Que el vaso de café se le resbalase de las manos a Sven Sundkvist era prácticamente lo único que le faltaba. Soltó un improperio en voz tan alta que hizo eco en el desierto pasillo. Luego, pateó con todas sus fuerzas la placa marrón inferior de la máquina antes de agacharse para limpiar con la mano la mayor cantidad posible de líquido beis.

Eran las seis de la mañana y estaba agotado, picajoso y lejos de ser el policía que normalmente irradiaba calma y reflexión. Tenía ganas de irse a casa, a su cama.

Por segunda noche consecutiva, Ewert Grens le había despertado llamándole por teléfono. Por segunda noche consecutiva, Grens le había convocado a una reunión temprana relativa a la investigación de Schwarz.

Y como si eso no fuera suficiente, Ewert había continuado rajando sin control: en primer lugar, acerca de John Schwarz y otras cosas relacionadas con el trabajo, para después pasar a tocar todos los temas posibles, reflexionando sobre la vida y sobre cosas de las que generalmente nunca hablaba. Al final, Sven le preguntó si estaba borracho y Ewert reconoció que llevaba encima un par de cervezas, aunque se las había tomado hacía horas, y ¿por qué se cabreaba, por cierto?

Tras colgar, Sven desenchufó el aparato y juró que no iba a salir para el centro antes de lo que había prometido a Anita.

Ahora caminaba por el oscuro pasillo con un vaso de café en la mano en dirección al despacho de Ewert, pero se detuvo abruptamente en el umbral. Dentro ya había alguien. Alguien de espaldas a la puerta, un poco inclinado, vestido con un traje gris muy caro. Sven Sundkvist se hizo a un lado y decidió esperar fuera hasta que esa otra reunión hubiera terminado.

—Sven, por el amor de Dios, ¿adónde coño vas?

Sven volvió a la puerta. Miró al hombre del traje gris. Era la voz de Ewert. Pero hasta ahí llegaba la semejanza.

—¿Qué cojones te pasa, chico?

—¿Ewert?

—Sí. ¿Hola?

—¿Y ese look?

Ewert Grens dio un paso de baile hacia la puerta y hacia Sundkvist.

—De cachas.

—¿De qué?

—De cachas. Joder, Sven, ¿nunca has visto a un tío cachas?

—No creo.

—Un tío bueno. Un «cachas». Anoche salí a bailar con Hermansson. Eso es lo que ella me llamó. Una de esas condenadas palabras que usan los jóvenes. ¡Un tío cachas, Sven, joder!

Sven llegaba unos minutos pronto y se sentó en el sofá que en su día había sido de pana marrón oscura, con surcos bien pronunciados. Ewert se quedó de pie ante él: con esa ropa recordaba a un burócrata cualquiera. Sven examinó su rostro mientras hablaba: en él se reflejaba cierto alivio cuando Ewert le contó cómo había bailado por primera vez en veinticinco años, lo asustado que estaba, cómo Hermansson había pedido a la banda que tocara «Finas rodajas», lo mucho que se había reído, cómo el inesperado sonido procedente de su vientre y su garganta lo había cogido por sorpresa.

Lars Ågestam llegó a las seis en punto. Hermansson, tres minutos más tarde.

Los dos tenían un aspecto sorprendentemente fresco, lo que hizo que Sven de repente se sintiera aún más cansado. Este se recostó en el sofá y notó la divertida sonrisa de Hermansson al ver que su jefe aún llevaba puesto el traje de la noche anterior.

—¿Estás a favor de la pena de muerte, Ågestam?

Grens rebuscaba en los montones de papeles esparcidos por el suelo cuando hizo la pregunta.

—Ya sabes que no.

—¿Sven?

—No.

—¿Hermansson?

—No.

Ewert Grens, en cuclillas, cogió unos papeles de aquí y de allá, y los puso a un lado.

—Me lo figuraba. Y como yo tampoco estoy a favor, vamos a tener un problema.

