La cara de Edward Finnigan brillaba de sudor al reflejarse en el espejo rectangular del ascensor. Aún respiraba fatigosamente. Haberle levantado la voz a Robert, haberse soltado de esas manos que con tanta fuerza lo agarraban, y luego haberle tirado ese puto portalápiz a la cabeza: era como si hubiera estado corriendo durante horas. El esfuerzo físico tal vez no había sido tan grande, pero su cansancio rozaba la extenuación. Apenas veía a la gente que entraba y salía del ascensor en su recorrido a la planta baja. Alguien se interpuso en su camino, un hombre de cincuenta y cinco años que desde el espejo lo miraba confundido y se preguntaba qué diablos iba a hacer ahora.

Tenía miedo.

No se arrepentía de haber gritado y pegado a Robert. Pero se asustó cuando de pronto se dio cuenta de lo que era capaz. Un acto de violencia. Él, que nunca había pegado a nadie. Una ira descontrolada por la que se había dejado dominar, allí, en el entorno en el que siempre había estado bajo control.

El hombre del espejo seguía mirando.

Llevaba largo tiempo temiendo que se produjese ese enfrentamiento. Del mismo modo que a buen seguro Robert lo temía también. Treinta años juntos sin distender la atmósfera, como si su amistad fuera tan frágil que ambos conscientemente hubieran evitado poner a prueba su confianza mutua. Ahora se sentía inseguro, lleno de inquietud. Una insoportable inquietud en el pecho acerca de las consecuencias: como resultado de los gritos y los golpes, se arriesgaba a perder el apoyo, el apoyo del Poder, justo cuando más lo necesitaba.

Salió del ascensor en cuanto aterrizó en la planta baja. Fuera, el tiempo era muy desapacible, la gente parecía ir encorvada a causa del viento y el frío. Vagó un rato por la recepción, saludó con un breve gesto al hombre de color que estaba allí todas las mañanas vestido con un uniforme rojo, sonriendo a los que entraban, que no parecía tener mucho más que hacer aparte de colocar señales de plástico amarillo que advertían que el suelo de mármol estaba mojado y resbaladizo, de modo que la gente asumiera el riesgo si decidía pasar. A Finnigan siempre le habían cabreado las advertencias que no tenían otra función que la de «Ya te lo habíamos dicho» en caso de que alguien, tras resbalar, acudiera a un abogado con la pierna escayolada para demandar y sacarle la pasta al negligente propietario del edificio. Gran parte del sistema procesal resultaba obstruido por nimiedades como esas, y esa mañana sintió unas ganas irrefrenables de destrozar a patadas aquellas señales.

Esperó dentro, arropado por la calefacción, hasta que decidió qué hacer.

No la emprendió a patadas contra nada, dejó las señales de plástico amarillas intactas y se apresuró a salir al coche, mal aparcado justo enfrente del edificio.

El Port Columbus International no quedaba lejos. Sacó el teléfono del bolsillo de su abrigo mientras conducía y llamó directamente a la compañía aérea a fin de reservar un billete para el vuelo de United Airlines que salía a las 10:29 h.

Tras una hora de vuelo divisó el Dulles International Washington desde el aire. El piloto llevaba unos minutos preparándose para el aterrizaje, el cual estaba previsto para las 11:35 h. En los últimos años, Edward Finnigan había hecho ese viaje más veces de las que podía recordar, de modo que sabía que daba tiempo a leer el USA Today y el New York Times, tomar una cerveza y un bocadillo, y luego coger un taxi y leer el Washington Post antes de llegar al centro de la capital federal.

Lo que das es lo que recibes.

La regla de oro del Poder, que conocía desde siempre.

Pidió al taxista que lo dejase en D Street, a la altura de The Monocle, en Capitol Hill: un restaurante que no se merecía la buena fama que tenía. Pero no era la comida lo que lo llevaba allí. Con anterioridad, ya se habían reunido en una mesa al fondo del bonito local varias veces, intercambiando información y prometiéndose apoyo mutuo.

Lo que das es lo que recibes.

Le gustaban las mesas de manteles de cuadros rojos y blancos, los filetes de carne tiernos pero al mismo tiempo bien hechos, las ensaladas que sabían a recién recolectadas. Incluso le gustaban los camareros pelotas que olfateaban las buenas propinas. Pero, sobre todo, le gustaba el diseño de planta abierta que facilitaba ver quién entraba y salía, y cuándo era menester bajar la voz sin que ello pareciera secretismo.

Norman Hill tenía quince años más que él. Un caballero amable, de voz suave, que parecía haber nacido para eso. El tipo de persona a la que ya educan desde la escuela primaria para ser senador. Era delgado, aún más delgado de lo que Finnigan recordaba, varias veces estuvo a punto de preguntarle si estaba enfermo, pero se contuvo: los ojos y el rostro del senador Hill irradiaban la misma energía de siempre, sabía hacerse escuchar, ganarse la confianza del interlocutor. «La autoridad —pensó Edward Finnigan— no tiene nada que ver con el peso de una persona».

