Eran más de las doce del mediodía en Estocolmo. Aún hacía frío, aún soplaba el viento, y la primavera parecía más lejana que nunca. El jefe de gabinete Thorulf Winge acababa de sustituir su almuerzo por una taza de Earl Grey y un seco bollo de canela que descansaba sobre la mesa desde la tardía reunión de la noche anterior. Lo había sumergido en el líquido caliente y no le había sabido a nada, pero por el momento con eso bastaba para cubrir sus necesidades nutricionales. En días como ese, no había tiempo para más, así de simple.

Recorrió el corto trecho entre el Ministerio de Asuntos Exteriores y la sede del gobierno, en Rosenbad. Con la cabeza gacha, los ojos fijos en el asfalto helado, tenía el mismo aspecto que todos los que intentaban huir del frío que en enero le azotaba a uno en el rostro. Caminaba al lado del agua que rodeaba el Parlamento: estaba en su elemento, en el perímetro del Poder, donde se había movido la mayor parte de su vida.

Saludó con la cabeza al guardia de seguridad sentado en la garita de cristal, que vestía una camisa de uniforme de color claro e iba tocado por una boina marrón con una chapa de bronce. El guardia, un hombre mayor que llevaba allí casi tanto tiempo como Winge, asintió al reconocerlo y apretó el botón que abría la puerta principal.

Iba bien preparado. Era la primera reunión que se celebraba con el primer ministro y el ministro de Asuntos Exteriores en relación con el caso de John Meyer Frey, metida con calzador en la repleta agenda del primer ministro.

Thorulf Winge respiró hondo y lanzó una ojeada al reloj de la pared.

Tenía exactamente quince minutos para explicar por qué a primera hora de la mañana siguiente se iban a ver obligados a extraditar a su país de origen al ciudadano estadounidense detenido en Suecia.