Tras hacer un montoncito más pequeño, integrado por entre diez y quince documentos mecanografiados, se levantó. Sven, al igual que sus compañeros, observó al voluminoso hombre que se movía ante ellos, y no podía dejar de pensar en su traje y en cuán distinta una indumentaria tan común y aceptada podía resultar en una persona que solía ir hecho un zarrio, con la ropa arrugada, demasiado pequeña o demasiado grande.

—He hablado con varias personas esta noche.

Ninguno de los presentes puso eso en duda.

—Les corre mucha prisa. A los lameculos que ordenaron a Ågestam cerrar el pico.

Lars Ågestam enrojeció, y estaba a punto de levantarse, aunque se contuvo. Ese resentido cabrón nunca lo entendería de todos modos.

Ewert Grens relató en detalle cada una de sus llamadas telefónicas nocturnas, les confirmó que el objetivo de los Ministerios de Asuntos Exteriores de ambos países era la persona que tenían en la provisional, unos pisos más arriba, y que a la policía metropolitana de Estocolmo se le había asignado la tarea de investigar una supuesta agresión física grave. El riesgo de extradición estaba empezando a ser algo más que una simple posibilidad, y no tenía ni puta idea de cómo evitarlo.

Le entregó a Sven el montón de papeles recogidos del suelo.

—Quiero que leas esto otra vez. Toda la información sobre Schwarz que hemos recibido de Estados Unidos. Como veréis, podríamos estar cambiando la calificación jurídica de su delito en este país. Estamos a punto de enviar a la silla eléctrica a un hombre que, posiblemente, es culpable de delito de lesiones.

El vuelo UA9358 de United Airlines procedente de Chicago aterrizó en el aeropuerto de Arlanda, en las afueras de Estocolmo, a las siete menos cuarto de la mañana, quince minutos antes de lo programado. El piloto, que hablaba con un acento que Ruben Frey no reconocía, había anunciado por megafonía que soplaba un fuerte viento favorable sobre el Atlántico, y cuando Ruben preguntó al pasajero sentado junto a él, que parecía un viajero experimentado, cómo era posible que el viento pudiera influir en la velocidad de un avión que volaba a diez mil metros de altura, recibió una larga y complicada respuesta que sonaba razonable, pero que se le olvidó enseguida.

Ruben Frey nunca había estado en Europa. De hecho, nunca había subido a un avión. Con el estado de Ohio había bastado y sobrado: sus viajes regulares de Marcusville a Columbus, o incluso a Cleveland, eran excursiones que le proporcionaban toda la emoción que él esperaba de la vida. Aquel día había comenzado temprano en Marcusville. En su Mercedes de segunda mano, un coche que poseía desde hacía casi veinte años, había salido de su casa al alba, en dirección oeste, hacia el aeropuerto de Cincinnati. Tras facturar dos horas antes de la salida, siguiendo exactamente las instrucciones recibidas al comprar el billete, almorzó en un caro y caótico restaurante lleno de viajeros con equipaje de mano que se encontraban de paso a alguna parte. Un corto vuelo de Cincinnati a Chicago, apenas habían despegado cuando comenzaron el descenso a lo que iba a ser una espera de dos horas en un aeropuerto tan grande como el condado de Scioto. El viaje de Chicago a Estocolmo había sido considerablemente más largo, y aunque las azafatas eran amables y la película que mostraron en las pequeñas pantallas que colgaban entre los asientos fue una simpática comedia, lo más seguro era que, cuando regresara a casa, no lo volvieran a sacar nunca de Ohio.

Hacía más frío en Estocolmo que en Marcusville, la nieve formaba una capa espesa a lo largo de la carretera mientras un taxi lo llevaba desde el aeropuerto de Arlanda hasta Estocolmo. El conductor hablaba un inglés comprensible, y le dio un informe detallado de la previsión meteorológica, que anunciaba más nieve y temperaturas aún más bajas para los siguientes días.

A Ruben Frey le dolía el pecho.

Los últimos días habían sido para él justo lo que no quería volver a experimentar. Hacía dieciocho años del asesinato de la hija de los Finnigan, dieciocho años desde que su hijo fuera acusado, juzgado y condenado. Dieciocho años y la historia seguía sin acabar.