En algún momento de la conversación, Finnigan comenzó a sonreír. Por primera vez desde la visita de Vernon Eriksen, se relajó, sintió cómo los hombros lentamente se descontracturaban, cómo la tensión del cuello iba desapareciendo. Había una sensación de familiaridad en todo eso, de seguridad incluso. Dieciocho años atrás se habían reunido en otro restaurante a unos doscientos metros de allí, cuando Finnigan le rogó que ejerciera una presión política que, a su vez, resultara en una presión mediática. En aquel entonces se trataba de un muchacho de diecisiete años que había quitado la vida a una chica un año más joven, se trataba de avivar el apoyo de la opinión pública a la más severa sanción legal, a pesar de que el asesino era menor de edad. El senador Hill había tocado todas las teclas posibles, esas teclas de las que Finnigan había oído hablar pero que solo conocían los que pasaban su vida en el perímetro delimitado por Potomac y Pennsylvania Avenue.

La verdad es que Edward Finnigan no necesitó decir mucho. Se comió su carne rosada y se bebió la botella de cerveza con etiqueta europea mientras Hill hurgaba en su ensalada César y pedía más agua mineral. Durante el vuelo, Finnigan había preparado un largo discurso acerca de la importancia de mantener la confianza en el sistema legal de Estados Unidos, acerca de la credibilidad del partido, acerca de continuar enfocando la necesidad de la pena de muerte como elemento disuasorio y medida preventiva. No fue necesario. No tardó más que unos minutos en relatar la historia de la muerte de John Meyer Frey y su posterior resurrección. Norman Hill lo interrumpió en ese punto: su escuálida mano en el aire y luego sus ojos. Ni siquiera la promesa de un favor a cambio. El liviano senador le dio las gracias por el almuerzo, tomó las manos de Finnigan y le dijo que no debía preocuparse por nada.

Veinticinco minutos más tarde se hallaba pidiendo dos espressos dobles en el Starbucks de Pennsylvania Avenue. La congresista se llamaba Jane Ketterer, y había envejecido con dignidad. Edward Finnigan no recordaba haberla considerado nunca una mujer guapa, pero ahora sí se lo pareció. Cuando sonrió sintió la pasión que Alice había rechazado, quería abrazarla y tocar la piel escondida bajo el largo vestido, pero él estaba allí para hablar de lo mismo que antes, y ella escuchó y asintió con la cabeza en señal de indignación. La deseó aún más cuando un rato después, ya vacías sus tazas de café, se separaron y abandonaron el local con unos minutos de diferencia.

Cogió un taxi a Mr. Henry’s. Aunque estaba en la misma calle, había una distancia considerable entre el número 237 y el 601: una vez, años atrás, recorrió toda Pennsylvania Avenue y juró que nunca lo volvería a hacer. Entonces era mucho más joven, pero sus zapatos negros le habían dejado los pies en carne viva y una semana después todavía sentía dolor al caminar.

Mr. Henry’s era uno de los pocos bares en Washington al que siempre volvía. Conversaciones en voz suave, un camarero que no intentaba hacerse el gracioso, discreto; nada que ver con los sitios llenos de patanes que iban en busca de cerveza barata y una cogorza rápida.

Jonathan Apanovitch tenía bastantes menos años que él, le echaba no más de cuarenta. Era alto y rubio, con unos ojos que recordaban a los de Norman Hill, y llevaba trabajando para el Washington Post casi media vida. Edward Finnigan hizo un cálculo rápido mientras esperaba: era la duodécima vez que se veían allí a lo largo de los años, y los dos estaban contentos de colaborar el uno con el otro. Finnigan tenía un canal para la información que quería colocar como una bomba y Apanovitch fortalecía su posición como periodista de investigación con buen olfato para las noticias.

Esta vez la historia era tan jugosa que Finnigan la alargó todo lo que pudo, sabía que lo que sentía era absurdo, pero era una sensación real que aceptó con normalidad: la muerte de su hija, la pérdida más grande de su vida, por un momento se convirtió en un triunfo, algo que hacía de sus conocimientos objeto de deseo, tal vez era la única manera de soportarla.

Le dio a Apanovitch los nombres de dos personas que sabía que harían comentarios sobre la información proporcionada, un senador llamado Norman Hill y una congresista llamada Jane Ketterer.

Impuso una condición. La cosa tenía que ir rápida. La historia de un estadounidense condenado a la pena capital que había logrado escapar del corredor de la muerte escenificando su defunción y que ahora estaba vivo y detenido en una cárcel europea debía ser publicada a la mañana siguiente.

Lo que das es lo que recibes.

Jonathan Apanovitch le dio las gracias por la cerveza, que no se terminó, y luego desapareció hacia el coche, que tenía aparcado, según lo acordado, a una manzana de distancia.