Las últimas veinticuatro horas no se parecían a nada que hubiera vivido antes. Ni siquiera podían compararse con aquel día, dieciocho años atrás, cuando su única hija fue encontrada moribunda en el suelo de su dormitorio. Le era más fácil abrirse entonces, era más accesible emocionalmente. Luego, había interiorizado su muerte, había sentido e integrado la terrible realidad, y, en varias ocasiones, había estado a punto de quitarse la vida, ya que no le quedaba ninguna razón para vivir. Se volvió más cerrado. Aparte de aquella época inicial en que desesperadamente intentaron tener otro hijo, no había sido capaz de tocar a Alice ni a ninguna otra persona; se convirtió en un muerto viviente.
Edward Finnigan conducía rumbo al norte por la carretera 23. Llevaba toda la vida trabajando como asesor de confianza del gobernador, desde que se conocieron cuando ambos estudiaban derecho en la Universidad Estatal de Ohio, dos décadas antes de que Robert fuera elegido. Y, después, cuando la larga campaña electoral que batallaron juntos durante tantos años por fin le llevó a este último al puesto de gobernador, se limitaron a trasladar su trabajo a la oficina de South High Street, en Columbus. Todos sus esfuerzos y su planificación estratégica se habían visto recompensados: era el asesor de confianza del gobernador, el que participaba y estaba al corriente de todo lo que oficial y extraoficialmente pasaba por el centro del poder de Ohio.
Parecía que la muerte de Elizabeth le hubiera hecho todavía más eficiente. Para no tener que enfrentarse a sus sentimientos, se puso a trabajar aún más duro: de alguna manera, esperaba que sus triunfos laborales se tradujeran en consuelo en su vida privada.
Bajó la ventanilla del lado del conductor y escupió furiosamente al aire frío. ¡Mira que había llegado a ser ingenuo!
Se había dado cuenta de eso en las pocas horas transcurridas desde que el día anterior recibiera la temprana visita de uno de los jefes de guardias de la prisión, Vernon Eriksen. De pronto, después de tantos años, la sangre corría de nuevo por sus venas. Cuando Eriksen les había contado lo que había ido a decirles, cuando les había comunicado que Frey estaba vivo y entre rejas en una ciudad del norte de Europa, fue como si alguien le cosiera a puñetazos hasta estar seguro de que sentía los golpes. Estaba vivo. Cuando Eriksen se marchó, Edward Finnigan se había desnudado y había ansiado por primera vez en mucho tiempo tocar la piel de su mujer, con su pene tan erecto como antaño, pero ella, que no compartía sus sentimientos, le había pedido que se fuera. Claro que había llamado, a continuación, por teléfono. Y claro que Robert lo había entendido y se había puesto inmediatamente en contacto con Washington. Traerían a Frey de vuelta a cualquier precio. Sus motivaciones eran quizá distintas, Finnigan quería venganza y el gobernador quería ser reelegido, pero eso no importaba: el hijo de puta iba a volver y juntos podrían asistir a su ejecución.
Apenas ciento veinte kilómetros separaban Marcusville de Columbus, los cuales recorría de ida y vuelta varias veces por semana con su veterano Ford. Cierto que tenía un piso que podía utilizar para dormir a solo unos doscientos metros de la oficina, ubicado en la planta más alta de un bonito edificio y decorado por un interiorista a expensas del Estado, pero no se sentía cómodo allí. Las reducidas habitaciones rebosaban soledad y, aunque pareciera extraño, a pesar de su introversión, no quería sentirse solo, así que iba y venía todos los días, y si se levantaba temprano y aceleraba la marcha, podía evitar los atascos y hacer el trayecto en menos de una hora.
El terreno estaba algo resbaladizo, de manera que condujo más despacio que de costumbre, la oscuridad era muy traicionera, y ya durante los primeros kilómetros se había deslizado peligrosamente hacia el arcén en dos ocasiones. Al acercarse a lo que era el centro geográfico y político de Ohio —con más de setecientos mil habitantes que disfrutaban de un salario medio, una educación y un nivel de vida considerablemente más altos que los de la población de Marcusville— llamó por teléfono para pedirle al gobernador que acudiera a su despacho a primera hora de esa mañana. Quería saber lo que ocurría con el caso de Frey. O, más bien, por qué parecía que no había ocurrido nada en las últimas veinticuatro horas.
Su despacho estaba en el piso número 30 del 77 de South High Street. No era gran cosa: los pocos amigos que alguna que otra vez lo habían visitado en el curso de los años tuvieron que hacer un esfuerzo para ocultar su decepción ante el hecho de que el despacho del asesor del gobernador fuera muy parecido al de cualquier cargo empresarial, al de cualquier puesto en la Administración. Edward Finnigan utilizaba esto en su beneficio. Cierto que la luminosa estancia tenía vistas panorámicas a medio Columbus, pero la modesta fachada y la decoración sencilla y funcional transmitían austeridad y mesura, algo muy importante en un estado que constantemente se enfrentaba a la amenaza de la subida de los impuestos.
Robert ya estaba sentado en el sillón de las visitas cuando Edward entró. Dos pegajosos donuts en un plato sobre la mesa. Estaba moreno tras unas breves vacaciones de esquí en un lugar llamado Telluride, en la parte más elevada de Colorado y las montañas Rocosas. Alto y en buena forma física, su bronceado rostro y su cabello claro peinado con una especie de raya al medio le hacían parecer joven, al menos mucho más joven que Edward. En realidad se llevaban solo un mes, pero nadie, absolutamente nadie que los viera, lo creería. Una figura esbelta frente a una rechoncha y fofa, una espesa cabellera frente a una acusada alopecia, una tez tostada frente a una palidez invernal. Pero, sobre todo, la diferencia estribaba en el dolor que había hecho que Edward Finnigan se apagase: por cada año transcurrido desde que le quitaron a Elizabeth, él había envejecido dos.