Le había costado negar la verdad que él tan bien conocía. Los interrogatorios en Cincinnati habían sido horribles, lo turbaba tener que mentir al muchacho Hutton y a su colega a la cara, tanto que varias veces había estado a punto de confesar aquello que no podía saberse. Todavía más difícil había sido fingir alegría y agradecimiento, fingir lo que debe de sentir un padre cuando se le dice que su único hijo, al que había enterrado, aún vivía. Ruben dio un fuerte suspiro y el taxista miró por el espejo retrovisor. Le había faltado poco para venirse abajo, y supuso que si el FBI no lo había detenido era por pura y simple suerte, aunque se preguntaba cuánto tenía que ver con el hecho de que fuera precisamente Kevin Hutton el que se sentaba al otro lado de la mesa.

Tardaron media hora larga en llegar a Bergsgatan y a Kronoberg. Ya en el avión había hecho sus pesquisas acerca de Estocolmo y le habían informado de que se trataba de una capital preciosa, con mucha agua, con barrios construidos sobre islas y con un archipiélago que se extendía sin fin en el Báltico, hacia Finlandia.

Seguro que era una ciudad bonita. Pero ni la veía. A decir verdad, no le importaba un comino. No estaba allí para hacer turismo. Estaba allí para, por segunda vez, rescatar a su hijo de la muerte.

Pagó y se apeó. Todavía era temprano y la entrada principal estaba cerrada con llave.

Sabía por quién tenía que preguntar.

Cuando terminaron el último interrogatorio con Ruben Frey y lo soltaron, Kevin Hutton había buscado entre sus papeles y le había enseñado uno en particular. Lo puso sobre la mesa ante Ruben y luego se volvió a mirar por la ventana, como si algo hubiera llamado su atención, esperando lo suficiente para que a Ruben le diese tiempo a leerlo. Acto seguido, se volvió de nuevo y lo guardó.

Era una solicitud de asistencia jurídica relativa al interrogatorio de Ruben Frey.

Una petición enviada por fax desde Suecia, efectuada formalmente por el Ministerio de Asuntos Exteriores sueco, con la indicación de que se remitía una copia a un comisario criminalista llamado Ewert Grens.

Sven Sundkvist, con el montón de papeles en la mano, los sopesó distraídamente un rato y luego los apoyó en su rodilla mientras miraba a Ewert, que estaba eligiendo entre dos casetes del estante de detrás de su escritorio.

—Un médico no puede, en principio, participar en una ejecución. ¿Lo sabíais?

Ewert no respondió, como tampoco lo hicieron Ågestam ni Hermansson, ya que se trataba de una pregunta retórica.

—El juramento hipocrático, los principios éticos médicos que se han comprometido a respetar, no les permiten estar presentes cuando la sociedad priva a alguien de su vida. Sin embargo, y esto es lo interesante, son responsables de la adquisición de las drogas que se utilizan para las ejecuciones. Además de certificar la muerte del reo, claro.

Sundkvist no esperaba reacción alguna. Ni siquiera estaba seguro de que los demás le escucharan. Ewert seguía eligiendo entre una canción de Siw y otra de Siw mientras Ågestam y Hermansson leían los documentos que les habían pedido que se leyeran. Le daba igual. La irritación que había estado revoloteando alrededor de su cabeza como una mosca cojonera había desaparecido, y el cansancio de una no deseada noche en vela comenzaba a remitir. Entre el traje de Ewert y la matraca que le había dado con lo de ser un tío cachas, el buen humor de Hermansson y de Ågestam, la insólita historia que tenían entre manos, y la inminente gravedad de la situación, a Sven Sundkvist ya no le importaba arrellanarse en un raído sofá mientras la oscuridad se diluía en el exterior.

—Tenía diecisiete años.

Ågestam negó con la cabeza y miró a los demás.

—¿Tenéis idea de lo raro que es que se condene a muerte a un menor de edad? A Schwarz, o quizá deberíamos llamarlo Frey, obviamente se le consideró un adulto y se le juzgó como tal. Diecisiete años y una pena como esa, vaya burrada.

Oyó que Grens bajaba el volumen de sus canciones carrozas, las cuales proporcionaban una incómoda música de fondo a su discurso.

