allá de la ventana amortiguados por el viento y el frío. La noche de Estocolmo bullía, como siempre, la gente se movía en la espaciosa capital. La ubicación de la sede del gobierno, en el centro urbano, rodeada de la zona comercial, entre los sintecho y los turistas, era simbólica —el Poder en medio del pueblo— pero también irónica: mientras ahí fuera alguien se emborrachaba con vino barato y meaba en la fachada del edificio, ahí dentro las personas más poderosas del país decidían sobre la vida y la muerte.
Thorulf Winge se sirvió más café solo y ofreció el termo a sus jefes, que negaron con la cabeza. Tomó un sorbo y se volvió hacia ellos. Quería seguir adelante, avivar la discusión.
—No van a cejar en su empeño. Podemos optar por resolverlo ahora. O bien podemos alargar el proceso, cubrirnos de mierda y luego, a pesar de todo, vernos forzados a adoptar la misma resolución. Ya tienen la inyección letal en sus manos.
El ministro de Asuntos Exteriores se atusó el canoso pelo, como solía hacer cuando reflexionaba, cuando se sentía presionado.
—Suicidio político.
—Tanto el embajador como Washington no han tenido pelos en la lengua a la hora de dejar sentado que Suecia está obligada a extraditar a los supuestos delincuentes a Estados Unidos, siempre y cuando no se trate de nacionales suecos, claro. Y Frey es estadounidense, aun habiendo sido declarado fallecido.
—Suicidio político. Si sale a la luz.
Winge estaba esperando a que el primer ministro, que hasta entonces había permanecido en silencio, hablara. Ambos habían coincidido en Luxemburgo tres años atrás, al participar en las negociaciones entre los Estados miembros de la Unión Europea y Estados Unidos sobre un nuevo acuerdo de extradición entre las dos potencias. Una iniciativa propuesta por el gobierno estadounidense después del ataque terrorista del 11 de septiembre de 2001. En ese momento se puso de pie, se quitó las gafas y colgó su chaqueta en el respaldo de la silla tapizada con la suave tela roja.
—Thorulf, los dos estuvimos allí. Recordamos las preguntas, ¿no? Por lo menos yo recuerdo que, a recomendación tuya, sonreí para calmar las inquietudes acerca de si se establecían suficientes garantías de que los extraditados tendrían un juicio justo y no serían nunca condenados a muerte.
—Yo también me acuerdo. «Es incontrovertible que ningún Estado miembro de la Unión Europea extraditará a una persona que corra peligro de ser condenada a muerte». Pero ¿no lo entiendes? No vamos a hacer eso. John Meyer Frey no corre peligro de ser condenado a muerte. Ya está condenado a muerte.
El primer ministro era un tipo alto: de pie bajo la araña de cristal, las relucientes gemas colgaban como un sombrero sobre su sudorosa frente. Sus cansados ojos vagaban por la habitación, se llevó una mano nerviosa a la nariz, chasqueó los labios sin ser consciente de ello.
—Sé que vienes con una propuesta bajo el brazo. La voy a escuchar. Como siempre. Luego, quiero que hagamos una pausa. Es tarde. He de llamar a casa para decir que se me va a hacer incluso más tarde. Tras la pausa, tomaré una decisión. ¿De acuerdo, Thorulf?
Hacía un buen rato que habían comprendido lo que debían hacer. Ahora debían comprender cómo hacerlo.
—No quiero más artículos de ese tipo.
Winge señaló las copias de fax de la primera plana del Washington Post del día siguiente, las cuales todavía yacían sobre la mesa, entre las tazas.
—Creo que todos estamos de acuerdo en eso. Sigamos.
El primer ministro mostraba claros signos de fastidio, lo cual era innecesario, y Thorulf Winge, por un momento, consideró la posibilidad de llamarle la atención sobre ello, pero se contuvo. Todos estaban agotados, todos sabían que la decisión, fuera cual fuera e independientemente de si era la mejor para el país o no, suscitaría acusaciones de inmoralidad, y eso era algo de lo que ninguno de ellos carecía, de moral.
—Tengo una propuesta para resolver la situación.
Ambos fueron todo oídos: el primer ministro, de pie bajo la araña, y el ministro de Asuntos Exteriores, sentado con las dos manos en el cabello.
—Sabemos que Frey llegó aquí a través de Canadá y de Rusia. Voló desde Toronto hasta Moscú y luego a Estocolmo. No sabemos la razón de esa ruta, pero en este momento eso no nos importa. Lo que nos importa es que Rusia puede ser considerado un país de tránsito. Así que es allí donde debemos expulsarlo. Y allí no será ejecutado.
El primer ministro se quedó inmóvil.
—¿Qué demonios estás diciendo?
—Digo que Frey llegó a través de…
—Eso lo he oído. Pero tenía la esperanza de haberlo entendido mal. Si lo enviamos a Moscú, inmediatamente de allí lo reenviarán a Estados Unidos.
—Eso ya no nos concierne.
—Al corredor de la muerte.
—Eso son especulaciones. No es algo de lo que podamos estar seguros.
—A la muerte.
—Con todos mis respetos, ese no es problema nuestro. Y, formalmente, no habremos hecho nada de lo que nos puedan exigir responsabilidades. No lo habremos extraditado a Estados Unidos.
Winge miró el reloj dorado que colgaba sobre el sofá de las visitas. Faltaban tres minutos para la una de la madrugada. Necesitaban una pausa. Tendrían que digerir lo que les acababa de proponer y asumir que era la única vía posible. Abrió su negro maletín de nuevo y sacó otro documento, que puso sobre el artículo enviado por fax.
—Y, además, está esto, antes de que hagamos la pausa.
El primer ministro agitó la mano.
—Cuéntanos de qué se trata.
Winge levantó las dos páginas.
—Una resolución de deportación. De la Agencia Nacional de Migraciones. La he recibido esta noche. Por si resolvemos dejar que desaparezca de nuestro país, aquí los tenemos, los papeles para su deportación, por escrito.
Sonrió por primera vez desde su llegada a la reunión.
—A Rusia.