—Edward, para ser sinceros, tienes un aspecto horrible.
Finnigan entró en la habitación y se dirigió a la ventana dando unos pasos apresurados por la suave alfombra. El sol, que ya se avistaba tras los rascacielos, lucía con intensidad. Detestaba esa luz infernal, bajó las oscuras persianas hasta que se hizo imposible atisbar siquiera el día, que ya reclamaba atención.
—Bob, quiero saber por qué no pasa nada.
El gobernador cogió uno de los donuts, se comió la mitad de la empalagosa masa y sostuvo la otra mitad en la mano.
—Has esperado dieciocho años. ¡Dieciocho años, Edward! Si alguien sabe cómo te sientes y qué es lo que quieres, ese soy yo. Pero ahora dale un tiempo a los trámites burocráticos, sé paciente ya que has esperado tanto tiempo. Va a volver aquí. Va a volver a sentarse en el corredor de la muerte de la cárcel de Marcusville y va a ser ejecutado. Cada vez que tú y Alice salgáis a dar un paseo por el pueblo, te lo aseguro, cada vez que veáis esos muros tan feos y tan altos, sabréis que ahí dentro estuvo él, que ahí terminó sus días.
Edward Finnigan le soltó un bufido en la cara. No recordaba haberle hecho eso ninguna vez a su amigo más antiguo. Miró en el maletín que llevaba consigo: el sobre se había quedado atrapado entre dos carpetas de plástico, y se puso a echar pestes en voz alta hasta que por fin lo encontró. Tras vaciar el contenido sobre la mesa, pidió al gobernador que le echara un vistazo.
Una fotografía. Un hombre con una camisa oscura y de mirada inquieta que parecía querer evitar la cámara.
—¿Sabes quién es?
—Me lo puedo figurar.
—¡Lo odio!
—¿Y estás totalmente seguro de que es él?
—Se ha cortado el pelo, está más delgado, sus ojos parecen como más oscuros, tiene alguna arruga. Pero es él. Lo conozco desde que iba a la escuela primaria. ¡Es él, Bob!
El gobernador recogió la fotografía y la sostuvo bajo la lámpara del escritorio para poder verla mejor en la penumbra.
—Entonces no tienes de qué preocuparte. Va a volver.
—¡No puedo esperar más!
Finnigan paseaba nervioso por la habitación, alzando demasiado la voz, algo que al gobernador no le gustaba nada.
—Edward, si quieres que me quede, tienes que sentarte y calmarte. Hemos hablado de esto ya muchas veces, demasiadas. Yo soy tu amigo. Y te considero como de mi familia. Vi crecer a tu hija. Sabes que me encantaría tramitar su ejecución. Y lo haremos. Siempre y cuando ahora no pierdas la cabeza.
Los dos habían pensado en ello, era inevitable hacerlo de vez en cuando al trabajar codo con codo durante tanto tiempo. Ya desde sus días de estudiantes las cosas quedaron claras: Robert sería el candidato político, y Edward, su asesor de confianza. No había sido una decisión explícita, simplemente surgió así, estaban satisfechos con el papel que respectivamente se habían atribuido. Rara vez, o, mejor dicho, nunca, se habían comportado de forma jerárquica: eran amigos y los amigos no se gritan, así que el hecho de que Robert ahora levantase la voz mostrando su alteración era tan insólito que, por un instante, ambos se sobresaltaron. Edward dio un paso adelante y arrebató la fotografía de las manos de su amigo.
—¡Durante seis años le he creído muerto! Ha intentado engañarme y denegarme mi derecho legal a la venganza. ¡Y luego me entero de que vive en una mierdecilla de país cerca del Polo Norte! Quiero verlo aquí. ¡Ahora! No voy a esperar más.
El gobernador se aseguró de que la puerta del despacho de Finnigan estaba cerrada. Acto seguido, ante las protestas de Edward, subió las persianas para dejar entrar la luz proveedora de energía. Abrió incluso la ventana de par en par, permitiendo que el ruido del tráfico llegara hasta arriba y entrara en la estancia para competir con sus voces.
Entonces se pusieron a gritarse el uno al otro como nunca antes lo habían hecho.
Durante todos esos años habían evitado conscientemente toda confrontación. Habían construido una relación protegida con sumo cuidado de palabras malsonantes, pero siempre temieron el día que inevitablemente acabaría llegando. Ahora que por fin se había presentado suponía casi un alivio desahogarse, vaciarse del todo, chillar hasta quedar roncos, sin que por una vez les importara una mierda si el personal que estaba fuera los oía y, en ese caso, lo que pensara.
La ruidosa discusión tuvo, tras veinte minutos, un violento final.
En un arrebato, Robert empujó a su amigo contra la pared y con la boca pegada a su oreja bajó la voz y le subrayó que si Edward quería salirse con la suya, era jodidamente importante que nadie pudiera interpretarlo como una vendetta, tenían que hacer de ello una cuestión política y utilizar argumentos políticos; al igual que la última vez, debían dejar a los periodistas escribir acerca de asesinos de mujeres que andaban sueltos mofándose del sistema legal estadounidense.
Mientras así hablaba, agarraba con firmeza el cuello de la chaqueta de su asesor.
De repente, Finnigan se zafó de él con todas sus fuerzas y de un puñetazo lo tiró al suelo para, acto seguido, buscar un portalápiz, que le arrojó a la cara.
El gobernador comenzó a sangrar profusamente por la frente al tiempo que su mejor amigo lo mandaba a tomar por culo antes de abrir la puerta y marcharse.