—Las cosas funcionan así: en Estados Unidos, en los casos en los que el delito juzgado se castiga con la muerte, ninguno de los miembros del jurado puede oponerse a la pena capital. ¿Lo veis? Desde el principio, el jurado seleccionado lo integran personas que apoyan la pena de muerte. Y cuando ese jurado decide que el reo, en este caso Frey, es culpable de un delito capital, es decir, de un delito que puede ser castigado con la muerte, entonces ese jurado partidario de la pena capital tiene que decidir entre la imposición de cadena perpetua con la posibilidad de indulto después de veinticinco o treinta años, cadena perpetua sin posibilidad de indulto, o la tercera alternativa, la pena de muerte.

Ewert Grens subió un poco el volumen de la cinta de Siw Malmkvist —esa calma que le proporcionaba le ayudaba a pensar— pero sin dejar de escuchar con interés al fiscal, poseedor de conocimientos que a él le faltaban. Ågestam miró molesto a Grens y a su aparato de música, pero Grens agitó las manos como diciéndole: «Adelante, te escucho».

—Deciden declararlo culpable y escogen la tercera opción, la pena de muerte. Sí, sus huellas dactilares estaban por toda la casa. Sí, su esperma estaba dentro de ella, al menos de acuerdo con su grupo sanguíneo parecía muy probable que fuera el suyo. ¡Pero, por Dios, varios testigos confirmaron que tenían relaciones sexuales desde hacía más de un año! Pues claro que entonces toda la casa estaría llena de sus huellas, pues claro que el forense pudo encontrar rastros de su esperma. Cualquier jurado se percataría de eso enseguida.

La cara de Lars Ågestam se puso aún más roja, su flaco cuerpo mostraba todavía más signos de inquietud. Se había levantado y daba vueltas por la habitación mientras hablaba.

—No estoy diciendo que no fuera él. Podría haber sido él. Lo único que digo es que las pruebas eran muy endebles para fundamentar un veredicto de culpabilidad, y lo que es más, para, luego, imponer una sentencia de muerte a un chico de diecisiete años. El fiscal que lo logró hizo un trabajo muy bueno. Yo nunca lo habría conseguido. Ni siquiera sé si habría conseguido que se dictara auto de procesamiento teniendo tan poca base.

Miró a su alrededor casi encolerizado, alzó la voz sin ser consciente de ello.

—Nadie lo vio allí en el momento del asesinato. No se encontró sangre suya en la escena del crimen. Ni una sola palabra acerca de que se hallasen restos de pólvora en él o en su ropa. Todo lo que tenemos, todo lo que el jurado tuvo, es el semen y las huellas dactilares de un novio que frecuentaba la casa y que llevaba un año manteniendo relaciones sexuales con la chica. También tenemos un registro de sus antecedentes: se había mostrado violento en el pasado y, en dos ocasiones, pasó algunos meses en un correccional de menores. John Meyer Frey no parece haber sido un angelito de joven. Pero eso no lo convierte en un asesino. Y menos con solo unas leves pruebas indiciarias.

Ruben Frey se presentó en el mostrador de recepción, enseñó su pasaporte y solicitó ver al comisario Ewert Grens. Se esforzó por hablar con claridad y para aparentar la calma que no tenía. El guarda jurado llevaba uniforme verde y se hallaba en una garita de cristal, rodeado de una serie de monitores que mostraban imágenes en blanco y negro de diferentes partes del exterior del edificio. En el mismo inglés del taxista, correcto pero algo chapurreado, le indicó con concisión al inesperado visitante que se sentara y esperase en una de las tres sillas alineadas en la estrecha recepción.

Acusaba la falta de sueño. Había intentado dormir, pero el zumbido de pasajeros parloteando sin cesar y las fuertes luces en el techo de la cabina se lo habían impedido. Ruben se frotó los enrojecidos ojos y bostezó dos veces mientras hojeaba distraídamente una revista de la que no entendía una palabra pero que de alguna forma le era familiar: fotos de famosos que posaban en parejas sobre una alfombra roja que llevaba a algún importante estreno cultural. El mismo tipo de revista del corazón que había en la peluquería de Marcusville o en el estante de periódicos en el restaurante Sofio’s, otro idioma y gente diferente, pero el mismo contenido.

Después de un cuarto de hora, oyó que el guarda vestido de verde pronunciaba su nombre y se apresuró a subir, acarreando la incómoda maleta marrón. Le presentaron a una mujer con el mismo uniforme verde, la cual le señaló con la palma de la mano adónde debía dirigirse. Su inglés era considerablemente mejor que el de su colega: no habló mucho, pero lo que dijo lo hizo sin ninguna vacilación. Un par de sombríos pasillos y de puertas cerradas hasta que llegaron a un despacho con la puerta entreabierta de donde salía una música un poco alta.

La guarda llamó y una voz gritó algo así como «¡adelante!».

Era un despacho mucho más grande que la habitación del FBI en Cincinnati donde había pasado varias horas respondiendo preguntas el día anterior. El hombre que estaba de pie en medio de la estancia y que, en voz alta, le había invitado a pasar era corpulento, vestía un traje gris bastante bonito y, según Ruben supuso, tendría aproximadamente la misma edad que él. Además de este, delante de una ventana que carecía de cortinas, había otras tres personas —una mujer y dos hombres—, sentados en un sofá marrón.

Se adentró en el despacho y dejó la voluminosa maleta.

—Me llamo Ruben Meyer Frey.

Dio por sentado que entendían y hablaban inglés, todo el mundo en ese país parecía hacerlo. Se quedaron mirándolo fijamente sin decir nada en absoluto, a la espera de que el estadounidense bajito y gordo de mejillas rubicundas continuara.

—He venido para hablar con Ewert Grens.

El hombre grande del traje asintió con la cabeza.

—Yo soy Ewert Grens. ¿En qué puedo ayudarle?

Ruben Frey intentó sonreír mientras señalaba hacia el radio-casete.

—Conozco esa canción. Connie Francis. «Everybody’s somebody’s fool». Aunque nunca la había oído en otro idioma.

—«Finas rodajas».

—¿Perdón?

—Así se llama esta versión. La de Siw Malmkvist.

A Ruben Frey le pareció que le devolvían algo que se parecía a una sonrisa. A continuación sacó una fotografía del bolsillo de la camisa. No era de muy buena calidad, la persona de la imagen se veía borrosa y el sol lucía demasiado fuerte para que se apreciasen los verdaderos colores. La persona granulada estaba sentada en una roca y, con el torso desnudo, fingía tensar los músculos de los brazos al posar para el fotógrafo. Un chico, un adolescente, pelo largo y oscuro recogido en una coleta que le colgaba hasta media espalda, acné en las mejillas, un bigote ralo en el labio superior.

—Este es mi hijo, John. Hace muchos años. Es de él de quien querría hablar con usted. A solas si es posible.

Conocía a Connie Francis y su canción «Everybody’s somebody’s fool», ya había ganado algunos puntos a ojos de Ewert Grens. Una media hora más tarde los dos hombres estaban sentados a ambos lados de la mesa del comisario y el respeto mutuo parecía haber aumentado.

Ruben Frey decidió enseguida ser lo más sincero, lo más abierto posible. Todo lo que no había sido el día anterior. No tenía otra opción, pura y simplemente. Ewert Grens también hizo hincapié en que el supuesto delito del que iban a hablar había tenido lugar en Estados Unidos y quedaba, por lo tanto, bastante fuera de su competencia, lo que significaba que, aunque quisiera, no había mucho que pudiera hacer al respecto.

El viento fuera soplaba con fuerza, la mañana avanzaba mientras el vendaval golpeaba a rachas regulares el cristal, con sordas explosiones, con un ímpetu que les hizo callar un par de veces y darse la vuelta para comprobar que nada se había roto.

Ruben Frey rechazó amablemente tomar café, agua mineral quizá, de modo que Ewert Grens fue a buscar dos botellas de la máquina expendedora del pasillo, la que se tragaba las monedas de diez coronas y que siempre tenía un pósit pegado en la parte delantera, con garabatos pergeñados por algún o alguna colega que, hartos de que el aparato aquel se quedase con su dinero sin dar nada a cambio, exigían que se les devolviera, siempre indicando su extensión de teléfono. Ewert Grens a menudo se preguntaba por qué se molestaban, o si alguna vez el propietario de la máquina se había puesto en contacto con ellos para, con una disculpa, devolverles las engullidas diez coronas.

Frey bebió directamente de la botella, vaciándola con un par de tragos.

—¿Tiene usted hijos?

Se puso muy serio al hacer la pregunta, y Grens de repente agachó la mirada hacia el escritorio.

—No.

—¿Por qué no?

—Con todos mis respetos, eso no es asunto suyo.

Ruben se pasó una mano por sus suaves y redondas mejillas, y Ewert pensó en que a las personas muy obesas no les salían arrugas.

—De acuerdo. Voy a decirlo de otra manera. ¿Puede entender lo que siente un padre cuando está a punto de perder a su único hijo?

Ewert Grens se acordó de otro padre, el de la niña de cinco años que había sido violada y asesinada hacía dos. Se acordó del terrible aspecto de su rostro, del dolor que resultaba imposible de esquivar.

—No. Porque no tengo hijos. Pero he conocido el calvario de muchos padres, lo he visto y he notado cómo la pena se los comía por dentro.

—¿Puede entonces comprender hasta dónde está un padre dispuesto a llegar para evitar eso?

El atormentado padre en aquel caso había perseguido y matado a tiros al asesino de su hija, y Ewert descubrió en el curso de la investigación que no consideraba del todo erróneo tal comportamiento.

—Sí. Creo que puedo.

Ruben Frey buscó algo en uno de los bolsillos del pantalón. Un paquete de cigarrillos. Un paquete rojo, una marca que no se vendía en Suecia.

—¿Puedo fumar?

—En este puto edificio no. Pero no voy a detenerlo si lo hace.

Frey sonrió y encendió un cigarrillo. Se echó hacia atrás, trató de relajarse, dio un par de caladas y exhaló el humo en pequeñas bocanadas de color blanco grisáceo.

—Yo estoy a favor de la pena de muerte. He votado a todos los gobernadores que la apoyaban. Si mi hijo, si John hubiera sido culpable, entonces habría merecido morir él también. Creo en el ojo por ojo. Pero, entiéndame…, John no es un asesino. Era un gamberro tremendo, es cierto. Los psicólogos decían que tenía un «trastorno del control de impulsos», así lo llamaban. Alguno trató de relacionar ese defecto con la pérdida de su madre, pensaban que el dolor por la muerte de Antonia podía haberlo desencadenado. Yo no creo lo más mínimo en esas cosas, en esas seudohipótesis de los terapeutas que, de alguna manera, eximen al individuo de su responsabilidad. Era un chico difícil. Pero, comisario Grens, no era un asesino.

Durante más de media hora, Grens no se vio obligado a hacer ni una sola pregunta. Ruben Frey fumaba y hablaba sin interrupción. Describió la enconada atmósfera que se enardeció cuando encontraron muerta a la hija de los Finnigan. El tipo de asesinato que la prensa, de vez en cuando, decide convertir en un folletín, en un símbolo: Elizabeth Finnigan vendía muy bien en la mayor parte de Ohio. El ansia social por encontrar a un culpable para castigarlo con la pena más estricta posible aceleró todo el curso de los acontecimientos a medida que pasaban los días, según los periódicos publicaban más y más artículos. El asesinato se convirtió en propiedad pública, en un luto compartido y, sobre todo, en una cuestión política. Ohio no permitiría a ningún hijo de puta capaz de matar a una hermosa joven con toda la vida por delante que se saliera con la suya. Ruben Frey, con bastante calma y serenidad, le relató la historia cronológicamente desde el día en que John fue arrestado, describiendo el odio que tuvieron que soportar hasta que el jurado anunció en el tribunal su espantoso veredicto.

Contó una historia que, tal vez, nunca antes había contado. Las mejillas se le veían encendidas; la frente, brillante. No se había cambiado de ropa desde su salida de Marcusville, de modo que desprendía cierto olor, a sudor y algo más; no es que a Grens le molestara, pero este lo notó y le preguntó a Frey si le gustaría usar las duchas de la policía para quitarse de encima la mugre del viaje una vez que terminaran su conversación. Frey le dio las gracias y se disculpó por el hecho de no ir tan aseado como debiera: había sido un día muy largo.

El fuerte viento golpeaba la ventana más y más. La nieve se arremolinaba fuera: caían casi tantos copos como los que volvían a subir impulsados por las ráfagas de viento, la vieja nieve se recodaba. Ewert Grens se acercó a la ventana y miró el manto blanco. Esperó. Aunque Frey estaba cansado, había algo más.

—¿Y su fuga?

—¿Qué quiere decir?

—¿Qué sabe usted de eso?

Ruben Frey se imaginaba que la pregunta acabaría llegando. Buscó otro cigarrillo en el paquete vacío.

—¿Es esta conversación estrictamente entre usted y yo?

—No veo que aquí haya nadie más.

—¿Me da su palabra de que lo que le diga no saldrá de este despacho?

—Sí. Le doy mi palabra. No informaré a nadie.

Frey arrugó el paquete de cigarrillos de símbolo rojo, apuntó a la papelera debajo de la mesa de Grens, la cual no estaba ni siquiera cerca. Inclinó hacia adelante su enorme cuerpo y agarró el cartón arrugado para arrojarlo de nuevo. Aún más lejos.

Hizo un gesto de resignación con las manos y lo dejó tirado en el suelo.

—Todo.

—¿Todo?

—Yo lo sabía todo. Yo intervine en todo el proceso. Hasta que el avión despegó en Toronto y desapareció en las nubes rumbo a Moscú. Suponía dar un rodeo, pero la gente en la que confiábamos utilizaba a menudo esa ruta. Financié con mi dinero todas las etapas de la fuga.

Suspiró.

—Eso fue hace seis años. No lo he visto desde entonces, y no sé si me entenderá, pero han pasado muchos días, muchos días sin tener noticias, muchos días tranquilos. Y eso ha sido siempre buena señal.

Cuando un rato más tarde Ruben Frey se desnudó para usar las duchas de la policía, había referido con todo lujo de detalles la huida que su hijo ya había descrito antes en parte. La historia de John tenía varias lagunas, pero todo lo que había afirmado recordar fue confirmado por su padre a puerta cerrada. Ewert Grens decidió creer el relato: Ruben Frey, un funcionario de prisiones llamado Vernon Eriksen y dos médicos que posteriormente cambiaron de identidad y de vida habían planeado y llevado a cabo juntos la fuga de una persona de cuya inocencia estaban convencidos.

La camisa azul de rayas blancas fue sustituida por una camisa blanca de rayas azules, y el chaleco de cuero negro se transmutó en uno marrón moca. Llevaba el pelo mojado y el aroma a loción de afeitar se percibió nada más abrir la puerta. Ruben tenía ahora aspecto limpio, sus ojos mostraban menos signos de fatiga. Dejó su abultada maleta en el mismo sitio que antes y preguntó dónde podía comprar algo de comer. Grens señaló hacia el pasillo y Frey dio unos pasos antes de volverse de nuevo.

—Tengo otra pregunta.

—No tenemos mucho tiempo. Pero pregunte y veré si le puedo contestar.

Ruben Frey se pasó la mano por el cabello húmedo, se ajustó el pantalón y el cinturón, que, de algún modo, le caían bajo su rollizo vientre.

Fuera seguía soplando el viento, ambos lo oían.

—Seis años. He pensado en él todos los días, a todas horas. Me gustaría verlo. ¿Podría arreglar eso?

Veinte minutos más tarde, Ewert Grens caminaba a su lado por uno de los pasillos de la provisional. Existían restricciones, pero también modos de esquivarlas. Grens acompañó al visitante no autorizado a la celda y se colocó frente a la ventana, desde donde podía observarlos sin molestar. Oyó cómo lloraban al abrazarse, no un llanto desconsolado, sino sereno, casi cuidadoso, las lágrimas que brotan de los ojos de la gente después de muchos años de ausencia.